35

Una vez más, el verano hizo su entrada en Surrey. El verde de abril, que brillaba como lacado, que recordaba a manzanas y limones, con el transcurso de mayo se tiñó del tono intenso de la estación cálida. En la habitación de Grace, las ventanas estaban abiertas de par en par, dejando a la vista el bosque de robles cuyo follaje, en el transcurso de pocos días, había pasado del ligero traje primaveral a la espesura estival. Toda una orquesta de pájaros trinaba y piaba, con el resonante solo del cucú y el martilleante staccato de su pico. A lo lejos, en la granja de algún arrendatario, cantaba un gallo.

Grace no lo escuchaba, estaba atenta al traquetear de unas ruedas y unos cascos que entraron por el portón principal y se dirigieron hacia la explanada delantera. Resonaron unas voces que entraron en la casa y luego se mezclaron con los excitados ladridos de Henry.

Se había sentado al secreter con la intención de responder a la carta de la madre de Jeremy, llegada el día anterior. No se escribían con frecuencia, pero sí con regularidad, y siempre le suponía un consuelo abrir el sobre con el sello de Lincoln y ver la ya familiar caligrafía oblicua. No obstante, Pip, que había subido con ella, pronto perdió interés por un ovillo de lana y requirió la atención de la joven con unos maullidos enojados. Desde entonces, Grace estaba ahí sentada, acariciando y rascando al gato que ronroneaba en su regazo y absorta en sus pensamientos. Su mirada se topó con el montón de carpetas abultadas que había en uno de los cajones al fondo del secreter, todas repletas de los recortes de periódico acumulados durante años sobre Egipto, Sudán y la campaña del ejército británico. La que había en lo alto era la más reciente y delgada. Grace la sacó y hojeó los pocos artículos que contenía. Recortes en inglés, francés, alemán e italiano, que Grace se esforzaba por descifrar.

Después de que en junio del año anterior Gladstone se viese obligado a dimitir a causa del desdichado desenlace de la expedición a Jartum, había vuelto a ocupar el cargo de primer ministro en febrero y la cuestión de si se permitía que Irlanda se administrase ella misma había desalojado a Egipto y Sudán de los periódicos y del interés de la gente. Especialmente porque las noticias de Sudán llegaban a gotas. El Mahdi había sobrevivido a Gordon algo menos de un año, y las circunstancias de su muerte todavía estaban rodeadas de misterio. Se decía que sus propios partidarios o alguna de sus numerosas esposas lo habían envenenado, algo que alimentaba el rumor de que había perecido a causa de su vida disoluta, mientras que siempre había predicado el ascetismo a los demás. Pero quizá solo había sido víctima del tifus, que hacía estragos en Jartum, destruida y llena de cadáveres putrefactos, y que de ahí se extendía vorazmente por el país. El Mahdi fue enterrado en Omdurmán, la recién fundada capital de Sudán, y sus bienes heredados por las tres personas de su mayor confianza, los califas de los cuales el más poderoso era Adallahi ibn Muhamad, que reinaba en el norte y era conocido como el «califa» a secas. Este aplicaba estrictamente los usos y costumbres del islam, la palabra del Corán y su administración de la justicia. Todo lo extranjero, todo lo que no fuera musulmán era castigado con el destierro y relegado al olvido. Sudán casi se convirtió en un signo de interrogación en los mapas: aunque cartografiada en su mayor parte, en el ínterin se había apartado totalmente del resto del mundo.

Lo que sí quedó fue la veneración hacia el general Gordon como símbolo del heroísmo, como emblema de la resistencia y todas las virtudes que enorgullecían a los ingleses: valor, audacia, resistencia, perseverancia, honor. En la memoria de Gran Bretaña, Gordon y Jartum eran una única cosa, sus nombres respondían a una deshonra que debería ser vengada. Sin embargo, los nombres de los hombres que durante los años de guerra desaparecieron en la vastedad de Sudán fueron relegados al olvido. Un oficial e inspector financiero procedente de Viena, de nombre Rudolf Freiherr von Slatin; Frank Lupton, un gobernador de provincia inglés; Martin Hansal júnior, el hijo del cónsul de Imperio austrohúngaro en Jartum y el también austriaco Pater Ohrwalder, al igual que toda una serie de religiosas italianas. De Slatin se sabía, en virtud de las cartas que había enviado a sus familiares en Austria, que se encontraba en Omdurmán como prisionero personal del califa. El califa permitía que sus rehenes escribiesen a sus familias a cambio de dinero; dinero que solicitaba para la manutención de los cautivos. Y se suponía que había otros desaparecidos en las prisiones del califa en Omdurmán. Noticias que Grace absorbía como una esponja y que siempre acudían a su mente cuando pensaba en Jeremy.

