La penumbra de la habitación adquiría un matiz gris polvoriento tras los postigos cerrados. El sol abrasador de la tarde quedaba fuera y, sin embargo, el aire era sofocante, se pegaba a la piel y se introducía pegajoso en los pulmones. Grace se había tendido en la pequeña y tambaleante cama y se secaba la frente con el antebrazo. Aunque las sábanas y las almohadas estaban limpias, olían a moho, como si hubiesen estado mucho tiempo guardadas. Su mirada se deslizó por el techo irregular, las paredes desnudas, la silla y la mesa de madera basta con una jarra y una jofaina desportilladas. El baño estaba fuera, en el pasillo, y también era sumamente modesto. Pero Grace no se quejaba. Querían alojarse lejos de otros viajeros europeos y, sobre todo, debían economizar; a fin de cuentas, iban a tener que apañárselas por un largo tiempo con el dinero que habían llevado y limitarse a lo necesario.
De fuera llegaban voces, un incesante borboteo, bramido y zumbido entremezclado con gritos estridentes aislados y risas. Se levantó, se dirigió a tientas y descalza a la ventana, entreabrió los postigos de madera y bajó la vista a la calle.
La gente se apelotonaba, hombres de piel broncínea y túnicas blancas, azules y marrones, a veces con raídas e informes chaquetas color barro y pantuflas en los pies. Se cubrían el corto pelo con un fez, un casquete o un pequeño turbante. Algunos cargaban sacos o tiraban de un carro con repollos amontonados, otros estaban simplemente ahí, como los individuos de las pequeñas tiendas al otro lado de la calle. En la desconchada fachada, bajo los saledizos de madera con sus celosías, había postigos de madera plegados delante de huecos sencillos, y sobre unas precarias tablas reposaban cestos con lentejas y judías y cuencos de barro con tapas abovedadas. Detrás se amontonaban sacos y cajas. Era imposible distinguir quién vendía alimentos allí, quién los estaba comprando y quién simplemente miraba. Se veía a pocas mujeres y estas se cubrían totalmente, algunas hasta la punta de la nariz, y los niños brincaban de un lado a otro con sus túnicas holgadas similares a camisones. Uno de esos niños se estampó contra la prominente barriga de una mujer que llevaba al hombro una bandeja de panes redondos e hinchados y se ganó un buen sopapo y un chaparrón de invectivas. Como un galeón balanceándose en alta mar, la mujer siguió su camino hacia el extremo de la calle, donde se erigía una torre con descoloridas franjas de colores teja y ocre. Y por encima de todo se oían los agradables sonidos del árabe.
«El Cairo. Estoy en El Cairo». Solo el nombre inflamaba su corazón.
Sin embargo, apenas si había visto la ciudad desde que habían llegado en tren desde Alejandría, tan solo imágenes fugaces de una ciudad agitada, bulliciosa y extraña, de color polvo y arena, al pie de una ciudadela en lo alto de una cresta, tras los muros de la cual los delgados minaretes se clavaban en el cielo azul esmalte y relucían las cúpulas de una mezquita. Los había llevado hasta allí un coche y habían recorrido el último tramo a pie. Desde entonces todo el mundo de Grace estaba compuesto por esa habitación de hotel y por las callejuelas aledañas en que había estado con Leonard para comprar algo o comer alguna cosa. Ya llevaban días allí. Grace había dejado de contarlos. Ella los pasaba sin hacer nada en esa habitación mientras Leonard buscaba a un dragomán, un intérprete que los acompañara al sur. Pero al parecer nadie quería ir a Sudán, ni siquiera por dinero.
Días que representaban tiempo perdido y destrozaban los nervios de Grace. Aun así no tenía ganas de conocer mejor la ciudad, de visitar las pirámides, el cuartel de Qasr al Nil, la isla Al Gesira, todos los lugares en que Jeremy había estado, si bien Leonard se lo había sugerido varias veces. No quería permitirse ni siquiera un placer tan pequeño en ese viaje que no era de placer y del que casi nadie sabía nada. Únicamente Becky y Ada.
