Grace contempló asombrada la impresionante catedral que se erguía por encima de los tejados de la ciudad y que velaba, por así decirlo, por las almas de los hombres. De fachada estriada, la estructura posterior era esbelta e impetuosa, y las ventanas ojivales y las agujas puntiagudas parecían alzarse directas hacia el cielo. Era la iglesia más imponente que Grace había visto nunca. Luego volvió a dirigir la vista a la carta que llevaba en la mano, repasó el trayecto, miró alrededor y siguió subiendo la cuesta por la estrecha callejuela adoquinada de piedras combadas que algo más adelante describía una curva. A ambos lados se alineaban casitas de ladrillo de dos pisos con las ventanas blancas. Las ripias de los tejados no se veían totalmente regulares y parecían clavadas a toda prisa sobre la armadura. Finalmente se detuvo delante de una puerta lacada de negro, se aseguró de que fuera la casa correcta y entró.
La recibió una escalera oscura que olía un poco a moho y subió. Respiró un par de veces profundamente para calmar su agitado corazón. Luego llamó con la aldaba a la puerta del rellano, también negra.
Oyó unos pasos y la puerta se abrió.
La madre de Jeremy vestía toda de negro y, aunque el pasillo que estaba a sus espaldas era sombrío, Grace distinguió que su rostro parecía más cansado que entonces, cinco años atrás. Lo surcaban nuevas arrugas y las antiguas se habían hundido más, y tenía oscuras ojeras.
—Buenos días, señora Danvers. —Le tendió la mano y, cuando la mujer la estrechó, a Grace la invadió el mismo afecto hacia ella que había experimentado aquel lejano día.
—Buenos días, miss Norbury. Por favor, pase. —La puerta se cerró tras Grace—. Deje aquí su maleta. Puede darme la chaqueta y el sombrero. ¿Ha tenido un viaje agradable?
—Sí, gracias. —Mientras Grace se liberaba de sus cosas y se quitaba los guantes, sus ojos observaron el estrecho pasillo de paredes blancas y las puertas oscuras que daban a habitaciones individuales. «Así que aquí vivió Jeremy…».
—Por favor, sígame, miss Norbury. —La señora Danvers la condujo hasta la última puerta del lado derecho. Una habitación estrecha, austeramente amueblada con una mesa y cuatro sillas, un aparador de madera oscura y un reloj de pie que marcaba un pesado tictac. Bajo la ventana había un canapé tapizado de marrón moca—. Tome asiento. Discúlpeme de nuevo por no haber ido a recogerla a la estación, pero los sábados siempre tenemos mucho trabajo en la tienda. Hace apenas media hora que he llegado a casa y todavía tenía que cambiarme. ¿Le apetece un té?
—Sí, gracias.
—El agua ya debe de estar hirviendo. Enseguida estoy con usted.
La señora Danvers salió y Grace la oyó trastear en la cocina. Apenas se había acomodado en el asiento cuando los nervios la hicieron levantar de nuevo y asomarse al pasillo.
—¡Permita que la ayude! —exclamó en dirección a la cocina.
—¡Gracias, es muy amable, pero no es necesario! —se oyó desde allí.
La mirada de Grace se quedó prendida de una fotografía enmarcada que colgaba de la pared y el corazón le dio un vuelco cuando creyó reconocer a Jeremy de uniforme. Justo después comprobó decepcionada que el hombre con barba de la foto solo se parecía a él. La señora Danvers regresó con una bandeja cargada.
—Lo siento, no quería ser curiosa.
La madre de Jeremy depositó la bandeja en la mesa y sonrió disimuladamente.
—Es comprensible, miss Norbury. Incluso encontraría extraño que viniese usted aquí sin sentir cierta curiosidad. Tome, llévesela tranquilamente a la mesa. —Descolgó la fotografía y se la tendió a Grace, que volvió a tomar asiento—. Es mi fallecido marido, Matthew —explicó mientras distribuía un cubierto para Grace y otro para ella, la jarrita de la leche, el azucarero y un cuenco con pastas. Luego se sentó—. La tomaron poco antes de nuestro casamiento, antes de que se marchara a Crimea. Tenía veintinueve años.
Ambas intercambiaron una breve mirada y cada una supo lo que la otra pensaba: «Aproximadamente la edad de Jeremy ahora. La que tendría. ¿La que tiene?».
