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Stephen contemplaba con expresión pensativa el jardín invernal a través de la puerta cristalera del salón. El doctor Grayson había recomendado al coronel, después de que este hubiera sufrido el ataque de apoplejía a finales de noviembre, que se moviese, así que cada día se lo veía caminar trabajosamente, aunque hubiese una espesa capa de nieve, la mayoría de las veces acompañado de Henry, al que se le quedaban pegados terrones de nieve en el pelaje rizado y el hocico empolvado de blanco.

Arropado en un grueso abrigo, el coronel apoyaba sobre un bastón la mitad izquierda del cuerpo, la sana, e impulsaba con un giro brusco de la cadera y el tronco la mitad derecha, débil y carente de fuerza, antes de repetir esos gestos para el siguiente paso. Un proceso que requería esfuerzo y que todavía dificultaban más las viejas heridas de guerra, por lo que apenas media hora después se dejaba caer en uno de los bancos del jardín, de los que se había quitado la nieve, mientras el vivaracho Henry retozaba en la espléndida blancura. Incluso desde lejos, Stephen percibía lo pesadamente que respiraba su padre y lo agotado que estaba. Cogió el pomo de la puerta.

—¡Espera! ¡Espera! —exclamó una voz dulce como la miel a sus espaldas, y él se volvió con una sonrisa entre tierna y burlona.

—¡La señorita enfermera lo ve todo!

—Es mi deber —contestó Becky complacida, con un jersey de lana, una chaqueta, bufanda, guantes y manta en la mano—. ¡Ya que tú eres tan insensato! —Le arrojó una prenda tras otra en el regazo y esperó hasta que entre fingidos gruñidos se lo hubiera puesto todo. Entonces le envolvió las piernas con la manta y se colocó entre la silla de ruedas y la puerta.

—¿He olvidado algo? —Stephen se palpó sonriendo el torso.

—Pues sí —susurró Becky, se apoyó en los brazos de la silla y se inclinó hacia delante.

«Mi esposa», pensó Stephen cuando la miró a los ojos castaño oscuro, donde brincaban chispas verdes.

El pasado noviembre habían celebrado una discreta ceremonia con un grupo reducido de invitados en la iglesia de la Santísima Trinidad en Guildford. Becky había estado preciosa con un vestido blanco y vaporoso y el cabello adornado con flores blancas, como un delicado pellizco de nata. Y Ada, la doncella de honor, no le iba a la zaga. El corazón de Stephen había latido con fuerza al ver a Becky recorrer el pasillo con el rostro resplandeciente y los ojos velados por las lágrimas del brazo del coronel, entonces todavía fuerte, y llegar hasta él y su testigo Royston para jurarse fidelidad ante Dios y los hombres. Ni las miradas curiosas y sorprendidas que los fisgones congregados delante de la iglesia dirigían al novio, en frac y silla de ruedas, ni la expresión agria del reverendo Peckham, quien era evidente que casaba a su hija a pesar suyo, lograron enturbiar la felicidad de ese día. Solo habían echado dolorosamente de menos a Grace y Leonard. A partir de entonces, el pastor no desaprovechaba ninguna ocasión para quejarse de que el ama de llaves contratada para sustituir a Becky demostraba extrema ineptitud en sus funciones, pero que se podía vivir con ello. Incluso bien.

«Mi esposa. En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad». Agradecía a Becky que lo cuidara y lo atendiera, que con su contagiosa alegría le hiciera los días más soportables y que le diera seguridad por las noches con su cuerpo cálido y suave; pero sentía algo más que agradecimiento hacia ella. Tal vez algo así como amor, aunque hacía mucho que había dejado de pensar en ello.

Stephen tendió la mano, la cogió por la nuca, la atrajo hacia sí y la besó en la boca, en esa boca que sabía a peras jugosas, suave al principio, luego más firmemente, hasta que ella suspiró dichosa y se apartó para dejarle paso y abrirle la puerta.

El frío le azotó cortante, le mordió el rostro y los dedos. Se detuvo un momento para ponerse los guantes y luego, exhalando vaho, recorrió el camino despejado hasta el banco. El coronel, que lo vio venir, se irguió todo lo que pudo y contempló inmóvil las copas desnudas de los robles mientras su hijo se detenía, se quitaba los guantes y buscaba la pitillera en el bolsillo de la chaqueta.

—Es francamente jodido —comentó Stephen mientras encendía un cigarrillo y soplaba el humo— depender para todo de la ayuda ajena. —Sonó más brusco de lo que pretendía, casi grosero, pero el coronel no respondió, no censuró a su hijo por fumar en su presencia ni por utilizar una expresión ordinaria.

Se quedaron sentados en medio del frío, en silencio, hasta que el coronel, con una voz ronca como el crujido de las hojas secas, dijo:

—Me he portado injusta… muy injustamente contigo. ¿Podrás perdonarme algún día?

Stephen entornó los ojos para protegerse del humo y también para contener las lágrimas. Había deseado durante mucho tiempo oír esas palabras de su padre, y aunque ahora tenían mucha menos importancia que antes, igualmente lo conmovieron. Sabía cuán difícil le resultaba al coronel expresarlas.

—No hay nada que perdonar —contestó secamente—. He llegado a la conclusión de que no es culpa tuya. Habría podido pasarme montando a caballo o en un accidente de coche. Tuve mala suerte. Como sea, sigo vivo. —Observó la brasa del cigarrillo—. En cambio, Simon y Jeremy se alistaron en el ejército por voluntad propia y nunca regresaron a casa. Y dadas mis circunstancias —respiró hondo—, tal vez la vida que tengo no sea en absoluto mala.

Miró de reojo al coronel, quien, con la cabeza vuelta a un lado, se llevó furtivamente la mano enguantada a los ojos.

—Entremos o nos congelaremos.

El coronel asintió y cuando Stephen se percató de lo mucho que le costaba levantarse, tiró el cigarrillo a la nieve, quitó el freno y se colocó delante del banco para sostener a su padre por debajo de los codos.

—¿Te apetece una partida de ajedrez, padre?