46

Jeremy contempló el ardiente sol en el exterior a través de las delgadas rendijas de sombra. En la plaza que había delante del Saier distinguió las siluetas de varios hombres que al parecer se acercaban hacia él. Empezó a sudar y sofocó el miedo que le oprimía el pecho como una losa. Se dijo que no tenía nada que temer, que no era culpable de nada, pese a que sabía que eso no era garantía de nada. No ahí, en Omdurmán. Pues, ¿qué había ahí de fiable o seguro, si la ley estaba regida por la arbitrariedad de los guardianes y los caprichos de Idris al Saier, por encima de los cuales solo imperaba la palabra y la voluntad del califa, el señor de la vida, la tortura y la muerte?

Tampoco lo tranquilizó distinguir que quienes se acercaban eran Rudolf Slatin y un grupo de derviches. De repente sus sentidos se despejaron y agudizaron, tensó el cuerpo y bajó del catre los pies desnudos y engrilletados para sentarse. Slatin se adelantó mientras los derviches se rezagaron un poco.

As-salamu aleikum, soldado sin nombre —lo saludó juntando las palmas.

Guten Tag, herr Slatin —respondió Jeremy en alemán.

Las cejas hirsutas de Slatin se alzaron.

—¿Habla usted mi lengua? —preguntó en inglés.

—Un poco —respondió Jeremy. Recordar términos en alemán, francés y árabe y repetirlos mentalmente; recitar poemas para sí o plantearse complicados problemas de aritmética le ayudaba a no perder la razón, como durante los días en que había sido víctima de la fiebre. Al menos creía que estaba en pleno uso de sus facultades mentales; si bien, desde entonces, no estaba del todo seguro.

—¿Me permite? —Slatin señaló el angareb, el armazón de madera montado con tiras de piel trenzadas. Jeremy asintió y él se sentó. Se fijó en la edición francesa del Corán que Jeremy había estado leyendo antes y la cogió—. ¿Se lo ha pensado mejor?

—Ni hablar. Me contento con el único libro que tengo aquí a mi disposición. No tengo la menor intención de convertirme al islam.

—Lástima. —Slatin puso una mueca de abatimiento y dejó a un lado el Corán.

—¿Debo agradecerle a usted todo esto? —Jeremy señaló el angareb bajo una pequeña cubierta de hojas de palma, sostenida por postes, donde pasaba los días y las noches al aire libre, el cántaro de agua que había debajo y el plato vacío, también la yibba y los pantalones limpios que habían sustituido sus prendas viejas, desgarradas por los azotes e impregnadas de sangre, pus y excrementos.

Slatin hizo un gesto.

—Sobrestima el poder que me conceden aquí. —Su mirada se deslizó sobre el cercado de zarzales de espinas que rodeaba la prisión y los altos muros exteriores—. El califa es el único a quien tiene que agradecer que lo hayan tratado médicamente, que lo hayan sacado de la celda y que desde entonces esté exento de trabajar en la fábrica de tejas. —Jeremy observó que Slatin juntaba inquieto las manos cuando sus vigilantes lo miraron al mencionar al califa—. Su torpe intento de fuga ha atraído su atención y me preguntó acerca de usted. —Sus ojos claros miraron risueños a Jeremy—. Lo que no es mucho, precisamente.

Jeremy no respondió, y también Slatin calló unos segundos.

—Como soldado… —prosiguió— ¿entiende algo de pólvora? Dicho más claramente: ¿sabe usted cómo elaborar el nitrato?

Jeremy sabía que el nitrato, en una proporción del 75 por ciento, era el componente más importante de la pólvora, junto al carbón de madera y el azufre, y también que se obtenía de una tierra rica en unas sales especiales. Lo había estudiado mucho tiempo atrás, en su otra vida, cuando todavía era un cadete con ambiciones, en Sandhurst. El conocimiento sobre explosivos había formado parte de las materias de examen, sus bases teóricas. Era posible que recordase lo estudiado, en la medida en que eso le resultara provechoso, de lo cual tenía sus dudas. Posiblemente, la pregunta de Slatin no era más que una perversa trampa del califa.

