40

—¿No tienes frío? —preguntó Royston cuando Stephen frenó la silla de ruedas junto al banco. Sacó la pitillera de la chaqueta, se levantó el cuello del abrigo y se sentó en el borde del banco.

El sol de ese día de septiembre engañaba: aunque su luz cobriza hacía brillar la fronda de los árboles como rubíes, topacios y ámbar, el aire ya era fresco bajo un cielo de azul diáfano.

Una ceja de Stephen se arqueó burlona y se señaló con las manos de abajo arriba.

—¿Tengo pinta de llevar ropa ligera?

Royston miró el grueso pulóver bajo la chaqueta de tweed, la larga bufanda alrededor del cuello y la manta de lana que le cubría las piernas desde la cintura.

—Ya… Gracias. —Cogió un cigarrillo de la pitillera y aceptó el fuego al tiempo que daba una profunda calada—. ¿Se sabe algo de Grace?

—No. Nadie espera que lleguen tan pronto noticias de ella.

—Incomprensible —dijo Royston, mirando la brasa del cigarrillo—. Que Len y Grace se escaparan, me refiero.

El rumor había corrido como la pólvora por Surrey hasta llegar a Londres: Grace Norbury y Leonard Hainsworth se habían fugado. Ambos eran mayores de edad y procedían de buenas familias, ambos eran una pareja como sacada de un libro de ilustraciones de la buena sociedad, así que, ¿por qué habían tenido que huir?

—¡Es absurdo! —Stephen dejó escapar el humo con una risa seca—. ¡Ni siquiera tú te crees ese cuento de que se han escapado! —Cuando Royston lo miró desconcertado, prosiguió—: Grace se ha marchado para ir en busca de Jeremy, o al menos para averiguar qué le ha ocurrido en Abu Klea. Y Len, el pobre enamorado, se ha dejado persuadir de acompañarla. No lo concibo de otro modo. Becky parece saber algo más, pero mantiene la boca cerrada. —Dio una enérgica calada al cigarrillo.

—Pero es una locura —murmuró Royston, arrebujándose en el abrigo. Solo de pensar en Sudán todavía se le ponían los pelos de punta. Y al mismo tiempo sentía alivio. No imaginaba a Leonard y Grace como una pareja feliz. El tiempo que habían pasado en Sudán, los horrores infernales que habían vivido juntos, no habían fortalecido la estrecha amistad que unía a Royston y Leonard, todo lo contrario: la habían corroído progresivamente, porque esos hechos los habían cambiado sin que ellos se percataran. Además, reconocer en los rasgos de Leonard los de Cecily, recordar a través de él a la mujer que antes tanto había amado y tanto daño le había causado, había ayudado a carcomer esa amistad otrora tan entrañable.

—Mmm —musitó Stephen con el cigarrillo en la boca—. Mi hermana no me preocupa demasiado. De algún modo se las apañará. Podría haber sido perfectamente un chico. Me pregunto más bien si Len estará a la altura. Creo que Grace tiene más agallas que nuestro chico de oro. —Y mientras Royston intentaba digerir esas palabras, Stephen añadió—: A propósito de agallas, ¿tienes planeada alguna actividad para el segundo fin de semana de noviembre?

Royston revisó mentalmente su agenda y sacudió la cabeza.

—No que yo sepa. ¿Por qué?

Stephen se quedó mirándolo y los ojos le resplandecieron con una calidez que Royston hacía mucho que no le veía, y la misma calidez impregnaba su voz cuando respondió.

—¿Querrías ser mi testigo de boda? Hace dos semanas que Becky y yo nos hemos prometido con la bendición de mis padres. El reverendo no fue tan fácil de convencer, pero al final cedió apretando los dientes.

Royston lo miró boquiabierto.

—¿Que os habéis… qué?

Stephen puso cara de listo.

—¿Te sorprende?

—Pues no es para menos. —A Royston no le había pasado por alto que su amigo parecía más relajado y menos cínico. Incluso si al llegar a Shamley Green se había alegrado en silencio al ver el trato tan armónico, hasta tierno, que se había establecido a esas alturas entre Becky y Stephen, ni en sueños habría imaginado que su relación fuera a evolucionar en ese sentido—. Escucha, Stevie —empezó vacilante—, Becky cuenta con todo mi respeto por el hecho de que se ocupe de ti de forma tan sacrificada. Pero ¿tienes por eso que casarte con ella?