Grace tragó saliva y volvió a concentrarse en la fotografía. Tuvo ganas de acariciar el cristal con los dedos.
—El parecido entre ambos es extraordinario. Podría ser perfectamente un retrato de Jeremy si se hubiese dejado barba.
—Sí, Jeremy heredó la naturaleza gala de mi marido. ¿Tiene usted alguna fotografía de Jeremy?
Grace asintió.
—Es la foto de grupo de su compañía en Sandhurst. —Su voz sonó alicaída. En aquella fotografía, Jeremy se veía orgulloso y serio, rodeado de sus amigos. El rostro delicado de Stephen parecía demasiado dulce para un oficial. El semblante de Leonard aparecía radiante, aunque no sonreía, y de Royston destacaba su porte seguro. Y Simon miraba a la cámara con picardía. Un recuerdo de esos días tan bonitos y ligeros que la vida había barrido. Grace sintió la mirada de la señora Danvers.
—Me afligieron mucho las noticias acerca de los amigos de Jeremy. Para su familia todo esto debe de haber sido terrible.
—Sí, lo es. —Las palabras de Grace fueron casi inaudibles.
La madre de Jeremy tomó un sorbo de té y calló. Luego dijo con voz tenue:
—Disculpe mi curiosidad, miss Norbury.
—Por favor, llámeme Grace.
La señora Danvers insinuó una breve sonrisa.
—Grace —dijo como si paladeara las sílabas—. Un nombre ciertamente precioso, le va muy bien… Disculpe, por favor, la pregunta curiosa de una madre, Grace, pero… ¿estaban muy unidos mi hijo y usted?
—Nosotros… —Tuvo que aclararse la garganta para poder continuar—. Nos habíamos prometido en secreto antes… antes de que fuera a Chichester. Y cuando me escribió desde El Cairo para comunicarme que le habían ascendido a capitán… entonces —suspiró— creí que sin duda nos casaríamos en cuanto volviera. —Inclinó la cabeza—. Sí, es lo que creía. —Le temblaban las manos, así que dejó la fotografía sobre la mesa antes de que se le cayera.
Las dos arrugas verticales entre las cejas de la madre de Jeremy se marcaron más. Bebió el té en silencio y dejó de nuevo la taza en el plato.
—¿Quiere ver su habitación?
Grace titubeó, insegura de si podría soportarlo, pero el deseo fue más fuerte.
—Me encantaría, si me lo permite.
—Claro que sí. Venga.
Estaba justo al lado del pasillo. Era una habitación pequeña, no más que una cámara, espartanamente amueblada con una cama estrecha detrás de la puerta, un armario ropero en la pared de enfrente y una mesa con una silla. Grace se acercó a la mesa, miró los libros que había sobre el sencillo estante de encima y acarició con los dedos los lomos. Balística. Estrategia militar. Historia del ejército. Un manual sobre la construcción de fortificaciones y una breve historia de Gran Bretaña. Una colección de poemas franceses y una de ingleses. Shakespeare. Cumbres borrascosas.
Una sonrisa asomó en el rostro de Grace. Siguió paseando la mirada por la habitación, contempló la vista a través de la ventanita, más allá de las casas de enfrente, y de la calle le llegó el ruido de carros y coches, caballos y transeúntes. Le dolía estar en esa habitación impregnada de la esencia de Jeremy y, al mismo tiempo, la consolaba sentir su presencia. Una sensación en parte benévola y en parte desagradable. Se dio media vuelta y se detuvo delante del armario.
—Puede abrirlo… si lo desea.
Lentamente, Grace abrió las dos puertas. El olor de Jeremy la envolvió, el olor a virutas de madera y cera, y palpó las prendas colgadas. «El frac que llevó en Givons Grove. El traje con que apareció el día que cumplí veintiún años. La chaqueta con que me cubrió el día de la tormenta en Estreham, cuando me preguntó si yo quería…».
Grace hundió el rostro en la manga de la chaqueta y sus rodillas flaquearon. La señora Danvers la sostuvo por los hombros, la acercó a la cama y se sentó junto a ella.
—No lo puedo superar —dejó escapar Grace—. Todos me dicen que debo hacerlo, como también debe hacerlo mi hermana. Pero no puedo. De verdad que no. ¡Y tampoco quiero! —Alzó la cabeza—. Discúlpeme, para usted tiene que ser todavía más horrible.
