—¿No prefiere que la espere, señorita? —preguntó el conductor del coche de alquiler una vez Becky le hubo pagado.
—No, no es necesario, más tarde me acompañarán a casa —contestó ella incómoda.
No le gustaba mentir: por una parte porque era pecado, y por la otra, simplemente porque no le gustaba mentir, y además se le antojaba muy cansado mantener las mentiras hasta el final y, sobre todo, conservar en la memoria sus detalles. «Es una artimaña —se conformó—, no una mentira, una artimaña con un buen fin».
Mientras el coche que la había llevado desde Guildford se alejaba traqueteante, ella subió los escalones y golpeó la puerta con la aldaba de bronce.
—Buenos días, Lizzie —saludó a la doncella con una sonrisa radiante que esta respondió con una reverencia y cierta perplejidad.
—Buenos días, miss Peckham. Siento decirle que miss Grace no está en casa.
—Ya lo sé… Tengo una cita con el señor Stephen —volvió a mentir Becky.
La perplejidad de Lizzie creció. El joven señor había dado la tarde libre a su cuidadora, pese a que en la casa no había nadie más que miss Ada y esta se había acostado. El coronel estaba paseando a Henry, lady Norbury se hallaba en Givons Grove tomando el té y miss Grace se había ido de viaje el fin de semana. Y el señor Stephen había indicado expresamente que no se le molestase.
—¡De verdad! —remachó Becky con naturalidad, y Lizzie la dejó entrar y recogió el sombrero y los guantes.
—Voy a comunicárselo…
—Bah, no es necesario —replicó Becky con tono melifluo—. Ya lo encontraré. Muy lejos no puede haber… —Se mordió la lengua y maldijo ese genio suyo que tantas veces pecaba de falto de tacto—. Yo misma iré a buscarlo —añadió en voz baja.
—Muy bien, miss Peckham. Haga sonar la campanilla si me necesita.
Stephen recorrió el pasillo hasta el estudio del coronel, giró el pomo y dio un empujón a la puerta para que se abriera del todo, se dio impulso para cruzar el umbral y retrocedió describiendo una curva para cerrar la puerta lo más silenciosamente posible. No quería perder ni un segundo de ese valioso tiempo; no había sido fácil esperar el día idóneo y encargarse de que nadie lo importunase al menos durante el rato que necesitaba para llevar a término su plan. Dedicó una mirada de desprecio a las escenas bélicas de las paredes, rodeó el escritorio y abrió el cajón superior, buscó la llavecita y se la puso entre los dientes. Luego se dirigió al mueble sobre el que se hallaba el globo terráqueo, cogió la llave, abrió la gaveta central, observó los estuches allí guardados y empezó a rebuscar.
—Veamos qué tesoros tenemos aquí —murmuró—. ¡Vaya, qué gracia, una Webley! Me trae viejos recuerdos.
El miedo fue apoderándose de Becky cuando no encontró a Stephen por ningún lado. A esas alturas ya lo había buscado en toda la planta baja, incluso había salido por la puerta de vidrio del salón y echado un vistazo al jardín. Había sido la mirada de Stephen, aquella mirada en que se mezclaban un agotamiento constante y una ciega determinación, lo que la última vez que había estado en Shamley Green le había provocado una angustia que luego se había concretado en una sombría sospecha. Y ese día, puesto que sabía que Stephen estaría solo en casa, quería hablar con él y tratar de serenarlo.
Había obviado una habitación: el estudio del coronel. Era un tabú para las visitas, pero tampoco Grace, Ada y Stephen podían entrar en él sin el permiso de su padre, Becky lo sabía desde que era niña. Sin embargo, esa habitación era el único lugar donde podía encontrarse Stephen. Pegó la oreja a la puerta y escuchó. Creyó oír un leve crujido, un tintineo, así que llamó a la puerta.
—¿Stevie? —Los ruidos al otro lado se apagaron—. ¿Stevie? ¡Soy yo, Becky! ¡Sé que estás dentro!
