Lincoln, 23 de mayo de 1885
Estimada miss Norbury:
El Ministerio de la Guerra me ha comunicado que han dado por desaparecido a mi hijo Jeremy desde la batalla de Abu Klea, el 17 de enero de este año. Oficialmente se desconoce cuál fue su destino.
Me han envidado las pertenencias que dejó en El Cairo antes de que su regimiento partiera hacia Jartum. Entre ellas se encuentran numerosas cartas con su dirección, las cuales le hago llegar con la presente. Naturalmente, no las he tocado. Sin embargo, descuidadamente abrí el libro de poemas y leí la dedicatoria que escribió usted a mi hijo. Espero no ofenderla con ello, y adjunto también el libro a mi misiva.
Aunque ya ha transcurrido mucho tiempo desde nuestro encuentro en el desfile de Sandhurst, pienso a menudo y con agrado en aquella ocasión. Puesto que supongo que entre usted y mi hijo había un vínculo especial, deseo hacerle saber que estos días mis pensamientos la acompañan.
La incluyo a usted y su familia en mis oraciones. Y ruego al Señor que les devuelva ileso a su hermano.
Afectuosamente suya,
SARAH DANVERS
Con las manos enlazadas a la espalda, Royston se paseaba por la terraza de Givons Grove, ida y vuelta de un extremo a otro, ambos rematados por enormes grifos apoyados sobre podios de piedra. Al final se obligó a detenerse y contemplar el jardín con su cercado de ladrillos rojizos, en esos días de julio totalmente florido. El sol de principios de la tarde hacía brillar el rosa pálido, el fucsia y el blanco nieve, el rojo turco y el amarillo canario de las flores, y en los árboles trinaban los pájaros.
Royston todavía no se había acostumbrado a estar de nuevo en Inglaterra. Todo le resultaba ajeno, como si hubiera permanecido un siglo fuera y no solo cuatro años. Lo reconocía todo, recordaba detalles, pero todo le resultaba lejano, distante, como si estuviera mirando fotografías coloridas y no la realidad. Incluso Givons Grove, donde había pasado siete veranos de su vida, le resultaba extraño, y también lady Grantham, que le había dado una bienvenida tan cariñosa antes de pedirle que esperase en la terraza y servirle un té. Buscó en el chaleco de su traje marrón, sacó el reloj de bolsillo y lo consultó. Tres cuartos de hora de espera… ¿Significaría algo? No, probablemente no. Cecily habría cambiado tres veces de opinión sobre qué ponerse; era algo propio de ella. Royston esbozó una leve sonrisa divertida y llena de ternura. Cerró la tapa del reloj con un chasquido y volvió a meterlo en el bolsillo. Luego se pasó la mano por aquel traje que durante cuatro años había estado bien guardado en el cuartel de Chichester. Ya no se le ajustaba bien, pues las medidas con que lo habían cortado se habían agrandado. Con el hambre y la sed, el tormento sufrido con las marchas, las cabalgadas, el calor y la guerra, Royston había adquirido una fibrosa delgadez que no era de su agrado. Se sentía como un junco oscilante y desde luego habría preferido tener más peso y los pies firmemente anclados en el suelo, como antes. Para la transición se haría confeccionar nuevos trajes. Para la transición a una vida normal. «Capitán Royston Ashcombe», se leía en el pergamino de Chichester. Estaba decidido a enterrarlo en el rincón más profundo del armario y no volver a sacarlo nunca más, como la espantosa condecoración con los nombres y fechas de las batallas grabadas. Un símbolo de una etapa de su vida que prefería olvidar. O fingir que no había sucedido.
—No mires atrás, chico —musitó—. ¡Debes mirar al frente!
—¿Desde cuándo hablas solo? —preguntó una voz risueña a sus espaldas, y él giró sobre los talones—. ¡Hola, Royston!
Él tuvo que achicar los ojos, deslumbrado por aquella belleza. Piel clara como la nata, cabello rubio plateado, ojos grandes que recordaban fríos y claros lagos de montaña, y un vestido de seda azul pálido.
—¡Sis! —Se acercó presuroso a ella, la levantó en volandas y la hizo girar en el aire varias veces.
—¡No, bájame! —exclamó ella entre risas, y él la depositó de nuevo en el suelo, la estrechó fuertemente contra sí y apretó la boca contra su pelo, su sien, su mejilla, aspirando el aroma a lirio de los valles.
—Dios mío, Sis, cuánto te he echado de menos —susurró entre jadeos que amenazan con convertirse en sollozos—. El tiempo no pasaba sin ti.
Quiso besarla en la boca, pero ella apartó la cabeza, puso las manos contra su pecho, se volvió y no dejó de agitar los brazos hasta que él la soltó, aunque la retuvo sujetándole las manos.
—Estate quieto —le regañó riendo—. Como alguien nos vea…
—Pues antes eso no te molestaba —replicó sonriente, y la soltó.