La señora Danvers sonrió levemente.
—No creo que se pueda medir para quién es más terrible. —Titubeó, pero al final posó la mano en la mejilla de Grace—. ¿Sabe lo que es un consuelo para mí todo este tiempo y que con cada carta que me enviaba se convirtió cada vez más en un consuelo? Pues que desde el día del desfile tuve al menos la esperanza de que realmente había una mujer a quien mi hijo amaba y que lo amaba a él. Y que su confianza en usted era tan grande que incluso la pidió en matrimonio… Me alegra que se le concediera ese deseo. —Calló unos segundos y luego retiró la mano—. Supongo que no sabe demasiado de mi hijo, ¿verdad?
Grace sonrió levemente.
—No, no demasiado. —«Pero sí lo suficiente».
—Sí, siempre fue muy introvertido. Para serle franca, nunca habría pensado que quisiera casarse y formar una familia. Me temo que sus padres tuvimos la culpa. O más aún, las circunstancias en que creció.
Grace se enderezó y la miró a los ojos.
—¿A qué se refiere?
—A Matthew. —La voz de la madre de Jeremy se tornó más suave y deslizó la vista más allá de Grace, hacia la lejanía. Y por un momento, la joven creyó percibir un vislumbre de la señora cuando todavía era joven, tal vez de su misma edad—. Matthew era un hombre distinguido cuando nos conocimos. No precisamente del tipo conversador, pero sí vitalista. Me enamoré perdidamente de él y pronto supe que era el hombre con quien quería pasar mi vida. Nos casamos enseguida, antes de que tuviera que ir a la guerra. —Frunció el ceño y se alisó enérgicamente la falda con la mano izquierda, en la que seguía luciendo la alianza—. ¿Sabe?, antes consideraba falsa la creencia de que el dolor puede enloquecer a los hombres. Pero es así: los hombres pueden perder la razón a causa del dolor. A mi marido lo hirieron gravemente y luego sufrió la gangrena. Para salvarle la vida le amputaron las dos piernas y un brazo. Sin anestesia, porque no había. —Grace sofocó una exclamación y apretó la mano derecha de la mujer, que le devolvió el apretón—. Matthew… —prosiguió, y una lágrima resbaló por su mejilla— Matthew no solo volvió a casa como un inválido y a merced de mis cuidados, sino que ya no era el hombre con quien me había casado. No solo había cambiado, sino que se había convertido en un… amargado. Amargado y malo. No puedo expresarlo de otro modo. Me esforcé por quererlo, pero era imposible. En él ya no quedaba nada digno de ser amado, todo por culpa de lo que había sufrido. Por eso se había vuelto así. —Temblaba y con la mano izquierda se secó las lágrimas del rostro.
Grace recordó las palabras de Jeremy en el campo de polo, mientras en el gimnasio de Sandhurst el baile de fin de curso alcanzaba su apogeo: «Mi madre ha tenido que experimentar lo que la guerra puede hacerle a un hombre. Aquel con el que se casó antes de la guerra se quedó en Crimea. El que volvió fue otro». Ahora, años después, por fin entendía de verdad lo que había querido decir, y se le encogió el estómago al pensar en Stephen, que también había regresado como un inválido, amargado y cínico.
—Tal vez no deban mencionarse estas cosas delante de una joven, pero creo que tiene usted derecho a saber. Pese a todo, cedí a los ruegos de Matthew cuando regresó. —Grace necesitó unos segundos para comprender a qué se refería la señora Danvers y bajó la vista sonrojada—. Así nació Jeremy, lo mejor que me ha pasado en la vida. —Una fugaz y tenue sonrisa cruzó el rostro de la mujer—. Entonces todavía vivíamos en el pueblo, en la granja de mis padres y de mi hermano. Aunque mi marido era considerado un héroe, no se creía que un inválido pudiera hacer «algo así». No se tienen hijos cuando se es un lisiado de guerra. Y además tan mutilado. —Soltó una risita seca—. No, no se habla de estas cosas que suceden a puerta cerrada. Pero naturalmente todo el mundo sabe de dónde vienen los bebés. Así que hubo habladurías. Qué cosas terribles tuve que oír entonces… y también Jeremy después… Ya sabe lo crueles que pueden ser los niños, con frecuencia peores que los padres. Cuando nos mudamos a la ciudad, fue un poco más fácil. Al menos en ese aspecto.