—¡Lárgate!
Becky suspiró aliviada, hizo acopio de todo su valor y abrió la puerta antes de que él pudiera cerrarla por dentro.
—¡Te he dicho que te largues! ¿No ves que molestas?
Becky se sobrecogió. No por su tono, sino por el arma que Stephen sostenía contra la sien.
—No, Stevie. ¡Tira eso!
Sus ojos se abrieron de par en par cuando él la apuntó con el revólver.
—Vete. Ahora mismo. Largo de aquí.
—No, Stevie. —Sacudió la cabeza y dio un paso hacia él, mirándolo a los ojos—. No quieres hacerlo. No quieres hacerte daño. Y a mí tampoco.
—¿Tan tonta eres o solo finges serlo? ¡He dicho que te vayas! —La desesperación sofocaba el odio que había en su voz—. ¡Vete y déjame en paz!
Ella dio un paso más, sosteniéndole la mirada.
—Tira eso.
Le tembló un momento la mano y Becky avanzó un poco más.
—¡Te he dicho que te vayas!
Stephen no lo sentía, pero lo olía, olía que había vaciado su vejiga en el pañal que llevaba bajo los pantalones. Ese hedor fuerte y penetrante que tanto odiaba. Y la vergüenza y el asco lo mortificaron indeciblemente cuando percibió el pestazo sofocante y pegajoso que delataba que también había movido el intestino. La mano le tembló como una hoja agitada por el viento.
—¡Vete, Becky, por favor! ¡Hazme este favor, te lo ruego!
—Primero dame eso. —Un paso más. No sabía cuál era la mejor manera de coger un arma así ni cómo manejar el seguro o como se llamara. Grace sí, Grace lo habría sabido, pero no estaba ahí.
La voz de Stephen se quebró, se convirtió en un lamento que salía agudo y fino de su garganta.
—Vete… —La mandíbula inferior le temblaba, hizo una mueca y lanzó un gemido desgarrado—. Largo de aquí, maldita sea…
Becky tendió ambas manos hacia el revólver, cautelosamente lo cogió desde arriba y lo liberó de los inestables dedos de Stephen, asustada de lo pesada que era el arma. Dejó el revólver con el cañón apuntando en otra dirección, tan lejos de Stephen como le fue posible.
El joven se tapó el rostro con las manos, que parecían más largas y huesudas en su delgadez, y lloró como Becky nunca había visto llorar a nadie. Y Becky, hija de un párroco, había visto llorar a mucha gente en su vida: hombres que habían perdido a un ser querido, hombres que habían pecado o a quienes les habían hecho daño, hombres que podrían ganarse el pan al día siguiente y hombres a quienes no les quedaba mucha vida por delante.
Stephen aulló como un animal herido, sacudido por los sollozos y tembloroso, y las lágrimas corrían entre sus dedos.
Becky se acercó más a la silla de ruedas. Tendió la mano y la detuvo sobre la cabeza del joven, dudó, pero al final le tocó el cabello, tan fino y suave como las plumas, y lo peinó con los dedos delicadamente. Se sobresaltó cuando él volvió la cabeza y la abrazó por las caderas, mas permitió que él la estrechara contra sí y hundiera el rostro en su vientre, sollozara y mojara la falda con sus lágrimas. Ella siguió acariciándole el cabello y su corazón rebosó de amor por Stephen.
Stephen murió con los ojos fuertemente cerrados, murió de una vergüenza que le quemaba por dentro mientras yacía en la cama. Desnudo, pues la camisa que llevaba remetida en el pantalón se había empapado con la orina del pañal sucio. Bajo la espalda desnuda todavía sentía el borde del protector de goma, más abajo no sentía nada. «Soy el hombre sin abdomen», le pasó por la cabeza, y no por primera vez deseó que fuera verdad, pues sin abdomen se ahorraría todo ese asco, toda esa vergüenza que le provocaba la insensibilización de la mitad inferior de su cuerpo.
