Como un brocado dorado, el sol estival descansaba sobre el tranquilo jardín de Shamley Green, y en el refugio de la pérgola Royston y Ada se besaban abrazados.
Mientras duraba el curso escolar en Bedford habían tenido que reprimirse, ya que en Londres no había espacios para tales efusiones de cariño. Allí siempre estaban expuestos a las miradas ajenas y, además, Ada debía conservar su reputación de profesora de jóvenes bien educadas. En los jardines de Kew y en la National Gallery habían tenido que contentarse con unas miradas pudorosas; solo en la penumbra de la sala de conciertos, Royston había osado coger la mano de Ada y cubrirle con la suya, tan grande, los dedos. De ahí que ambos esperasen el final del trimestre con ansiedad. En la actualidad, Royston viajaba cada día a Shamley Green y al llegar a la casa soportaba con resignación la burlona sonrisa de Stephen, el parloteo de Becky y las significativas miradas de lady Norbury. Lo único que contaba era ver a Ada y besarla allí, en el banco de la pérgola.
—Ads… —musitó él cuando ambos tomaron aire y ella frotó su rostro contra el cuello de él y le acarició la nuca, y él sintió que iba a fundirse lentamente como un pedazo de cera expuesto al calor—. Ads, ¿quieres ser mi esposa?
Nada de complicadas planificaciones como con Cecily. Nada de hincarse de rodillas, nada de ceremoniosos discursos. Si bien llevaba semanas pensando solo en ello, brotó de sus labios de forma totalmente natural. Así de simple. Su corazón se estremeció cuando ella se quedó inmóvil entre sus brazos, luego se apartó y se enderezó sin mirarlo. Él temió el rechazo y quedarse de nuevo con las manos vacías.
—¿Ads?
Ada frunció el ceño y apretó los puños, que descansó en su regazo. Muchas veces había pensado en confesárselo a Royston, pero en el último momento la frenaba el miedo. No quería que él pensara mal de ella y, sobre todo, no quería que se marchara decepcionado de su lado. No quería destruir la felicidad que había brotado tiernamente en primavera y que ahora, verano, florecía de modo tan voluptuoso, igual que ella se sentía florecer de nuevo tras dos años de crudo invierno.
Ada se encontraba a gusto con Royston, que compartía su amor por la música y el arte. Le gustaba su sentido del humor, que la hacía reír, y su forma de ser: cariñoso y un poco regordete. Le gustaba la confianza arraigada e imperturbable que desprendía y cómo la barba le hacía cosquillas en la piel; los besos cuya calidez la hacía vibrar. Cuando reposaba en su ancho pecho se sentía segura, como si nunca pudiera ocurrirle nada malo.
Sin embargo, Royston tenía derecho a saberlo, y esa tal vez fuera la última oportunidad de decírselo sin hacerle demasiado daño.
—Hay algo que ignoras acerca de mí, Royston. Que todo el mundo ignora. —Los nudillos palidecieron cuando ella apretó los puños con más fuerza—. Yo… yo no soy virgen. Antes… —suspiró— antes de que os marchaseis a Chichester… aquel fin de semana de agosto en Estreham… Simon y yo…
Él tragó saliva.
—Te…
—No. —Ada sacudió la cabeza con vehemencia—. No. Yo fui la que quiso. —En su semblante surgió una expresión decidida, y por un momento el parecido con el estricto coronel fue sorprendente—. Y ni un solo día me he arrepentido. Aunque creo que por ello su muerte me ha dolido más que si solo hubiésemos intercambiado unos besos.
Royston miró al frente. La imagen que durante esos años se había forjado de Ada, una criatura ingenua, élfica, algo apartada del mundo, se había desmoronado. De acuerdo, la había besado, había pedido su mano, quería casarse con ella y pasar el resto de su vida a su lado; pero siempre se había prohibido pensar en todo lo demás. Lo atravesó la fina punzada de los celos al pensar que a Simon le había caído en suerte desprender a Ada de su virginidad —¡y además en Estreham!—, y al instante lo recorrió una inmensa alegría por el hecho de que Simon y Ada hubiesen disfrutado de esa alegría, ya que el tiempo que iban a compartir ambos había concluido de modo tan súbito y cruel.
