Las escarpadas dunas de arena brillaban al sol del mediodía con sus tonos dorados, anaranjados y amarillos, intensos como azafrán en polvo, como corteza de naranja rallada y membrillo, y el soplo ardiente que emanaba de su superficie ondulada se apagaba con la brisa que llegaba del Nilo, a su izquierda. Las copas frondosas de los árboles temblaban al viento, y en cuanto los verdes matorrales que había entre los troncos se hacían más bajos, podían ver el río: una cinta que ondeaba alegremente, de un precioso y cautivador azul, sobre la que se deslizaban barcas de velas y donde no dejaban de posarse y emprender el vuelo unas aves blancas. Los camellos recorrían un camino solitario, pues quien seguía ese rumbo lo hacía casi siempre por el río.
En la lejanía, más allá del terreno que desprendía un vibrante calor, ya distinguían los espesos palmerales y las primeras casas de Asuán. Volvían a encontrarse en Egipto. Por fin estaban de nuevo seguros.
Abbas detuvo su camello y al animal de carga que iba detrás y se volvió hacia Grace y Jeremy.
—Aquí os dejo.
Ambos intercambiaron una mirada de asombro.
—¿No nos llevas hasta El Cairo?
—Bah —masculló Abbas mientras arrodillaba a los dos camellos—. En Asuán todo el mundo habla vuestra lengua. Al menos todos los que toman el río rumbo al norte. —Desmontó y también el camello de Jeremy y Grace se arrodilló oscilante para que ellos bajasen—. De aquí en adelante —añadió con voz casi solemne— este camino es solo vuestro.
Grace cogió la bolsa y rebuscó por debajo del revólver el saquito con el dinero que esa mañana había vuelto a guardar ahí.
—Dime cuánto te debo.
Abbas sacudió la cabeza.
—Nada de dinero. —Señaló los dos camellos que tenía delante—. Me quedo con estos. —Miró al tercer camello con atención y le acarició el cuello—. Por ese no os darán demasiado en Asuán.
Grace se puso triste de repente. Después de tanto tiempo juntos y de tantas experiencias compartidas, seguía sin saber casi nada de Abbas, ni siquiera su edad, ni si tenía mujer e hijos, y, aun así, le resultaba terriblemente difícil despedirse. Volvió a colgar la bolsa sobre el cuerno de la silla de montar y miró a Abbas indecisa, pero él se echó el rifle a la espalda y abrió los brazos.
—Gracias, Abbas —susurró cuando él la abrazó con su corpachón y ella le besó en la mejilla—. ¡Mil gracias por todo! Nunca te olvidaré, siempre te llevaré en mi corazón.
Con cierta torpeza, el hombretón le dio unas palmadas en la espalda, como si quisiera sacudir el polvo de una alfombra.
—Que lleguéis bien a El Cairo. —Y con un susurro tan tenue que solo Grace pudo oírlo, le dijo al oído—: Corazón de guerrero. —Se apartó y tendió la manaza a Jeremy antes de propinarle unas fuertes palmadas en el hombro—. ¡Cuida de miss Grace!
Jeremy miró primero a Grace y luego a Abbas, y asintió.
—Lo haré.
Abbas se subió en el camello y los dos animales se pusieron lentamente en pie.
—Que Alá os acompañe. En este camino y en el que venga después. —Con la mano derecha se tocó el pecho, los labios y la frente y partió con los camellos. Tomaron por un camino entre dos leves dunas hacia la lejana montaña, una pared rocosa de tonos ocre.
Jeremy rodeó a Grace con los brazos y ambos se quedaron mirando a Abbas hasta que desapareció entre las dunas sin haber vuelto ni una sola vez la vista atrás.
—Se lo debemos todo —susurró ella—. Hasta aquí. ¿Y ahora? —Levantó la vista hacia Jeremy inquisitiva. A lo que sucediera después no habían dedicado ni una palabra en las últimas semanas. Llegar sanos y salvos a Egipto desde Sudán era lo único que les había importado.
Jeremy se limitó a mirarla y luego besarla. El primer beso desde aquel que se habían dado en el jardín de Estreham en medio de la tormenta.
Se separaron cuando oyeron el sonido sordo de unos cascos acercándose, más lentos e irregulares que los de un caballo al galope. Envuelto en una nube de polvo se aproximaba un jinete a lomos de un camello. Saludó levantando el brazo.
—Es Len —anunció Grace.
—¿Estás segura? —Jeremy arrugó el ceño.
—Sí. Totalmente segura. —La alegría primera se trocó en angustia. Cada vez lo veía con mayor nitidez, el pelo dorado y ondulado brillando al sol, el traje claro con la camisa blanca debajo, la tez tostada por el sol y los ojos azules, y una poblada barba.
