En la oscuridad de la nada volvió a encenderse la chispa de la conciencia en Jeremy, llameó, se avivó y poco a poco se fue tornando más clara, con jirones de recuerdos que retumbaban dolorosamente y le atormentaban con sus pulsaciones. «Disparos… El fragor de la batalla, los gritos de dolor… Lanzas y espadas destellando al sol… Simon, Len, Royston, Stevie… Sangre, sangre por todas partes…». Tenía la lengua como un trapo reseco pegado al paladar. «No puedo respirar». Un peso abrumador le aplastaba el tórax y apretaba su cuerpo contra el duro suelo. El aire, que olía a metal y sabía a dulzona putrefacción, parecía llegar a duras penas a sus pulmones. «No puedo respirar…». Abrió de golpe los párpados ardientes, pero solo vio oscuridad, y su corazón se saltó un latido. «Enterrado… estoy enterrado vivo». Palpó con las manos alrededor, notó la arena fina y los granos de piedra. Tocó algo envuelto en tela, algo blando y al tiempo sólido. «Extremidades… Cadáveres… Estoy enterrado vivo…».
Jeremy apretó los dientes, esforzándose por reprimir una oleada de miedo cerval. «Tengo que salir de aquí». Hincó los dedos en el suelo y tensó todos sus músculos, intentando deslizarse. No se movió ni un centímetro. Afianzó más los dedos y se desplazó una pizca. Se detuvo tosiendo y tanteó con los dedos, empujó con la puntera de las botas y pudo arrastrarse un poco más. Otro poco. Otro. Era un esfuerzo físico enorme que parecía durar horas. Sus pulmones se dilataron aliviados cuando de pronto aspiraron aire, auténtico aire y enviaron renovadas fuerzas al maltratado cuerpo. Gimiendo, Jeremy fue abriéndose paso, ahora también con los codos y las rodillas, avanzando bajo aquel peso descomunal.
Respirando con dificultad permaneció tendido, se enderezó a medias y con fatiga, se giró. La luz macilenta de las estrellas perfilaba sombras y siluetas más claras. Jeremy necesitó unos segundos para comprender: aquello era una montaña de cadáveres, bajas del Mahdi, docenas que yacían tal como habían sido abatidos, y él había quedado enterrado debajo de ellos. Se palpó las extremidades y el cuerpo. No parecía haber sufrido heridas graves. Por lo visto había tenido una suerte inmensa. Recordó. «Abu Klea. La batalla. Simon». Una batalla en la que él había recibido lo suyo. Se tocó la sien, rozó la sangre seca y un bulto que le dolió horrores al palparlo. Siguió deslizando la mirada por aquella montaña de cadáveres y cadáveres, hombres y animales. Se enderezó gimiendo y consiguió ponerse en pie, vaciló y conservó el equilibrio. Cuánto tiempo habría estado ahí tendido. Probablemente horas. Echó la cabeza atrás y miró a las estrellas. «Estoy vivo de milagro», se dijo. ¿Y dónde estaban los demás? ¿Sus hombres del Royal Sussex y el resto de las tropas? ¿Simon y Stephen, Royston y Leonard?
Se sintió perdido en un lugar abandonado de la mano de Dios, como el último superviviente del apocalipsis. Hasta que creyó percibir un susurro y escuchó atentamente. A sus espaldas oyó un crujido y se dio media vuelta. Se sobresaltó al ver unas figuras deslizándose por el campo de cadáveres, túnicas plateadas a la luz de la luna, manos, rostros y pies tan oscuros que se desdibujaban en la oscura noche. Antes de que pudiese escapar, lo descubrieron y lo rodearon. Buscó sus armas, pero salvo un puñado de cartuchos en el bolsillo, no tenía nada más, ni espada ni revólver.
Lentamente, alzó las manos.
—Amin —logró graznar con la garganta reseca, la boca áspera como un pergamino—. Amin… Paz.
Alcanzó a distinguir la sombra de un fusil abalanzándose hacia él, luego volvió a sumergirse en la oscuridad.