—¡No puedes hacerlo! —Todavía resonaba en sus oídos la voz de su hermana, a quien veía delante de ella mirándola con los ojos muy abiertos—. ¡No puedes dejarme aquí sola! —Una rabia inmensa había estallado en Ada, la pequeña, dulce y enferma de dolor Ada—. Tú, tú, tú… ¡solo piensas en ti! ¡Desde que tengo memoria todo gira a tu alrededor! ¡Grace, la hermosa Grace, a la que todo le viene dado sin esfuerzo, a la que todo le sale bien, a quien todo el mundo admira y quiere!
Tal vez hubiera sido la sangre que corría por las venas de ambas la que hervía ese día de finales de agosto, tras todos esos años en que las dos hermanas habían permanecido unidas y apenas habían discutido por nada. Esa sangre que era medio inglesa, que había dado un capitán a la marina y hombres al ejército durante generaciones, y medio irlandesa, y por tanto fácilmente excitable. Todos esos años había dormido apaciblemente en ellas esa sangre caliente, contenida por su sexo, suavizada por el pequeño y recogido mundo de Shamley Green impregnado de una calidez y ternura que ya no existían.
—¡Eso no es cierto! —había protestado a gritos Grace, montando también ella en cólera—. ¡Al contrario, todo ha girado siempre alrededor de ti! Grace, no grites, Ada tiene un sueño muy ligero. No, Grace, Ada tiene tos. Ada tiene dolor de oídos. No tan fuerte, Grace, a tu hermanita le da miedo.
—¡Te odio! —había exclamado Ada. Y se había marchado dando un portazo. Al día siguiente, Grace se había ido.
Grace se mordió los labios y contuvo las lágrimas que le escocían en los ojos. Poco después vio aparecer a Leonard por la callejuela, sin sombrero, el cabello rubio y brillante y una chaqueta descuidadamente al hombro. Sonreía a ambos lados, no porque conociera a alguien, sino porque era el modo en que iba por la vida. Desapareció bajo la ventana y lo oyó subir los escalones, como siempre, de dos en dos. Llamó a la puerta y cuando ella contestó asomó la cabeza.
—¡Hola, Grace! —Dio un silbido y esbozó una ancha sonrisa al entrar—. ¡Te quedan muy bien!
Grace bajó la vista para mirar la camisa y los pantalones de Leonard que llevaba puestos, que había ceñido con un cinturón a su esbelta cintura y cuyas perneras había doblado hasta los tobillos.
—Tenías razón, es más cómodo que mi ropa, y sin duda más apropiado para nuestra misión.
Su mirada se posó sobre las botas de montar en un rincón y la bolsa de viaje al lado, de la que salía una nube de fruncidos. La bolsa de viaje que la diligente Becky había sacado al patio por una puerta lateral para meterla sin que nadie se percatara en el coche que esperaba, mientras Leonard hablaba en la entrada distendidamente con lady Norbury, como si hubiera ido a recoger a Grace para dar un paseo en carruaje. Grace había partido ligera de equipaje, solo se había llevado lo necesario para mantener la imagen de joven bien educada y pasar desapercibida durante la travesía a Alejandría. Todo aquello a lo que estaba vinculado su corazón, las cartas de Jeremy, el Baudelaire de ella, el Rimbaud de él, había tenido que dejarlo en casa, y ahora la bolsa de viaje con casi todo su contenido permanecería allí; no podía llevarse nada de eso a Sudán.
Leonard se acercó a ella sonriente y arrojó la chaqueta sobre el respaldo de la silla.
—¡Siempre tengo razón! —Le cogió la mano izquierda y la levantó—. ¡Esto también te queda bien! —Un anillo fino de oro con una pequeña piedra azul ceñía su anular. Leonard se lo había puesto entre risas para que ambos tuvieran la apariencia de una pareja de recién casados en viaje de luna de miel—. Grace —dijo de pronto en voz baja—. ¿Qué pasa? Pareces triste.
—No logro quitarme de la cabeza la pelea con Ada.
