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—Faltan todavía dos días para llegar a Omdurmán —anunció Abbas cuando se apartó de la pequeña hoguera que había encendido con ramas secas.

Los chasquidos y chisporroteos transmitían una sensación hogareña y el resplandor de las llamas no solo caldeaba el cuerpo en esa fría noche, sino también el alma. Convertía el campamento en un pequeño y acogedor hogar en la amplitud del desierto nocturno y bajo la infinitud del firmamento. A ese bienestar también contribuían los gruñidos y resoplidos de satisfacción de los camellos que, ligeramente apartados y en hilera, mordisqueaban briznas del suelo, semejando un muro protector a un lado del fuego.

Abbas metió las manos en uno de los sacos, ya inquietantemente flácidos, que se balanceaban en los camellos de carga, las volvió a sacar llenas de cereal y las sostuvo delante del animal. El esponjoso hocico cogió de inmediato los granos y el camello trituró sonoramente el alimento entre sus dientes.

—Te pintaré con hollín las cejas. Así de lejos no se notará que eres blanca.

Grace asintió. Hacía tiempo que no se miraba en un espejo, pero el tono dorado que había adquirido el dorso de sus manos permitía concluir que también su rostro se había tostado terriblemente.

—De todos modos, mantén cubierta la cabeza. Y la cara tapada. Quédate siempre detrás de mí. Baja la vista al suelo y no hables con nadie. —Como si hubiese percibido la mirada inquisitiva de Grace, se dio media vuelta y se limpió las manos en la túnica—. Nadie debe sospechar que eres extranjera. Y el califa ha impuesto normas muy severas para las mujeres.

Grace reprimió la angustia que la invadía al pensar en Omdurmán y que le causaba hormigueos en el estómago, tan precariamente alimentado, mientras que, al mismo tiempo, su corazón rebosaba de emoción. Sorbió el resto de la sopa de cebada del cuenco de calabaza, lo limpió con una punta de la túnica y lo dejó en el suelo. Durante la expedición los utensilios en que comían eran provisionales, como todo lo que Abbas llevaba, extremadamente sencillos pero tan funcionales como bien pensados. Grace cruzó los brazos sobre las rodillas dobladas.

—¿Cómo aprendiste tan bien el inglés?

—Negocios —se limitó a contestar Abbas mientras daba de comer al siguiente camello.

—¿Qué tipo de negocios?

Él le lanzó una breve mirada por encima del hombro y una sonrisa asomó a su rostro oscuro.

—Buenos negocios.

Grace sonrió para sus adentros, se levantó y se ajustó los pantalones, que cada vez le iban más anchos, debajo de la túnica. Se acercó a Abbas y acarició con cautela el cuello del camello. Había perdido el miedo a esos animales caprichosos y a veces hasta malos; e intentaba tratarlos con la misma mezcla de respeto, autoridad y afecto que utilizaba Abbas.

—Abbas, ¿eres musulmán?

—Pues claro. —Pareció extrañado de que le preguntara esa obviedad.

—Pues no te he visto rezar —señaló ella para justificar su curiosidad.

Él volvió a sonreír burlón.

—Cuando rezo, o ya te has dormido o todavía duermes.

Grace recordó las llamadas a la oración desde los minaretes de El Cairo que dividían el día.

—¿No es cinco veces al día?

—Bueno —replicó Abbas—. No cuando estás de viaje. Estoy seguro de que Alá lo comprende.

Grace se mordió el labio inferior.

—Si eres de Sudán… —Buscó las palabras.

La mano de hombre, que acariciaba la frente del camello, se movía arriba y abajo.

—Quieres saber cuál es mi posición acerca de la mahdiya. —Así se denominaba en Sudán al gobierno del Mahdi, ahora encarnado en el califa.

Grace asintió.

Al resplandor del fuego, las estrellas y la luna, Grace distinguió cómo contraía las facciones, pensativo.