Stephen puso una mueca.

—Di francamente lo que piensas: encuentras que es una terrible injusticia que un inválido como yo encadene de por vida a una mujer. —Se puso entre los labios el cigarrillo casi del todo consumido, quitó el freno de la silla y retrocedió un poco—. Antes no eras un tipo de miras tan estrechas —farfulló al tiempo que soltaba el humo y se daba la vuelta hacia la casa.

—¡Espera! —Royston aplastó el cigarrillo, se levantó del banco y siguió a zancadas a su amigo—. Stevie, maldita sea, ¡no puedes casarte con Becky!

Stephen giró la silla de ruedas con tal violencia que el otro tuvo que dar un salto atrás para que el reposapiés no le golpeara la pierna, arrojó la colilla y señaló a Royston con su huesudo índice.

—En toda mi vida no he sabido lo que realmente quería —rugió—. ¡Siempre he hecho lo que los demás querían que hiciese! ¡Siempre el obediente, el dócil Stevie, que nunca protestaba! ¿Y adónde me llevó eso? —Lleno de rabia miró a Royston y bajó la voz con rencor—. Así que no me digas ahora lo que puedo o no puedo hacer. —Volvió a girar la silla y por encima del hombro agregó—: Quiero casarme con Becky y me casaré con ella. Y me da igual lo que tú o quien sea penséis.

Con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, Royston lo siguió pesadamente a cierta distancia.

—¡Ya estáis de vuelta! —exclamó Becky cuando les abrió la puerta cristalera del salón. La cerró cuando hubieron pasado, se acercó a Stephen, se inclinó y lo besó en la mejilla—. ¿Se lo has preguntado? —quiso saber mientras Stephen se sacaba la bufanda. Luego se desabrochó la chaqueta y Becky le quitó la manta de lana, la dobló y le cogió la chaqueta y la bufanda.

—Sí, se lo he dicho —contestó él como si Royston no estuviera allí—. Y no parece especialmente entusiasmado con la idea. Es probable —y lanzó a su amigo una mirada de reojo llena de odio— que tenga envidia porque no tiene a nadie y se quedará soltero para siempre. —Y se marchó del salón.

Royston se miró perplejo las puntas de los zapatos. Su amigo no había acertado del todo. Como conde de Ashcombe, con casi veintisiete años, todavía soltero y de aspecto apuesto, Royston constituía un partido más que recomendable, al que no había perjudicado ni el malogrado compromiso con lady Cecily Hainsworth ni los rumores en torno a la muerte del viejo conde. De hecho le llovían las invitaciones y casi podía elegir entre las jóvenes damas del entorno cercano y no tan cercano. Sin embargo, Royston no tenía ganas de entablar un conocimiento más profundo con alguna de ellas, y menos aún de barajar la idea de un nuevo compromiso. Mientras Cecily iba desapareciendo progresivamente de su mente y su corazón, él seguía sintiendo los desgarros y estropicios que ella había causado de forma tan ligera. Cecily le había infundido un miedo hacia la crueldad del sexo femenino que no le abandonaba y, todo sea dicho, contra el cual tampoco habían conseguido nada las solícitas muchachas de vida alegre de los establecimientos distinguidos de Londres. Royston solo acudía a ellas cuando la urgencia física era demasiado dolorosa y se volvía incontrolable, una mezcla de avidez, nostalgia y sed de venganza hacia todo el género femenino. Cada vez había salido de aquellas habitaciones afelpadas y recargadas con una creciente sensación de asco y odio hacia sí mismo, y hacía mucho tiempo desde su última visita.

Levantó la vista cuando Becky le puso la mano en el brazo.

—No se lo tomes a mal. Es solo que está terriblemente decepcionado, tenía muchas ganas de que aceptaras ser su testigo.

