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Los párpados de Grace temblaron, se abrieron y la primera y pálida luz del día llegó a su retina. Inspiró hondo aire polvoriento y seco del desierto por la mañana, que todavía conservaba el frescor de la noche. Desvió la mirada hacia un lado y una sonrisa apareció en su rostro. Jeremy estaba a su lado, apoyado en un codo y con la cabeza reposada en la palma de la mano, contemplándola.

—Cada mañana al despertar —susurró ella— creo que todo ha sido un mal sueño.

Bajo la barba larga y enmarañada, él contrajo los labios. Grace se fijó en la muñeca de él, que asomaba por la manga de la yibba, y su sonrisa se desvaneció.

—Jeremy… —Sus dedos se extendieron hacia las cicatrices que rodeaban la articulación como una horrible pulsera de crueldad hasta entonces oculta a su mirada.

Sin pronunciar palabra, él se irguió y se levantó, dirigió un breve saludo a Abbas, que estaba cargando los camellos, y se alejó del sitio donde habían acampado para pasar la noche.

Grace se ovilló bajo la manta y cerró los ojos. Así era su relación desde el grandioso momento en que ambos se habían encontrado a las afueras de Omdurmán.

En los primeros días y noches habían cabalgado permitiéndose solo unas breves interrupciones para poner la mayor distancia entre ellos y la ciudad y que nadie pudiera seguirles la pista a lo largo del Nilo, donde los camellos tenían agua y comida fresca y ellos vivían de los cereales y el pan que Abbas había conseguido por una desmesurada suma de dinero en una aldea junto al río. Hasta pasado un tiempo no habían vuelto a viajar durante el día y dormir por las noches. El brazo de Jeremy, que rodeaba su cintura desde atrás para mantenerla sobre la silla del camello, su cabeza apoyaba sobre su hombro cuando se adormilaba durante el trayecto, eran los únicos roces que él toleraba. Siempre que ella tendía la mano hacia él, que quería estrecharse contra él, Jeremy la rehuía, y no decía palabra cuando ella tanta necesidad sentía de hablar con él y oír su voz. Incluso había escuchado en silencio la noticia de que Simon había muerto y de que Stephen iba en silla de ruedas. Aquello que más había esperado y deseado durante todo ese tiempo, volver a ver a Jeremy, se había cumplido. Pero pese a que ahora lo veía ininterrumpidamente, él estaba muy lejos de allí.

Se alejaron del Nilo, que prosiguió su camino como una banda azul brillante a través del paisaje árido y pedregoso, y penetraron en otro valle. El suelo irregular estaba cubierto de polvo amarillento, arena y gravilla. A cierta distancia corría el cauce seco de un río, en cuyas riberas crecían unos arbolillos nudosos y una espinosa maleza verde. Desde el Nilo partían por ambos lados unas laderas pardas y al final del valle se elevaban unas crestas oscuras, casi negras.

Grace se estremeció cuando el brazo de Jeremy aumentó la presión sobre su estómago.

—¿Adónde nos lleva? —lo oyó murmurar a sus espaldas: una dureza frágil en la voz, un temblor que podía ser de miedo, de odio o de ambos a la vez, y que a ella la sobrecogió.

—No sé —contestó por encima del hombro—. Pero sí sé que podemos confiar en él.

Jeremy no respondió, pero Grace notó cómo tensaba los músculos. Su brazo seguía oprimiéndola cada vez más, hasta casi impedirle respirar. Ella tosió y quiso apartar el brazo de él, pero él no aflojó la presión.

—Es el valle de Abu Klea —dijo Jeremy con voz ahogada.

Solo cuando ya habían cruzado casi todo el valle Abbas permitió un alto. Desconcertada, Grace vio cómo Jeremy se alejaba andando pesadamente, sin decir palabra y como hechizado, con pasos torpes e irregulares, hacia donde el suelo tenía un brillo blanquecino. Dudó un momento y quiso ir en pos de él, pero el fornido cuerpo de Abbas le cerró el camino.

—Tú te quedas.

—Tengo que ir con él —murmuró Grace, intentando seguir, pero Abbas la retuvo con rudeza del brazo.

—¡Tú te quedas!

—¡Suéltame! —Grace intentó zafarse, pero en vez de aflojar la presión, Abbas la agarró del otro brazo—. ¡Déjame! —Le dio una patada en la espinilla, pero no consiguió zafarse, los fuertes dedos apretaron más y Grace gritó de dolor.

—El fuego combate al fuego —sentenció él con tono inapelable—. ¡Es su camino, no el tuyo!

Llena de rabia e inquietud, la joven siguió a Jeremy con la mirada y vio que avanzaba con un objetivo claro a través del valle, hacia una ladera, ahora más despacio y tambaleándose. A continuación, lo vio caer de rodillas y acurrucarse en el suelo. Presenciar esa escena y no poder hacer nada la acongojó. Transcurrieron unos momentos que parecieron una eternidad, durante los cuales Abbas lanzaba miradas por encima del hombro a la figura postrada de Jeremy.

—Ahora puedes ir —anunció bruscamente, y la soltó—. Si es que puedes soportarlo.

Grace frunció el ceño con expresión inquisitiva, casi sin entender, pero al punto salió corriendo tan rápido como pudo.

No tardó en comprender a qué se refería Abbas. Como si el aire que la rodeaba fuera convirtiéndose en una masa gelatinosa, perdió impulso en la carrera. Daba igual lo mucho que se opusiera; no conseguía avanzar rápido y sus pasos se volvían reticentes y pesados. Con esfuerzo y voluntad logró seguir adelante. Cuando su mirada se posó en los montones de piedras, bajo los cuales ella ignoraba que los soldados británicos habían enterrado a sus compañeros caídos, como entonces Royston y Leonard habían hecho con Simon, y cuando vio las primeras calaveras con las cuencas vacías, las costillas, las columnas vertebrales y los huesos diseminados, supo qué sucedía. En ese lugar se encontraba el aliento de la muerte, el eco de la crueldad y el horror, y aunque ya habían pasado más de dos años, el aire estaba impregnado de la acidez del odio y el dolor.

Grace apretó los dientes y se arrastró hacia Jeremy, que estaba acuclillado en el suelo de espaldas a ella. Solo cuando ya había llegado casi a su lado, cedió a la flaqueza de sus rodillas y avanzó a gatas el último trecho. Puso con cuidado una mano sobre el hombro de él, sacudido por los sollozos, y como Jeremy no se apartó ni la rechazó, ella le rodeó el torso con los brazos y apretó la mejilla contra su espalda. Entonces él se volvió a medias y la estrechó. La abrazó fuerte, tan fuerte que casi le hacía daño, y los dos lloraron por su amigo muerto, por la pena que se había originado en ese lugar, por el tiempo que les habían robado.