Con una profunda inspiración, Grace despertó y contempló la penumbra de un gris lavanda. Palpó con la mano la sábana fría, al otro lado de la cama, pero estaba vacía.
—¿Jeremy? —susurró en la media luz de la habitación a la que ascendían desde la calle los melodiosos y efervescentes sonidos guturales y maleables de las palabras árabes, risas sonoras, los pasos suaves de las chancletas, el golpeteo de las sandalias y el rumor del café de enfrente: la esencia de El Cairo—. ¿Jeremy?
Cuando lo vio inmóvil junto a la ventana, con los postigos abiertos, vestido solo con los pantalones largos y un cigarrillo encendido en la mano, sacó las piernas de la cama y se sentó en el borde. Recogió del suelo la fina bata que había comprado en un bazar y se cubrió con ella. Seguía más delgada que antes, pero no tan escuálida como cuando habían llegado en febrero. La sabrosa y especiada cocina egipcia, el pollo con canela y cardamomo, el arroz con alubias, las ocras y coliflor hervidas y los dulces y pegajosos pasteles habían obrado su efecto. Al levantarse, se ató la bata y se acercó descalza a la ventana. Pasó las manos por debajo de los brazos de Jeremy y las cruzó en su pecho, que ya no estaba tan huesudo, le besó los omóplatos y apoyó la mejilla en el espacio fresco que había en medio.
—¿Sabes lo que no consigo quitarme de la cabeza? —dijo él unos minutos después—. Cuando Len estaba allí tumbado… en todo ese tiempo yo solo miraba el revólver y pensaba: «Solo hay una bala. Solo una». —Se volvió a medias hacia Grace—. Estaba a punto de coger el arma y dispararle, Grace. Y todavía no sé si lo habría hecho para vengarme o para redimirlo.
—Lo primero habría sido muy comprensible —murmuró ella contra su piel llena de cicatrices—. Y lo otro te habría honrado. Pero no lo hiciste.
Él soltó una risa breve y seca, se inclinó y apagó el cigarrillo en el platillo que hacía las veces de cenicero sobre la mesa de mosaico, junto a la ventana.
—No; habría deseado que en un par de minutos sufriera todo lo que yo sufría en un día en Omdurmán.
Grace dudó unos segundos.
—¿Me culpas desde entonces de lo que hizo Len?
Él se dio la vuelta con el ceño levemente fruncido. Sus labios se veían llenos y suaves, rodeados de la barba cuidadosamente recortada.
—No, Grace, ni por un instante. —Sus ojos, que en la penumbra casi parecían negros, se deslizaron por el rostro de ella—. Pero sé que te lo reprochas.
—Sí —susurró ella, con la mirada puesta en la casa de enfrente, y sin embargo ausente—. No hay día en que no me lo reproche o piense en ello.
Jeremy le tocó la mejilla.
—Los dos tenemos algo con lo que habremos de seguir viviendo. —Cuando ella asintió, él se inclinó y la besó.
Una vez más, Grace se asustó al pensar en lo independientes que se habían vuelto. En los despreocupadamente que vivían su amor allí en El Cairo, sin avergonzarse, sin arrepentirse, como si solo estuviesen ellos dos en el mundo; como si las experiencias vividas los hubieran hecho más duros, casi insensibles. Habían tomado conciencia de su vulnerabilidad, de su propia mortalidad y de la caducidad de las cosas, por lo que gozaban aún más intensamente de cada momento de felicidad compartida.
Los besos de Jeremy volvieron a despertar la avidez que Grace creía haber saciado. Suavemente se apartó de él y se alejó de la ventana de espaldas, hacia la cama, donde se detuvo, desanudó la cinta de la bata y adelantó una cadera para que el tejido resbaladizo se abriera. No hizo más, se quedó simplemente allí y disfrutó del modo en que Jeremy la miraba, las manos en los bolsillos de los pantalones y un brillo de deseo en los ojos. Se acercó a ella, le retiró de los hombros la bata, que resbaló al suelo, y acercó tanto el rostro al de ella que Grace sintió el calor de su piel, su aliento en las sienes. Permaneció inmóvil hasta que la excitación la hizo temblar.
Jeremy le dio un pequeño empujón en los hombros y Grace se dejó caer sonriente sobre la cama. Supo que él estaba quitándose los pantalones y cerró los ojos con un ronroneo cuando Jeremy hundió la cabeza entre sus piernas. Grace se sintió como una fuente espumeante y, al mismo tiempo, víctima de una fiebre que llenaba su cuerpo de un flujo ardiente mientras las manos y el rostro barbado de Jeremy se deslizaban por sus caderas, de nuevo redondeadas, sobre su vientre, sobre las pequeñas protuberancias de sus pechos, cuyas puntas se erigían hacia él. Suspiró cuando él la penetró y disfrutó, aún más que del puro placer sexual, de sentir su aliento en su rostro y su piel en contacto con la de ella. Disfrutó acariciándole la cara, los hombros y la espalda, hundiendo los dedos en sus cabellos, que eran espesos como el pelaje de un animal, de abrazarlo y de estar cerca de él. Le gustaba la manera en que la miraba con una media sonrisa cuando la embestía y se movía con ella, y los dos se entregaban a ese éxtasis celestial y terrenal.