Tragó saliva y frunció el ceño.
—Pero ¿cómo se explica a un niño que él no tiene la culpa de que su padre lo rechace y lo aparte de su lado? ¿Cómo se le explica que no tiene que esforzarse para ganarse el amor de su padre, porque ese padre simplemente carece de amor? Si el niño es inteligente, su razón llega en algún momento a entenderlo. Pero su corazón… su corazón nunca lo entenderá y sufrirá siempre por ello.
Grace escuchó la voz de Jeremy, más ronca que de costumbre: «Para mí probablemente resulte más fácil, nunca lo conocí de otro modo», y nuevas lágrimas acudieron a sus ojos.
—Sin embargo, no llegué a separarme de Matthew. —La madre de Jeremy la miró suplicante, casi excusándose—. ¿Adónde habría ido? ¿A un asilo? ¿Con su hermano y su cuñada que ya tenían bastante con la tienda y los tres hijos? Jeremy tenía dieciséis años cuando su padre murió del corazón, tras una larga enfermedad que no lo hizo más dulce. Y por cruel que suene, por mucho que me avergüence al decirlo, para Jeremy y para mí fue un alivio.
—Lo siento muchísimo… —susurró Grace, estrechándola entre sus brazos. Le dolía en el alma percibir los sollozos reprimidos que agitaban a la señora Danvers, y más aún el hecho de sospechar que durante todo ese tiempo esa mujer no se había sincerado con nadie. Como seguramente tampoco Jeremy.
—He pensado muchas veces que perjudiqué a mi hijo —la oyó murmurar—. En otras circunstancias seguro que se habría convertido en otra persona. Y quizá no habría querido alistarse precisamente en el ejército.
—Quizá —respondió Grace igual de bajo—. Pero quizá sí. Y yo no querría que fuese de otro modo.
La señora Danvers soltó una exclamación, algo entre un sollozo y una risa. Se desprendió del abrazo de Grace, sacó un pañuelo y se enjugó la cara.
—Me temo que debo pedirle excusas, Grace. Después de aquella fiesta de final de estudios volví a casa con una imagen de usted que no le hace justicia. Durante un tiempo me pregunté si usted realmente encajaría con Jeremy.
Grace esbozó una sonrisa.
—La entiendo muy bien. Jeremy… —Tragó saliva—. En cierto momento tuve la sensación de que él veía en mí mucho más que la mayoría de la gente. Algo más que una cara bonita. Como sí… como si me conociera mejor que yo misma.
La señora Danvers le acarició la mejilla.
—Le habría dado mi bendición de todo corazón. —Hizo una mueca—. No porque un sí o un no de mi parte lo hubiera detenido de hacer cualquier cosa. —Grace rio—. Bien, ahora la dejo un momento sola. Sola con Jeremy. —Frotó cariñosamente la mano de la joven y se levantó. En el umbral de la puerta se dio media vuelta y preguntó—: ¿Quiere quedarse a cenar?
—Con mucho gusto, señora Danvers.
—Llámeme Sarah. —Tras un titubeo, añadió—: ¿Y prefiere dormir aquí en lugar de ir a una pensión? Aquí —señaló la cama—, en su habitación.
Grace la miró sorprendida.
—Solo si usted lo desea, naturalmente —añadió la mujer—. Y no se preocupe, no me incomoda en absoluto.
Grace miró alrededor, la cama sobre la que estaba sentada, y asintió.
—Sí, me gustaría mucho quedarme.
—Le dejo sábanas y una almohada en el canapé. Por si acaso no soporta pasar la noche aquí.
—Gracias, Sarah. Muchas gracias… ¿Cree… cree usted que uno siente cuando le sucede algo a un ser amado?
La madre de Jeremy reflexionó unos segundos.
—Eso se dice. También es una idea muy tranquilizadora. —Respiró hondo y se pasó la mano por el talle del vestido—. Tal vez sea poco sensible para ello o nunca haya amado lo suficiente… pero yo nunca lo he sentido. Ni con mi marido en la guerra, ni ahora con Jeremy.
Grace entrelazó las manos sobre el regazo.