—¡Sooo! —Refrenó el camello ante ellos—. ¡Por Dios, habéis vuelto los dos! —Jadeante, hizo arrodillarse al camello, descendió de la silla y se aproximó sonriente. Rodeó a Grace con sus brazos y la estrechó cariñosamente—. ¡Qué alegría verte sana y salva! Deja que te mire. —Su sonrisa se ensanchó aún más—. A ti ni siquiera el sanguinario Sudán puede hacerte nada. —La soltó y se dirigió a Jeremy con los brazos extendidos, pero este solo le tendió la mano derecha.
—Hola, Len.
En los ojos de Len hubo un destello y su sonrisa tembló.
—¿Tan formal? —Entonces soltó una risa seca, estrechó fuertemente la mano de Jeremy y puso la otra encima—. ¡Esto es increíble! Nunca hubiese creído que iba a volver a verte. Pero permite que te diga que estás hecho un guiñapo.
Bajo la barba oscura, el rostro de Jeremy se ensombreció.
—Omdurmán no es precisamente un balneario de reposo.
—¿Estuviste en Omdurmán? ¡Uauuu! —Leonard dio unos pasos hacia atrás, puso los brazos en jarras y echó un vistazo alrededor—. ¿Dónde habéis dejado a Abbas?
Grace notaba claramente que había algo raro en Leonard. Parecía demasiado animado y su aparición había cargado el aire de una vibración que obraba en ella un efecto amenazador; y por el modo en que Jeremy se había tensado, dedujo que sentía lo mismo que ella.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te has ido a casa? —le preguntó Grace derechamente, retrocediendo un paso hacia el camello que tenía detrás.
Leonard ladeó la cabeza e hizo un gesto indolente con la mano.
—¡Grace, por favor! ¡No voy a marcharme a casa si sé que estás en el salvaje Sudán! —Su mirada se hizo penetrante cuando añadió—: Te he estado esperando todos estos meses.
—¿Aquí? ¿En este camino? —preguntó Jeremy con un punto de sarcasmo.
—No, claro que no —respondió Leonard con una risa ronca, y señaló a sus espaldas—. Me alojo en las afueras de la ciudad, con vistas al Nilo y a este paso. Soltando dinero es fácil enterarse de que Abbas siempre recorre esta ruta en sus idas y venidas a Asuán. —Parecía nervioso—. Todos los días he estado esperando verte, Grace.
«Está loco —pensó ella—. Este no es el Len que ha sido mi amigo tantos años. Este Leonard me da miedo». Retrocedió un paso más y buscó a ciegas el revólver de la bolsa.
—No te muevas, Grace —ordenó Leonard con peligrosa suavidad, y de pronto sacó un revólver que llevaba a la cintura, apuntó a la joven y lo amartilló—. Quédate completamente quieta.
—Len… —empezó Jeremy, y Leonard le apuntó a él.
—Y tú lo mismo, Jeremy. Limítate a permanecer quieto y no te muevas. —Retrocedió unos pasos para tenerlos a ambos en el punto de mira—. Rogaba que no tuviésemos que pasar por esto, Grace. —A la luz del sol, sus ojos parecían húmedos—. Rogaba que volvieses sola… Que volvieses a mí. ¿No te lo dije en El Cairo? Te dije que te esperaría. Estaría simplemente allí esperándote. —Parecía desesperado, tan desesperado que, pese a su miedo y su aversión, Grace se sintió conmovida.
Echó un rápido vistazo alrededor, pero los arbustos de la orilla eran demasiado espesos y altos para que alguien los viera desde el río y el resto de terreno visible no era más que desierto vacío. «Oh, Abbas, ¿por qué te dejé marchar?».
—Jeremy, lamento que terminaras en Omdurmán —prosiguió Leonard—. Lo siento de verdad. No era esa mi intención, entonces, en Abu Klea, de verdad que no.
—¿A qué te refieres? —preguntó Grace con voz apagada y paseando la mirada de uno al otro.
Jeremy se tocó las sienes con ambas manos y sus ojos oscuros destellaron, como si estuviera viendo algo que solo él veía. Como si poco a poco volvieran a su mente los recuerdos, como las piezas de un rompecabezas que se ordenan por sí solas. «Simon. ¡Len! ¡Roy! ¡Cubridme!». Leonard justo a su lado mientras corrían para ayudar a Simon. Una sombra cayó sobre él, como el ala oscura de un pájaro. Una lluvia de rayos de dolor en el cráneo. Y luego nada. Oscuridad. Hasta despertar bajo la montaña de cadáveres.
—Len, ¿qué hiciste? —Las lágrimas anegaron los ojos de Grace cuando en ella surgió la sospecha.
—Yo quería salvar a Simon. ¡Yo solo! Quería volver como un héroe, como un auténtico héroe. Por ti, Grace. —Tragó saliva y lanzó una mirada penetrante a Jeremy—. Solo quería dejarte fuera de combate un momento. No quería que desaparecieras o que acabaras en Omdurmán. ¡Tienes que creerme! ¡Somos amigos!
