Grace levantó la vista de los papeles cuando llamaron a la puerta del estudio.
—¿Sí?
Lizzie asomó la cabeza, el cabello ya canoso bajo la cofia blanca, e hizo una reverencia.
—Disculpe, miss Grace. Sé que no quería que la molestasen esta mañana, pero tiene visita.
Grace esbozó una leve sonrisa: para Lizzie seguía siendo «miss Grace», pese a que ya llevaba más de siete años respondiendo en todos los sentidos al nombre de «miss Danvers».
—Está bien. ¿Quién es?
—Lord Grantham, miss Grace. La he hecho pasar al salón.
Por un momento, Grace pensó en el padre de Leonard, pero recordó que había fallecido tres años atrás. «Len». Después de tantos años, el dolor todavía la golpeaba con la misma violencia.
—Muy bien. Ahora voy. —Se levantó a regañadientes; precisamente ese día le habría gustado acabar antes con el trabajo.
Cuando entró en el salón, él estaba de pie, con un traje gris perla, delante de una de las puertas cristaleras abiertas, contemplando el jardín, animado por los ladridos, gritos infantiles, voces de adultos y risas.
—Hola, Tommy.
Cuando el hombre se volvió, Grace inspiró hondo. El muchacho adolescente y torpe de antes se había convertido en un joven apuesto, de veintiséis años. Era más delgado que su difunto hermano y parecía menos atractivo, aunque también más serio, a lo que contribuía el bigote recortado como marcaba la moda. Sin embargo, la semejanza era evidente.
—Hola, Grace.
Se produjo un silencio embarazoso.
Desde la muerte de Leonard, los Hainsworth y los Norbury ya no estaban especialmente unidos. Grace sabía que lady Grantham la hacía responsable de lo ocurrido a su primogénito, pues por su culpa se había marchado a Egipto. Una culpa que Grace estaba dispuesta a asumir, pues en cierto modo se sentía responsable de ella, aunque por otros motivos.
—Toma asiento. —Le señaló el canapé—. Enseguida nos servirán el té. ¿O prefieres salir al jardín, con este tiempo tan estupendo?
—En realidad —vacilante, se enderezó el nudo de la corbata—, preferiría hablar contigo a solas, sin que nos interrumpiesen. ¿Es posible?
—Qué lugar tan agradable —dijo formalmente cuando entraron en la habitación posterior del ala oeste, que tenía un toque inequívocamente femenino con sus colores verde mayo y amarillo prímula.
Lizzie les seguía, sirvió deprisa el té en la mesa con dos butacas que había junto a la ventana y se despidió con una reverencia antes de cerrar la puerta silenciosamente a sus espaldas.
—Algo… poco convencional —añadió, señalando los dos escritorios que formaban un ángulo en medio de la habitación y donde Becky y Grace solían trabajar en armonía. Si bien el coronel y lady Norbury seguían gobernando oficialmente Shamley Green y Stephen era el heredero, las riendas de la dirección estaban en manos de las dos jóvenes. Becky se ocupaba de la casa, en la que trabajaban nuevos sirvientes desde que Ben y Bertha, Hannah y Sally se habían ganado un bien merecido retiro, libre de preocupaciones, y Grace administraba las tierras de acuerdo con su hermano, quien apenas intervenía y prefería encerrarse en la biblioteca, que no paraba de crecer.
Gracie sonrió mientras tomaba asiento.
—Seguro que no responde a la convención que dos mujeres se encarguen de la administración de una propiedad, pero es lo que se ha producido en Shamley. Por favor, siéntate.
—Gracias. —Tommy parecía sumamente tenso.
—¿Cómo está Cecily? —preguntó Grace por encima de su taza.
Tommy miró con cara abatida su té.
—Para serte sincero, no le va bien. Tarde o temprano te enterarás. Hace poco que ha vuelto a Givons Grove. Era… era muy infeliz al final con ese matrimonio. —Su rostro se ensombreció—. Es posible que acabe divorciándose.
—Lo lamento —dijo Grace afligida de verdad.
Tommy la miró con sus ojos azules.
—¿Tal vez quieras visitarla algún día? Seguro que se alegrará. —Y añadió débilmente—: No creo que, salvo tú, tenga muchos amigos.
