Lo peor era el despertar.
Había ese momento en que emergía de un sueño profundo y breve, unos parpadeos de deliciosa ignorancia, un estar en una gris tierra de nadie, sin saber quién era y dónde se encontraba. Una especie de estado de indecisión entre mundos, cercano a un sentimiento de felicidad.
Hasta que el almuecín de Omdurmán llamaba a la oración. Un sonido que a Jeremy le había gustado en El Cairo y que ahora le resultaba odioso. Pues esa cantinela perturbaba su sosegadora ignorancia y lo arrojaba a la realidad de aquel infierno. Con la llamada a la oración empezaban los gemidos y lamentos, los sonidos de cuerpos al moverse y estirarse. Eran cientos, ahí en el Saier, la gran prisión de Omdurmán, los que cada noche, conducidos como ovejas al establo, eran encerrados en una construcción de ladrillo basta y demasiado pequeña en la que se juntaban miasmas de cuerpos sudorosos en medio del hedor a los excrementos que cubrían el suelo. El señor de Saier era un gigante musculoso, Idris al Saier, de brillante piel negra azulada y cuya crueldad, por la que era temido, llevaba escrita en su tosca cara. Le secundaban tres docenas de guardas, que eran quienes, a gritos y con el restallar de sus kurbash, volvían a sacar a los presos de las celdas antes del amanecer.
Jeremy se incorporó y se frotó las piernas doloridas e hinchadas, luego se levantó despacio. Por mucho que ansiara respirar aire fresco, no tenía ningunas ganas de abrirse paso entre la multitud que se dirigía pesadamente hacia la puerta. En el Saier se había establecido un rígido orden jerárquico y quien atentaba contra él, ya fuera de forma voluntaria o por ignorancia, tenía que contar con que lo pisotearan o lo molieran a golpes. Había noches en que resonaban gritos penetrantes y cesaban de repente, y por la mañana los guardas mandaban a los presos sacar algún cadáver destrozado. Como hombre blanco, Jeremy quedaba excluido de esas situaciones y solían dejarlo en paz, algo por lo que se sentía afortunado, así que no hacía nada por empeorar su situación. Se alegraba de tener un pequeño rincón en el Saier que nadie le disputaba.
Casi todos los presos habían salido ya. Entorpecido por los grilletes en los tobillos, Jeremy se desplazaba a pasos cortos hacia la puerta. Hacía mucho que no llevaba zapatos, pero al menos conservaba los pantalones, aunque agujereados y hechos jirones. Se lo habían cogido todo, los restos de la chaqueta del uniforme, la camisa y también la fotografía de Grace, de la que no se había separado en todo el tiempo. Luego le habían dado una yibba, la túnica de los derviches.
Todavía en la penumbra los sacaban de la zariba, el cercado de arbustos espinosos de la cárcel, y desfilaban entre el tintineo de las cadenas hacia el río, que se hallaba a pocos metros de distancia. Ahí se colocaban en fila y se lavaban siguiendo el ritual de las manos, las axilas, los rostros barbados, las orejas y los pies. Después se enjuagaban la boca y la nariz y se peinaban con las manos húmedas. Luego se volvían hacia el este, hacia La Meca, se arrodillaban y rezaban, inclinando el torso al compás de los versículos de la oración y tocando el suelo con la frente. Jeremy fingía tomarse el asunto con tanto fervor como los demás presos, contento de que aquel movimiento le facilitara la circulación en los miembros rígidos, y emitiendo un inaudible murmullo con los labios.
Cuando el candente disco solar despuntaba por el horizonte, volvían a ponerse en pie y empezaban la jornada de trabajo. Reunir penosamente barro y tierra y cargarlos en cubos de piel hasta la cercana fábrica de ladrillos para que la prisión pronto tuviera un muro adecuado, del que ya había un trozo construido, y que Omdurmán se convirtiera en una ciudad apropiada y digna del califa.
Jeremy había oído los disparos procedentes de la dirección en que se encontraba Jartum pocos días después de haberse salvado de su ejecución. Todavía ahora no comprendía cómo había conservado la vida, y a veces casi deseaba haber muerto aquel día. El ensordecedor griterío de júbilo permitía suponer que Jartum había caído y que el Mahdi había vencido. La esperanza había renacido cuando un gran lamento se propagó y el Mahdi fue ceremoniosamente conducido a la tumba, allí, en Omdurmán, ante los ojos de los presos. Sin embargo, desde que reinaba el califa, Jeremy ya no abrigaba ninguna esperanza. Nadie iría a buscarlo porque nadie sabía que se encontraba allí. Seguramente lo habían dado por muerto. ¿Grace también?