Becky había cambiado, confirmó Royston. Parecía más madura, sobre todo más tranquila y más mujer. Y el vestido de tarde cerrado, del color de las violetas de Parma, no solo realzaba su cabello castaño y como trenzado con oro y sus ojos castaños salpicados de chispas verde, sino que hacía una dama de la hija del párroco, que siempre, pese a ser entrañable, había tenido un aire provinciano. Sin duda contribuían a tal cambio los sencillos pendientes de amatistas que Royston creía haber visto llevar en una ocasión a lady Norbury muchos años atrás. Su mirada se posó en la sortija de oro en el anular izquierdo, adornado por una esmeralda rodeada de diamantes.

—No lo hagas, Becky —dijo en voz baja—. No te cases con él. Sembrarás tu propia desdicha.

—¿Acaso no lo ves, Royston? —respondió igual de tenuemente, y su voz sonó todavía más dulce que de costumbre, como el guirlache—. Somos felices.

—¿No te lo ha dicho? —se le escapó sin pensar—. ¿Nadie te lo ha dicho?

Becky frunció el ceño.

—¿Si no me han dicho el qué?

A Royston le ardían las orejas. Se había aventurado demasiado y se hallaba ahora en una situación embarazosa. Pero la mirada inquisitiva, casi temerosa de Becky, le impedía dar marcha atrás.

—Stevie… —titubeó—. Stevie nunca… no puede… Nunca podrá… —Tosió—. No podrá nunca cumplir con sus deberes maritales.

Un rubor tiñó las mejillas de Becky, que esbozó una sonrisa radiante aunque ensimismada.

—Tal vez tú no puedas entenderlo como hombre, pero hay más de un camino para hacer feliz a una mujer. —No aclaró la ambigüedad de sus palabras, se limitó a mirar con gravedad a Royston y con un brillo vivaz en los ojos—. Amo a Steve por encima de todo, Royston. Y él me necesita. No tengo nada más que añadir.

Royston la siguió con la mirada mientras ella abandonaba el salón, con tanta seguridad como si ya hubiera relevado a lady Norbury en el papel de señora de la casa, y entonces pensó que Becky necesitaba a Stephen al menos tanto como él a ella. Un pensamiento que le conmovió en la misma medida en que le desazonó.

Una melodía soñadora y nostálgica que surgió de la habitación de música lo atrajo como un hechizo. Moviéndose casi sin darse cuenta, Royston atravesó la habitación y enfiló el pasillo. Al asomarse por la puerta, vio a Ada sentada al piano. Él conocía aquella melodía escrita para ser interpretada a cuatro manos, y supuso que Ada la había elegido adrede, como si quisiera expresar que se sentía partida por la mitad; un sentimiento que Royston conocía muy bien.

Tras el último acorde, Ada retiró las manos del teclado y levantó la vista hacia él, no asustada pero sí asombrada.

—Hola, Royston.

—Hola, Ada. Perdona que ande por aquí de modo tan sigiloso y escuchando.

—No pasa nada. Adelante.

Se acercó al piano.

—¿Cómo estás?

Ada inclinó la cabeza con una mueca resoluta en la boca.

—Voy tirando.

—Tienes mejor aspecto que la vez anterior. —Era verdad. Siempre había sido muy delgada y pálida, pero ya no se la veía tan consumida y sus rasgos habían recuperado cierta dulzura.

La joven esbozó una media sonrisa.

—Tú también tienes buen aspecto.

Royston se pasó la mano por la barriga incipiente.

—Me temo que me estoy alimentando demasiado bien.

Ada sonrió con toda la cara.

—Pero te queda bien. Y también —señaló con el índice sus mejillas— la barba.

—Gracias. —Se pasó la mano por la barba esmeradamente recortada y a la que todavía no se había acostumbrado del todo.

—¿Cómo se encuentra tu madre?

El joven puso una mueca entre triste y burlona.

—No hay nada en este mundo capaz de someter a una lady Evelyn durante mucho tiempo. —Era un resumen jocoso de las lágrimas y los lamentos de su madre tras el suicidio del conde, que culminaban siempre con la misma exclamación: «¡Cómo ha podido hacerme esto!». Para Royston, como nuevo cabeza de la familia Ashcombe, había sido una satisfacción dar su bendición al compromiso de Roderick con Helen Dunmore, lo que casi condujo a lady Evelyn al desmayo y tras lo cual se encerró varios días en su habitación alegando una migraña.

