—Sigo sin entenderlo. —Royston se frotaba la frente con gesto incrédulo, pese a que había pasado más de un mes desde la noticia de que Leonard había muerto en Egipto, cerca de Asuán, a causa de un asalto.
Había sido un shock, no solo para los Hainsworth, que habían perdido a su hijo primogénito y heredero, sino también para todos los que habían conocido a Leonard Hainsworth, barón de Hawthorne, y en especial para aquellos que habían mantenido una larga amistad con él.
—Qué ironía —dijo Stephen sentado a su lado. Con la cabeza echada atrás, exponía el rostro al sol con los ojos cerrados—. Precisamente Len, el protegido por el destino, el que sobrevivió a la guerra con solo un rasguño en la cara.
Royston bajó las manos y miró en derredor el jardín de Shamley Green. Solo estaban a finales de marzo, pero la naturaleza no parecía dispuesta a esperar la entrada oficial de la primavera. Por todas partes brotaba un verde intenso y multicolores capullos de flores, y los pájaros celebraban jubilosos el fin de la estación del frío. Entre alegres ladridos, Henry perseguía, libre de los lastres anímicos de los seres humanos, unos conejos invisibles por la hierba que crecía entre los robles.
—¿Sabéis algo de Grace?
Stephen sacudió la cabeza sin abrir los ojos.
—Nada desde la postal de El Cairo.
Royston asintió pensativo y caviló acerca de cómo en la vida de todos ellos se habían entrelazado el amor y la muerte, la felicidad y el dolor, después de haber estado en Sandhurst de jóvenes.
—Y ¿qué tal la vida de hombre casado? —preguntó Royston.
Stephen rio, con lo que su nuez de Adán osciló de arriba abajo.
—¿Todavía no has superado tu desconfianza? —Enderezó la cabeza y miró a su amigo—. Me va bien con Becky. —Sacó de la chaqueta una pitillera y le ofreció un cigarrillo a su amigo, que rehusó. Se encendió uno—. Apenas tengo pesadillas desde que duerme a mi lado. —Dirigió la mirada a los robles que echaban hojas y calló. Royston se conmovió ante la expresión de satisfacción que había en su semblante—. Becky —prosiguió con voz tenue— es lo mejor que me ha pasado. —Sonrió como un colegial recién enamorado y, al mismo tiempo, sorprendido como un hombre de edad avanzada a quien, tras haber sufrido un gran dolor, experimenta una felicidad inesperada.
—Me alegro de oírlo.
Stephen asintió con una expresión que Royston no supo definir. Tal vez burlona, o más bien descarada.
—Me ha gustado volver a verte —dijo Stephen dando una palmada a su amigo en el hombro. Se puso el cigarrillo en la comisura de los labios y soltó los frenos de la silla de ruedas—. ¡Que te vaya bien! —farfulló, poniéndose en marcha.
—¡Eh, ¿qué pasa?! —Royston frunció el ceño—. ¿He hecho algo mal?
Stephen se quitó el cigarrillo de los labios y soltó una risa.
—En esta vida no volveré a ganar una carrera de velocidad, pero ¡no vayas a creerte que mi mente es tan lenta como mis pies! ¡Sé muy bien que ya no vienes a Shamley solo por verme a mí, sino a Ads! —Dio media vuelta a la silla y como quien no quiere la cosa le informó por encima del hombro—: Por cierto, la encontrarás en la pérgola.
Royston enrojeció como un tomate. Se avergonzaba de que Stephen hubiese adivinado sus intenciones, pero no de haber desarrollado tales sentimientos hacia Ada. Hacia la hermana pequeña y tímida de Stephen, que hacía tiempo que había dejado de ser tan pequeña y tan tímida. Por el gran amor de su amigo, caído dos años antes en la guerra contra el Mahdi, y al que Royston había enterrado en Abu Klea. Para cuando Royston se dijo que debería decir algo al respecto o preguntar a Stephen qué pensaba, este ya había entrado en casa. Royston apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos.
Desde aquel día de septiembre, el alto y corpulento Royston y la menuda y delicada Ada habían salido a pasear juntos con frecuencia. Uno al lado del otro habían atravesado el jardín y recorrido los campos de tonos otoñales, y paseado junto al Cranleigh, cuyo curso se veía entorpecido por la corteza de escarcha y luego reanimado por la primavera. Habían hablado sobre Simon, sobre la guerra, la vida y la muerte. Sobre la vida de ambos, que había tomado un giro tan distinto del que habían soñado años antes. Progresivamente, Royston había ido planificando y organizando sus ocupaciones para poder pasar todo el tiempo posible en Estreham, desde donde llegaba en un santiamén a Shamley Green, y desde que Ada estaba en Bedford la había ido a recoger más de una vez para llevarla a un concierto o una exposición, lo que les ofrecía a ambos abundante tema de conversación.
