El paso regular y oscilante del camello la adormecía y seguía manteniéndola en el estado de somnolencia en que pasaba los días. Días que ya debían de haberse convertido en semanas. Que ya había dejado de contar.
Durante muchos días la barca se había deslizado por el Nilo, que cambiaba del azul aciano y de brillos turquesa a los matices sólidos del crisopacio y el berilo, junto a sembrados verdes en los que labraban hombres de rostros broncíneos y largas túnicas con la cabeza envuelta en un pañuelo. Junto a bosques de palmeras datileras de las que colgaban los pesados frutos y junto a los tiernos plumeros de papiro que se balanceaban movidos por el viento en las orillas. Muchas noches bajo un cielo negro salpicado de brillos plateados, con estrellas fugaces tan grandes como peniques y rodeadas de una brillante aureola verde claro. Muchas puestas de sol doradas, y muchos renacimientos deslumbrantes del astro rey. Días en los que pasaba por aldeas cuyas casitas recordaban cubos de madera agrupados por manos infantiles, entre los que hombres de semblantes curtidos y oscuros como el café deambulaban o permanecían sentados mientras a su alrededor correteaban niños bulliciosos. Ruinas de tiempos antiguos esparcidas entre extensiones de arena o pendientes desnudas, entre guijarros, riscos y arbustos. Los restos de la antigua Tebas, columnas portadoras de arquitrabes como gigantes de un cuento que tras tantos siglos todavía seguían llevando su vestimenta estampada de colores, y muros protectores, entremezclados con cabañas pobres y azotadas por el viento, y las carcomidas columnas de Kom Ombo sobre una colina de arena. En la primea catarata del Nilo se apilaba la piedra negra, brillante y quebrada, dando un efecto aún más cautivador a la contigua isla Elefantina, como un jardín hechizado, antes de llegar a los palmerales de Asuán: la última ciudad de Egipto y el final de su viaje por el río.
Solo una vez más pisaron la cubierta oscilante y mojada de una embarcación, la gabarra que transportó a Grace y Abbas, así como a los cuatro camellos que él había adquirido en el efervescente mercado de Asuán, además de agua, provisiones y víveres. La ribera se veía salpicada de verde, y más allá iban dejando atrás terrenos de un amarillo latón, laderas secas e imponentes templos hundidos en la arena, hasta que el desierto de Bayuda los recibió y por su polvo y gravilla cruzaron la invisible frontera no señalada ni vigilada de Sudán.
Un día ahí era idéntico al otro, desde los primeros y pálidos rayos de sol, que tan deprisa se convertían en un rescoldo ardiente, hasta la luz pesada de la tarde que la oscuridad terminaba apagando. Y con la noche negra como la pez llegaba el frío, un frío que a Grace la hacía temblar durante las escasas y nunca reconfortantes horas de un sueño pesado como el plomo. Por la mañana se levantaba, allí donde habían acampado, con las extremidades rígidas y la cabeza embotada.
Ya hacía tiempo que Grace había dejado de sentirse realmente despierta, pero tal vez eso fuera una bendición. Su conciencia ofuscada mitigaba las sensaciones de su cuerpo, que le dolía como una herida abierta. Le ardían los tendones y la aguijoneaban los músculos, temblorosos del esfuerzo y el agotamiento. Tras las pupilas sentía una presión dolorosa, la piel le tiraba, llena de ampollas, rasguños y excoriaciones, los labios hinchados. Todo el tiempo tenía un regusto asqueroso, el aliento le olía mal y se notaba la boca pastosa y seca, como la garganta. El cabello desgreñado y la ropa rígida y pegajosa a causa del sudor y el polvo.
«No puedo más…». Este pensamiento pasaba frecuentemente por su cabeza palpitante. «Sencillamente no puedo más». Era un pensamiento vano, pues el camino de vuelta no le ofrecía nada distinto del que todavía le quedaba por recorrer: arena y más arena polvorienta como harina de maíz, gravilla oscura como escoria de hierro y piedra quebrada. De vez en cuando, unos arbustos similares a la mimosa o una acacia cornificada ofrecían un cambio para la vista, un vislumbre de vida.
Y reinaba el silencio, mucho silencio. Un silencio que oprimía la frente y las sienes y taladraba los tímpanos. Incluso el susurro del viento era de una atonía peculiar, como las voces de un coro de espíritus. Y el lenguaje de Abbas era el mutismo. Grace podía contar con los dedos las frases que habían intercambiado desde la noche que partieron de El Cairo.