—¿Cómo se encuentra tu madre? —preguntó Grace eludiendo el asunto. La entristecía haber perdido de vista a Cecily, pero en cierto modo también la aliviaba.
—Solo bien. Nunca ha superado la muerte de Len.
Grace calló y tomó un sorbo de té.
—Voy a casarme en primavera —anunció él.
—¡Oh, Tommy, cuánto me alegro! —Una afectuosa sonrisa se dibujó en el rostro de Grace—. ¡Felicidades!
—Sabes, Grace, por eso estoy aquí. Te sonará extraño, pero antes de emprender el camino al altar… —Carraspeó y se removió inquieto en la butaca, volviendo de repente a parecerse al muchacho que una vez había sido—. Disculpa que te avasalle de este modo… pero ¿qué sabes realmente sobre la muerte de mi hermano? No puedo librarme de la sensación de que lo que me cuentan no son más que verdades a medias. Tú estuviste con él allí, ¿puedes decirme algo al respecto? —Ella apartó la vista y él casi le suplicó—: Por favor, es importantísimo para mí.
—¿Alguna pregunta más?
Los ojos de Jeremy se deslizaron por los más de veinte jóvenes que, de uniforme azul marino, se sentaban por parejas en los pupitres de madera y respondían con atención a su mirada. Su propio uniforme también era de paño azul oscuro, pero a lo largo de las costuras del pantalón tenía unas tiras rojo escarlata que lo identificaban como superior e instructor, y mientras los cadetes debían conformarse con unos botones de latón como único ornamento, los distintivos en el cuello y las charreteras indicaban su rango de comandante. Uno de los cadetes miraba soñador a través de la ventana y dos o tres se inclinaban sobre los cuadernos de apuntes, afilaban los lápices o recargaban las plumas.
Habían pasado trece años desde que él mismo se sentara en uno de esos pupitres, precisamente ahí, en esa aula, junto a Stephen, y que había contestado a las preguntas del coronel Norbury. Ahora, Sandhurst tenía un nuevo plan de estudios y había ampliado el período de formación —en lugar de un año, los cadetes pasaban año y medio—, pero, aparte de eso, poco había cambiado. Los roles estaban distribuidos en cada compañía, como lo habían estado antaño: había uno que era el más bajo pero tenía el verbo más fácil, como Simon en su época; un noble como Royston y un caballero mimado por la diosa Fortuna como Leonard; un cadete muy inseguro y que estaba allí en contra de su voluntad como Stephen; y uno de origen modesto y que por eso mostraba más ambición, a imagen y semejanza de Jeremy. Y, por supuesto, no podía faltar un camorrista como Freddie Highmore, que a pesar de todo había alcanzado el rango de capitán con los Coldstream.
Jeremy había dudado mucho tiempo, reflexionando acerca de la sugerencia del coronel de que impartiera cursos en la academia. Fue en las semanas siguientes al momento en que, bajo el portal principal de Shamley Green, el coronel vio la fina alianza de oro que Grace llevaba en un dedo y entonces rodeó a su hija con su débil brazo y la estrechó contra sí. Después de que Jeremy y el coronel pasearan varias tardes por el jardín, primero en silencio y luego absortos en largas conversaciones.
Al final había sido decisivo el argumento que el coronel presentó la tarde en que estaban sentados en el banco del jardín y Jeremy sintió la mano del anciano sobre su hombro: Jeremy no podría evitar ninguna guerra volviendo la espalda al mundo de los militares. Pero sí podría ocuparse de que las futuras generaciones de oficiales estuviesen mejor formadas y preparadas, legando su experiencia y conocimiento. Y en los años que llevaba enseñando allí, ni un solo día se había arrepentido de haber aceptado esa responsabilidad. Se sentía realmente bien cumpliendo con esa tarea docente.
Una mano se levantó rápidamente. Era de un muchacho flacucho de rostro anguloso, orejas de soplillo y unos ojos que siempre parecían somnolientos. Hasta la tercera ocasión no había aprobado la prueba de admisión y desde entonces destacaba por su celo y empeño.
—¿Señor Churchill?
El cadete Winston Spencer Churchill se levantó.