Ni siquiera tuvo fuerzas para quejarse cuando Becky lo empujó hasta su habitación y lo acostó en la cama después de haber descargado el revólver bajo la severa mirada de ella, que le había ayudado a devolverlo a su sitio poco antes de que Lizzie, llevada por una previsora curiosidad, se asomara por la puerta.
Sabía lo que Becky hacía. El ruido del agua en una palangana al estrujar un paño, el crujido de la toalla, el pañal y las prendas como ya sabía por las asistentas. Los mismos movimientos del tórax, los brazos y los hombros mientras lo desvestían, lo lavaban, lo volvían a vestir y lo cambiaban de posición, doblaban el protector de goma y lo guardaban. Pero era mil veces más horrible que fuera Becky quien realizara esas labores, que lo viera desnudo y desvalido, sus piernecitas flacas e inservibles, el abdomen insensible, casi sin vello pubiano, su miembro flácido. Becky y su forma de ser agobiante. Con esa cabezonería cerril e ingenua con que desde hacía meses seguía la silla de ruedas allá donde él la condujera, que lo miraba suplicante, como Henry mirando su comida, y que no cejaba ni aunque él la tratara mal o le gritara que lo dejase en paz.
No obstante, le ahorró las típicas pamplinas, esas frases condescendientes como: «Ya está como nuevo», o «¡Qué bien nos hemos portado hoy!». Becky solo se colocó discretamente delante de él.
—Ahora tienes que ayudarme un poco —la oyó susurrar, y él intentó hacerse ligero mientras ella desde atrás lo cogía por las axilas y lo levantaba hasta dejarlo sentado. Él se estremeció cuando un montón de ropa arrugada le tocó el pecho desnudo y huesudo, por debajo de la prominente cicatriz transversal sobre el hombro y pestañeó al ver una camiseta doblada y una camisa.
—Esto te lo puedes poner tú solo —dijo ella complacida—. Enseguida vuelvo. —Cogió la palangana y después él la oyó trasegar en el baño contiguo.
Se puso a toda prisa la ropa, se abrochó los últimos botones y se dejó caer hacia atrás. Ladeó la cabeza, hundió la mejilla ardiente en la almohada y deseó estar muerto. Y si Becky no lo hubiera sorprendido en el estudio del coronel, ya estaría efectivamente muerto. Muerto y liberado de su miserable existencia.
Royston y él habían hablado largo y tendido en el hospital de campaña de Korti, luego en El Cairo y durante la travesía a Inglaterra sobre el suicidio del conde, tras el prolongado y para Stephen no solo humillante, sino también doloroso, transporte en camilla de Abu Klea a Korti y desde allí, Nilo arriba, hasta El Cairo. ¡Oh, cómo entendía al viejo conde! El suicidio era un pecado mortal, él lo sabía, y más aún cuando tenía todas las razones para dar gracias por haber salido vivo de allí. A diferencia de Simon y de Jeremy. Sin embargo, la decisión de matarse se le antojaba el único remedio para acabar con una vida que para él ya no era tal.
«Es solo el shock, solo el shock —se había dicho en el campo de batalla de Abu Klea, cuando todo hubo pasado y Royston le tendía la mano para que se levantase pero las piernas no le respondían—. Solo el shock, el shock, una parálisis temporal», se había repetido todas las semanas en los distintos hospitales y mientras lo transportaban en camilla y volvía a la civilización por mar. Tal vez Stephen podría haber asumido que nunca más volvería a sentir la hierba fresca bajo los pies descalzos, la tierra calentada por el sol o la arena de la costa, como hacía poco en Trinkitat. Podría haber asumido que para el resto de su vida no volvería a dar un paso más y que estaría destinado a moverse en una silla de ruedas. Pero que de un momento a otro pasara de ser un hombre adulto a un estado de desamparo infantil era inasumible. El hedor que siempre lo acompañaba era humillante, incluso cuando estaba recién aseado y se echaba una colonia no tan fuerte, así como la sensación de ir siempre sucio, incluso cuando acababan de bañarlo.