—Bah —resopló rodeándola con un brazo—. Cuando volvamos a casa ya se le habrá pasado. —La miró con el rabillo del ojo—. ¿Te levantará el ánimo si te digo que creo haber encontrado a alguien que nos llevará a Sudán?
Recorrieron de noche una callejuela débilmente iluminada y casi tan poblada como durante el día, y tomaron otra calle, pasando por humildes tiendecillas todavía abiertas, ante las cuales se reunían grupos de hombres que charlaban por los codos y les lanzaban miradas curiosas. Grace se alegró de haberse puesto la túnica que un par de días antes había comprado en un puestecito a la vuelta de la esquina y que ocultaba sus formas, así como el pañuelo marrón, comprado en el mismo lugar, que cubría su cabello claro, pues en El Cairo llamaba más la atención que en Inglaterra.
—¿Qué sabes sobre ese hombre? —preguntó cuando tomaron la siguiente calle.
—Se llama Abbas y me han descrito su aspecto. Al parecer conoce el norte de Sudán como la palma de su mano —contestó Leonard mientras miraba a un lado y otro y aferraba la mano de Grace—. Creí entender que cada poco va allí por asuntos turbios. El resto se me escapó en un batiburrillo de inglés, francés y árabe. Pero logré entender que habla un inglés bastante decente… Mira, es aquí.
El resplandor de unas lámparas iluminaba una especie de bar en cuya puerta, una simple abertura hasta el suelo, había pintados unos signos árabes. Junto a las mesas de madera, unos hombres discutían animadamente sentados en taburetes delante de unas cafeteras metálicas de asa larga con las que iban llenando sus tacitas de café. El humo del tabaco flotaba azulado por encima de las cabezas y se deslizaba hasta la calle, donde había más mesas y taburetes. Un hombre con una túnica blanca y hombros de toro les daba la espalda, sentado a la última mesa de la calle, también él con un pequeño casquete en la cabeza afeitada.
Rodearon la mesa y se pararon delante del hombre.
—As-salamu aleikum —saludó Leonard, y pasó al inglés—. ¿Eres Abbas?
El hombre se limitó a coger con una manaza de oso la tacita blanca con decorado geométrico y sorber sonoramente el café turco. Lentamente volvió a depositar la taza sobre la mesa.
—¿Quién lo pregunta? —respondió con voz grave. Su inglés tenía un marcado acento gutural.
Leonard indicó a Grace que se sentara en un taburete y él mismo tomó asiento en otro, sacó la pitillera, la abrió y la dejó en medio de la mesa. Cogió un cigarrillo, esperó a que el hombre se sirviera otro para encender los dos y luego cruzó las piernas.
—Queremos ir a Sudán —dijo en voz baja, y exhaló el humo—. Me han dicho que podrías llevarnos hasta allí.
Grace contempló al hombre, que seguía fumando con la vista baja. Una imponente cabeza salía de un torso ancho y en apariencia carente de cuello. El color de su tez no se podía determinar a la luz de las lámparas, pero oscilaba entre el negro y el marrón, y aunque el rostro redondo y lampiño, con una nariz rotunda y labios carnosos, no mostraba signos de envejecimiento, tampoco parecía demasiado joven. Resultaba difícil determinar su edad.
—¿A qué lugar de Sudán? —quiso saber, y dio otra calada al cigarrillo.
Leonard se inclinó hacia delante.
—A Omdurmán —susurró.
Abbas por fin levantó unos ojos como aceitunas negras y bajo unas cejas prominentes. Primero miró a Leonard, luego a Grace. Mientras que las miradas de los hombres del café le eran indiferentes, el modo en que Abbas la miró le resultó desagradable. Se cubrió más el rostro, y cuando notó que un mechón de cabello le sobresalía del pañuelo volvió a recogérselo con rapidez.
—Imposible.
—Por favor —rogó Grace—. ¡Tiene que ser posible!
La mirada de Abbas pasó a Leonard y luego al cigarrillo, que entre sus dedos no parecía más grueso que una cerilla.
—Siendo blanco tal vez sea posible llegar hasta Omdurmán, pero nunca volver.
—Por favor —repitió Grace, atrayendo de nuevo la mirada de Abbas.