Se sobresaltó cuando llamaron a la puerta y cerró presurosa la carpeta.

—¿Sí?

—Vaya, estás aquí —dijo sonriendo su madre al entrar—. ¿Qué haces aquí metida con este día tan maravilloso?

—Quería escribir una carta, pero madame —levantó un momento el ovillo de pelo gris y volvió a depositarlo en su regazo— exigió preferencia. ¿Has tenido una buena mañana?

—Pues sí. —Su madre se acercó y la besó en la mejilla—. Los Hainsworth te envían un saludo cariñoso. Te he traído esto. —Dejó sobre el secreter un sobre dirigido a ella.

Grace lo abrió de inmediato y leyó por encima la carta. Era una invitación para la fiesta de compromiso de lady Cecily Hainsworth que se celebraría en julio. Su futuro esposo tenía un largo y complicado nombre francés que completaban distintos títulos nobiliarios.

—Que le aproveche —murmuró, lanzando la carta sobre el secreter.

—Sé que en estos momentos estás enfadada con Cecily —señaló su madre, y cogió la invitación antes de que Grace la tirase a la papelera—. Pero si ella opina que su compromiso con Royston fue un error, no es asunto nuestro. Y es mejor que se haya dado cuenta a tiempo, antes de la boda, antes de que los dos estuvieran cautivos en un matrimonio que les hubiera acarreado infelicidad. —Grace echó una mirada furtiva a su madre, pero nada en su rostro permitía deducir si ahora pensaba así de su propio matrimonio, que durante mucho tiempo había sido feliz—. Deberías más bien alegrarte de que a Cecily se le haya brindado una nueva oportunidad.

Grace miró a su madre con franqueza.

—El modo en que trató a Royston fue feo, mamá. Feo y desleal.

—Antes eras más comprensiva con sus cambios de humor.

La joven se encogió de hombros.

—Antes algunas cosas eran diferentes —respondió en voz baja, casi triste. Y con un suspiro añadió—: Antes Cecily se comportaba conmigo como una amiga, ahora apenas sé nada de ella.

—No obstante, seguimos manteniendo lazos de amistad con los Hainsworth. —Constance Norbury se acuclilló delante de su hija y la miró desde abajo, mientras rascaba a Pip en la oreja—. Lady Grantham me ha confiado que Leonard solo espera el momento oportuno para pedir tu mano. Bastaría con que le apoyaras un poquito. Solo tendrías que darle a entender que no te resulta del todo indiferente.

Grace la miró atónita.

—Mamá, no puedo casarme con Len —susurró.

La respuesta sorprendió a su vez a Constance Norbury. Desde que Leonard Hainsworth había regresado de Sudán y se había familiarizado con la idea de que un día se haría cargo de las propiedades de la familia, todo el mundo veía y notaba que las relaciones entre él y Grace volvían a ser tan estrechas y armoniosas como antes de que hubiera existido Jeremy Danvers. Hecho este que Constance había observado con alivio y alegría, también por Grace, pues su corazón de madre, ya de por sí atormentado, sufría por el dolor de su hija. Su mirada se posó en la carpeta que yacía ante Grace. Tendió la mano para coger un recorte de periódico que asomaba por una esquina y Grace bajó los ojos. Entonces la madre supo que había acertado.

—No volverá, Grace —susurró a su hija—. Ya ha pasado un año. Cuanto antes entierres el pasado, mejor para ti.

Grace levantó la vista.

—¿Tan pronto habrías arrojado tú la toalla si papá hubiera desaparecido en una guerra?

—No lo sé —respondió Constance sinceramente—. Pero en algún momento habría tenido que pensar en mi propia vida. Dentro de un par de semanas cumplirás veintiséis años, Grace. No puedes pasar tu vida aquí en Shamley, esperando. Y por lo que se puede prever, en vano.