—¿Nn… nos habla de Su… Sudán, se… señor? —Su ligero tartamudeo y vacilación delataba lo emocionado que se sentía, lo audaz que se consideraba al plantear esa pregunta y lo ansiosamente que esperaba la respuesta de su profesor. De repente todos los jóvenes despabilaron. La participación de Jeremy Danvers en la guerra contra el Mahdi, por la que había sido ascendido a comandante mucho después de concluida la contienda, su encarcelamiento en Sudán y su huida de Omdurmán ya casi se habían convertido en leyenda en Sandhurst.
Tensó los labios bajo el bigote y se tomó su tiempo para contestar. Los recuerdos de la guerra y de Omdurmán habían palidecido con el tiempo, pero no desaparecido, y de vez en cuando regresaban de golpe y con toda su fuerza. Como en ese momento, por un breve instante. Todos los indicios señalaban que, en un futuro próximo, el ejército británico debería acudir de nuevo a Sudán para acabar de una vez por todas con la mahdiya. Para vengar la muerte de Gordon. Por Jartum. Y por la humillación sufrida aquellos años. Para liberar a Slatin y al alemán Karl Neufel, que seguían presos en Omdurmán.
Su mirada se deslizó una vez más por aquellos cadetes que tal vez serían los próximos en ir a la guerra contra el califa, a una guerra en la que serían heridos e incluso morirían. Y eran tan jóvenes, más muchachos que hombres hechos y derechos, tan jóvenes como habían sido ellos entonces, e igual de ignorantes. Igual de ávidos de honor y gloria, de aventura. Esperaba poder contribuir con su experiencia, al menos proporcionar a alguno el suficiente conocimiento como para que no muriese en el campo de honor.
Jeremy se sentó en el borde de la mesa del profesor, una pierna apoyada en el suelo, la otra balanceándose relajadamente por el canto, y con un movimiento que le subió las mangas un palmo, se inclinó hacia delante y colocó el antebrazo sobre la rodilla de modo que se distinguiera con claridad la cicatriz de la muñeca.
—Responderé con otra pregunta, caballeros —contestó a la expectación entre asustada y ávida de impresiones—. ¿Cuál es su peor pesadilla?
—Lo siento —susurró Grace con voz ahogada y secándose las lágrimas. Con el rabillo del ojo veía a Tommy, que se había acercado a la ventana y miraba el linde del robledal.
De pronto lo recorrió un escalofrío, como si despertase de un mal sueño, sacudió la cabeza y se volvió hacia ella.
—No, Grace. Soy yo quien lo siente. Por todo lo que tuvisteis que pasar por ello. Sobre todo Jeremy. —Su ojo se contrajo con un tic cuando añadió—: Te doy las gracias por haber tomado las medidas oportunas y ocuparte de su traslado a Inglaterra. Y también… también porque no hayáis divulgado el modo en que realmente sucedió.
Ella se limitó a asentir. No veía ningún motivo para decirle a Tommy que Ada, Royston, Stephen y Becky también sabían lo que Leonard había hecho. Era un secreto para todos, compartido un día en familia y desde entonces bien guardado por todos.
Él volvió a sentarse y jugó con la cucharilla del té.
—¿Cuál fue la razón de que Abbas regresara?
Grace sonrió.
—Dijo que Alá se lo había ordenado. Yo lo creo. Nunca he vuelto a encontrar un hombre tan sabio como él. Nosotros… nosotros le debemos mucho. En el fondo, todo.
—¿Sabes, Grace…? —Tommy dejó la cucharilla y se frotó los dedos—. Yo era todavía muy joven pero, naturalmente, siempre supe cuánto te quería Len. Sin embargo, ya entonces había algo que me inquietaba. Pero era mi hermano mayor, lo quería y admiraba, y nunca cuestioné lo que hacía o decía. Ay, Grace… —Se pasó las manos por la frente—. Quiero a Emma, de lo contrario no le hubiese pedido que fuera mi esposa. No obstante, siempre tenía la sensación de que la amaba demasiado poco porque tenía frente a mí la imagen de cómo se comportaba Len contigo. Creo que al final he comprendido que su amor por ti era más bien una obsesión. No… no era una forma sana de amar… ¿verdad? —añadió inseguro.
Grace meditó un momento.