Royston apartó las manos de la cara y jugueteó con los dedos, inquieto. Su mirada se dirigía una y otra vez hacia la pérgola, que resaltaba como una clara columna de piedra sobre el fondo del bosquecillo de robles. Lo más inteligente sería marcharse simplemente sin saludar a Ada, pero el deseo de verla era más fuerte. Se puso en pie y caminó sin prisas por el césped, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, como si pasara por allí casualmente.
Ella estaba sentada en el más bajo escalón de la pérgola bañada por el sol, con una mano en el cuello subido de la chaqueta azul y un libro abierto sobre las rodillas. De sus lóbulos pendían unos delicados pendientes que, junto con el cabello recogido en lo alto con sencillez, la hacían parecer mayor. El corazón de Royston dio un vuelco cuando ella alzó la vista y le sonrió.
—Hola, Royston.
—Hola, Ads. ¿Puedo sentarme contigo?
—Claro.
—¿Cómo te va? —preguntó al instalarse a su lado.
Ada miró el jardín y asintió reflexiva.
—Creo que por fin estoy bien. —Cerró el libro con un suspiró y dobló un poco más una pierna—. Al menos vuelvo a tener lo que por lo general se entiende por vida.
Él señaló el libro.
—¿Y te lo pasas bien dando clases?
Ella asintió.
—¡Oh, sí, mucho!
Y pensó en Bedford, que se había convertido en un segundo hogar para ella pese a que allí había vivido las peores y más dolorosas horas de su vida, que ya abarcaba veintitrés años. Pensó en su cuartito de alquiler en Marylebone, acogedoramente amueblado, desde donde iba los días laborables a Bedford para mostrar a las chicas, en la sala de música, el encanto de Chopin y la vigorosa belleza de Beethoven, y para enseñarles a tocar el Bechstein con sentimiento. En la sala de dibujo explicaba a sus alumnas cómo dominar el carboncillo y la acuarela, la perspectiva y los juegos de luz y sombra, daba clases sobre el modo de trabajo de los antiguos maestros y reunía a sus alumnas en el vestíbulo para llevarlas a la National Gallery, en Trafalgar Square, y estudiar las obras de arte in situ. Contemplaba los rostros de sus alumnas, unas veces concentradas y pensativas, otras veces dubitativas o desganadas. Rostros hermosos, bastante bonitos y poco vistosos, mentes inteligentes o más bien discretas. Muchachas que estaban contentas de estar allí y otras que habían sido enviadas por su familia; muchachas que solo buscaban pasar el tiempo hasta encontrar a un marido o que buscaban instruirse un poco antes de casarse, y muchachas que audazmente querían emprender el nuevo camino de la mujer profesional; muchachas temperamentales, seguras de sí mismas, casi descaradas, y otras que eran calladas por naturaleza o apenas abrían la boca por inseguridad. Y aunque Ada, que era conocida como una profesora especialmente paciente y comprensiva, se esforzaba por ser imparcial, se sentía más inclinada hacia esas muchachas apocadas. Muchachas que eran como ella había sido, por lo visto una eternidad atrás.
—Me encanta estar ahí —añadió—. Es maravilloso presenciar cómo las chicas descubren algo nuevo y siguen evolucionando, no solo en sus habilidades sino también como seres humanos. Esto… esto da sentido a mi vida. —Dirigió a Royston una tímida sonrisa y calló.
Un rato después él señaló:
—Me alegro de ver que el coronel está mejor.
Ada asintió y los pendientes se balancearon.
—Sí, va mejorando. Siempre a pasitos muy pequeños, pero en general se ha repuesto bastante bien. —Ada frunció el ceño—. Él no lo dice ni lo demuestra, pero creo que sufre mucho por el hecho de haber tenido que retirarse. En cualquier caso, una cosa es buena: debido al ataque de apoplejía mamá y él se han reconciliado, lo que nos alegra mucho a Stevie y a mí. —Con una placentera sensación en el estómago, recordó que su madre había vuelto a mudarse al dormitorio conyugal y evocó todos los pequeños gestos que había observado: una mirada tierna, una palabra cariñosa, la mano de Constance sobre la del coronel o sobre su hombro. Y con la misma dicha percibía Ada la tierna intimidad que se había establecido entre Stephen y Becky. Bajó la mirada y acarició la cubierta de piel grabada del libro—. Solo falta que Grace llegue sana y salva a casa para que todo vaya otra vez bien.
—Lo hará —afirmó convencido Royston, y con consternación vio que los ojos de Ada se humedecían.
—Tengo tantas ganas de creerlo… —susurró—. Pero ahora que Len… —Inspiró hondo—. ¿Crees… crees que hay que expiar por haber sido en algún momento de la vida muy feliz? —Sus grandes ojos tenían una expresión triste, casi desesperada.