—¿Tienes dinero? —le había preguntado con sequedad en el mercado de Asuán, y cuando ella asintió, él tendió su manaza. Grace dudó, pero le entregó la bolsa, aunque con un sentimiento de inquietud. Había cogido mucho, pero no todo, y le había devuelto la bolsa.
Un poco más tarde, Grace le preguntó:
—¿Podemos pasar por Abu Klea de camino a Omdurmán?
Él la miró sin comprender.
—¿Por dónde? Ah, Abu Tuleih. ¿Qué quieres hacer ahí?
—El amigo al que estoy buscando se perdió en ese lugar tras la batalla.
La expresión de Abbas se ensombreció.
—¿Qué buscas en Sudán, a los muertos o los vivos? —Y se giró bruscamente sin darle oportunidad de responder.
Desde entonces únicamente le dirigía breves órdenes. «Sube. Baja. Bebe. Come. Duerme. Despierta». Abbas decidía todas las actividades y los horarios, incluso cuándo beber agua de la cantimplora de piel y comer aquellos cereales parecidos al mijo ablandado en agua y aquel pan ácimo y gomoso, y en qué cantidad. Abbas indicaba cuándo era hora de detenerse y de hacer sus necesidades o de montar el campamento nocturno. Grace nunca había estado tan a la merced de un individuo, aún menos de un extraño. «Soy el espíritu que todo lo niega». Pero no tenía otra elección que asentir sumisamente con la cabeza y ceder a todo lo que decía aquel desconocido en cuyas manos se hallaba su vida durante el viaje. Abbas, que siempre estaba a su lado, pero que tan distante se mantenía; de quien no sabía si era musulmán, cristiano o de otra religión; y de quien ignoraba cómo llevaba el cráneo y el rostro tan perfectamente afeitados pues nunca lo había visto rasurarse.
El silencio y el vacío del desierto la desmoralizaban. Su mente se rebelaba enviándole retazos de recuerdos de Surrey, de Shamley Green y de todas las personas a quienes amaba. De Jeremy. Pero ella no lograba retener nada. El recuerdo vivo se convertía en una sombra muerta, en una idea fija que solo se componía de un nombre: «Jeremy». El desierto empezaba a corroer su entendimiento. «¿Quién soy yo? ¿Quién?».
Grace Constance Norbury ya no existía, solo había una mujer demacrada y quemada por el sol, siempre sedienta, una mujer que se mantenía erguida en la silla del camello a fuerza de la voluntad y que hacía todo lo que Abbas le ordenaba.
—Alto.
Grace obedeció y parpadeó. El aire le parecía más sofocante que el día anterior; estaba como cargado, y el viento soplaba con más fuerza. Abbas detuvo a los demás camellos, que estaban inquietos, y oteó el desierto.
—Baja. ¡Deprisa!
Grace obligó al camello a arrodillarse, tal como le había enseñado Abbas, y se deslizó fuera de la silla. Abbas también bajó, dejó que los camellos se levantaran de nuevo, los agrupó y volvió a ponerlos de rodillas formando una especie de trinchera semicircular. Con movimientos rápidos y hábiles, Abbas empezó a descargar los recipientes de agua y amontonarlos dentro. Luego cogió su fusil y la espada y los puso a buen recaudo antes de seguir apilando las provisiones.
Un miedo repentino invadió a Grace.
—Abbas, ¿qué hago? —Como él no contestó, insistió—: ¡Abbas!
—¡Tápate la cara todo lo que puedas! —Grace lo hizo con dedos trémulos—. ¡Envuélvete con esto! —Le tendió una sábana de algodón grueso con una cenefa de dibujos geométricos.
Ella la cogió y se cubrió los hombros. Abbas desplegó la otra sábana sobre el agua y la amarró con correas. Cogió a Grace con brusquedad y la arrastró junto a los camellos, la empujó al suelo y se arrodilló al lado, tiró del pañuelo para taparle el rostro y la envolvió tan firmemente con la sábana que ella pensó que se iba a ahogar ahí dentro, y también él se envolvió con un pañuelo, la chaqueta y una sábana.