Su voluntad le prohibió pensar en ella mientras llenaba cubo tras cubo y los subía desde el río. La idea de no volver a verla nunca más le resultaba insoportable y amenazaba con vencerlo. Sin embargo, el nombre de ella siempre se colaba en sus pensamientos mientras memorizaba a Baudelaire para no perder la razón. «Te desplazas ágilmente, espíritu mío. Y como un nadador que se embelesa entre las olas, alegremente surcas la profunda vastedad con viril voluptuosidad. Grace… Grace…». ¿Cómo pensar en Baudelaire sin ver al mismo tiempo a Grace ante sí? Había querido regalarle algo especial para su vigésimo primer aniversario, que también era un acontecimiento especial. Algo que le dijera lo que sentía por ella incluso si le resultaba difícil expresarlo en palabras. Debía significar algo para ella, para ella que disfrutaba de una buena posición social y a quien gustaban las cosas bonitas sin que su felicidad dependiera de ellas. A ella, que le gustaban tanto los libros como estar al aire libre y que no era persona de miras estrechas. «¿Cómo puede alguien —le había preguntado un día en broma— que no está hecho para estar sentado lograr la calma para leer un libro?». Y riéndose había echado la cabeza atrás. «Puede que mi cuerpo descanse entonces —se había contestado—, pero mi mente, mi fantasía, toda mi alma están en movimiento cuando leo». Como carecía de dinero para comprar el poemario de Baudelaire, le había regalado su propio ejemplar, adquirido años antes en una librería de viejo, que él se sabía casi de memoria. Había escrito algo para Grace y había envuelto el volumen en papel. «Sin luz no hay sombra. Sin sombra no hay luz». El fulgor de los ojos de la joven le había hecho feliz, allá, en el prado junto al bosque; ya el modo en que había deslizado los dedos por la cubierta había alimentado sus esperanzas de que ella supiese que sostenía entre sus manos una parte importante de él mismo. «Grace… Grace…».
El sol estaba en el cenit. Pronto sería la hora de la insuficiente comida a base de sopa de cereales y pan ácimo, y de la oración del mediodía. No eran comida ni descanso suficientes para un cuerpo que debía resistir tal tormento hasta el ocaso, hasta la oración de la noche y volver al Saier.
Mientras llenaba su cubo, observó el río. Era fácil distinguir ahí quién era un preso y quién un esclavo que vigilaba cabras o recogía madera seca en la orilla de enfrente. Muchas personas iban al Nilo para realizar sus tareas, no solo los pastores, sino también mujeres y muchachas de rostros velados que recogían agua, lavaban la colada o llevaban a abrevar animales. Jeremy había observado un par de veces que una muchacha o una mujer cogía a uno de los presos y se alejaba con él —pues durante las horas de trabajo les quitaban los grilletes— sin que los guardas se dieran cuenta o sin que intervinieran, y ninguno de ellos volvía. En Omdurmán reinaba el desorden y la desorganización. Jeremy se había enterado de que los presos que disponían de dinero obtenían una mejor comida, carne incluso, y que incluso recibían visitas o podían quedarse todo el día sentados a la sombra estudiando el Corán. Los guardas a veces parecían sumamente severos y otras negligentes o indiferentes, sin que él acertara el motivo.
Notó que lo miraban. Una muchacha con la piel como el té largamente hervido estaba en la orilla, con el agua hasta los tobillos. El corazón de Jeremy se aceleró. La muchacha lanzó unas miradas furtivas en derredor, entonces sus ojos sonrieron por encima del velo y le hizo un disimulado gesto con la mano: «Ven. Ven aquí».
También Jeremy miró alrededor antes de tocarse con el pulgar el pecho, antes tan fuerte y ahora delgado y huesudo. «¿Yo?».
Ella asintió e insistió en que se acercara. Jeremy volvió a mirar alrededor y dio un cauteloso paso, luego otro. No sucedió nada. Paso a paso vadeó el río. «Atrapadme —pensó con furiosa agitación—. Atrapadme y matadme inmediatamente después». El agua fría le empapaba las perneras del pantalón. Sus pasos a través del Nilo, allí muy poco profundo, emitían un rítmico sonido. Al final terminó de vadearlo y llegó al otro lado.
La muchacha lo cogió por el codo y lo condujo a un lugar seco. Echó un vistazo a los presos y a continuación no solo guio a las cabras con su bastón, sino también a Jeremy.
«¡Estoy libre! —exclamó él maravillado para sus adentros—. ¡Libre, y ha sido muy fácil!».
Siguió a las cabras, que conocían el camino. En un momento dado, la muchacha se puso a su lado y lo miró radiante.
—¿Tú alemán? —preguntó.
Jeremy sacudió la cabeza.
—Inglés —respondió.
—Ah, inglés. Hombre inglés bueno —dijo con una risita, acariciándole el brazo.
