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—¡Una más, Ads! ¡Por favor! —Grace sostenía la cuchara delante de los labios de su hermana, pero Ada apretaba los labios obstinada—. Solo una, Ads, hazlo por mí.

Ada apartó la cabeza y se acurrucó de nuevo en el canapé, la mejilla apoyada en el respaldo, envuelta en el chal, el rosa, verde y color coñac que Simon le había regalado cuatro años atrás. Desde entonces los colores se habían apagado y el tejido ya mostraba zonas brillantes por el uso.

Grace reprimió un suspiro y dejó la cuchara sobre la bandeja con el plato de sopa por terminar y los restos del pudín del que Ada solo había probado dos cucharaditas. Ada parecía comer lo justo para no morir de hambre, pero solo líquidos y purés, como si siempre tuviese dolor de garganta. Desde hacía meses, concretamente desde aquel día de febrero en que Grace había hecho el equipaje de ambas y dispuesto que fueran a recogerlas, interrumpiendo los estudios de Bedford en mitad del segundo trimestre. Había subido al tren que las llevaría a casa con su impasible hermana de la mano.

—¿Tienes frío? —Como Ada asintió, añadió—: ¿Quieres que ponga más leña?

—Prefiero que me abraces —respondió Ada con voz apagada.

Grace se descalzó y dobló las piernas, se estrechó contra la espalda de su hermana y la rodeó con los dos brazos. Le acarició el deslucido cabello, que esa mañana le había recogido en una trenza, y las mejillas, mientras Ada miraba con ojos vidriosos por la ventana. Era un día gris de octubre. El oscuro cielo se había tendido pesadamente sobre los árboles, trayendo un viento que había arrancado las últimas hojas marrones de las ramas y ahora las arrastraba por el césped. En el regazo de Ada se oía un ronroneo. Sal, el gato blanco con motas grises que Ada había ido a buscar el verano pasado a casa de los Jenkins, disfrutaba de las caricias de Ada. La más vivaracha Pip, su adversaria, que en realidad se llamaba Pimienta por su pelaje gris, negro y blanco, deambulaba por algún lugar de la casa, y Henry jadeaba junto a la chimenea, dentro de su cesto, más viejo a esas alturas, pero la mayor parte del tiempo tan travieso como cuando era cachorro.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Ada y humedeció el dedo de Grace. Esta se la secó y luego besó a su hermana en la nuca. Le dolía el alma de ver lo mucho que sufría y no saber cómo aliviarla.

«Jeremy». El recuerdo la atravesó como una estocada y Grace apretó los dientes. Todavía no era momento para sus lágrimas, para su propio dolor. No mientras Ada la necesitase, y Stephen. No mientras el coronel y su madre tuviesen tantas preocupaciones con sus hijos. Las lágrimas de Grace tendrían que esperar hasta la noche. Hasta que estuviese acostada y diera rienda suelta a su llanto.

—¿Me llevas a la cama? —susurró Ada.

—¿Tan temprano? —murmuró Grace, dándole un beso junto a la oreja.

—Pero estoy cansada.

Grace se incorporó, la ayudó a levantarse y la acompañó a la habitación. Con el gato en brazos, Ada arrastró los pies apoyada en Grace escaleras arriba. «Como una vieja», pensaba Grace a veces entristecida. En la habitación, como si en cambio su hermana fuese una niña pequeña, la desvistió y le puso el camisón. Cada vez se asustaba al ver lo delgada que estaba, cómo los huesos de las caderas, las costillas y los omóplatos sobresalían bajo la delgada piel. Ada se metió bajo las mantas y cerró los párpados. Sal se acomodó como una bola de pelo en la curva de su brazo y Grace se quedó sentada en el borde de la cama, los dedos de su hermana entrelazados con los de ella, hasta que la respiración profunda y regular de Ada reveló que se había dormido.

Grace salió de puntillas y cerró la puerta con sigilo. Entonces se apoyó en la pared del pasillo y respiró profundamente. Alzó la vista al oír unos pasos rápidos que subían por la escalera. Era Lizzie, con una sonrisa dichosa en su rostro de mejillas sonrosadas.

—¡Miss Grace! ¡Oh, miss Grace!

—Chiss —susurró llevándose el dedo a los labios y fruciendo el ceño. Escuchó con atención a sus espaldas, pero en la habitación de Ada reinaba el silencio. Se dirigió hacia Lizzie.

—Tiene visita, miss Grace —cuchicheó la sirvienta, emocionada, mientras descendían la escalera—. ¡Abajo en el salón!

—¿Quién es?

—No se lo puedo decir, miss Grace… ¡Es una sorpresa! ¡Ya lo verá! —Los ojos de Lizzie brillaban de alegría.

«¡Jeremy!», fue lo primero que se le ocurrió, pero al momento pensó que estaba loca y su cuerpo tembló.

La visita se volvió cuando oyó sus pasos por la escalera. Llevaba el pelo más largo y con reflejos dorados por el sol, hasta el cuello de la camisa, y vestía chaqueta y chaleco gris. Los ojos parecían de un azul más oscuro en el rostro tostado, más delgado y anguloso. De pronto esbozó una creciente sonrisa, con los juveniles hoyuelos más marcados que antes.

—¡Len! —Grace rompió en sollozos, se recogió las faldas y se apresuró, tropezó y casi se cayó, bajó los últimos escalones dando saltitos y aterrizó en los brazos de Leonard—. ¡Len! ¡Oh, Len! ¿Por qué no has escrito avisando que venías?