—Tú desde luego que no. —Ella se sobresaltó con su tono—. Para el califa serías demasiado vieja, pues prefiere flores frescas, incluyendo capullos. Pero cualquier jeque pagaría una fortuna por poseer una mujer con un cabello tan claro. Y cualquier salteador de caminos mataría a veinte hombres a la vez para vender a una como tú.
La advertencia no la impresionó especialmente. En sus oídos sonó más como un extraño cuento oriental o como un pretexto.
—Un… un amigo nuestro… Creemos que está prisionero en Omdurmán. Por favor, Abbas, ayúdanos a encontrarlo y a llevarlo a casa —pidió tenaz.
Pero Abbas ya se había centrado en su tacita de café.
Leonard se puso el cigarrillo en los labios, rebuscó en el bolsillo del pantalón y sacó de debajo de la mesa un atado de billetes, lo dividió y, mientras volvía a guardarse una parte en el bolsillo, colocó la mano con la otra parte sobre la mesa.
—Para el comienzo.
Abbas se sirvió imperturbable más café y cogió otro cigarrillo. Hasta que al final, sin mirar, pasó el pulgar por debajo de la mano de Leonard, arrojó la colilla consumida a la calle y se levantó. Era muy alto, casi más que Royston y al menos igual de fuerte. Al marcharse les susurró:
—Pasado mañana. Al amanecer. Aquí.
—No me gusta —dijo por la noche Grace, sentada con las piernas cruzadas en la cama con la camisa y el pantalón. Una lámpara sobre la mesa proyectaba sombras en la habitación, creando una atmósfera entre agradable y exótica. Pensativa, mordió un pedazo de pan ácimo.
Sentado a su lado, Leonard rio.
—No te ha gustado porque se ha mostrado indiferente ante tu aspecto cautivador y tus encantos femeninos, pero no ha podido resistirse a «mis» encantos. Sobre todo a mi dinero. —Ella le propinó un puñetazo en el brazo—. Tampoco tiene que caerte bien, Grace. Lo único que debe hacer es llevarnos a Omdurmán y volver a traernos sanos y salvos.
—Precisamente —murmuró Grace—. ¿Crees que podemos fiarnos de él?
Leonard se encogió de hombros.
—No tenemos opción. Es el único por aquí dispuesto a guiarnos. —Grace sacudió la cabeza cuando Leonard le tendió un cuenco de barro con pollo, lentejas y verduras que habían comprado en un puesto al regresar—. ¡Come! —le ordenó.
—No tengo hambre.
Leonard suspiró y se inclinó para dejar el cuenco en el suelo.
—En Sudán darás las gracias por cada bocado que te lleves a la boca. —Cogió una botella, la destapó y se la pasó a Grace.
Ella miró el líquido con desconfianza.
—¿Qué es?
—No preguntes tanto y bebe.
Grace cogió la botella y dio un sorbo. Tosió y arrugó la cara cuando la fuerte bebida con sabor a anís le quemó la lengua y le bajó ardiendo por la garganta.
—¡Es un asco!
Leonard rio.
—Es arak, una especie de medicina. Vamos, un trago más. ¡Y otro! Así está bien. —Cuando Grace le devolvió la botella, él mismo tomó un buen trago.
Con la ardiente sensación del arak en el estómago, Grace cogió una almohada y se la puso a la espalda para recostarse.
—Gracias, Len —susurró—. Por hacer el viaje conmigo.
—Somos amigos. —Leonard volvió a pasarle la botella.
Ella la rechazó con un gesto, pero él insistió y tuvo que beber otra vez. De nuevo tosió y, riendo, se la devolvió. Él volvió a taparla y la depositó en el suelo, se tendió junto a Grace y apoyó la cabeza en la mano.
—¿Estás segura de que realmente quieres ir a Sudán?
Ella lo miró con gravedad.
—Tengo que ir. —Lo dijo levemente, con la levedad que le había provocado el anís, bajo cuyo efecto se le habían encendido las mejillas—. No estaré tranquila hasta que lo intente.
Leonard asintió.