Ada asintió, aparentemente distraída. Royston vaciló y luego señaló la banqueta del piano.

—¿Puedo?

Ada se hizo a un lado. Royston se quitó el abrigo, lo dejó sobre la cola del piano y tomó asiento. Flexionó los dedos y tocó las primeras notas de la melodía que Ada acababa de interpretar. Con el rabillo del ojo vio una chispa en los ojos de la muchacha, que de inmediato se unió a él.

Contempló fascinada las fuertes y grandes manos de Royston pulsando con destreza, casi con ternura, las teclas. Sus dedos se extendían sin esfuerzo para tocar aquellos acordes que las pequeñas manos de Ada alcanzaban a pulsar recurriendo a la velocidad, y maravillada observó cómo su amigo se movía al compás de la música de forma casi imperceptible y cómo sus rasgos traslucían cierto gozo espiritual.

—No sabía que te interesara la música —observó, mientras las manos de ambos atacaban la polifónica e insinuante melodía de armonioso contraste.

Royston rio levemente.

—Mi madre era de la opinión que era propio de un caballero disfrutar de la música, pero no interpretarla. Así que asistía disimuladamente a las clases de música de mis hermanas y luego tocaba cuando lady E no estaba. —En su rostro asomó una pizca de tristeza pero también de alegre nostalgia—. Todavía me acuerdo cómo pasábamos al piano algunas tardes en Sandhurst, con una botella que habíamos metido a escondidas y unos cigarrillos prohibidos. Yo tocaba mientras todos bebían; reíamos, fumábamos y destrozábamos canciones vociferando. Y Simon… —Enmudeció. Ada dejó de tocar y apoyó las manos en el regazo con la cabeza baja. Royston maldijo su descuido y se sintió necio y torpe—. Perdona, Ads. No quería…

Con un nudo en la garganta, vio cómo ella se levantaba al parecer dispuesta a abandonar la habitación y de pronto se detenía.

—Está bien —susurró con voz temblorosa—. Callar… callar tampoco me lo devolverá. —Indecisa, dio un paso al frente y luego otro hacia atrás, y luego se volvió de nuevo hacia Royston—. ¿Te… te gustaría acompañarme a dar un paseo?

Dos semanas después, Ada se deslizaba con una carpeta apretada contra el pecho por el jardín de tonos otoñales, desde las franjas de luz cobriza de las últimas horas de la tarde hacia las oscuras sombras de un azul humo. Mantenía la vista fija en la glorieta del linde del bosquecillo de robles pese a que con cada paso sentía mayor zozobra. Se detuvo delante del primer escalón, respiró hondo y se infundió ánimos. Luego subió decididamente los escalones y se sentó en el borde del banco.

Desde que Simon había muerto no había vuelto allí. Allí, donde al abrigo de la oscuridad tantas veces habían escapado para besarse y susurrarse palabras de amor. Entonces. En aquel verano. «Ada, cariño mío. Mi amor, mi querida Ada».

Se secó las lágrimas con la manga del abrigo. Haber pasado dos semanas con los Digby-Jones el verano anterior le había sentado bien. Se había sentido protegida, comprendida y consolada en el círculo de esa familia que había perdido al menor de sus hijos.

«Hemos perdido a nuestro hijo pero hemos ganado una hija… al menos eso esperamos». Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas al pensar en las palabras de lady Alford y cayeron sobre la carpeta. Las secó con mano trémula. El tiempo que había pasado con los Digby-Jones en la ópera y en conciertos, en museos y en los jardines de Kew le había recordado que en la vida no solo existía el dolor y la pena, sino también la música, el arte, las flores y la alegría. Y que había personas que la querían y lamentaban que se sintiera mal. Para empezar, los propios Digby-Jones y los tres hermanastros, mucho mayores que Simon, que tenían esposas tan amables e hijos tan cariñosos. Y el coronel y lady Norbury. Y Stephen y Becky; esbozó una pequeña sonrisa al pensar en la serena felicidad de estos dos últimos y una mueca de dolor al recordar que Stephen nunca volvería a estar bien del todo. Y también Royston. Y Grace.