Y ni siquiera había sido la bala del enemigo, una lanza o una espada lo que le había roto la espina dorsal, sino una piedra. Una estúpida y afilada piedra en el campo de batalla, un accidente estúpido y desdichado que ni siquiera lo convertía en héroe. El campo de Abu Klea, que lo perseguía durante el sueño con sangre, jirones de carne y un miedo mortal, así como los campos de At Teb y Tamai. Un sueño ligero, breve e interrumpido y del que lo arrancaba su propio grito estridente.
Por mucho que Stephen llorase la pérdida de Simon y Jeremy, cuanto más consciente era de lo que significaba estar cautivo en ese estado para el resto de su vida, más grande era su deseo de acabar con todo. Y quizá Dios misericordioso fuera indulgente y enviara su alma inmortal allí donde volviera a ver a Simon y sobre todo a Jeremy, a quien tanto echaba en falta.
Ni siquiera podía enfadarse con Becky por haber arruinado su plan. En su lugar, él posiblemente habría actuado de igual manera, y todas esas lágrimas que había derramado por vez primera parecían haber arrastrado consigo la inmensa rabia que durante meses había acumulado.
—No te asustes —oyó susurrar a Becky—. Te voy a poner de lado.
Stephen asintió y permaneció con los ojos cerrados. Pestañeó cuando sintió balancearse el colchón y volvió a cerrar los ojos cuando vio que Becky se quitaba los zapatos y se tendía a su lado. En algún momento, la curiosidad fue más fuerte que la vergüenza y abrió despacio los párpados. Becky simplemente estaba ahí, con una sonrisa sutil y dichosa en el rostro. Por un buen rato yacieron así, uno junto al otro, sin moverse y mirándose. Stephen esperaba sentir un peso en el pecho y que le faltara el aire por tener a Becky tan cerca de él. En cambio, sintió que su respiración se volvía más regular y profunda, que su corazón latía más acompasadamente.
—¿Cómo sabías qué hacer conmigo? —preguntó en voz baja, las palabras farfulladas tras un extremo del cojín.
Becky se sonrojó.
—Busqué libros sobre el cuidado de enfermos. Y pregunté a las asistentas cuando tú no andabas cerca.
Stephen asintió, y aunque no comprendía del todo qué podía haber impulsado a Becky a actuar de ese modo, le conmovió.
—Y ya que hablamos de libros —dijo ella en voz baja, y tiró de un hilo suelto del borde del cojín—. Ese Manfred de Byron… ¡es bastante raro!
—Es extraño hasta que uno lo entiende.
Becky se desperezó y levantó la vista hacia él.
—¿Me lo explicarás?
Él asintió.
—Pero hoy no. Estoy demasiado cansado.
—¿Mañana?
Él volvió a asentir y el resplandor que iluminó el rostro de Becky le llegó dentro, muy dentro de sus entrañas. Su mano se extendió como por propia iniciativa. Las puntas de sus dedos acariciaron delicadamente las mejillas redondas de la joven y se sorprendió de lo suave que era su piel. Sin apartar la vista de sus ojos, Becky se acercó hasta que él sintió el calor que ella desprendía en su rostro y su pecho, hasta quedar envuelto todo él en el aroma a pan recién horneado y peras jugosas que ella emanaba. Sus párpados se cerraron cuando sintió la mano de Becky en su mejilla, que todavía estaba fresca del agua e irradiaba un agradable olor a jabón de lavanda. Los labios de la muchacha rozaron la frente, la nariz, las mejillas de él, provocando un agradable hormigueo en el estómago del joven, sobre todo cuando se posaron en sus labios. Los párpados de Stephen temblaron cuando ella apartó los labios de su boca. Abrió los ojos y miró a Becky maravillado. Ella sonreía, y, aunque vacilante, también apareció una leve sonrisa en el rostro de Stephen.