—No podría asegurar que al principio fuese así. Pero sí en Asuán… Tal vez también en El Cairo. Hay una forma de amor que es tan grande que lo lleva a uno a la locura y la destrucción. Abbas me lo dijo una vez. Al parecer, debió notar algo en Len a primera vista, que a nosotros nos había pasado desapercibido. Al menos a mí. —Miró a Tommy—. ¿Vas a contárselo a tu madre?
El joven entrelazó las manos.
—No creo. Eso no la ayudará, sino que lo empeorará todo aún más. Len siempre fue su favorito. Aunque, naturalmente, tal vez sería mejor para ti que se lo contara todo… —La miró expectante.
Grace sacudió la cabeza.
—No, Tommy. Déjalo. Las cosas están bien tal como están.
Cuando se hubo marchado, Grace fue al salón y contempló desde las puertas abiertas el jardín donde su familia se había reunido bajo un gran roble, mientras un grupo de perros jóvenes jugaban a perseguirse y Sal y Pip yacían ociosos al sol.
El coronel estaba sentado en una silla, con el bastón apoyado en la mesa y el viejo Henry a sus pies, y escuchaba con atención a Matthew, el mayor de sus nietos, que reclinado en la rodilla del anciano estaba contando algo a sus abuelos. Su hijo, de Grace y Jeremy, que ya llevaba en su vientre al volver de El Cairo. Un muchacho tranquilo y serio que un día heredaría Shamley Green y el título de baronet. Por un capricho de la naturaleza había heredado el cabello oscuro y los rasgos duros de su padre, pero tenía los ojos azul claro de su abuelo, que se habían saltado una generación. Era un muchacho de buen corazón. Grace todavía se acordaba vivamente de cuando una vez, entonces debería tener tres años, ella le había atado los cordones de los zapatos y él le había preguntado: «Mamá, ¿por qué tío Stevie huele a veces tan raro?». El corazón de Grace se había saltado un latido y luego había abrazado a su hijo y le había explicado que el tío Stevie había estado en la guerra con papá y el tío Roy, y que lo habían herido y algo en su interior se había roto, y que desde entonces tenía que llevar pañales como el propio Matthew poco antes y tal como llevaba ahora su hermano pequeño William, pero que mientras que ellos dos acabarían librándose de ellos, su tío siempre se quedaría igual. Matthew, meditabundo, se había mordisqueado el labio inferior un rato y luego se había marchado corriendo. Cuando Grace salió en su busca, vio desde ese mismo lugar, desde la puerta que daba al jardín, que Matthew trepaba primero al banco del jardín y de ahí se subía a la silla de ruedas para sentarse sobre el regazo de Stephen y darle un fuerte abrazo a su tío.
A Grace la conmovía el cariño con que el coronel acariciaba el abundante cabello lacio de su nieto, y lo cerca que su madre había colocado su silla de la del coronel y lo tiernamente que descansaba su mano sobre el brazo de su marido. Su segundo hijo, el pequeño William, por el cual corría la herencia irlandesa de los Shaw-Stewart, no solo en el cabello rubio trigueño, los ojos castaños y los rasgos delicados, casi angelicales, sino también en su naturaleza indómita, se comportaba bien de forma excepcional y estaba tranquilamente sentado en el regazo de su abuela Sarah Danvers, con quien hojeaba un libro ilustrado. Esta había rechazado con amabilidad pero con determinación el aposento que le habían ofrecido en Shamley Green, y en lugar de ello, con su modesta pensión de viudedad, había alquilado una pequeña vivienda en Guildford, desde donde iba casi cada día a Shamley.
Con pantalones cortos y unas piernecitas regordetas, Nathaniel Simon Roderick Ashcombe, de pie en medio de la hierba, señalaba con un grito maravillado algo emocionante que al parecer había descubierto en el jardín. Ya con cinco años y medio, el vizconde Amory era un hombrecito alegre y encantador, con unos hoyuelos irresistibles en su rostro mofletudo, ojos ambarinos y el cabello castaño oscuro de su padre. Por supuesto, en cuanto estaba con sus primos en Shamley Green, solo pensaba en hacer travesuras. Una de sus diversiones favoritas consistía en sentarse por turnos en el regazo del tío Stevie en la silla de ruedas y que él los llevara por el jardín mientras los demás trotaban a su lado, esperando a que les tocara.