«Grace». Bajó la cabeza y de nuevo las lágrimas anegaron sus ojos. Se moría de vergüenza y culpabilidad. Todavía le resonaba en los oídos su propia voz diciendo a su hermana cosas tan odiosas. Tal vez nunca podría disculparse ni retirar aquellas palabras. En el fondo, Ada envidiaba esa pizca de esperanza que su hermana conservaba en que su amado siguiera con vida; ese diminuto atisbo de esperanza que a Ada no le había sido concedido. Y la culpabilidad de haber sentido y actuado de forma tan mezquina e indigna era una pesada carga que llevaba sobre sus frágiles hombros. Tampoco la ayudaba la idea que había empezado a germinar en su cabeza de que la ira con que había arremetido contra Grace le había resultado provechosa. Una ira ante la falta de justicia del destino que le había arrebatado a su amado; una ira que demostraba también que no todo en ella estaba muerto. Pero se había desahogado con la persona equivocada, con una de las personas que más quería en el mundo.

—Lo siento, Gracie —susurró entre sollozos—. ¿Me oyes? Dondequiera que estés, lo siento con toda mi alma. Y por favor, por favor… vuelve sana y salva. Y pronto. Con Jeremy.

Gimió e hizo acopio de valor. Se secó los ojos con la manga y abrió la carpeta. Hojeó los escritos y documentos que contenía: el fruto de la aplicada escritura epistolar de las últimas semanas. Como en respuesta a una pregunta sin palabras, asintió y se secó la nariz con el dorso de la mano. Deslizó los dedos hacia el extremo lateral del banco. Compuso una sonrisa aturdida cuando las puntas de los dedos palparon las ranuras. Un corazón anguloso e irregular en el que se unían las iniciales A y S. «Ada y Simon». A la luz desfalleciente de la tarde ya avanzada, en verano, él la había conducido hasta allí y enseñado lo que por la mañana temprano, antes del desayuno, había grabado en la piedra. «Gracias, Simon. Por todo», pensó ahora.

Volvió a cerrar la carpeta y la miró. «Tu puedes, Ada —se dijo—. Lo sabes».

—Sí —susurró—. Lo conseguiré.

Apretando la carpeta contra el pecho regresó a casa sin dar rodeos, colgó el abrigo y recorrió el pasillo con la barbilla alzada y llena de determinación. Llamó con los nudillos a la puerta.

—¡Adelante!

—Disculpa que te moleste, papá —dijo Ada al entrar y cerrar la puerta tras sí—. Será un momento.

»Sí, guapo, sí —susurró a Henry, que había salido del cesto delante del escritorio y brincado hacia ella gañendo. Le acarició la cabeza con la mano libre.

—¿Qué deseas? —El coronel se quitó las gafas e hizo un esfuerzo por disimular su inquietud ante el hecho de que fuera precisamente Ada quien fuera a verlo a su estudio.

La joven sacó el documento de varias páginas de la carpeta y lo dejó delante de su padre, en el círculo de luz que proyectaba la lámpara.

—¿Me firmas esto, por favor?

El coronel volvió a ponerse las gafas y arqueó una ceja al leer el encabezamiento del documento y ojear la primera página.

—Es mi contrato como profesora en Bedford a partir del próximo trimestre —explicó Ada, mientras se sentaba en la silla delante del escritorio.

—Ya lo veo —refunfuñó el coronel, y siguió hojeando el documento. Luego lo apartó a un lado—. Pensaba que había dejado clara mi postura ante este capricho.

Ada se enderezó.

—No quiero este puesto para ganarme la vida, papá. En Bedford tengo comida y alojamiento gratuitos. Solo conservaría una pequeña cantidad de mi salario para mí, para no depender de mamá y de ti cuando tenga que comprarme un vestido o ir a un concierto. La mayor parte la invertiré en un buen fin. Quiero dar clases en Bedford para tener un objetivo en la vida. Seguro que comprendes que por ahora ni soy capaz ni quiero pensar en casarme.