—Quizá —respondió.

Slatin soltó una risa seca.

—¡Desde luego no ha entendido usted nada! Aquí en Omdurmán solo existe el sí o el no, no hay quizá.

—Primero quiero que usted me diga algo. —Jeremy bajó la voz hasta convertirla en un susurro—: ¿Cómo saldré de aquí?

Los ojos de Slatin se agrandaron.

—¡Usted no está bien de la cabeza! ¿No se da cuenta de que es imposible? ¿Cuántas veces cree que yo he intentado encontrar una oportunidad de fugarme? Incluso si llega aquí —el dedo índice trazó un círculo—, incluso si se desembaraza de esto —señaló los grilletes en los tobillos de Jeremy—, si el califa lo librara generosamente de ello como a mí, sería imposible escapar de Omdurmán. Además, ¿adónde iba a ir? Y, sobre todo, ¿cómo? A pie no llegaría muy lejos, y sin agua aún menos. Siendo blanco, nadie lo aceptará en una barca o una caravana, nadie le venderá un camello o algo que comer si sospecha que es usted un fugitivo. La gente tiene demasiado miedo del califa. Y si lo atrapan, le esperará la horca. —Slatin reflexionó sobre sus propias palabras—. Si es usted listo, adáptese a las circunstancias. Conviértase al islam, jure fidelidad al califa. Deje que le otorgue una mujer y críe un par de niños, eso siempre es de su agrado. Y limítese a esperar a que el viento cambie de dirección.

«Nunca —pensó Jeremy, y se le contrajo el estómago al recordar a la muchacha que le había ayudado a huir y que había pagado tan caro por ello—. Nunca. Antes moriré en la huida».

Slatin se palmeó los muslos y se puso en pie.

—Así pues, ¿qué he de comunicarle al califa?

Jeremy no se lo pensó mucho.

—Sí, sé cómo obtener nitrato —respondió.

No hacía mucho que Jeremy había vuelto a tenderse en el angareb y que intentaba recordar lo que sabía sobre la obtención del nitrato, cuando dos derviches armados con lanzas se dirigieron a él, se le plantaron delante y le gritaron:

—Yalla! Yalla!

«¡Vamos! ¡Vamos!». Eso sí lo entendía. Bajó los pies encadenados y se dejó caer al suelo. Los hombres le gritaron y lo golpearon con el extremo romo de las lanzas, y Jeremy se levantó apresuradamente, dio un paso inseguro con los grilletes y luego otro. Al siguiente, el pie derecho, hinchado, se le torció, tropezó y se cayó. Volvió a ponerse en pie entre los improperios y golpes de los centinelas. Tardó más tiempo hasta caer de nuevo, y en esta ocasión los derviches se enzarzaron en una discusión acalorada, mientras Jeremy se levantaba vacilante. Ambos parecían confundidos, aunque de acuerdo en que no querían recorrer todo el camino así. Entonces uno habló vehementemente con el otro, hasta que este dio su conformidad. Cogieron a Jeremy por las axilas y lo arrastraron fuera de la zariba hasta un poste clavado en el suelo, junto al que había una cadena y una estaca más corta. Allí se las ingeniaron para abrirle los grilletes haciendo palanca. Jeremy no se quejó durante todo ese proceso que le desollaba los tobillos y le aplastaba el pie hinchado y azul. Los dos hombres volvieron a levantarlo y le dejaron claro que no pensara en huir propinándole golpes en la nuca y con las lanzas en los riñones.

Jeremy levantó la vista hacia los patíbulos levantados en la plaza del mercado, no demasiado concurrida. En una horca se balanceaba un muchacho de unos trece años, el rostro azulado, los ojos vueltos al cielo y la lengua colgando de la boca como una salchicha púrpura. Los derviches lo llevaron a una casita de ladrillos contigua a la plaza, junto a cuya puerta haraganeaba otro guardián con una lanza. Los tres intercambiaron unas palabras y empujaron al preso al interior.