La miró de reojo. Ada estaba sentada muy tiesa, como si esperase el fallo de un jurado: su rostro de adolescente, todavía tan gracioso aunque hubiese madurado un poco, su figura delgada en aquel vestido claro de verano bajo el cual casi no se perfilaban redondeces femeninas. Royston se percató de que había estado a punto de cometer un error: subestimar a Ada por su dulce y delicado aspecto. Hacía mucho que Ada había dejado de ser una muchacha apocada. Ada era una adulta, con un cuerpo de mujer, con un alma apasionada y una voluntad férrea, tal vez sensible pero sin duda fuerte. Y sin embargo dulce, muy dulce.
Royston se vio invadido por un deseo tan intenso que se agarró el muslo para contener un temblor. Deseaba tanto a Ada, allí y en ese momento, que apenas lo soportaba. Quizás entonces entendió lo mucho que de verdad la amaba, lo mucho que quería tenerla a su lado, cada día y cada noche, para el resto de su vida.
—¿Acaso no perdimos todos la inocencia aquel verano —respondió con voz ronca—, de una u otra forma?
Ada calló unos instantes.
—¿Todavía… todavía piensas mucho en Sis? —preguntó con timidez.
Tres semanas antes, Cecily se había unido en matrimonio en el sur de Francia, celebrándolo con unos festejos que duraron varios días en el castillo de su marido. Para el coronel y Stephen el viaje habría resultado demasiado fatigoso, si no imposible, así que los Norbury se habían limitado a comunicar sus mejores deseos y enviar un regalo de bodas. Royston había prendido fuego a la invitación con una cerilla en cuanto la había encontrado en la mesita de la correspondencia y la había tirado a la chimenea.
Las comisuras de sus labios, bajo la barba, se inclinaron hacia abajo.
—Es probable que eso no me honre, pero ya no pienso en ella. —Precisamente en ese momento, a raíz de que Ada la mencionase, apareció de nuevo la imagen de Cecily ante sus ojos y con ella un vago recuerdo de su voz, su risa, sus besos y la sensación que provocaba estrecharla entre sus brazos. Un recuerdo que enseguida quedó reducido a polvo. Mientras que durante todo ese tiempo había infravalorado a Ada, con Cecily había pasado exactamente lo contrario: le había atribuido más cualidades de las que realmente poseía. Siempre había pensado que el amor hace literalmente ciego a quienes lo experimentan, o al menos miopes—. En realidad, pienso con más frecuencia en Len —susurró.
—Sí, yo también suelo pensar en él —murmuró Ada entristecida.
—Ya ha pasado mucho tiempo —señaló Royston un poco después—. En algún momento entendí que con Cecily no habría sido feliz. No; hace mucho tiempo que ya no pienso en ella. —Miró a Ada, que permanecía sin moverse y rígida a su lado—. No hago más que pensar en ti, Ada.
Como ella no contestó, él puso la mano sobre sus pequeños puños y se sintió triste.
—No me importa que no compartas mis sentimientos, Ada. Me basta con que me tengas algo de cariño y que mantengamos la relación.
Ella lo miró sorprendida.
—No, Royston. No es así. En absoluto. —Abrió los puños, cogió las manazas de Royston y las acarició tiernamente, y por el brazo de él subió un flujo de calor como una lava espesa—. Una parte grande de mi corazón siempre pertenecerá a Simon y siempre llorará por él. Esto debes tenerlo en cuenta. ¿Sabes? —susurró—, recientemente he pensado a menudo en lo que me contaste acerca de que Simon te pidió que fueras su testigo de boda. Entonces… antes… —Su rostro se contrajo y Royston guardó silencio—. Tal vez… tal vez sintió que no volvería. Tal vez lo notó y quería pedirte de ese modo que cuidaras de mí, que te ocuparas de mí. —Lo miró inquisitiva.