—Creo que esto es lo que a mi hermana la está volviendo lentamente loca. Está convencida de que debería haber notado cuando Simon… cuando Simon murió, y ahora se siente culpable de que no ocurriera así. Pues aunque ese diecisiete de enero fue trágico, para nosotras fue un día normal. Hasta que recibimos la noticia. —Miró a Sarah Danvers—. ¿Cree que Jeremy sigue con vida?
La mujer se tensó.
—El ministerio me comunicó que después de Abu Klea se dieron por desaparecidos cuatro hombres. Tres soldados y Jeremy. Mi razón me dice que todos han muerto, ya que si no, ¿dónde están? Pero en lo más hondo de mi corazón… en mi corazón sigo esperando con inquietud, aunque cada día me digo que sería más inteligente dejar de hacerlo.
Esa noche, en aquella cama que crujía y cuyos muelles rechinaban, la cama de Jeremy, Grace no concilió el sueño. Abrazó la almohada como si se tratara de Jeremy. Y aunque no quería humedecerla con sus lágrimas, no lo consiguió, pues sentía muy cerca a su amado y la añoranza y el dolor resultaron casi insoportables.
Cuando las primeras luces del alba se posaron sobre el frontispicio de la catedral de Lincoln, Grace había tomado una decisión.
Durante el viaje de vuelta, dejó discurrir el paisaje con indiferencia. Bajó de forma mecánica en Londres, se movió como una muñeca articulada por la ciudad hasta Waterloo y cogió el tren de la London & Southwestern Railway rumbo al sur. Apenas percibió las suaves pinceladas del paisaje de Surrey y tampoco se percató de que el tren se detenía en Weybridge y luego pasaba por el puente sobre el Wey.
—¡Guild-fooooord! ¡Próxima parada Guild-foooord!
El aviso del revisor la sobresaltó y apresuradamente agarró la bolsa y se precipitó por el pasillo.
—Gracias. —Grace descendió los escalones de hierro apoyándose en la mano del revisor. Ya en el andén envuelto en vapor delante de la estación, buscó con la mirada alrededor.
—¡Grace! —Leonard agitó la mano, se acercó y la abrazó.
—Hola, Len. Gracias por venir a buscarme.
—De nada. —La observó inquisitivo.
Grace sonrió débilmente. Era consciente de su aspecto abatido, pálido y con sombras debajo de los ojos hinchados de llorar. El espejo del baño de Sarah Danvers le había mostrado por la mañana la imagen poco agraciada de su rostro.
—¿Cómo ha ido? —preguntó él con impostada despreocupación mientras le cogía la bolsa y le ofrecía el brazo para acompañarla al coche.
—Muy bien —respondió ella lacónicamente.
En el coche, Grace se sumió en el silencio. Avanzaron a sacudidas por el adoquinado de Guildford y luego a través de los prados floridos y los campos donde maduraban los cultivos. Iba absorta en sus pensamientos, en el plan que había trazado. Lo que tenía en mente no solo era osado, sino arriesgado, cuando no una locura. Debería engañar a los seres a quienes más quería, tratarlos mal, y ellos probablemente nunca se lo perdonarían. En caso de que Grace volviera alguna vez. Pero tenía que hacerlo. No veía otra salida si quería recuperar la paz interior e iniciar tal vez una nueva vida. Y Leonard era la única persona que podría ayudarla.
—Len —dijo tras pasar el pueblecito de Wonersh, incrustado entre las suaves colinas verdes que evocaban blandos almohadones de musgo. Sentado frente a ella, Leonard la miró—. Una vez me dijiste que solo querías que fuera feliz. Que siempre estarías a mi lado cuando te necesitara. ¿Te acuerdas?
Él sonrió.
—¡Claro! La noche en que Royston y Sis se prometieron en Estreham. Después de que me salvaras de las insinuaciones de Myrtle y Myra.
Grace no correspondió a su tono bromista.
—¿Puedo pedirte algo, Len?
Él se inclinó hacia delante y le cogió las manos enguantadas.
—Todo, Grace, ya lo sabes.
—¿Incluso… —frunció el ceño y tragó saliva— incluso si es algo que puede ponernos en grave peligro?
Los pulgares de él le acariciaron el dorso de las manos.
—Incluso así, Grace. Dispara.
Ella contempló el verdor de Surrey y luego miró de nuevo al joven.
—Llévame a Sudán, Len. A Omdurmán.