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Constance Norbury despertó de un sobresalto e intentó calmar su agitado corazón. En un recóndito lugar de su conciencia resonaba el eco del sonido que la había arrancado del sueño tan bruscamente: un ruido seguido de un gemido, como un grito ahogado. Pensó en Stephen, luego en Ada y en Grace. Enseguida recordó que las dos muchachas ya no estaban en casa, y con la imagen de Grace su corazón de madre se encogió dolorido.

Retiró la manta y encendió la lámpara que había en la mesilla de noche, buscó el despertador y lo consultó. Las cinco. La hora en que el coronel solía levantarse tanto en invierno como en verano. Un ritmo de vida al que se atenía de forma inalterable y que había calado tan hondo en ella que todavía lo percibía, pese a que hacía largo tiempo que llevaban vidas separadas bajo el mismo techo.

Se puso apresuradamente las zapatillas y la bata y salió al pasillo con la lámpara en la mano, pasó deprisa junto a las puertas hasta alcanzar aquella tras la cual ella misma había pasado pernoctando tantos años. Sentía las punzadas de la nostalgia y solo su voluntad le impedía ceder. Sabía que se comportaba injustamente, pero no podía limitarse a perdonar a su marido por haber obligado a su hijo a obedecer su voluntad y provocado con ello que, de esa guerra absurda, Stephen regresase a casa lisiado. Sobre todo no podía perdonarse a sí misma por no haber sido mejor madre para su hijo, el bebé que había llevado en su vientre y había dado a luz con sudor, sangre y dolor.

Aun así, permaneció delante de la puerta de su antiguo dormitorio y escuchó. De dentro salían unos jadeos forzados, gemidos y sonidos, como si alguien arañase y rascara. El rencor se convirtió inmediatamente en miedo y preocupación.

Llamó suavemente a la puerta.

—¿William? —De repente, todo quedó en silencio. Golpeó de nuevo—. ¿William? —Más silencio durante unos segundos.

—Con… nie…

Abrió la puerta con tanta determinación como angustia e iluminó la estancia. Su marido yacía sobre la alfombra, delante de la cama, descalzo y en pijama, y miraba parpadeando la luz de la lámpara.

—Con… nie… —Parecía aliviado, pero también avergonzado.

Corrió hacia él, puso la lámpara sobre la mesilla de noche y se arrodilló a su lado.

—William, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

—Mi… pierna. Y el… el brazo —jadeó mientras intentaba levantarse del suelo dándose impulso con el brazo y la pierna izquierdos. En vano: el otro brazo y la otra pierna no se lo permitían—. Connie… no puedo… no puedo moverlos bien. No… no tengo fuerza.

—Chis —le indicó, acariciándole el cabello gris—. Quédate aquí tranquilo. —Se levantó de un brinco, llamó al servicio con premura, cogió una almohada y una manta de la cama, volvió a arrodillarse y envolvió a su marido con la manta y le puso la almohada bajo la cabeza. Acariciándole la espalda, esperó a que alguien del personal subiera.

Lizzie, con el cabello revuelto bajo una cofia de dormir, apareció presurosa sosteniendo una lámpara en la mano y abrió los ojos hinchados de sueño.

—¿Ha llamado, señor? ¡Señor! ¡Oh, Dios mío! ¡Señora!

—Lizzie, por favor, despierta a Ben y dile que vaya a buscar al doctor Grayson en Guildford. Es una emergencia.

—Sí, señora. —Lizzie se marchó a toda prisa, recogiéndose el camisón y la bata.

Constance se inclinó, tomó la mano izquierda de su marido en la suya, y con la otra le acarició la mejilla.

—Ya has oído: vendrá el doctor Grayson. Enseguida llegará. Seguro que no es nada serio, William. ¿Me oyes?

Él asintió sin pronunciar palabra y lo que Constance leyó en sus ojos la asustó profundamente. Era miedo. Por primera vez en los treinta años que lo conocía, William Lynton Norbury tenía miedo. Un miedo que ella compartía aunque no lo expresara, y se le hizo un nudo en la garganta cuando notó cómo el coronel apretaba su mano y la cabeza contra su pierna. Entonces tomó conciencia de lo horroroso que sería perderlo, de cuánto lo amaba pese a todo.

—Todo irá bien, William —se oyó susurrar—. Todo volverá a ir bien.