A veces, cuando la mirada de Ada se posaba en Nathaniel, se asombraba ante el hecho de que su cuerpo, tan delicado y femenino, hubiera podido llevar a un niño tan alto y robusto para su edad. Por el contrario, la pequeña Fiona, así llamada por su tatarabuela irlandesa, que estaba sentada con su vestidito de volantes sobre el regazo de su padre, era idéntica a Ada: pequeña, grácil y con unos ojos enormes y oscuros como cerezas negras. Royston se inclinó hacia su esposa y la besó en la mejilla. Solían cuchichear y reír el uno con el otro como dos recién casados, y no había momento en que no se percibiera cuán felices eran juntos.
Sin embargo, Ada había tenido que abandonar su actividad docente en Bedford tras su boda; aun así, Royston le confiaba cada año un generoso presupuesto para posibilitar a muchachas de orígenes humildes la asistencia a una escuela secundaria y un college; muchachas de las que Ada se ocupaba personalmente y a quienes invitaba a conciertos o al teatro. Siempre que disponían de tiempo, ya que Ada realizaba con aplicación todas las tareas que le eran propias en tanto que lady Ashcombe, Royston y ella se marchaban a Italia y Francia y se llevaban a dos o tres muchachas cuyas familias no podían permitirse un viaje así. Solo de vez en cuando la mirada de Ada se quedaba ensimismada con un brillo doloroso y podía percibirse cuánto lloraba todavía a Simon, su primer gran amor. Pero entonces Royston estaba allí, la rodeaba con sus brazos y le brindaba su apoyo.
Royston se puso en pie, colocó a su hija sobre los muslos de Stephen y cogió de la mano a Nathaniel para que le enseñara qué era eso que encontraba tan emocionante. Stephen empezó a hacer tonterías con su sobrina hasta hacerla soltar su risa chispeante de niña pequeña. Becky dejó el libro que estaba leyendo a un lado, se colocó detrás de Stephen, le pasó los brazos por los hombros y, mientras apoyaba la mejilla en la de su marido, hizo cosquillas a la niñita entre cariñosos arrullos, hasta que la pequeña no pudo parar de reír.
Ada se levantó, se dirigió hacia la silla de lady Evelyn, que se encontraba algo apartada del grupo, y le habló con tono afable. Las visitas de lady E constituían una carga para todos, pero Ada insistía en invitar de vez en cuando a su suegra, y se ocupaba con un cariño especial de ella sin que esta, a su vez, la correspondiera de ningún modo. Pero tal vez sería Ada quien, con su dulzura y paciencia, conseguiría ablandar el corazón de piedra de lady Evelyn o que se reconciliara con su hijo Roderick, a quien nunca había perdonado que se casara, contra su voluntad, con Helen Dunmore y hubiera traído al mundo con ella a tres niños pelirrojos y con pecas.
Y quizá, solo quizás, algún día de nuevo habría ahí, entre ellos, un lugar para Cecily.
Jeremy desmontó acalorado tras la rápida cabalgada por los bosques de Berkshire, los campos sembrados y los prados en flor de Surrey, y entregó las riendas al mozo de cuadra que lo aguardaba.
—Gracias, Hanson.
Se detuvo unos instantes y recorrió con la mirada el patio de Shamley Green. Las macetas cargadas de flores delante de las fachadas de ladrillo rojo, los tejados grises y los marcos blancos de puertas y ventanas. Incluso después de siete años se le antojaba extraño estar en casa, en esa casa a la que antes había acudido como amigo de Stephen, a pesar suyo en realidad, porque su invitación casi le había parecido demasiado personal. Aquel día de noviembre en que por primera vez saludó a Grace estrechándole la mano. «Grace». Su semblante se iluminó casi imperceptiblemente, mientras algo en su interior se volvía tierno y cálido. Era Grace quien convertía eso en su hogar, Grace y la familia de Grace, que ahora también era la suya. Grace, cuyas intenciones le habían suscitado tantos recelos al principio y que había vencido cualquier duda cuando viajó por él a Sudán, negándose a aceptar que hubiera muerto. Grace, con quien compartía desde entonces mesa, cama y toda la vida, y con quien había engendrado dos hijos.