Un dolor penetrante lo arrancó de la inconsciencia. Algo duro le había alcanzado encima de la cadera y soltó un grito. Era un dolor distinto al del escozor en las muñecas, el desgarro de los hombros y las rozaduras de la espalda. La luz del sol se clavó como un puñal ardiente en su retina. Sobre él oscilaba la delgada cola de un camello recortado contra el cielo cristalino, los cuartos traseros se balanceaban rítmicamente y con cada paso que daba las pezuñas del camello pasaban junto a la cabeza de Jeremy. La cuerda que le maniataba las muñecas iba atada a la silla del camello que lo arrastraba por el desierto. La arena y las piedras ya le habían desgarrado la chaqueta del uniforme, desgastado la camisa que llevaba debajo y desollado algunas partes de la espalda. Los granitos de arena y su propio sudor le provocaban escozor en las heridas, y además estaban las numerosas contusiones provocadas por las piedras por las que se desplazaba su cuerpo a sacudidas. Notó que el camello reducía la marcha y que al final se detenía. Logró ponerse de lado para que no lo aplastara el cuerpo del animal cuando se arrodilló. Tembloroso, se acuclilló y se puso en pie tambaleándose. Algunos derviches se acercaron a él, rectángulos de colores en sus túnicas y sonrisas de un blanco deslumbrante en las caras oscuras. Jeremy se encogió cuando vio sus rifles colgados, pero parecían amistosos y reían, incluso le acercaron un recipiente de agua a los labios agrietados y él bebió con avidez hasta que sintió el estómago a punto de reventar. Hablando rápidamente una lengua que no era el árabe, aunque de entonación similar, le daban palmadas en los hombros y le pusieron un trozo de pan ácimo en las manos atadas. Arrancó ávido con los dientes grandes trozos, masticó y tragó, masticó y tragó, mientras los hombres se sentaban en la arena y comían y bebían. Luego volvieron a levantarse, al igual que los camellos, y reanudaron la marcha balanceándose.
Jeremy caminaba detrás, kilómetros y kilómetros por el desierto. Hasta que las botas se le soltaron y tuvo los pies llenos de ampollas y heridas. Del rostro le colgaban jirones de piel quemada, los ojos se le enrojecieron e hincharon.
En algún momento vio a su izquierda, tras una bruma, algo que brillaba: un río, quizás el Nilo. Luego fueron apareciendo chozas sencillas, luego algunas casas pequeñas de ladrillo burdo y rojizo, con sencillas aberturas como ventanas y puertas. Todo aparecía abandonado hasta que la caravana llegó a una plaza grande y candente al sol, en cuyo centro se alzaban un par de palos hundidos en la tierra, con una cubierta de palmas y unas esterillas trenzadas. Aparentemente por ensalmo, desde todos los sitios acudió una multitud de hombres, negros marfil, marrón chocolate, canela, curtidos por los años, jóvenes, adolescentes, niños, todos con ropa raída y polvorienta y con un casquete o un turbante envolviéndoles la cabeza.
Se llamaban unos a otros a gritos y se apretujaban alrededor de Jeremy, al que miraban con la boca abierta o tocaban. Los camellos se arrodillaron y uno de los hombres que lo habían llevado hasta allí desmontó y soltó la cuerda que maniataba a Jeremy, tirando de él como si fuera un animal.
Lo arrojó al suelo a la sombra de la cubierta de palmas y se sentó a su lado con las piernas cruzadas, mientras la multitud mantenía una distancia prudencial y miraba asombrada a Jeremy. Unos derviches con lanzas se acercaron acompañados de un hombre blanco. También él llevaba la vestimenta de un derviche, aunque debajo vestía unos pantalones occidentales, como los del propio Jeremy. Todavía era joven, no mayor que Jeremy, con ojos claros y un bigote curvado en un rostro ancho que concluía en una barbilla hendida y puntiaguda.
—As-salamu aleikum —saludó a Jeremy con una ligera inclinación y juntando las palmas. Jeremy conocía el saludo y la forma de responderlo, pero se mantuvo en silencio—. Bienvenido a Omdurmán, o como lo llamamos aquí: la Ciudad de los Creyentes. ¿Es usted británico? —Hablaba el inglés con un acento que indicaba que su lengua materna era el alemán. Señaló los jirones de la chaqueta del uniforme de Jeremy, y este asintió.
El blanco se sentó junto a él.
—Me llamo Rudolf Slatin. ¿Y usted?
Jeremy siguió callado y Slatin le lanzó una mirada penetrante.
—Antes era gobernador de la provincia de Darfur —explicó—. Hace un año que estoy cautivo aquí y me gano poco a poco la confianza del Mahdi. Entre otras, realizo tareas de intérprete, por lo que debo sonsacarle información sobre las posiciones de su ejército. —Como Jeremy siguió sin contestar, Slatin bajó la voz—. Le aconsejo que se muestre cooperador. Dígame hacia dónde se dirige su ejército y qué planea y yo intentaré que le dispensen un buen trato.
La mente de Jeremy, espesa y fatigada, sopesó sus posibilidades. Dada la enorme cantidad de derviches muertos que había visto en aquel macabro lugar, parecía muy probable que las tropas británicas hubiesen vencido en Abu Klea. Seguramente no llevaba mucho tiempo inconsciente cuando los derviches lo habían capturado. Así pues, los hombres de Wolseley todavía no debían de estar demasiado lejos en su marcha hacia Jartum. No obstante, en cuanto hubiesen liberado la ciudad seguramente también desplegarían tropas en un amplio entorno que alcanzaría a Omdurmán. En cuanto a él, seguramente resistiría unos días o unas semanas allí. Así que sacudió la cabeza negando con vehemencia. La mirada de Slatin se endureció.