Salvo por un brillo rojo sobre el suelo, justo detrás de la entrada, el interior estaba oscuro y Jeremy necesitó un rato para ajustar la vista a la penumbra tras abandonar la luz diurna del exterior. En la pared del fondo había unos pequeños sacos de tela amontonados; en el lado derecho, un cesto de mimbre lleno de tierra y al lado un batiburrillo de cosas revueltas: ladrillos rotos, cucharas de madera, una cafetera de metal con el pico largo, cántaros llenos de agua y cuencos desportillados de barro. El brillo rojo procedía de las brasas de madera carbonizada que alguien había colocado en un plato de metal sobre el suelo. Por lo visto, el principio para obtener nitrato era conocido, pero no se sabía con exactitud el procedimiento exacto. Jeremy recibió un golpe en la espalda y una orden a gritos. De inmediato se arremangó las mangas de su yibba, dejando al descubierto las anchas y estriadas cicatrices de las muñecas, conservadas desde el primer día en Omdurmán.

«Piensa —se ordenó—. Piensa. Intenta recordar paso por paso. Y si no recuerdas algo, trata de llenar los agujeros con la lógica».

Cogió un cuenco, le echó un puñado de tierra y vertió agua en él. Removió la mezcla y derramó el fluido con un chorro fino en la cafetera, que colocó sobre las brasas. Con los brazos cruzados se apoyó en la pared, lo que provocó gritos de descontento en los hombres que lo habían estado observando con curiosidad. Jeremy hizo un gesto apaciguador. De vez en cuando miraba la cafetera y le vertía agua, esperaba hasta que hirviera y volvía a añadirle agua. Tardaría dos horas, tres quizás, hasta que en la cafetera se formara un sirope claro. Por lo que alcanzaba a recordar, debía verterlo sobre los ladrillos y, en cuanto el barro quemado absorbiese la humedad, quedarían en la superficie unos cristales. Al esparcirlos sobre el carbón candente, debería producirse un siseo y unas chispas de colores que informarían acerca de la calidad del nitrato.

El vapor de agua llenaba el reducido espacio de una humedad pegajosa. Jeremy observó cómo sus vigilantes, impacientes, cambiaban el peso de una pierna a otra, se reían unos de otros, se golpeaban entre sí como niños aburridos y ya empezaban a quejarse sin disimulo. Al final se dieron media vuelta y salieron; uno de los tres, en señal de advertencia, le amenazó con la lanza.

Jeremy volvió a añadir agua y se sentó tranquilamente. Los sacos del rincón despertaron su curiosidad y con cautela se dirigió allí sin apartar la vista de los derviches, que estaban acuclillados bajo la cubierta de hojas de palma en medio de la plaza del mercado. Se inclinó, abrió el saco de arriba y miró dentro: contenía un polvo negro grafito. Jeremy metió la mano, cogió un puñado, lo tocó y olió y se quedó estupefacto. Su mirada se desplazó hasta las brasas y luego miró de un lado a otro, como si fuera a cerrarse una trampa en la que había caído sin percatarse. La perplejidad ante el hecho de que alguien pudiera ser tan tonto, tan irreflexivo como para guardar pólvora negra en la misma habitación donde estaba quemando carbón de leña se transformó en odio. Al parecer estaban tan seguros de haberlo quebrantado que nadie tomaba en cuenta que él podía aprovechar esa generosa oferta. A continuación, le recorrió un inmenso sentimiento de felicidad.