Grace temblaba, con la mano tapándose la boca, mientras Jeremy seguía intentando comprender lo incomprensible. Leonard era quien lo había derribado en Abu Klea, lo que habría podido ser su condena de muerte en la batalla, tan solo para conseguir a la mujer que ambos amaban. A causa de Leonard había acabado en Omdurmán, donde había muerto mil muertes.
—Te busqué por todas partes —susurró Leonard con voz sofocada—. Royston y yo te buscamos por doquier. Pero no te encontramos, y entonces pensé: bueno, es el destino, un poder superior ha decidido que Grace me pertenece. —Una lágrima le brotó del ojo y brilló al sol—. No deberías haber venido en su busca, Grace. No deberías haber interferido en el transcurso del destino. Ahora me has obligado a poner las cosas en orden. —Indicó el arma con la barbilla—. En el tambor solo hay una bala. Y solo hay dos opciones. O mueres tú —señaló a Jeremy—, y entonces Grace me pertenecerá para siempre. Solo a mí. Como fue durante todos los años desde que tú desapareciste. O… —Apuntó a Grace y su voz tembló—. Esta opción me partiría el corazón, Grace. Pero así Jeremy y yo seguiríamos siendo amigos y tu recuerdo nos mantendría unidos para siempre.
Grace apartó la mano de la boca y la tendió hacia Len en un gesto apaciguador.
—No, Len —susurró—. No lo hagas. Deja que nos vayamos. Por tu propio bien, baja el revólver.
—No puedo, Grace —musitó Leonard—. Tiene que haber un final. O eres mía o de ninguno de los dos.
«No, Len, por favor».
El planeta pareció girar más lentamente, el sol se hizo más intenso y las sombras más nítidas y oscuras. El murmullo y borboteo del Nilo, el crepitar de las velas y el golpear de las olas en la proa de las barcas, el crujir de las hojas verdes y polvorientas empujadas por el viento, todos esos sonidos se hicieron más tenues, casi desaparecieron en un silencio opresivo y amenazador.
Un disparo desgarró el silencio, seguido de un grito penetrante.
Por un segundo el mundo dejó de respirar.
Hasta que Leonard resopló, cayó de rodillas y el revólver se escurrió entre sus dedos. Se desplomó en el suelo como una marioneta a la que han cortado los hilos.
—¡Len! ¡Por favor, no! ¡Len!
Solo cuando se precipitó hacia él, Grace comprendió que había sido ella quien había gritado, convencida de que iba a morir. De que Jeremy iba a morir.
Se arrodilló junto a Leonard, le apoyó la cabeza en su regazo y le acarició la mejilla mientras una mancha de sangre se extendía por la camisa blanca a la altura del estómago, como una espantosa flor abriéndose deprisa. Era casi del mismo rojo que la chaqueta del uniforme que él había llevado antes con tanto orgullo.
—¡Por favor, no, Len!
Jeremy, inmóvil, observaba a Leonard. No le quedaba mucho tiempo, Jeremy lo sabía, se habría desangrado antes de llegar a Asuán o de que hubiesen ido en busca de ayuda.
Tenía los ojos fijos en el arma, junto a la mano inerte de Leonard.
«Solo hay una bala en el tambor —resonaba en su mente—. Solo una. Solo una».
Una sombra cayó sobre Grace y ella levantó la cabeza.
Abbas estaba a su lado, el fusil todavía humeante en la mano, y miraba con menosprecio a Leonard y con afecto y orgullo a Grace.
—Nadie levanta un arma impunemente contra ti, miss Grace. Nadie.
—Grace… —susurró Leonard.
—Sí, Len, estoy aquí.
Él intentó sonreír, pero la sonrisa se le quebró.
—Grace. Gracie. Lo… lo siento. Te he amado demasiado… eso es todo.
—Lo sé, Len. —Acariciaba el rostro del joven.
—Puedes… ¿puedes cogerme la mano?
—Claro. —Entrelazó los dedos con los de él, que estaban fríos.
—Así está… bien. —Los ojos de Leonard buscaron los de Grace y de nuevo apareció una pequeña sonrisa, la última, en su rostro siempre tan radiante y alegre—. Gra… cie.
Bajo el sol brillante, eterno triunfador con su fuerza resplandeciente, Grace lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y lloró por el amigo que siempre había estado a su lado como un hermano, como un segundo y masculino yo. Lloró por aquel niño de cabello rizado y rubio que había obsequiado a aquella niña de cabello trigueño con un ramo de margaritas y luego la había besado con unos labios que sabían a manzanas y pudin. Ese joven que se había hecho hombre y que nunca había olvidado, con inocencia infantil, ese amor tan temprano. Ese amor que tantos años después había dado tales frutos ponzoñosos. Grace lloró por él, y asimismo por los años perdidos y pavorosos de Jeremy y por toda la desgracia que no solo la guerra había provocado, sino también ella misma por el simple hecho de haber amado más a Jeremy.