Grace calló. Su madre había puesto el dedo en la llaga. No era solo que no había ningún tipo de indicios de que Jeremy pudiese estar con vida. En las escasas ocasiones en que Grace todavía hacía vida social, las miradas de los invitados se expresaban con toda claridad: «¿A qué espera todavía Grace Norbury? Ya no le queda mucho tiempo para casarse con un buen partido, ya es casi una solterona. ¿Es que nadie le parece lo suficientemente bueno para ella? ¿Ni siquiera Leonard Hainsworth, el barón Hawthorne? ¿O hay algo en ella que no va bien y por eso él todavía no le ha hecho una proposición?». No la preocupaba que chismorreasen así, solo le resultaba incómodo y perturbaba su tristeza, que seguía conteniendo una parte de esperanza. Una esperanza que nadie, salvo ella, parecía entender o al menos admitir.

—Si me aconsejas cómo enterrar el pasado —dijo en voz baja—, ¿no habría llegado el momento de que volvierais a reconciliaros tú y papá?

El dulce semblante de su madre se endureció.

—Seguimos estando aquí y actuando como vuestros padres. El resto es asunto nuestro.

—Pero nosotros… —empezó Grace, mas su madre la interrumpió:

—¿Quieres saludar a Royston? Está abajo con Stephen, en el jardín.

—¡Vaya, pero ¿a quién tenemos aquí?! —exclamó mientras cruzaba el jardín en dirección al banco, que era nuevo en Shamley Green, al igual que los senderos pavimentados que recorrían el césped y que el coronel había hecho instalar para que Stephen pudiese desplazarse con su silla de ruedas—. ¡Hola, Royston!

Royston se levantó, exhaló el humo y entregó a Stephen el cigarrillo que le había pedido.

—¡Hola, Grace! —Le dio un fuerte abrazo—. ¡Qué placer verte!

—Podrías haberlo disfrutado antes —contestó burlona. En presencia de Royston uno se ponía irremisiblemente de buen humor, aunque los tiempos fuesen difíciles y el corazón estuviera triste—. Te has convertido en todo un ermitaño. —Royston volvió a coger el cigarrillo y se sentó, y Grace lo hizo a su lado.

Henry, que antes había saludado tan contento al recién llegado, golpeó la hierba con la cola y gimió reclamando atención. Como nadie le hacía caso, puso la cabeza entre las patas delanteras y permaneció a la espera de tentar a uno de los tres para que jugara con él.

Royston dio una profunda calada y luego dejó escapar el humo.

—Sí… bueno, es que necesito un poco de… de tiempo. Tiempo y tranquilidad.

—Si me hubieras consultado a la hora de elegir a tu prometida te habrías ahorrado todo esto —señaló Stephen sin miramientos desde la silla de ruedas junto al banco, y tiró en el césped la ceniza del cigarrillo.

—Gracias, Stevie. —Royston le dio un golpecito en el hombro—. Aprecio tener un amigo tan comprensivo como tú.

—¿Cómo estás? —preguntó Grace, acariciándole el brazo.

—Creo que bastante bien. —La miró de reojo—. Ya ha llegado a mis oídos. Lo de Cecily y su «franchute». —Grace contuvo la risa. Royston se encogió de hombros y dio otra calada—. Eso no cambia nada, también podría haberme dado antes calabazas. Si eso la hace feliz, por mí que no quede. Ya hace tiempo que he dejado de darle vueltas a qué tendría que haber hecho para que permaneciese conmigo… ¿Cómo está Ads?

Grace miró alrededor y señaló una mancha gris y marrón en el fondo del jardín.

—Está allí sentada en la hamaca. Se encuentra mejor, la verdad. La visita de Digby-Jones en Navidad obró milagros. Desde entonces come más y parece avanzar en general. Incluso vuelve a dibujar y pintar.

—Gracias a que Grace, nuestra segunda madre, la presiona hábilmente —aclaró irónico Stephen—. Si nuestra hermanita recupera peso y da la talla más o menos, se la premiará con dos semanas en casa de los Digby-Jones en Londres.

—No seas grosero —replicó ella airada.

—Stevie, lamento que seas un caso perdido —intervino Royston despreocupado, pasando un protector brazo por los hombros de Grace—. De lo contrario podríamos intentar hacer de ti una persona más o menos amable o al menos soportable.

Stephen ya iba a responder ácidamente, cuando un grito lo distrajo.

—¡Yujuuuu! —resonó a sus espaldas desde la casa.