—No quería perder tiempo, no llevo ni veinticuatro horas en Inglaterra. He dado los buenos días en casa, he dejado mis cosas y sin más he corrido hasta aquí. —Casi la ahogaba de lo fuerte que la abrazaba. Ella se separó solo lo suficiente para poder tocarle los hombros, los brazos y el rostro.

—¿Estás bien? —El ceño de Grace se frunció al advertir una cicatriz entre la mejilla y la sien, cuya palidez resaltaba en la piel bronceada, y pasó la punta del dedo por encima de ella.

—No es tan malo como parece —respondió él divertido—. Solo fue un arañazo. —Su sonrisa se desvaneció; se puso serio y emocionado mientras la contemplaba y volvió a estrecharla entre los brazos, acariciándole la espalda—. Ahora estoy bien, bien de verdad. —La soltó y la estudió con la mirada—. ¿Cómo estás tú? —Grace calló, se mordió el labio inferior y se encogió de hombros—. ¿Y Ada? —Los ojos de Grace se humedecieron—. ¿Y Stevie? —Grace inclinó la cabeza—. ¿Puedo verlo?

Ella asintió.

—Está en la biblioteca.

Cogidos del brazo cruzaron el salón, giraron por el pasillo, pasaron junto al salón donde antes Grace había intentado que Ada comiese un poco más y junto a la habitación de música, cuyo piano llevaba largo tiempo callado.

Con cautela, Grace entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

—Hola, Stevie. ¿Adivinas quién ha venido? —Abrió del todo y entró con Leonard.

En los armarios de pared, que se alzaban hasta el techo de estuco blanco, se alineaban los lomos de los libros, amarillo mostaza, verde ruso, marrón capuchino y azul índigo, negro y rojo azafrán. El típico olor polvoriento de los libros casi había desaparecido bajo el denso aroma varonil de un agua de afeitado que flotaba en la habitación. Stephen estaba sentado al escritorio, de espaldas a la pared, con una pila de libros a un lado y un tomo abierto delante. Levantó la vista. De constitución delgada, ahora se le veía casi descarnado, las mejillas hundidas y demacrado, los pómulos afilados y un brillo insano en los ojos oscuros.

—Hola, Len. Así que has vuelto. —También su voz había cambiado, ya no se apreciaba nada de su anterior dulzura e inseguridad. Sonaba seca como un hueso, casi cortante.

—Hola, Stevie. Desembarqué ayer en Portsmouth con el regimiento.

Stephen asintió circunspecto, sin sonreír. A ambos lados de la boca se le habían formado profundas arrugas.

—Mis felicitaciones tardías por el ascenso… señor comandante.

—Gracias, Stevie. Aunque eso no signifique nada especial para mí.

—Pero bueno, ¿qué actitud es esta? —repuso Stephen irónico. Retiró las manos de la mesa y las colocó sobre las ruedas de la silla, se retiró un poco hacia atrás y luego rodeó el escritorio para acercarse a Leonard y su hermana—. Debe de ser fantástico llegar a casa como un héroe. Y con las dos piernas sanas. —Se acercó tanto con la silla de ruedas a Leonard, que este dio un rápido paso atrás y contuvo la respiración cuando le alcanzó un ramalazo del especiado y fuerte olor que Stephen emanaba—. Si me disculpáis, creo que es hora de que me limpien.

Se dirigió hacia la puerta en la silla de ruedas, pero calculó mal la distancia, involuntariamente o por malicia. La silla golpeó contra el marco de la puerta y dejó una fisura. No era la primera: la madera presentaba en ambos lados rozaduras y mellas. Leonard fue a ayudarlo, pero Grace se lo impidió con un gesto de la cabeza. Stephen retrocedió unos centímetros, maniobró con la silla algo más a la izquierda y a la segunda embestida salió por la puerta y enfiló el pasillo. «¡Señora Meyers! ¡Tiene trabajo!», lo oyeron gritar.

—Grace, qué ha querido decir con…

—Cierra la puerta —pidió Grace, y fue a sentarse en una butaca junto a la ventana. Se frotó la cara y luego cruzó las manos en el regazo.

Leonard cerró la puerta, se aproximó a ella, se arrodilló delante del asiento y la miró desde abajo.

—¿Grace?

El labio inferior de la joven tembló y de sus ojos brotaron lágrimas. Titubeaba, como si le resultara muy difícil hablar.

—No es solo que Stevie ya nunca más volverá a andar, lo que ya es suficientemente horrible. También ha perdido… ha perdido el control sobre el intestino y la vejiga —explicó con voz ahogada—. Lleva pañales como un bebé. Hemos contratado a dos asistentas que se alternan para ocuparse de él y aliviar las tareas de mamá.

—¡Dios mío! —Leonard, sobrecogido, le acarició el cabello.

—Y Ads… —respiró con dificultad—. Ads ha perdido la ilusión de vivir; en lugar de mejorar, cada vez parece empeorar. Por si eso fuera poco —una sonrisa amarga cruzó su rostro—, mis padres solo se hablan lo necesario. Se culpan mutuamente por el estado de Ads y Stevie. Mamá ha abandonado incluso el dormitorio conyugal. —Miró a Leonard con ojos anegados en lágrimas—. No sé qué más puede pasar, Len. Y yo… yo no hago más que pensar en lo felices que éramos el verano de cuatro años atrás, y que no ha quedado nada, absolutamente nada de él. —Se llevó las manos a la cara y rompió a llorar.

Leonard se puso de rodillas y la estrechó contra su pecho mientras ella se desahogaba. La meció en sus brazos, susurrándole palabras de consuelo. Grace se alegraba mucho de que él estuviera ahí, de que alguien le ofreciera un hombro sobre el que llorar, en lugar de ser ella quien siempre consolase a los demás.