El coronel se reclinó y lanzó a su hija una mirada penetrante, pero ella la sostuvo valientemente. Él cogió el contrato y lo depositó de nuevo en la mesa.

—¿Sabe tu madre algo de esto?

—Sí, pero necesito tu firma. —Ada inspiró hondo—. Si me das tu consentimiento, prometo que nunca más volveré a abandonarme como en estos últimos meses.

Los ojos del coronel se tornaron fríos como un témpano.

—Si lo que intentas es chantajearme, querida mía, entonces…

—No, papá. —Ada no se dejó amedrentar—. Creo que sería un acuerdo con el que ambos podríamos convivir. Me sentará bien dar clases en Bedford y estoy segura de que tú te alegrarás de ello.

El coronel se sintió acorralado, vencido con sus propias armas. Como si de repente le hubieran dado el jaque mate tras haber aguantado toda la partida concentrado y haber pensado con exactitud cada jugada. Si no le concedía la autorización, no solo actuaría de forma en extremo arbitraria, casi infiel a su palabra, sino que al mismo tiempo barrería todos los valores con que la había educado para que la acompañaran en su vida. ¿Y qué padre sería él si no desease que su hija se sintiera bien?

Sin mediar palabra, cogió la pluma, hojeó el contrato hasta la última página y lo firmó antes de devolvérselo. Ada lo cogió también en silencio y lo metió en la carpeta.

—Gracias, papá —dijo al final, levantándose—. Muchas gracias.

Le dolió que ella solo le dirigiera una leve sonrisa antes de abandonar el estudio sin darle un beso en la mejilla.

Y mientras Ada subía la escalera hacia su habitación para meter el contrato firmado en un sobre y enviarlo a Bedford, y luego empezar a reunir las cosas que quería llevarse para iniciar su nueva vida como profesora, el coronel se quedó cavilando en qué momento su hija pequeña se había convertido en adulta. ¿Con la muerte de Simon Digby-Jones? ¿Después? ¿O ya antes?

Ada, que siempre se había enfrentado al mundo con miedo, necesitada siempre de una mano a la que agarrarse. Que en apariencia todavía daba la impresión de ser tan dulce y niña, el vivo retrato de su abuela fallecida, y que sin embargo acababa de sentarse ante él tan decidida y audaz. Casi como Grace.

«Grace». Ella que siempre había sido tan sensata y que ahora se había marchado de casa por las buenas y seguía sin enviar ninguna noticia acerca de dónde se encontraba y cómo estaba. En toda su vida nunca se había sentido tan traicionado como por la mayor de sus hijos, en quien tanto confiaba, y, aun así, poco importaba el disgusto provocado por tal decepción frente a lo preocupado que se sentía por ella.

Pronto solo quedaría Stephen en casa. Se trasladaría a unas habitaciones dispuestas en la parte posterior del edificio, que en la actualidad se estaba rehabilitando, por cierto ruidosamente, de acuerdo a sus necesidades para que él y Becky Peckham se instalasen allí después de la boda. Y mientras Stephen repartía su tiempo entre la biblioteca y el aprendizaje como futuro señor de Shamley Green, lady Norbury instruía a la prometida de su hijo, que sería un día su sucesora.

Pensar en Connie se había convertido en un dolor constante. No un dolor fuerte, pero un dolor que no cesaba y que por ello lo descorazonaba, más todavía que el insistente dolor en la pierna y la cadera que acompañaba sus noches y días desde que lo habían herido tantos años atrás. Connie, que estaba en la misma casa y bajo el mismo techo, a la que veía cada día, y que, sin embargo, tan distante de él se hallaba. Sabía que ella esperaba una especie de disculpa. Pese a ello, él no era consciente de ser culpable de nada. Solo había hecho y exigido lo que consideraba correcto. Para sus hijos. Para ella. Y también para sí mismo. ¿Por qué tenía que pedir perdón por eso? El orgullo se mezclaba con la nostalgia de Connie. Nostalgia de su proximidad, de la calidez de su cuerpo dormido durante las noches, de la ternura de que él carecía pero que ella daba en abundancia.

Apartó a un lado esos pensamientos y esas emociones, se acercó una pila de papeles y se atrincheró en su trabajo.