Después de Omdurmán pensaba que había superado cualquier miedo. Pero aunque le gustaba cómo el cuerpo de Grace se redondeaba y se volvía más pesado, cómo sus movimientos se hacían más lentos, casi cautelosos, y la sensación al colocar la mano sobre el vientre de ella y notar unas pataditas, le atenazaba el miedo a ser como su padre. Un miedo que fue desapareciendo de forma paulatina, después de que Constance colocara en sus brazos a su primer hijo cuando todavía no hacía ni una hora que había nacido. Ese ser extraño, diminuto y desamparado, pero pese a ello lleno de vigor, que era parte de él y de Grace, al que él había aportado tan poco mientras crecía en el seno de ella y veía la luz con los dolores de ella. A Jeremy le encantaba contemplar cómo crecían sus hijos y se desarrollaban y descubrían el mundo, cómo se acurrucaban contra su madre y lo miraban a él, su padre, cómo intentaban imitarlo, cómo jugaban con él, lloraban y reían. Grace y sus hijos eran sus grandes maestros, pues cada día le enseñaban cuán vulnerable le hacía a uno el amor y, a su vez, cuán fuerte.
Los párpados de Grace se cerraron. Percibía la presencia de Jeremy antes de oír sus pasos. Disfrutó de la calidez de su cuerpo en la espalda hasta que la cogió por la cintura desde atrás y la atrajo contra sí.
—Hola, Grace. —La besó junto a la oreja.
—Hola, Jeremy. —Apoyó la parte posterior de la cabeza contra el hueco del cuello de él—. Tommy ha estado aquí.
Notó que él se tensaba.
—Me ha preguntado qué sucedió realmente en Asuán —le susurró—. Se lo he contado.
Jeremy se relajó de nuevo.
—Está bien. —Su mano descendió sobre el vientre de su esposa, donde, como sabían desde hacía pocos días, crecía una nueva vida, y ella la acompañó con la suya.
—Cuando ya se marchaba quiso saber si le habías perdonado. —Se giró entre los brazos de él—. Nunca te lo he preguntado, pero… ¿has llegado a perdonarle?
Jeremy apretó los labios mientras pensaba.
—Hay cosas que no pueden perdonarse, al menos no los mortales. —Respiró hondo—. Pero espero que esté donde esté haya encontrado clemencia. Y que no sea un lugar que se parezca a Omdurmán.
Grace se volvió del todo hacia él y deslizó la mirada por su rostro, que se había vuelto más anguloso y que ahora, con casi treinta y siete años, mostraba las primeras arrugas, sobre todo alrededor de los ojos, que a esas alturas ya precisaban de gafas para escribir o leer, mientras en su cabello aparecían las primeras canas. Los rasgos de Grace también se habían afilado y su anterior dulzura había adquirido una nota más áspera.
—Si no te quisiese tanto —murmuró Grace—, debería hacerlo por lo que acabas de decir.
Con los dedos entrelazados, cruzaron la puerta que daba al jardín.
—¡Papá! —El pequeño William fue el primero en descubrirlo y enseguida se agitó en el regazo de su abuela Sarah, hasta que ella lo dejó en el suelo para que corriese a su encuentro. El hermano mayor volvió la cabeza y sus ojos azules se iluminaron.
—¡Ha llegado papá! —gritó, y también salió corriendo, aunque se detuvo para esperar a su hermano pequeño y cogerlo de la mano. Descalzos se dirigieron brincando hacia su padre, quien se arrodilló y con una sonrisa abrió los brazos, rodeó a sus hijos y los estrechó, hundiendo el semblante en su suave cabello.
Las miradas de Ada y Grace se cruzaron. Las dos hermanas intercambiaron una sonrisa en la que se unían la nostalgia y la dicha, y cada una sabía lo que la otra pensaba: «¿No es sorprendente que hayamos pasado por momentos tan terribles, todos y cada uno de nosotros, y que sin embargo al final haya brotado tanto de bueno, sobre todo, tanto amor…?».
Grace y Jeremy se dirigieron con sus hijos hacia la familia para pasar el resto de ese día de verano. Ese día de verano que traía a la memoria aquel verano, trece años atrás. Aquel verano en que habían sido tan jóvenes y libres, y se habían sentido indomables e inmortales.
Aquel verano en que Ada Norbury regresó a casa.
Aquel verano en que la vida realmente comenzó.