Devolvió el polvo negro a su lugar, fue a la entrada y miró hacia fuera. Uno de los tres hombres se había levantado y se había encaminado al borde de la plaza, donde un anciano de barba blanca y arrugado como una ciruela seca vendía panes sobre una manta extendida. El viejo se encogió temeroso y el derviche cogió tres panes, los llevó sonriente a sus dos compañeros, se sentó de nuevo junto a ellos y los tres hincaron el diente complacidos. Jeremy conservaba la mente fría y despejada, su entendimiento trabajaba como un preciso mecanismo de relojería en marcha, mientras evaluaba y rechazaba las distintas posibilidades, contaba cantidades, calculaba tiempos, planeaba un paso tras otro y reflexionaba.

Volvió a los sacos y cogió el de más arriba. Empezando por la entrada, trazó una gruesa línea vertiendo pólvora a través de la habitación, que distribuyó con destreza, antes de vaciar todos los cántaros que había en el rincón de enfrente, donde el suelo polvoriento y pisoteado absorbió ávidamente el agua. Se arrodilló delante del fuego de carbón y sopló con fuerza hasta que se avivaron las llamas y chisporroteó, cogió con una cuchara de madera una brasa candente y la llevó hasta el inicio de la improvisada mecha. Cuidadosamente dejó allí la cuchara y esperó hasta que la madera se quemara y empezara a humear y echar las primeras llamas. Entonces se levantó y salió a la plaza del mercado.

Con el rabillo del ojo vio que los derviches se lo quedaban mirando boquiabiertos mientras él seguía andando. Jeremy no se giró, solo oyó los siseos, bufidos y estallidos de las primeras explosiones pequeñas. La forma en que las voces de los derviches se convirtieron en gritos reveló que habían comprendido lo que estaba ocurriendo. Su boca esbozó una media sonrisa cuando a sus espaldas se produjo la primera gran explosión.

Un atronador estallido que resonó en el aire, y luego otro y otro, ahogando los gritos y aullidos. La onda expansiva alcanzó a Jeremy por la espalda haciéndole tambalear. Algo le golpeó en el hombro, pero él siguió impasible. Los hombres corrían presas de pánico, lo empujaban y chocaban contra él, pero nadie le hacía caso.

«Libre. Libre. Libre», repetía su corazón, latiendo con fuerza. Jeremy echó la cabeza atrás y rio a carcajadas, como no lo hacía desde que era pequeño, muchos, muchísimos años atrás.

—¿Qué ha sido eso? —Grace miró asustada a Abbas cuando oyeron una tremenda explosión procedente de la ciudad cuyas inmediaciones, salpicadas de cabañas, ya casi habían alcanzado.

Detuvieron a los camellos mientras las explosiones seguían atronando. Ambos miraron la nube de humo que se elevaba a lo lejos sobre las casitas de paredes de ladrillo rojizo; entre las cabañas la gente corría como enloquecida.

—Nada bueno —contestó Abbas con expresión sombría—. Larguémonos.

—¡No! —Ella misma se estremeció ante la intensidad de su exclamación—. ¡No, Abbas, por favor!

—Solo uno o dos días, hasta que todo vuelva a la calma —intentó convencerla el hombre.

—No, Abbas —insistió Grace—. ¡No soporto esta situación ni un solo día más!

Abbas señaló con su manaza la ciudad, donde era evidente que reinaba la agitación. También él parecía decidido. Arrugó el ceño y entornó los ojos.

—No hay súplica que hoy me haga ir allí.

—Por favor —suplicó Grace.

Abbas bajó la mirada y musitó una retahíla de palabras en árabe que no sonaba especialmente cordial, y luego, para enorme satisfacción de Grace, puso de rodillas su camello y a los animales de carga que iban atados detrás.

—¿Cómo se llama tu amigo? —preguntó una vez que Grace también hubo desmontado.

—Voy contigo —dijo ansiosa, colgándose la bolsa.

Abbas la agarró por los hombros.

—¡Tú no vienes! ¡No con ese alboroto! O voy yo o no va nadie.

Grace bajó la cabeza y gimió, pero tuvo que ceder.

—Se llama Jeremy. Capitán Jeremy Danvers. —Rebuscó en la bolsa y sacó la fotografía, ahora sucia y arrugada, se la mostró a Abbas y señaló a Jeremy con el dedo—. Es este.