—Sí, lo comprendo. Pero aun así —le dio unas palmaditas en el hombro— deberías enviar alguna señal de vida a casa. Para que sepan que estás bien. Y tal vez dónde estás.
Grace sintió una opresión en el pecho. Solo había podido despedirse de verdad de Becky. «Ten mucho cuidado, Gracie —la oía decir todavía, con la voz velada por las lágrimas que se esforzaba por contener—. ¡Y vuelve sana y salva! Me encargaré de que Ads no se chive y yo no se lo diré a nadie». Lo único que dejó como despedida fue una escueta nota sobre el escritorio.
—No, Len —murmuró—. No quiero preocuparles más de lo que ya estarán. Basta con que sepan que estás conmigo y cuidas de mí.
—Lo hago —dijo él con voz tierna—. ¿Sabes? —arrugó la frente—, cuanto más tiempo estoy en Egipto, más regresan a mi mente los recuerdos de la guerra. Y de Abu Klea. Desearía poder decirte otra cosa, pero no tengo muchas esperanzas de que vayamos a encontrar a Jeremy.
—Lo sé —susurró Grace—. Pero ¡no puedo rendirme! —Miró llorosa, casi suplicante a Leonard—. Todo el mundo me dice que debería aceptarlo y asumir que ya no está vivo, pero ¡es que no puedo!
—Ven aquí —musitó Leonard abrazándola y estrechándola mientras le acariciaba el cabello y con los dedos le quitaba las últimas horquillas ya medio sueltas. Le acarició las sienes, las mejillas, la espalda y en algún momento Grace sintió la boca de él sobre la suya.
Ese beso no se parecía en nada a aquellos besos inocentes que se habían dado muchos años atrás, antes de que Leonard se marchara al extranjero y Grace fuera por primera vez a Bedford. Besos tras un seto o en un rincón protegido y oscuro, lejos del salón de baile, que siempre habían concluido en carcajadas y tonterías. Por el modo en que ahora Leonard movía sus labios y jugueteaba con su lengua, ese beso era más serio y, aun así, dulce, tan dulce que Grace se sintió blanda y cálida, al tiempo que su cabeza se aligeraba de todo pensamiento. Emitió un sonido gutural cuando él bajó la boca por su cuello, se hundió en la hondonada de su garganta y apretó el rostro contra las redondeces que cubría la camisa prestada. Su aliento caliente atravesó la fina tela hasta alcanzar su piel. Unos escalofríos de placer recorrían el cuerpo de Grace, mientras la mano de Leonard se deslizaba por su costado, su cintura, sus caderas y llegaba a su entrepierna provocándole una súbita e incontenible excitación. Grace se sentía como un melocotón maduro y listo para ser arrancado antes de empezar a pudrirse. Lo deseaba, deseaba tanto ser amada, experimentar a fondo ese deseo. Lo que Leonard le hacía con las manos y la boca era tan íntimo y a la vez excitante… Le resultaba tan agradable… y tan artificial…
«Jeremy. No, Len. No. Jeremy». Algo se cerró en ella, la despertó de golpe y los músculos de su cuerpo se tensaron.
—No —jadeó—, ¡no! ¡Basta! ¡Basta!
Empezó a agitar las piernas, a dar patadas y manotazos alrededor. Gritó cuando Leonard la agarró de las muñecas y la inmovilizó y necesitó unos segundos para entender lo que le decía.
—Chitón, Grace, ¡ya está bien! ¡Tranquilízate! ¡No hay problema! —Hasta que entendió que él no quería forzarla y se dejó abrazar sin oponer resistencia.
—Lo siento. Cuánto lo siento —sollozó—. ¡Estoy tan confusa! ¡Ya no sé en qué creer! ¡Y tampoco sé qué está bien y qué está mal!