Apoyada en el brazo de Jeremy, miraba a la luz de la lámpara el hilillo de humo azulado que ascendía del cigarrillo. Pasó los dedos suavemente por el vello pectoral de él y las zonas peladas donde sobresalían las cicatrices y ya no crecería vello. Esas cicatrices formarían parte de él para siempre, junto con los recuerdos sobre los que nunca hablaba pero que ella veía en sus ojos, recuerdos que a veces no lo dejaban dormir tranquilo.
«Así de fácil —pensó sorprendida—. Así de fácil es ser una perdida».
No, no había sido tan fácil, se corrigió mentalmente. A causa de Jeremy había quemado todos los puentes, había emprendido por su cuenta y riesgo aquel peligroso viaje y cargaba en su conciencia con la muerte de Leonard. Al principio se habían comportado con timidez. Habían pasado horas mirándose, acariciándose con cautela y cogidos de la mano. Su convivencia les había resultado tan frágil que solo titubeando habían osado darse los primeros besos, irse tanteando, reconociéndose de nuevo. Con prudencia, mucha prudencia, habían empezado a explorar el cuerpo del otro y a familiarizarse. Había hecho falta valor para atreverse a dar el último paso en un camino, aunque a esas alturas ya lo recorrían con alegría y naturalidad.
Vivían al día, hacían el amor cuando les apetecía, comían cuando tenían hambre y dormían cuando estaban cansados. Habían visitado las pirámides y la esfinge, recorrido el Nilo, ido al Museo Egipcio y a Al Gesira, y también paseaban por los bazares y las callejas de la ciudad. Sin embargo, la mayor parte del tiempo la pasaban allí, en aquella habitación que para ellos era como una campana de cristal que los protegía de los espantos del pasado. Y también de los del futuro. Su vida en El Cairo transcurría en un presente continuo, cada día, cada noche eran nuevos. No obstante, en Grace fue surgiendo paulatinamente la sospecha de que eso no podía durar para siempre. Tal vez consiguieran en El Cairo desdibujar el pasado y el resto del mundo, pero no lograrían borrarlos del todo.
—Jeremy —susurró apretando la boca contra su pecho, oliendo su aroma, que también había cambiado tornándose más denso y especiado—. Volvamos a Inglaterra. No mañana o pasado mañana, pero pronto. Volvamos a nuestra antigua vida.
Él se quedó mirando el techo y acabó de fumarse el cigarrillo. Se enderezó a medias para aplastar la colilla en el platillo, que había colocado en la mesilla de noche, y volvió a tenderse junto a Grace, apoyado en el codo y la sien recostada sobre el puño. Con la mano libre acarició la mejilla de Grace y jugueteó con un mechón de sus cabellos.
—He salido vivo de Omdurmán, Grace, pero ya no tengo vida. Al menos no en Inglaterra.
—Entonces constrúyete una nueva —replicó ella, pasándole los dedos por la frente, que se había humedecido.
—¿Cómo, Grace? —repuso dolido, incluso enfadado—. No pienso volver a la vida militar, pero tampoco he aprendido otra cosa.
«Papá seguro que encontraría una solución —se le ocurrió a Grace—. Seguro que sí».
—Ya encontraremos un remedio —murmuró—. Intentémoslo al menos. En caso contrario siempre podemos volver aquí o marcharnos a otro lugar. —Como él no respondía, añadió—: No podemos contentarnos con ir evitando responsabilidades. Yo ante mi familia y tú ante tu madre.
Grace tenía añoranza de Shamley Green, de Ada, Stephen, Becky y sus padres, y aunque había escrito a Shamley Green al llegar a El Cairo, le remordía la conciencia por no contarles cómo estaba y por no dejar que vieran con sus propios ojos que se encontraba bien. Y en particular la atormentaba el recuerdo de Sarah Danvers, quien, al igual que los amigos de Jeremy, permanecía en casa sin saber nada de su hijo. Jeremy así lo había querido, un deseo al que se había aferrado tanto que al final y por primera vez había discutido con Grace, que había acabado cediendo. «Por ahora —se había jurado a sí misma—. No para siempre».
—Sé que te echa mucho de menos —había añadido por esa razón.
Una sombra recorrió el rostro de Jeremy y su boca se tensó.
—Añora al hijo que antes tuvo. Pero ese ya no existe.
Grace deslizó los dedos por las sienes de él y los hundió entre el cabello.
—No lo hagas, Jeremy. No decidas por ella lo que puede o no puede soportar. No se lo merece. También te querrá tal como eres ahora. Igual que yo.
Él la miró mientras su boca se contraía, luego hacía una mueca y se relajaba. Acercó el rostro hasta rozar el de ella.
—Grace, no siento por ti lo mismo que antes. —Ella se estremeció, pero él sonrió y le puso la mano sobre la boca—. Espera, escúchame. Limítate a escuchar. No siento lo mismo porque no soy la misma persona que entonces. No sé si habría superado la guerra y la prisión sin tu recuerdo. Tal vez nunca habría logrado huir de Omdurmán si tú y Abbas no hubierais estado allí precisamente aquel día. Es muy posible que ahora tal vez fuera solo un montón de huesos en medio del desierto. Pero entendí realmente lo mucho que te quiero cuando Len nos amenazó. Estaba dispuesto a morir por salvarte, Grace, y al mismo tiempo todo en mí se oponía a entregarte a él. —Se interrumpió un momento y luego su voz se enronqueció más que de costumbre—. No puedo exigir que te sientas obligada a mantener la promesa que me hiciste en Estreham. Pero si todavía quieres lo que queda de mí, casémonos, Grace. Tan pronto como sea posible. Aquí, en El Cairo, antes de regresar a Inglaterra.