—Tal vez el Mahdi fuera de verdad un hombre santo. Tal vez el califa también lo sea. No sé mucho sobre esas cosas. Solo soy un simple comerciante. Oigo mucho y veo mucho. Soy un nómada. Tengo mucho tiempo para pensar. —Bajó la voz pero eso no la dulcificó, encerraba rencor, y Abbas habló pensativo, como si tuviera que seleccionar de un rincón de su memoria las palabras inglesas que necesitaba para responder. Palabras inusuales y aprendidas en cierta ocasión, pero nunca más utilizadas. Y su acento, que hacía guturales los sonidos y los pulía, se hizo más marcado—. El suyo es un gobierno horrible. El del califa todavía más que el del Mahdi. No solo contra vosotros los blancos, sino contra los egipcios. Contra la gente de aquí. —Su cabeza señaló la tierra—. El califa tortura y mata a su antojo. Sin causa. Se cuenta que tiene niños en su harén. Algunos de solo cinco o seis años, niñas y niños. Cuando pasados un par de años le resultan demasiado mayores, los ofrece a sus jeques o los hace matar. —Grace se estremeció, si bien se resistió a creerse esa historia. Le sonaba a cruel leyenda oriental de tiempos lejanos, aunque el tono de Abbas dejaba poco margen para la duda. Torció la boca en una mueca de espanto—. Tal vez sea un hombre santo. Yo no lo creo. El Mahdi prometió libertad, pero el califa somete al pueblo. Esta no puede ser la voluntad de Alá. Esta no es la voz del Profeta. —De repente calló, se tensó y escuchó con atención en la noche. Grace también aguzó el oído. Una vibración oscura y apagada se deslizaba por el suelo, acercándose con rapidez hacia ellos.

—¡Detrás de los camellos! ¡Rápido, mujer!

Abbas pisoteó el fuego para apagarlo, cogió la espada y el fusil y Grace su bolsa. Él la agarró rudamente del brazo y tiró de ella, la empujó al suelo al lado del último camello, que volvió la cabeza.

—¡Quédate ahí tendida! ¡No te muevas!

Los primeros disparos rompieron el silencio de la noche. Grace sacó el revólver, comprobó que estuviera bien cargado, buscó munición y se llenó los bolsillos de los pantalones. Una y otra vez dirigía la mirada a Abbas. Medio tapado por un camello, estaba de rodillas y se parapetaba detrás del animal. Apoyó el cañón del rifle sobre el lomo y aguardó. Grace se enderezó y oteó el desierto por encima de la silla. Entonces los vio: un grupo de jinetes cuyas túnicas reflejaban la luz de la noche. No se distinguía si galopaban hacia ellos a lomos de caballos o camellos, ni cuántos eran. Sin duda más de una docena. Muerta de miedo, Grace volvió a encogerse y se secó el sudor de las palmas con la túnica. Nunca había disparado a un ser humano. Se sobresaltó cuando a su lado se produjo una detonación. Abbas había disparado y estaba recargando su arma. La respuesta fue un griterío indignado y belicoso que resonó en el desierto, seguido de estridentes descargas y del zumbido de las balas.

De nuevo miró por encima del camello mientras Abbas disparaba y recargaba, disparaba y recargaba. La partida estaba ya cerca y Grace distinguía cada uno de los atacantes. Creyó ver que solo unos pocos portaban fusiles. Uno de los camellos bramó al recibir un balazo. Grace colocó la mano con el revólver sobre la silla, pero temblaba tanto que tuvo que ayudarse de la otra mano. Los jinetes todavía estaban demasiado lejos para el revólver. Lanzaban gritos y se inclinaban a un lado de la silla, o caían al suelo cuando Abbas acertaba a la montura.

«Ahora». Grace amartilló, apuntó a una de las siluetas blancas y apretó el gatillo y fue contabilizando sus disparos. «Uno, fallido». Apuntó a otro jinete. «Dos, casi. Tres, blanco». Apuntaba más deprisa que Abbas y sus disparos resonaban más que los de él, y siguió abatiendo túnicas plateadas. «Cuatro… Cinco… Seis…».

Grace se dejó caer en el suelo jadeante, abrió el tambor, sacó un puñado de balas del bolsillo y recargó las recámaras con dedos temblorosos. Si se le resbalaba alguno, se limitaba a no recogerlo. Encajó el tambor y volvió a enderezarse, apuntó y disparó. «Uno… Dos… Tres…». Apuntaba y disparaba. «Cuatro… Cinco… Seis…». Volvía al refugio que le ofrecía el camello y recargaba. Levantó la cabeza cuando de repente no oyó más disparos, únicamente griterío y entrechocar de metales.