—Tranquila —susurró él, meciéndola dulcemente—. No pasa nada. —La apartó de su pecho y la miró—. Lo que más deseo en este mundo es unirme un día a ti, Grace. Deseo que este anillo —dijo tomando delicadamente la mano izquierda de ella— en algún momento deje de ser una comedia y adquiera su auténtico significado. Para mí tú eres la elegida, siempre lo has sido. Pero esperaré hasta que tú lo quieras. Hasta que estés preparada. Incluso si he de esperar años. —Quiso besarla en la frente, pero desistió cuando ella retrocedió—. ¿Puedo dejarte sola? —Ella asintió y él bajó de la cama, se puso los zapatos y cogió la chaqueta.
Se dio media vuelta al llegar al umbral.
—Nunca te forzaré, Grace, y nunca te exigiré nada. Simplemente te esperaré. Buenas noches.
Grace permaneció despierta mirando el techo de la habitación, reflexionando, dudando y sopesando. Se sentía horrorizada ante lo que había estado a punto de hacer, horrorizada sobre todo por lo intensa que había sido la tentación de abandonarse, de permitir que simplemente sucediese.
Su entendimiento le indicaba que todos los que la aconsejaban tenían razón. Era imposible que Jeremy siguiera con vida. E ir a buscarlo a Omdurmán era toda una insensatez. La probabilidad de que ese fuera un viaje sin retorno era grande. Se trataba de una empresa cuyas consecuencias no podía medir, nada comparable con una galopada en el tílburi. Y entonces fue realmente consciente de que tenía miedo.
Todavía no era demasiado tarde, todavía podía echarse atrás. Volver a casa y casarse con Leonard. Al leer su nota de despedida, todos habrían pensado que ambos se habían escapado. Junto a Leonard en Givons Grove, en Surrey, su vida sería confortable, rodeada de todas las personas a quienes conocía y quería desde su infancia. Y su cuerpo acababa de mostrarle claramente que no había ningún motivo para enfrentarse con recelo o aversión a la noche de bodas y las posteriores. Sería la misma vida que despreocupadamente había vivido siempre, al menos hasta aquel noviembre en que Stephen llevó a Jeremy a casa. Así que ¿cómo podía casarse con Leonard sin que le remordiera la conciencia, prometerle fidelidad ante el altar, si su corazón todavía esperaba a Jeremy y rechazaba la idea de que hubiera muerto?
Leonard le había dicho que no la forzaría y ella le creía, confiaba en él. Pero ya no confiaba en sí misma. La tentación de ser razonable se reforzaría con cada día que pasara, lo sentía, como sentía también cuán débil era. Ella, a quien todo le venía dado, que no tenía que esforzarse especialmente para conseguir lo que fuera.
Se sentó, buscó las horquillas que se habían caído y se recogió descuidadamente el cabello. Se arrodilló delante del equipaje y cogió todo lo que necesitaría en Sudán. Una pastilla de jabón y los artículos de tocador imprescindibles. Una muda de recambio y dos pares de calcetines. Una cantimplora de piel para el agua. La bandolera de tela que había comprado en El Cairo. Cuando cogió la bolsa con el dinero, dudó. Era de Leonard, pues ella no podía disponer de su dinero; sin la firma de su padre no tenía acceso a él. Antes del viaje, él lo había repartido entre los dos por precaución. Cogió asimismo el revólver que Leonard le había dado a escondidas, junto con la munición y una navaja. Y la fotografía de la compañía en Sandhurst, a la que lanzó solo una mirada fugaz. Después de haber estado a punto de cometer un desliz, ver la cara de Jeremy era como mirarlo realmente a los ojos. Tomó a continuación una de las hojas que había traído y se sentó lápiz en mano.
Querido Len:
He llegado a la conclusión de que voy a proseguir este viaje sola. No me sigas, vuelve a casa. Soy consciente de que, con todo lo que has hecho por mí, es una mezquindad por mi parte dejarte aquí plantado tras haberte empujado a emprender este viaje; pero no tengo otro remedio. Tal vez logres perdonarme algún día.
Gracias por todo,
GRACE
Apenas había escrito esas líneas cuando perdió valor. «¿Qué estoy haciendo?». Con las manos temblorosas se frotó el rostro. Ya no era la Grace que ella conocía. Esta Grace hería a personas que eran buenas con ella, solo porque quería imponerles su voluntad. Esta Grace se lanzaba a ciegas a una aventura absurda y peligrosa. «Debo de estar loca. He perdido la razón». Recordó las palabras de Sarah Danvers: «Los hombres pueden perder la razón a causa del dolor». Tal vez no solo a causa del dolor físico, sino también del dolor del alma.