Él gruñó y le arrancó la fotografía de la mano.

—¿Te queda dinero?

Grace asintió y sacó la bolsita, de la que Abbas se sirvió generosamente.

—¿Tienes el arma contigo? —preguntó después. Grace volvió a asentir y se tocó la cadera, donde llevaba el revólver remetido en el cinturón del pantalón. Abbas la empujó hacia abajo sin ceremonias para que se acuclillara—. Te quedas aquí sentada hasta que vuelva. No te alejes ni hables con nadie. Cuida de que no roben los camellos ni las cosas. Dispara solo en caso de necesidad. ¿Entendido?

Grace, de nuevo, no pudo hacer más que asentir. Se sentía como una colegiala injustamente castigada y en ella despuntaban el orgullo, su espíritu de contradicción, el miedo y la confianza que depositaba en Abbas, todo a un tiempo. La recorrió una trémula emoción, así como una enorme esperanza. Abbas refunfuñó en árabe y con la mano en la correa del fusil que llevaba colgado se encaminó hacia las cabañas y casas de Omdurmán.

Sentada en el suelo, Grace lo siguió con la mirada todo lo que pudo. Luego, con el cuello entumecido, se envolvió completamente con el pañuelo e intentó poner a prueba su paciencia. Las rodillas empezaron a temblarle y se las abrazó con fuerza, se acurrucó más y más, para tranquilizarse. «¡Dios mío, por favor, que encuentre a Jeremy! ¡Haz que encuentre a Jeremy sano y salvo! Si es que todavía está vivo… si todavía está allí…». Pensar en Jeremy había sido su guía durante ese viaje agotador, la había ayudado a aguantar y soportarlo todo, y la mera idea de que había realizado ese largo camino por una quimera la martirizaba. Ignoraba cómo resistiría el regreso, volver a desandar el camino con tanto esfuerzo y molestias pero sin esa esperanza en el corazón que le daba fuerza, valor y perseverancia. Además, si en Omdurmán le ocurría algo malo a Abbas estaría perdida.

«¡Dios, mío, te lo ruego, no permitas que todo esto haya sido en vano! ¡Te lo imploro, devuélvemelo! ¡Imploro… imploro tu piedad…! Desde el fondo del oscuro abismo en que mi corazón ha caído… imploro… imploro…».

Abbas no se adentró demasiado en la ciudad. La gente, que todavía iba de un lado a otro amedrentada, chocaba contra él, pero Abbas simplemente los apartaba de un empujón. Los derviches, con las lanzas listas y las espadas desenvainadas, intentaban por medio de gritos y golpes obligar a la población a volver al orden. Aunque no era la primera vez que Abbas visitaba Omdurmán, su rostro no era bien recibido por doquier. En él se adivinaba la sangre árabe y lo convertía en un extraño en una ciudad donde todo lo extraño era, en primer lugar, objeto de sospecha. Abbas no temía por su vida. No tenía miedo a la muerte, eran muchas las veces que se había encarado con ella y cuándo y cómo concluía la existencia en la tierra dependía solo de la voluntad divina. Sin embargo, miss Grace le esperaba a las afueras de la ciudad, y el honor y la conciencia le exigían llevarla sana y salva de vuelta a El Cairo. La segunda vez que sorprendió la mirada recelosa de un derviche sobre su persona, sobre el fusil que llevaba colgado, se dio media vuelta despacio y, sin precipitarse, desanduvo el camino. Era consciente de que así decepcionaría a miss Grace, pero no tenía opción.