—¿Dónde has aprendido el inglés?
—Yo trabaja en Jartum. —Su cabeza velada indicó con un gesto el este.
Se dirigieron a un conjunto de cabañas de adobe con cubierta de paja, entre pollos que corrían con las plumas tiesas y picoteaban el áspero suelo. La muchacha reunió con gritos a las cabras alrededor de la comida que les había preparado y luego empujó a Jeremy a una cabaña. Él tuvo que inclinarse para pasar por la entrada. El interior estaba en penumbra, y unos rayos de luz trazaban un dibujo de puntos claros sobre las esterillas del suelo, donde la muchacha empujó dulcemente pero con determinación a Jeremy. Luego se acuclilló en un rincón de la cabaña y manipuló ollas y tinajas. A continuación depositó delante de Jeremy un plato con verduras, trozos de carne asada y pan ácimo, así como una jarra de agua, y se sentó junto a él. Jeremy titubeó solo un instante antes de abalanzarse sobre la comida con vergonzante voracidad animal.
—Shukran —murmuró entre dos rápidos bocados—. Shukran.
Ella asintió y sonrió con sus ojos oscuros.
—Shukran —repitió una vez más después de tragar el último bocado con un buen sorbo de agua.
La muchacha volvió a asentir, apartó el cuenco y la cuchara y se deslizó más cerca de él. Jeremy dio un respingo cuando ella le colocó la mano en la entrepierna y se inclinó sobre esa zona.
—Tú hacerme niño —musitó—. Entonces tú libre y yo libre.
«No», quiso gritar él, pero solo le salió un tenue susurro. Y su cuerpo le traicionó, la chica sabía muy bien cómo excitarlo. «No…», gimió para sus adentros. Pero hacía siglos que no poseía a ninguna mujer. No desde que había conocido a Grace. «Grace…». El recuerdo de ella le alcanzó como un dolor físico. «Y Len». ¿Habría sobrevivido Leonard a la guerra con su suerte proverbial? «Len y Grace…». ¿Cuánto tiempo llevaba él ahí? ¿Tanto como para que ella ya no esperase que él pudiese regresar? Era comprensible y razonable que se casara con Leonard… La desdicha lo invadió, mezclada con el agradecimiento que sintió hacia aquella muchacha. Y ya no se resistió. La dejó que empujara su pecho hasta tenderlo, que le bajara los pantalones y se colocase encima de él. Suspiró, más de desesperación que de deseo, cuando ella hizo que la penetrara y empezó a moverse. «Piensa en Grace —se dijo—. Imagínate que es Grace…». El cuerpo delgado de Grace, su piel blanca, sus ojos castaños, tan cálidos y dulces y en los que brillaba tanto fuego. «Grace». Emitió un sollozo cuando alcanzó el orgasmo con un espasmo, un estremecimiento como distante, que no procedía de su interior. El asco y la vergüenza le revolvieron el estómago, que hacía tiempo que no estaba tan lleno. Se contrajo y se volvió, y un regusto agrio le subió a la boca. «Perdóname, Grace, perdóname, por favor…».
Jeremy casi sintió alivio cuando oyó voces delante de la cabaña. Consiguió subirse los pantalones con manos temblorosas y al punto los derviches irrumpieron por la puerta, los cogieron a él y a la muchacha, que chilló y gritó, y los sacaron fuera a rastras.
—¡No! —gritó él—. ¡No! ¡Ella no tiene la culpa! ¡Yo soy el culpable, solo yo!
No le entendían, pero les daba igual lo que dijera. Ante los rostros inexpresivos de los boquiabiertos habitantes de la aldea, los derviches apalearon a la muchacha, que lloraba clamando piedad, y al final le clavaron sus lanzas con saña. La joven murió en un charco de sangre, con heridas en todo el cuerpo y los ojos vueltos inertes a la lejanía.
Sin energías, Jeremy se dejó conducir de vuelta a Omdurmán. El tiempo en que se había creído libre había sido muy breve, y su precio, terriblemente alto. No se resistió cuando lo llevaron a la plaza del mercado, en dirección a la horca, lo derribaron de bruces y le ataron las muñecas a unas estacas clavadas en el suelo. Ni siquiera se sobresaltó cuando empezó a recibir los fustazos del kurbash. Aquel látigo de piel de hipopótamo silbaba sobre su espalda y no tardó en hacerle trizas la camisa y desgarrarle la piel hasta dejarlo en carne viva. «Esto me ocurre por mi culpa. —La sangre caliente resbalaba por su cuerpo—. Lo merezco. Qué he hecho. Qué he hecho. Grace, lo siento. Perdóname. Querida mía, perdóname. Lo lamento tanto…».