Escuchó con atención los sonidos de la ciudad, casi sofocados por los latidos de su corazón que le resonaban en los oídos. Estar ahí en El Cairo, proseguir este camino sola, tenía algo de irreal. «Debo de estar loca», pensó de nuevo mientras se desprendía del anillo y lo dejaba sobre la nota.
Se levantó, se puso la túnica, se envolvió la cabeza con el pañuelo y se ató los extremos al cuello. Se colgó la bolsa, la cantimplora y recogió las botas. Salió de puntillas, recorrió el pasillo y bajó la escalera, pasó por la sencilla recepción, donde el vigilante dormía junto a la lámpara encendida sobre el mostrador, y salió a la calle.
El café todavía estaba abierto, pero había pocos parroquianos. Grace se acercó y cogió aire.
—As-salamu aleikum —saludó, repitiendo las palabras que Leonard le había dicho a Abbas, para utilizar luego el inglés—. Discúlpeme, ¿puede indicarme dónde encontrar al dragomán Abbas?
Los hombres la miraron impertérritos.
—¿Dragomán Abbas? —lo intentó de nuevo. En vano.
Un chico de unos quince años, torpón, con una túnica azul, un casquete blanco en la cabeza y una pelusilla en las mejillas todavía imberbes, se aproximó a ella desde el fondo del bar. Dijo algo en árabe y le señaló la calle hacia arriba. Grace hizo un gesto de interrogación y alzó los hombros, y él le indicó con un ademán que lo siguiera. Echó a andar con sus sandalias de piel y Grace lo siguió a cierta distancia y con el estómago encogido. Apretó más contra sí la bolsa y la alivió notar el bulto del revólver.
El chico la llevó calle arriba y se introdujo en un pasaje oscuro. Grace dudó un instante, pero lo siguió hasta un lugar donde una fachada estaba algo iluminada. Al final se detuvo ante una puerta.
—Dragomán Abbas —anunció.
Grace señaló la puerta y él asintió dando un paso a un lado, pero se quedó allí, con la delgada mano tendida. Grace comprendió y cogió un billete de la bolsa, esperando que fuera suficiente, y se lo dio al muchacho.
Él lo cogió con una pequeña inclinación, lo colocó entre las dos palmas y se llevó las manos a la frente.
—Shukran —musitó—. Shukran. —Volvió a inclinarse y luego se alejó con sus andares oscilantes.
Grace respiró hondo y llamó a la puerta. No se oía nada. Volvió a llamar, y como tampoco pasó nada, golpeó fuerte con el puño. Lejos de la puerta una voz profunda gritó algo en árabe, pero Grace siguió golpeando con el puño.
Una letanía de improperios incomprensibles fue acercándose y se vertió sobre Grace cuando la puerta se abrió y salió un tenue resplandor, pero se detuvo cuando Abbas, con la cabeza descubierta, descalzo y con una túnica delgada, la reconoció. Frunció el ceño y farfulló:
—Hoy no. Mañana. —Y fue a cerrarle la puerta en las narices.
Grace encajó el pie en la rendija y dio un respingo cuando la puerta chocó contra la bota.
—Hoy.
—¡Mañana!
—¡Hoy! —Intentó sonreír—. Por favor.
La mirada de Abbas se desplazó de Grace al pasadizo que había detrás y de nuevo se posó en ella.
—¿Dónde está tu marido?
—Él… él ya no es mi marido. —Lo miró fijamente—. No me acompaña.
La expresión del hombre se volvió más sombría. Grace flaqueó y hundió la barbilla en el pecho.
—Espera aquí.