Ella se acercó a la mesa y se ocupó de la tetera.
—¿Quieres una taza…? ¡Ay, si ya tienes! —Se sirvió y tomó asiento.
Royston acercó su silla a la de ella y se sentó a su vez. Tomó la mano de la joven entre las suyas, le acarició los dedos, el anillo de ópalo y diamantes, la acercó a su rostro y la besó, apoyó la mejilla en ella, en aquella palma tan suave y delicada como las hojas del jazmín.
—Oh, Sis —musitó—, cuánto añoraba volver a verte. Sentirte. No habría podido soportarlo sin tu recuerdo.
Ella le lanzó una breve mirada y liberó la mano para coger el azucarero.
—No digas tonterías. Por cierto, mis condolencias por la muerte de tu padre.
El comentario le sentó como un puñetazo en el estómago y sus rasgos se endurecieron. Apoyó los antebrazos en los muslos, bajó la cabeza y entrelazó las manos.
—Gracias.
A principios de marzo habían llegado derrengados al campamento de Korti y allí le esperaba un telegrama y cartas de su madre y sus hermanas que le informaban sobre los detalles y también sobre lo que había que arreglar y sobre cómo iban a proceder con la propiedad en Ashcombe House. La muerte del conde y la consiguiente sucesión del título le habían permitido licenciarse antes del ejército. Y pese a ello, hasta julio no había vuelto a Inglaterra.
—¿Ya has podido familiarizarte con tus nuevas obligaciones?
Royston Nigel Henry Edward Ashcombe, vizconde Amory, noveno conde de Ashcombe. Necesitaría de tiempo para acostumbrarse a ello.
Hizo un gesto negativo y cogió su taza de té ya frío.
—Todavía no he ido a casa.
—¿Cómo dices? —Cecily se quedó mirándolo pasmada—. Te dejan volver antes, mientras mi hermano se queda valientemente en El Cairo y todos tememos que lo envíen a la próxima guerra, ¿y tú ni siquiera te preocupas de tu herencia?
Pese a que la misión en Sudán se daba por fracasada y habían dispuesto el regreso de la mayor parte de las tropas, eso no significaba el final de la ofensiva para todos los regimientos. Uno de ellos, acuartelado en Qasr al Nil, estaba a la espera de ver cómo evolucionaban las tensas relaciones entre Gran Bretaña y el imperio de los zares. Después de que la ofensiva rusa en Afganistán fuera considerada una amenaza para las fronteras septentrionales de la India británica, la tirantez entre ambas grandes potencias se había agravado. Si el conflicto se calentaba más de lo previsto y desembocaba en una guerra, el regimiento Royal Sussex sería uno de los primeros despachados a Afganistán.
Royston notó surgir una cólera tenaz.
—Ashcombe House dispone de competentes administradores y no puede decirse que lady E viva apartada de este mundo. El patrimonio no se verá perjudicado si llego unas semanas más tarde. Sabe Dios que no soy ningún santo, Sis, pero para mí era más importante no dejar solo a Stevie. Acompañarlo a casa. Es lo menos que podía esperar de mí como su amigo, igual que los Norbury.
—¿Cómo está? —preguntó Cecily con una dulzura y cautela impropias de ella.
Royston frunció el ceño mientras jugueteaba con la cucharilla de té y endurecía la mandíbula.
—No está bien —respondió—. No se trata solo de las lesiones físicas. Stevie… En Sudán, algo en la mente de Stevie dejó de funcionar. —Se reclinó en el respaldo y cruzó las manos detrás de la cabeza, mirando el jardín con la frente arrugada—. Esa maldita guerra… —murmuró, y sonó tan cansado como furioso—. No pasa día en que no desee que pudiésemos retroceder cuatro años. —«Stevie, Simon, Jeremy». El dolor, siempre presente, golpeó con más fuerza e intensidad, así que Royston volvió a inclinarse hacia delante y acarició con los dedos el brazo de Cecily—. Hablemos de algo más bonito… ¿Has pensado ya la fecha de nuestra boda?
Cecily bebió un sorbito de té y evitó su mirada. Dejó la taza despacio sobre la mesa, se enderezó en la silla y apoyó las manos en su regazo, un gesto que aparentó al mismo tiempo inocencia y reserva.
—Lo siento, Royston, pero ya no puedo casarme contigo.
Él se quedó boquiabierto. Entonces arqueó una ceja y en su boca apareció una sonrisa de incredulidad.
—Sis, si se trata de una de tus bromas, ahora mismo no me hace mucha gracia.
Los ojos de Cecily se abrieron.
—No es una broma. Lo digo en serio, Royston.
—Pero… ¿por qué, Sis? —Royston se sentía como un bloque de piedra, rígido y frío, pero algo en él temblaba de pena, algo pequeño, tierno, como una plantita azotada por un viento inclemente.