Los tres se volvieron y vieron a Becky aproximarse con un plato cubierto con un paño en las manos enguantadas. Henry levantó la cabeza, se puso a ladrar y corrió hacia Becky moviendo la cola, y ya no se separó de su lado.

—Mierda —musitó Stephen sin consideración hacia su hermana y llevándose un cigarrillo a los labios—. ¡Sacadme a esta lapa de encima! —masculló, quitando los frenos. A continuación empujó las ruedas de la silla con ambas manos y se alejó sendero abajo.

—¡Yuju, Gracie! ¡Hola, Royston! ¡Qué alegría verte! —exclamó Becky pasando por su lado y corriendo en pos de Stephen.

—¡Vaya! —exclamó Royston.

—Sus desvelos no conocen límites y él solo sabe responder con impertinencias —murmuró Grace, al tiempo que se ponía en pie—. ¡No puedo seguir presenciándolo!

—¡No te muevas! —Royston la retuvo e hizo que volviera a sentarse—. Stevie tiene que comprender por sí mismo que no le ayuda nada comportarse como un monstruo. Y Becky, por su parte, ya es bastante mayor para responsabilizarse de sus actos. Mala suerte si desperdicia su cariño precisamente en él.

Las palabras de Royston le trajeron a la memoria unas parecidas que Jeremy había pronunciado una vez, aquel día en Estreham, cuando Ada y Simon desaparecieron poco antes de que estallara la tormenta, y sintió un nudo en la garganta.

—¿Y cómo te sientes tú, Grace? —oyó preguntar a Royston.

Ella cruzó los brazos delante del pecho y se encogió de hombros.

—¿Tú qué crees? —Y levantó la cabeza—. ¿Puedo preguntarte una cosa?

—Claro. —Royston se inclinó para aplastar la colilla en el cenicero que había junto a una pata del banco.

—En Abu Klea… —Grace titubeó cuando él detuvo el movimiento—. ¿Qué fue lo último que viste de Jeremy?

—Uf, Grace. Len fue el último que vio a Jeremy. Sería mejor que le preguntaras a él.

—Ya lo he hecho. Pero quiero saberlo de ti.

Royston apoyó los antebrazos sobre las rodillas y entrelazó las manos, mirando los robles.

—Su espalda cuando salió corriendo con Len —contestó—. Todavía hoy escucho su voz. «¡Cubridme!», gritó. Yo quería ir tras ellos, pero entonces vi a Stevie, que lo estaba pasando realmente mal. Dios mío, todo fue tan rápido… —Se pasó una mano por la cara y luego apoyó la barbilla en ella—. A posteriori, uno se siente mal cuando se da cuenta de cómo sin querer se convierte en señor de la vida y la muerte. Porque uno decide en fracciones de segundo a quién ayuda y a quién abandona a su suerte. Y no siempre resulta una decisión reflexionada, para eso no hay tiempo. —Miró a Grace y bajó la voz—. Créeme, cariño, he pensado tantas veces si… si Simon todavía viviría si los hubiese seguido a los dos… Si a Jeremy le habría ido de otro modo… Pero no podía dejar a Stevie en la estacada.

—Por eso… —profirió ella con voz ahogada— por eso te estoy agradecida. Todos nosotros lo estamos.

—Ven. —La estrechó contra sí—. Lo busqué por todos sitios, Grace —le susurró al oído—. Lo intenté todo. Créeme.

Grace asintió y fue a decir algo, pero los interrumpieron unas voces airadas, acalladas por un grito agudo y unos ladridos. Becky estaba de pie, temblando, el paño y el plato a sus pies y el pastel esparcido por el césped. Rompió en sollozos, se arrodilló para recogerlo todo e impedir que Henry se abalanzara sobre el apetitoso estropicio, mientras Stephen se alejaba raudamente con la silla de ruedas.

—Perdona, tengo que ir con ella —dijo Grace poniéndose en pie.

Royston contempló cómo Grace abrazaba a su amiga, que lloraba mientras Henry se iba comiendo los trozos de pastel. «Se me ha resbalado de las manos… —oyó sollozar a Becky—. No hubo mala intención…».

Con expresión abatida, Royston cruzó el césped camino de Ada.

—Hola, Ada.

Ella cerró apresuradamente el cuaderno de esbozos que tenía sobre las rodillas dobladas.

—Perdón si te interrumpo.

—No; está bien. —Estiró las piernas bajo la manta de lana, se recostó en el respaldo y señaló el borde de la hamaca—. Siéntate.

