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«Tercos en los pecados», recordó Jeremy. Soltó una risa aguda que hasta a él le resultó ajena.

—«Con… creces hacemos que nos paguen lo confesado —murmuró con la garganta áspera, escogiendo los versos con atormentadora parsimonia—. Y regresamos… alegres al encharcado camino…». «Creyendo enmendar nuestras faltas con viles lágrimas. —Se rio de que Baudelaire también estuviera en Omdurmán—. E igual que los mendigos alimentan sus piojos, complacientes nutrimos nuestros remordimientos».

A Jeremy ya hacía tiempo que no le quedaban fuerzas para espantar a las moscas que se posaban zumbando sobre sus heridas; todos esos bichos diminutos que bullían alrededor de él y que picaban y aguijoneaban su piel. Ahí, en un rincón del Saier en el que había recuperado el conocimiento. Todo su cuerpo palpitaba y ardía. Alzó la mano tanto como se lo permitía la cadena unida al grillete que rodeaba sus muñecas y sujeta a una anilla empotrada en la pared. Se tocó con cuidado las ronchas ribeteadas de sangre seca en el torso; las duras hinchazones que se habían formado y que le tensaban la piel.

«Ángel jubiloso, ¿conoces el dolor, la vergüenza, los remordimientos, los sollozos, la intranquilidad y los terrores de esas noches horribles que oprimen el corazón cual se estruja un papel? Ángel jubiloso, ¿conoces el dolor?».

Jeremy no tenía miedo. Aguardaba la muerte con alegría. ¿Habría sentido lo mismo su padre en Crimea? ¿Con la gangrena cebándose en sus extremidades? ¿Mientras le amputaban las dos piernas y el brazo, mientras la sierra se abría camino por la carne y los huesos y no le administraban ninguna anestesia? Su padre, que manejaba mal la silla de ruedas y por eso casi todo el día se quedaba en el mismo sitio. Solo sus ojos se movían de vez en cuando, librándose de la apatía con que contemplaban fijamente al frente, y se dirigían al niño de cabello oscuro cuya mirada se posaba inmóvil en él. Ojos de un sorprendente parecido con los suyos, en los que ardía una avidez difusa, un deseo vago. El extraño estupor en los ojos del padre se había convertido en rechazo y después en odio. «¡Sarah! —oía Jeremy gritar a su padre—. ¡Sarah! ¡Sácalo de aquí! ¡Mándalo fuera! ¡No soporto cómo me mira! ¡No soporto su mirada! ¡No soporto que se quede mirándome!». Jeremy sintió las manos de su madre sobre los hombros, cómo lo empujaba hacia la puerta y al sacarlo fuera le besaba la mejilla. «Sal, Jeremy, ve a jugar. Tu padre necesita tranquilidad. No se encuentra bien, ¿lo entiendes?». No, Jeremy no lo entendía pero igual se marchaba, porque así lo quería su madre y él era un niño obediente. Corría a reunirse con los otros niños, que estaban haciendo un castillo de tierra, piedras y tablas, con un anhelo de alegría expectante, la esperanza de que por esa vez no se burlaran de él.

—¡Lisiado! ¡Lisiado! ¡Lisiado!

Jeremy abrió los ojos y escuchó. No, lo que oía no eran las voces de los niños, sino la llamada del almuecín. No la risa burlona que siempre lo había expulsado con la cabeza gacha de granja en granja, como un vagabundo pequeño y solitario, con pantalones cortos y una chaqueta que hacía tiempo le iba estrecha de hombros, que cruzaba los campos de labranza para internarse en el bosque, donde hallaba paz y silencio y su presencia nunca era mal recibida.

Sus párpados volvieron a cerrarse y, agotado, apoyó la mejilla sobre la pared irregular, fresca para su piel ardiente pero ni mucho menos lo suficientemente fresca. No como el frescor de un bosque espeso ni como el soplo azul de un mar de campánulas.

«Ángel lleno de salud, ¿conoces la fiebre?».

El sudor que brotaba por sus poros le causaba escozor en las heridas y los dientes le castañeaban cuando los escalofríos recorrían una y otra vez su cuerpo; la fiebre hervía en su interior y la razón se desvanecía… «Cierto… —recuperó otro verso—. ¡He llorado mucho! El alba es… dolorosa, la luna es terrible… y el sol… amargo». El barco ebrio de Rimbaud que Grace le había regalado. Como si supiera lo mucho que él lo deseaba. No había podido llevárselo a Sudán, pero le quedaba el recuerdo. Como el recuerdo de Grace.

«Grace, este es Jeremy, ya te he hablado de él. Jeremy, esta es mi hermana mayor Grace». Ya conocía ese rostro, lo había visto una vez, al comienzo del año en la academia, en la misa que se había celebrado para los cadetes y sus padres, durante la pequeña fiesta que había seguido. Un rostro que con sus rasgos regulares y el contraste entre el cabello y la piel claros y los iris sorprendentemente oscuros llamaba la atención y no se olvidaba fácilmente. Si bien tampoco era un rostro que atrajera en especial a Jeremy: era demasiado bonito, demasiado agradable.

«Hola, Jeremy». No había hecho una remilgada reverencia, ni le había ofrecido reservadamente la mano para un insinuado besamanos, y tampoco había recurrido a formalismos hueros; en cambio, había esbozado una sonrisa franca y le había estrechado la mano con firmeza. De igual a igual. «Hola, Grace».

También conocía el nombre. Al principio lo mencionaban a menudo, mientras con cautela y casi a regañadientes iba haciéndose amigo de Stephen y Leonard, de Royston y Simon. «Por cierto, Len, ¿no ha llegado ya el momento de que le plantees a Grace la pregunta de todas las preguntas?». Leonard solo había hecho una mueca, pero la dicha de sus ojos hablaba por sí sola. «No me esperes, Grace. No volveré. Cásate con Len y sé feliz». Jeremy quería ser generoso, pero no podía, ni siquiera ahí en Omdurmán, mientras la fiebre lo consumía y la tortura física y el sufrimiento anímico lo devoraban. «No la conoces, Len. Ni siquiera después de tantos años. No la entiendes».

Grace, cuyo rostro era tan agradable como un jardín inglés en flor y tras el cual se extendía un territorio extenso e inexplorado. Una tierra salvaje con peñas escarpadas y mares rugientes, bosques oscuros y agrestes crestas, pero también con valles verdes y llenos de flores que invitaban a descansar al viajero fatigado. No era tierra que se dejara dominar o someter, y para Jeremy era como estar en casa. Era su hogar.

«Pero de ti imploro, ángel, tus plegarias. Ángel dichoso, alegre, resplandeciente».

Las voces le envolvieron. «¿Grace?».

Unos dedos suaves recorrían su cuerpo con destreza, pasaban por sus heridas, las humedecían con un líquido fresco que escocía y luego le aliviaba. «Grace, ¿eres tú?».

El metal martilleaba sobre el metal, crujía, se rompía. Unas manos lo agarraban y lo levantaban en el aire como si fuese una pluma. «Ángel lleno de alegría y de resplandor».

Flotaba, flotaba por la habitación, por un pasaje lleno de una luminosa aureola. Hacia fuera, hacia la cegadora luz del día.