Cecily apartó la mirada y se arregló los volantes de la manga.
—Por tu padre —fue la tenue respuesta—. Corre el rumor de que posiblemente no se trató de un accidente de caza.
Un tic hizo vibrar un ojo de Royston. En los círculos de los Ashcombe un suicidio provocaba un enorme escándalo, y para la Iglesia era un pecado mortal. Por eso lady Evelyn, el hermano de Royston y sus hermanas se habían puesto de acuerdo en dar la versión oficial de que se había tratado de un accidente, sobre todo para que el conde recibiera cristiana sepultura, y también lord Basildon y lord Osborne habían apoyado en este sentido a la familia de su suegro. El conde ya estaba enterrado antes de que Royston se enterase de su muerte, pero no habría actuado de otra manera si él hubiese tenido que tomar una decisión al respecto.
Se aferró a una pálida chispa de esperanza.
—Si son tus padres los que ponen objeciones por ese motivo, estaré encantado de hablar con…
—No, Royston. Es decisión mía. Seguro que puedes entender que yo no quiera formar parte de una familia con ese estigma.
Royston se esforzaba por conciliar esas palabras con la muchacha a la que conocía y amaba desde hacía tanto tiempo: Cecily, la amazona temeraria y la alegre y entregada bailarina; Cecily, que tras un baile en una bulliciosa fiesta privada le había cogido la petaca e incluso el cigarrillo. No lo conseguía.
—Sis. —Le tendió la mano abierta, con la palma hacia arriba, casi suplicante—. Pero nosotros nos amamos.
Vio desvalido que ella se sacaba el anillo del dedo y lo dejaba sobre la mesa.
—Has estado mucho tiempo fuera, Royston. Ya no queda mucho de lo que sentía por ti. Considera roto nuestro compromiso.
Cecily se levantó, apoyó las manos en los hombros del joven y se inclinó para darle un beso en la frente. «El beso de Judas», pensó Royston, desolado.
—Que te vaya bien, Royston. Seguro que encuentras una mujer que encaje mejor contigo. —Le pellizcó las mejillas, como se hace con los niños que están tristes por una nimiedad.
Al marcharse, se volvió una vez más.
—Por cierto, Royston… No intentes volver a conquistarme, no tendría sentido. Mi decisión es irrevocable.
Un dolor punzante le atravesó el pecho y se temió lo peor. Se llevó la mano al corazón, pero este palpitaba con fuerza y regularidad, como siempre. Royston no sufría de ninguna dolencia cardíaca, por supuesto, pero ya no era tan fuerte como antes. Estaba gastado y maltrecho por toda la muerte y crueldad que había presenciado, por tantos esfuerzos inútiles. Castigado por la pena. Por aquellos momentos de desesperación cuando había intentado proteger a Stephen, herido en el suelo, de los furibundos derviches, y tenía miedo de no ser lo suficientemente fuerte ni rápido. Y luego el alivio cuando la guerra concluyó. Un alivio que desapareció cuando Stephen no fue capaz de ponerse en pie y Royston tuvo que dejarlo en la camilla de los sanitarios. Y después, mucho después, ya de vuelta en Korti, en el hospital de Qasr al Nil en El Cairo, cuando se supo la magnitud de las heridas de Stephen y los médicos ingleses desecharon cualquier esperanza de mejora. Y el terrible dolor que sintió cuando encontró a Leonard al lado del campo sembrado de cadáveres de Abu Klea. Len, de rodillas en el suelo, llorando y apretando contra sí el cuerpo sin vida y ensangrentado de Simon. Royston había llevado el cuerpo de Simon en sus propios brazos hasta donde enterraban los muertos; Simon, que tan pesado era, tan conmovedoramente pesado para ser un tipo tan menudo. Lo había depositado cuidadosamente en el suelo, le había cerrado los ojos y cruzado los brazos encima del pecho, y junto con Leonard había reunido piedras para cubrirlo, y no se había avergonzado de las lágrimas que derramó. Después había vagado durante horas por el campo de batalla buscando a Jeremy, a quien Leonard había perdido de vista solo un momento, cuando ambos se habían precipitado en auxilio de Simon; solo un momento, y desde entonces nadie había vuelto a ver a Jeremy. Royston y Leonard habían apartado y empujado cadáveres a un lado y otro buscando desesperadamente al amigo, hasta que los comandantes los llamaron con los silbatos.
El corazón de Royston lo había soportado todo, incluso el shock provocado por la muerte de su padre en Devon, el duelo, la pregunta de si el conde tal vez habría actuado de otro modo de haber estado él en casa por Navidad. Pero por todo eso su corazón se había hecho más vulnerable y más frágil. Royston lo había aguantado todo porque al final del camino estaba Cecily esperándolo. Pero ahora, ahora su corazón magullado ya no aguantó más y se rompió. Notó cómo se le partía en pedazos.