—No lo sé, Ada —respondió él con franqueza.
Una pequeña sonrisa apareció en el rostro de ella y dirigió de nuevo la mirada a la mano de Royston, en su regazo.
—Yo tampoco. Pero la considero una idea consoladora. —Su sonrisa se ensanchó—. Si bien una parte de mi corazón siempre pertenecerá a Simon, he aprendido que no solo puede amarse una única vez en la vida. Quizá se ame de otro modo, pero no por ello con menos intensidad. Me gusta imaginar que me duermo entre tus brazos y que por las mañanas me despierto junto a ti, Royston. Que recorro la vida contigo. Y quiero ver crecer a nuestros hijos y ocuparme de que se conviertan en personas felices. —Asintió—. Sí, lo deseo mucho.
Royston sintió que se mareaba de felicidad.
—Significa… ¿Es esto un sí?
La sonrisa de Ada resplandeció, resplandeció como nunca hubiese creído que volvería a resplandecer.
—Sí, Royston. Sí, sí.
«Velaré por ella, Simon, lo juro por mi vida. Siempre estará bien protegida a mi lado, tu Ada. Mi Ada».
—Deberíamos decírselo a tus padres —musitó entre dos besos—. Y a Stevie y Becky.
Ella asintió.
—Sí, claro que sí.
Se levantaron y se encaminaron cogidos de la mano hacia la casa.
Ada se puso de puntillas cuando oyó traquetear tras los robles un coche que giró hacia el edificio y se detuvo en la puerta principal.
—No sabía que hoy tendríamos visita —dijo en voz baja, y llevada por la curiosidad apretó el paso con Royston.
Distinguió a un caballero que ayudaba a bajar del vehículo a una dama, y cuando esta levantó la cabeza bajo el sombrero relució un cabello rubio, dorado como un trigal. El corazón de Ada le dio un vuelco.
—¡¡Gracie!! —chilló, se separó de Royston y corrió con las faldas recogidas hacia el coche—. ¡Gracie! —Echó los brazos al cuello de su hermana—. ¡Qué alegría que hayas vuelto! ¡Menuda sorpresa!
—¡Ads! —Gracie abrazó tan fuerte a su hermana como si no fuera a soltarla nunca más—. ¡Oh, Ads!
Royston, que había seguido vacilante a Ada, se apresuró.
—¡Dios mío, pero si es Jeremy! ¡Jeremy! —Estrechó contra su amplio pecho al amigo que creía perdido, le palmeó la espalda con rotundidad y dio rienda suelta a las lágrimas—. ¡Maldita sea, que alegría increíble volver a verte!
—¡Grace!… ¡Gracie, querida Gracie! —Lady Norbury y Becky bajaban corriendo por la escalinata.
—¡Mamá! ¡Becky! —Grace rio y lloró al mismo tiempo cuando su madre y su mejor amiga la estrecharon entre sus brazos.
—¡En mi caso tendrás que tomarte la molestia de subir, hermanita! —gritó Stephen sonriendo desde la puerta, señalando la silla de ruedas y los escalones por los que en ese momento descendía Henry. Entre la emoción que vibraba en el aire, el perro tembló y sus ladridos se multiplicaron jubilosos.
La sonrisa de Grace desapareció cuando su mirada se encontró con la de su padre, que apareció junto a su hijo apoyado en un bastón, las cejas grises fruncidas y un fulgor en sus ojos azules.
Ada abrió la marcha, pero al percatarse de que Grace no la seguía, se volvió hacia su hermana y le tendió la mano.
—¡Vamos, Gracie! ¡No tienes que tener ningún miedo!