—Con esta actitud no sobrevivirá mucho tiempo aquí. Se lo pregunto por última vez: ¿dónde se encuentran las posiciones británicas y cuál es su misión?
—No lo sé —susurró Jeremy con voz ronca—. Eso lo deciden los comandantes. A los de rango inferior nos informan de sus planes en el momento de emprenderlos, y a veces ni siquiera eso.
—Le aseguro que su respuesta no satisfará al Mahdi. —La boca de Slatin, bajo el bigote arqueado, se convirtió en una delgada línea.
Jeremy entornó los ojos inflamados.
—No tengo otra.
Los derviches que habían llegado con Slatin se inquietaron, y cuando el intérprete alzó sus ojos claros hacia ellos, Jeremy percibió su miedo. No obstante, cuando se volvió de nuevo hacia Jeremy, la mirada era fría, casi arrogante.
—Bien. Entonces así lo transmitiré al Mahdi. —Se levantó y añadió en voz baja—. En caso de que en los siguientes días sobreviva, le aconsejo que mande llamarme y me diga que apoya la empresa del Mahdi y que le jura fidelidad. Que quiere convertirse al islam porque reconoce que la fe en Alá es la única religión auténtica. Tal como he hecho yo.
Jeremy nunca había sido especialmente creyente, así que no tomó en consideración la sugerencia de Slatin. Había nacido cristiano y crecido en un mundo cristiano, y también moriría cristiano. Además, nunca se convertiría en un partidario del Mahdi, ni siquiera en apariencia. No después de todo lo que había visto en ese país.
—Olvídelo —farfulló Jeremy.
Sin responder, Slatin se marchó acompañado de los derviches, tal vez sus escoltas o tal vez sus vigilantes.
Durante un rato no ocurrió nada, hasta que de pronto llegó toda una tropa de derviches a la plaza, armados con espadas y lanzas, y cuya furiosa mirada no auguraba nada bueno. Uno de ellos vociferó órdenes en su lengua y cuatro hombres se abalanzaron sobre Jeremy. Dos lo cogieron por los codos y lo levantaron; el tercero lo desató, mientras el cuarto permanecía con la espada desenvainada. Lo arrastraron fuera de la sombra, exponiéndolo al intenso sol, donde esperaban otros dos derviches con un cubo lleno de agua, una soga y unos maderos. Con rudeza le juntaron las manos, las palmas hacia abajo y las rodearon con la soga; pasaron un madero por la soga y lo giraron para que las muñecas de Jeremy quedaran fuertemente atadas. Luego uno de los hombres cogió el cubo y vertió agua sobre la soga, que enseguida la absorbió y se hinchó. Empezó a escocerle y Jeremy apretó los dientes. Tosió con los ojos húmedos cuando el dolor aumentó y se fue haciendo casi insoportable porque la soga cada vez se ceñía más fuertemente. Sintió con horror cómo sus manos empezaban a latir y sentían punzadas como de agujas y luego iban perdiendo la sensibilidad. «¡Las manos no! ¡Las manos no! ¡No quiero volver a casa mutilado! ¡No quiero ser un lisiado como mi padre! ¡Las manos no!».
Los curiosos que antes habían guardado las distancias, se aproximaron. Unos empezaron a gritar y otros les imitaron, hasta que los gritos se volvieron delirantes. Unos destellos cegaron a Jeremy. Eran espadas y lanzas que danzaban ante sus ojos en medio de las voces de sus guardianes. «No mires», se ordenó, pero cuando cerró los ojos el dolor de las manos se agravó. Sintió que los dedos se atrofiaban de dolor. «Piensa en otra cosa. Piensa en algo bello. Piensa en Grace… Grace, Grace…». La vio delante, con su cabello claro, sus ojos castaños, sonriéndole, y oyó su voz: «Jeremy. Estoy contigo, Jeremy». Olió su aroma a hierba fresca y a primavera. Eso no disipó el dolor ni el miedo, pero los hizo más soportables.
El encanto se deshizo cuando lo arrastraron por la plaza. Abrió los ojos y vio tres estructuras de madera más altas que un hombre. Cada una se componía de dos postes clavados en el suelo y un tercer palo perpendicular encima, del cual colgaba una soga con un nudo corredizo en el extremo.
Tal vez fueran imaginaciones suyas, tal vez la realidad, pero los sonidos que la muchedumbre rabiosa que le conducía al patíbulo emitía iban formando una palabra inglesa: «¡Muerte! ¡Muerte! —creyó oírles repetir—. ¡Muerte! ¡Muerte!».