Tan solo habían quedado unos pocos atacantes, cuatro, tal vez cinco, que habían saltado de las sillas y se habían abalanzado con las lanzas y las espadas sobre Abbas justo cuando él iba a recargar. Él rechazó el ataque con la espada, pero parecía acorralado. Grace, medio inclinada detrás de los cuartos traseros del camello, apuntó, pero se dio cuenta de que no podía disparar: el riesgo de herir a Abbas era demasiado grande.

Tomó dos profundas bocanadas de aire y se puso en pie.

—¡Eh! —gritó con todas sus fuerzas, mientras con la mano izquierda se arrancaba de la cabeza el turbante, que cayó ondeando al suelo.

Por un segundo todo movimiento se congeló y la lucha enconada se convirtió en una imagen fija. Durante ese segundo, Grace creyó ver un brillo de avidez en los ojos de dos atacantes y cómo mostraban los dientes con lascivia.

Entonces Grace sacó la mano que tenía a la espalda y apuntó con el revólver a las túnicas plateadas, que ofrecían un buen blanco incluso en la noche. «Uno…». Abbas aprovechó el desconcierto de los hombres para derribar al que tenía más cerca. «Dos… Tres…». La espada de Abbas se hundió en el cuerpo del siguiente. «Cuatro…».

Un silencio lúgubre se extendió de golpe en el desierto y el gruñido de los camellos sueltos tras perder a sus jinetes reverberó con más fuerza en los oídos, así como el sonido oscuro que emitía el camello de carga agonizante que se hallaba entre Abbas y Grace. Esta señaló con la cabeza y el revólver apuntando, en un gesto de pregunta, al animal moribundo, y cuando Abbas asintió, se acercó al camello, apuntó en medio de sus grandes ojos de largas pestañas y apretó el gatillo.

Fue entonces, en ese momento, cuando le flaquearon las piernas y la mano le tembló. Le dolía la muñeca del retroceso del arma y sentía el dedo sobrecargado de apretar tantas veces el gatillo. El revólver cayó al suelo. Grace se desplomó de rodillas, se frotó con la manga los ojos y no supo si los tenía humedecidos del humo de la pólvora o de llorar.

—¡Levántate, miss Grace! —Abbas se acercó a ella y la alzó del suelo—. ¡Arriba! —Recogió el revólver y el pañuelo y los puso bruscamente en las manos de ella.

Con movimientos torpes y bajo la severa mirada de Abbas, Grace se colocó el revólver en el cinto del pantalón, se recogió el cabello y lo cubrió con la tela desteñida, antes de levantar la cabeza.

—Estás herido —observó. La manga de la chaqueta estaba desgarrada y dejaba al descubierto un corte profundo, del que goteaba una sangre oscura como alquitrán al resplandor nocturno. Grace agarró el borde de su túnica, ablandada por el sol, el viento y la arena, y la rasgó por la costura lateral—. Espera.

—Bah —masculló Abbas, intentando evitarla.

—¡He dicho que esperes! —le ordenó Grace, mientras con un sonido áspero arrancaba una tira ancha de la túnica—. ¡Quítate la chaqueta!

Abbas se dio por vencido y la obedeció. Ella sujetó una punta de la tela entre los dientes y recogió hasta el hombro la túnica del hombre, dejando a la vista el musculoso brazo. Sujetó con una mano el borde de la manga y cogió con la otra la tela que tenía entre los dientes.

—Aguanta la tela —pidió, y Abbas lo hizo con la mano libre. Luego observó la destreza con que la joven envolvía el vendaje improvisado alrededor de la herida y anudaba los extremos.

—Bien. Reemprendemos la marcha —anunció él—. Ahora mismo.

—De acuerdo —se limitó a contestar Grace mientras le bajaba la manga y cubría cuidadosamente el vendaje. Esa noche seguro que no pegaría ojo. Respiró hondo para librarse del horror que la atenazaba: había matado a varios hombres con una increíble sangre fría. No se lo podía creer.

Abbas le puso la manaza en el hombro y lo apretó ligeramente.

—Bien hecho. —Y su voz sonó casi dulce cuando añadió—: Corazón de guerrero.