A Royston le dolía en el alma verla así, pálida y con los ojos sin luz hundidos en las cuencas, la nariz y la barbilla sobresaliendo afiladas en el rostro chupado. Si era cierto que estaba mejorando, prefería no saber qué aspecto había tenido cuando estaba mal.

—La verdad, tienes un aspecto preocupante —comentó con delicadeza.

Ada resopló.

—Muchas gracias.

Royston sonrió irónico.

—De nada, señoritinga. —Señaló el cuaderno que Ada apretaba contra su pecho—. ¿Puedo ver?

Ada dudó un instante pero se lo tendió. Cuando Royston lo abrió, tragó saliva y se emocionó. Contempló detenidamente los bocetos: Simon, con un balón de rugby bajo el brazo y lanzado en carrera a través del campo de juego. Oyó el sonido sordo del ovalado balón al caer en la hierba, y luego los gritos del joven, que con la premura del jugador gritaba compitiendo alegremente: «¡Aquí! ¡Aquí! ¡Pásala, tarugo!». Habían sido jóvenes que ignoraban que la vida iba en serio, la crueldad de la guerra y la amargura de la muerte, y entonces el dolor le llegó a lo más profundo.

—Lo… lo has recreado muy bien —dijo—. Sus rasgos, su expresión, el modo en que se movía… está todo aquí.

—Tengo miedo de olvidarlo —musitó Ada—. Pronto habrán pasado cinco años desde la última vez que lo vi.

—Eso no ocurrirá —respondió Royston, devolviéndole el cuaderno—. Todo lo que es importante para ti permanecerá en tu memoria.

Los dedos de Ada se desplazaron por el borde del cuaderno, de nuevo apoyado en el regazo.

—¿Pudiste verlo… después? —Royston dijo que sí y ella añadió—: ¿Crees que sufrió mucho?

—No lo sé. Pero si sucedió así, fue por muy poco tiempo… —Tragó saliva cuando las imágenes pasaron por su mente. El cuerpo inmóvil de Simon, las heridas abiertas, toda aquella sangre—. Parecía estar en paz. Sí, en paz. —Simon en sus brazos, una carga pesada, muy pesada—. Len y yo lo enterramos, Ads.

Ella asintió y dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—Eso está bien. Os lo agradezco.

Él le acarició el brazo.

—Él no querría que tú sufrieras así. Que llorases su pérdida sí, pero no que sufrieras.

Una chispa de rabia brilló en los ojos de Ada, devolviéndoles casi la vida.

—¡Qué tontería, qué palabras tan estúpidas! No te imaginas cuántas veces las he oído y lo harta que estoy de ellas. —Más lágrimas—. ¡Duele tanto, Royston…! ¡Todavía me duele mucho!

Se acercó a ella, depositó a un lado el cuaderno y abrazó a Ada, estrechándola contra su amplio pecho, en el que algo se contrajo cuando sintió lo delgada que estaba, frágil como un polluelo caído del nido.

—Lo sé. También a mí, querida Ada. No como a ti, pero todavía me duele. —Tras una breve pausa, prosiguió—: Si algo he aprendido de esta maldita y absurda guerra, es lo valiosa que es la vida. Bueno —soltó una risa seca—, no es que yo haga gran cosa con la mía. Lo único que intento es conservar la propiedad que mis antecesores me han dejado. No es el objetivo existencial más importante, ni siquiera tal vez uno que valga especialmente la pena. Pero no deja de ser un objetivo.

Cerca del linde del bosque, Grace detuvo la yegua y bajó de la silla. Ató las riendas en la rama de un avellano, palmeó cariñosamente el lomo del caballo y se introdujo en la espesura, donde se detuvo. El año anterior, en mayo, ya había estado una vez allí y había huido, no lo había soportado. Apretó los puños para darse valor y caminó a través de la maleza.

El azul la conmovió, un mar de campánulas azul ultramar cuyo suave aroma llenaba el aire y en el borde se difuminaban en un halo de color. Grace se llevó las manos trémulas al rostro humedecido de lágrimas, se adentró en el mar azul y se tendió sobre el lecho de flores.

Permaneció así largo rato, con los ojos fijos en el techo verde y centelleante de los frondosos robles. «Jeremy… Jeremy…». Se puso boca abajo y hundió los dedos en la tierra húmeda. «Oh, Jeremy…».