Grace retiró el pie, la puerta se cerró y al poco escuchó en el interior la voz profunda de Abbas y la de una mujer, primero enfadada y luego profiriendo protestas, mientras que Abbas también aumentaba el volumen de sus réplicas amenazadoras. Grace retrocedió un paso cuando la puerta se abrió y salió una mujer. Era regordeta pero hermosa, aunque mostró una expresión resentida al cubrirse deprisa la cabeza con el chal. Miró iracunda a Grace y escupió en el suelo antes de meterse un par de billetes en el escote y alejarse refunfuñando.
En Grace se mezclaron la culpa y la diversión, y tuvo que morderse el labio para no echarse a reír cuando Abbas apareció por la puerta, con una chaqueta larga sobre una túnica, la cabeza envuelta en un pañuelo y los pies calzados con sandalias. Cargaba un saco al hombro, y llevaba un fusil colgado y una especie de sable en el cinturón.
—Disculpe —musitó Grace reprimiendo una risa.
Abbas se puso ceñudo y torció el gesto.
—El mundo está lleno de mujeres de su clase.
Señaló con la cabeza y Grace lo siguió por el dédalo de callejuelas. La llamada a la oración del almuecín se prolongó quejumbrosa y vibró en la oscuridad. Era el sonido lastimero y cautivador de muchas voces procedentes de todos los rincones del cielo, y conmovió profundamente el alma de Grace. Miró a Abbas, que caminaba imperturbable y no parecía tener intención de ponerse a rezar.
Cuando llegaron a la orilla del río, empezaba a clarear y se apagaban las primeras estrellas. Unas pocas barcas amarradas se mecían en el agua, y Grace distinguió unas siluetas cuyas túnicas blancas destacaban a las primeras luces con la misma claridad que las velas triangulares en los cortos mástiles. Abbas se aproximó a una de esas barcas y gritó algo, y uno de los hombres lo saludó estrechándole la mano y besándole las mejillas. Se produjo un breve diálogo y al final Abbas arrojó su bolsa por encima de la borda y subió a la barca.
—¡Venga! —gritó a Grace por encima del hombro mientras se desprendía del fusil y el cinturón con la espada.
El barquero enseñó los dientes cariados en una sonrisa y tendió la mano a Grace, la ayudó en la barca bamboleante y señaló un lugar sobre las tablas donde ella se sentó dócilmente. Un segundo hombre llegó corriendo, saltó sobre la borda y aterrizó con un chasquido de sus pies desnudos. Acto seguido, ambos soltaron las velas, separaron la barca de la orilla y volvieron las perchas contra el viento.
La silueta de El Cairo se recortaba progresivamente en la penumbra mientras clareaba con rapidez: los contornos cúbicos, las cúpulas, las torres y las agujas. Grace iba sentada con las rodillas encogidas y miraba al frente, donde las edificaciones de la ciudad se desvanecían de forma paulatina y los palmerales se espesaban, y donde una ancha franja de terciopelo verde, denso y brillante cercaba el Nilo por ambas riberas. Por oriente, el sol salía como una densa gota de sangre roja en un cielo que se teñía de un amarillo intenso. La barca se balanceaba ligeramente sobre la corriente azul mate y verde jade, llevando a Grace hacia el sur, hacia un país más allá del tiempo. Y el chapoteo y el susurro del Nilo en el casco se le antojaba el sonido de los puentes que sentía desmoronarse y derrumbarse a sus espaldas. Los puentes que la unían a su antigua vida.
No se percató de que sus ojos se cerraban y su mandíbula se relajaba. Se sobresaltó cuando una mano la agarró por el hombro, y manoteó en el aire en un gesto de rechazo, pero enseguida se sumergió en un sueño profundo y pesado. Abbas acercó su bolsa y apoyó encima la cabeza de Grace, y luego se sacó la chaqueta y la extendió sobre su cuerpo ovillado.
—¿Grace? —Leonard entró con expresión inquieta en la habitación tras haber llamado varias veces a la puerta sin recibir respuesta. Bastó un vistazo para darse cuenta de que se había marchado. Se acercó a la mesa y cogió el anillo y la nota.
Sus ojos azules se oscurecieron mientras leía las breves líneas, y de pronto le afloraron las lágrimas. Estrujó el papel en el puño y se dio media vuelta para recoger sus cosas.