Hay períodos en la vida de una persona que quedan grabados en su memoria más profundamente que cualquier otro, anterior o posterior.

Un invierno de la infancia en que no cesaba de nevar y el mundo enmudecía bajo una espesa capa blanca. Aquel invierno en que, palada a palada, al borde de calles y caminos se formaban unos montones de nieve de la altura de un hombre y que invitaban a escalarlos y deslizarse sobre el trasero en medio de gritos de alborozo. Aquellas mejillas arreboladas de frío, aquellos deditos entumecidos que entraban de nuevo en calor entre punzadas y hormigueos frente al fuego de la chimenea, y aquel sabor de las manzanas asadas, tostadas y arrugadas, algo ácidas e impregnadas de la dulzura del azúcar y el fuerte aroma de la canela y el clavo. Aquel otoño en que los árboles parecían en llamas y la dorada luz del sol poniente se colaba entre las ramas. Aquel otoño en que el cuerpo y el alma se hallaban tan saciados de días calurosos y noches tibias, de cielo azul y fragantes prados floridos, que era fácil despedirse del verano. Aquel inicio de primavera en que los capullos se abrieron casi en una sola noche, cuando parecía que el invierno nunca terminaría.

De igual modo, también hay veranos que nunca se olvidan. Ninguno de ellos olvidaría jamás aquel verano. Jeremy y Grace, Leonard, Cecily y Becky, Ada y Stephen, Royston y Simon. Todos ellos recordarían siempre aquel verano de 1881.

Aquel verano que se inició pronto, en mayo mismo, y que tan generosamente vertió sus dones sobre el sur de Inglaterra, como si tuviera que enmendar lo que habían descuidado un enero gélido acompañado de tormentas y nevadas y una primavera insensible. Fue un verano que rebosaba de color, tibieza y vivacidad, un período que tenía mucho que ofrecerles. Días colmados de risas y dulce ociosidad, noches festivas. Estrechos lazos de amistad y primeros amores, vivencias plenas. El resplandor dorado de un amanecer cargado de promesas en el horizonte, la embriagadora sensación de ser joven y libre, indomable e inmortal.

Fue aquel verano cuando la vida realmente comenzó.

El verano en que Ada Norbury regresó a casa.