—No, Ada —respondió él, sorprendido—. ¿Cómo se te ocurre algo así?
—Porque… porque todos éramos muy felices aquel verano. Y mira. —Hizo un gesto con la mano—. ¡Mira todo lo que nos ha sucedido desde entonces!
—No llores, Ada —le rogó Royston; pero ya era demasiado tarde. Bajo la mano que Ada se había llevado a los ojos resbalaban las lágrimas. Colocó un brazo sobre los delicados hombros de la joven, cogió el libro que tenía sobre las rodillas y lo apartó a un lado, y entonces la estrechó contra sí.
—¡La echo tanto de menos, Royston! No quiero perderla también a ella —sollozó Ada contra el cuello del joven, mientras le humedecía con sus lágrimas la camisa, agarrándose a su hombro—. ¡Ese maldito Sudán ya nos ha arrebatado demasiado!
—Grace es inteligente, fuerte y valiente —musitó él—. ¡No la perderemos tan fácilmente! —Él mismo percibió lo poco convincentes que eran sus palabras, ya que Leonard, que había sido inteligente, fuerte y valiente, que parecía tener siempre la suerte a su favor y que además había sido un tirador destacado, no había regresado de ese viaje con Grace.
Royston le acarició la espalda, la nuca, la consoló con un pequeño beso en la oreja, sobre las sienes. Y solo cuando un instante después Ada se puso rígida entre sus brazos y levantó los puños contra su pecho, se dio cuenta de que sus labios reposaban sobre los de ella. La soltó precipitadamente.
—Perdona —balbuceó—. No quería… Me refiero a que quería, pero… —Avergonzado, apartó la cabeza. No encontraba palabras para enmendar tal desatino. Y pese a ello, volvió los ojos de nuevo hacia Ada, que lo miraba fijamente. No parecía enfadada, ni siquiera molesta, más bien sorprendida. Se llevó la punta de los dedos a los labios, como si solo así pudiese comprender lo que él acababa de hacer. Royston se sentía fatal—. Ads, lo lamento. —Los dedos de ella le taparon la boca.
Observó inquieto cómo los ojos de Ada se deslizaban por sus rasgos, como si lo viera por vez primera. Un hombre de veintisiete años pero que parecía mayor, con barba, algún kilo de más y con las primeras arrugas en torno a los ojos cuando reía. El comienzo del cabello ya había empezado a retirarse de sus sienes, donde había descubierto, pocas semanas antes, las tres primeras hebras plateadas.
Ada acercó su rostro al de él, las pestañas trémulas, y apartó los dedos que había depositado sobre los labios de Royston para colocar en su lugar sus propios labios, vacilantes, casi inquisitivos, como si quisieran encontrar algo allí. Él cerró los ojos y se dejó llevar por ese beso, suave y ligero. Con un estremecimiento, ella se separó de él y se puso en pie de un brinco. Se recogió la falda y salió corriendo.
—¡Ads!
Ella se volvió, con la mano contra la boca, y soltó una risita, breve como un hipo. Lo saludó brevemente con la mano, con una sonrisa que penetró en lo más profundo de Royston, antes de salir corriendo entre los volantes del polisón balanceándose alegremente.
—Ads… ¡tu libro! —Lo sostuvo en alto, pero ella ya no volvió la vista atrás.
El corazón de Ada palpitaba con fuerza, sentía los latidos hasta en el cuello, y eso no se debía a que hubiese cruzado corriendo el jardín, ni a que el corpiño del vestido, bajo la chaqueta, de repente se hubiera estrechado y pareciera ir a desgarrarse la próxima vez que tomase aire. «Royston —surgía en su mente con dichosa perplejidad—. Royston. Sí. Oh, sí».
Abrió con brío la puerta del salón, la cerró de golpe y se precipitó a la habitación. No se percató de las miradas atónitas que le dirigían, y también Sal y Pip se quedaron mirándola desde el cesto junto a la chimenea con sus ojos entornados de gato.
—¿Ads? —la llamó Stephen—. ¿Ads? —Sonrió satisfecho para sus adentros cuando oyó una risita en el pasillo mientras su hermana se alejaba con paso ligero en dirección a su dormitorio.
—¿Crees que tenemos que ir a ver qué le pasa? —preguntó su madre apoyando la labor sobre su regazo.
Stephen sacudió la cabeza.
—No hace falta. Está bien. Por favor, Becky, ¿sigues? —Dirigió a su esposa una mirada cariñosa y ella retomó su melodiosa lectura de El alcalde de Casterbridge de Hardy, mientras Constance Norbury reemprendía la labor y los ojos de Stephen se dirigían de nuevo a las piezas de mármol negras y blancas.
Tendió la mano y desplazó una torre.
—Jaque, padre.
Miró provocadoramente al coronel Norbury, que adelantó la mano izquierda y movió una de sus piezas.
—Mi gozo en un pozo.