—Abbas… —llamó Grace, pero se interrumpió. Ahora lo oía: por encima de los resoplidos de los camellos, que casi parecían humanos, llegaba un bramido, un jadeo, un siseo furibundo. Alcanzó a distinguir las primeras nubes de polvo flotando y los primeros remolinos de arena antes de que Abbas la cubriera del todo con la sábana, la empujara hacia abajo y cogiera su torso como un paquete, la embutiera bajo su chaqueta y la estrechara contra sí—. No puedo respirar. No me llega el aire… —gimió ella.
Los granos de arena la azotaban y se colaban por cualquier hendidura, y un polvo cáustico se adhería a la piel. Grace empezó a sudar, pero la transpiración se evaporaba antes de humedecer la ropa a causa del soplo ardiente que la quemaba viva.
«No… puedo… respirar… ¡Dios mío, ayúdame! No quiero morir. No quiero morir». Deseó llorar, pero tras los párpados fuertemente cerrados no se formaron lágrimas. Le latían las sienes, provocándole una presión espantosa en todo el cráneo. «No quiero morir…».
Grace perdió la noción del tiempo. ¿Habían pasado minutos u horas bajo ese tormento, con ese miedo que parecía no terminar nunca?
—No puedo respirar… —Las palabras surgieron de su ofuscada conciencia—. Imploro… imploro tu compasión, mi amor… Las flores… las flores del mal… Jeremy… —Palabras a las que Grace se aferraba con uñas y dientes—. Imploro tu piedad, mi amor. Desde el fondo del oscuro abismo en que mi corazón ha caído… Imploro tu piedad, mi amor… desde el fondo del oscuro… Imploro… imploro…
La tormenta de arena no dejó nada apreciable a su paso, se detuvo de golpe y el rugido del viento vibró en la lejanía. Abbas la soltó, le retiró la sábana, le quitó el pañuelo de la cabeza y Grace tomó aire jadeando y tosiendo. Abbas le restregó la cara con las manos; la arena y el polvo la arañaban y rascaban por todas partes, en los ojos, la nariz, la boca, el cuello. «Aire, por fin aire…». Grace intentó respirar hondo y tosió, tosió hasta que creyó que iba a vomitar las entrañas. «Aire…».
—Bebe.
Y bebió con avidez de la cantimplora mientras Abbas se la sujetaba junto a la boca; tragaba, respiraba, tragaba, respiraba. Agotada, se quedó sentada y se quitó la arena todo lo que pudo. Abbas hizo otro tanto y fue a ocuparse de los camellos.
—Mientras Alá creaba Sudán, se reía de solo imaginar lo que les esperaba a sus habitantes —farfulló—. Eso es lo que se dice en mi región natal.
—¿Y dónde está? —jadeó Grace.
La cabeza recia de Abbas señaló hacia el oeste.
—Soy medio dinka y medio árabe. —Miró de reojo a Grace—. Y tú, o estás loca de atar o tienes el corazón de un guerrero.
Grace se encogió de hombros. La desconcertaba que al parecer la tormenta de arena le hubiera soltado la lengua, hasta entonces tan perezosa. Y también la desconcertaba que el miedo cerval recién experimentado le hubiese devuelto a ella una parte de su propio yo.
Abbas la miró con sus ojos hundidos.
—Ese a quien quieres encontrar debe de ser un buen amigo.
—Es el hombre que amo. —Sacó fuerzas de flaqueza y quiso aguantarle a Abbas uno de los recipientes de agua, pero él sacudió la cabeza
—¿Qué harás si no lo encuentras?
Ella bajó la cabeza.
—No lo sé. No… no quiero pensar en eso.
—¿Qué tiene de malo el de El Cairo?
Grace sonrió.
—Nada. Pero no es el adecuado.
Abbas amarró bien el siguiente recipiente en uno de los camellos de carga.
—Él no lo cree así.
—Lo sé —contestó Grace, abatida. Al pensar en Leonard se sentía desgraciada.
El camello se levantó bramando y Abbas hizo que también el segundo se levantara, cargado de nuevo. Luego se volvió hacia Grace.
—Hay una clase de amor que es tan grande que conduce a la locura y la destrucción —dijo sin inmutarse.
—¿Se dice eso también aquí en Sudan?
Abbas sonrió burlón, mostrando una dentadura blanca y regular.
—Lo dice Abbas, que conoce a los seres humanos… ¿Cómo te llamas?
—Grace.
—¡Sube, miss Grace! —indicó Abbas con energía, y él mismo se encaramó de un brinco a su montura.