Jeremy seguía caminando, ya fuera de la ciudad, para pasar la noche resguardado a orillas del Nilo, donde hubiera agua para beber en abundancia y para lavar su cuerpo de todas las señales de Omdurmán y el Saier. Al día siguiente volvería a la ciudad, intentaría conseguir algo de comida y una montura. Tal vez Slatin tuviera razón y no existiese modo de escapar de allí. Jeremy no tenía en la mente las distancias exactas, solo una idea vaga de esa parte de Sudán en virtud de los mapas que entonces, en su vida anterior, había memorizado mientras recorría el país, como oficial desde Asuán hasta Abu Klea, pasando por Korti, y como prisionero desde Abu Klea hasta Omdurmán. Tal vez Slatin tuviese razón y Jeremy pereciera durante la huida, en algún lugar del desierto, en la miseria. Pero al menos moriría como un hombre libre.

De pronto le pareció ver algo. Se frotó los ojos con el dorso de la mano y luego con la manga de su yibba, pero la imagen temblorosa al ardiente sol permaneció en su retina. Tres camellos sentados a un lado del camino sobre la tierra rala, desnutridos y desgreñados, a ojos vistas agotados tras un largo viaje. Jeremy se acercó lentamente, convencido de que los animales se desvanecerían en el aire al siguiente paso porque no eran más que un espejismo, una visión engañosa que sus sentidos, o tal vez su ofuscado entendimiento, le ofrecían.

Pero los camellos seguían allí, volvían las cabezas a uno y otro lado y miraban alrededor pestañeando, embobados y aburridos. Jeremy no bajó la guardia. Temiéndose que fuera una trampa, describió un amplio círculo para acercarse a los animales por detrás y ver qué se escondía detrás de sus cuerpos. Tropezó con una rama gruesa y seca. Se inclinó para recogerla y la sopesó en la mano antes de proseguir.

Una mujer, con el cabello y parte del rostro cubiertos, se acurrucaba en el suelo detrás de los camellos. Allí postrada, ovillada e inerte, parecía una anciana. Por la forma en que balanceaba el cuerpo adelante y atrás mientras murmuraba, tal vez se tratara de una loca que habían abandonado allí. Alguien que en el reino de los demonios que devoraban la razón se había extraviado y no había encontrado el camino de vuelta. Ese reino que Jeremy tan bien conocía.

«Imploro tu piedad. Desde el fondo del oscuro abismo en que mi corazón ha caído». Jeremy sacudió la cabeza sin querer para ahuyentar las palabras que penetraban en su conciencia y ahuyentar todavía más la piedad que se despertaba en su interior. Agarró la rama con más fuerza y dio otro paso adelante.

A sus espaldas se produjo un sonido seco e inequívoco: un fusil al amartillarse. «Mi fin ha llegado». Sus dedos se abrieron y la rama cayó al suelo. Poco a poco levantó las manos y con la misma lentitud fue dándose la vuelta. Un hombre grande como un oso se encontraba ante él, igual de alto y fuerte que Royston antes, de tez mulata y rostro lampiño, grande y contraído por la concentración, y lo apuntaba con un fusil. Jeremy esbozó una sonrisa burlona.

—¡Vamos, dispara! —farfulló en inglés, con lo que el ceño del otro se relajó un poco, sin por ello bajar el arma—. ¡Dispara! ¿A qué estás esperando? —Jeremy fue alzando la voz—. ¡Dispara! ¡Me alegro de que lo hagas! ¡Lo que sea antes de volver allí! ¡Adelante, aprieta el gatillo!

De pronto oyó un grito ahogado y se agachó al advertir que una sombra se abalanzaba sobre él, y se tambaleó cuando le cayó encima el cuerpo de alguien. Unos brazos le rodearon el cuello y unas lágrimas lo humedecieron. Acto seguido percibió un aroma que habría distinguido entre miles, a primavera y hierba húmeda, casi oculto bajo una especia cálida como la canela. Parpadeó sorprendido cuando el pañuelo que ocultaba la cara de la desconocida se deslizó dejando al descubierto unos cabellos pajizos y claros como el trigo.

—Te he encontrado… —balbuceó una voz enronquecida por la sed, el polvo y la excitación y, pese a ello, tierna, muy tierna—. Oh, sí, te he encontrado…