30

Royston corrió inclinado por las piedras. Se encogió cuando una bala pasó silbando junto a su oreja y a continuación otra. De un salto cayó sobre el vientre junto a Jeremy y Leonard, quien sonrió contenido.

—Válgame Dios —jadeó Royston, acurrucándose—. ¿A qué están esperando los distinguidos caballeros oficiales? ¿Por qué no ordenan de una vez el ataque?

—La voluntad y la sabiduría de los comandantes son insondables —contestó Leonard, y el tono bromista de su voz estaba socavado por un cinismo mordaz.

Jeremy miró por encima del precario muro de cajas y sacos. El wadi se apartaba de ellos como una cinta ancha de arena bajo el amarillo sol matutino, matizado por el verde mate de los árboles bajos, frondosos y suaves como plumeros. Entre ellos crecían acacias aisladas con sus espinos blancos y arbustos. El cauce seco del río estaba empotrado en un erial oscuro, apergaminado y escamado, casi como un lago helado, y rodeado de peñascos áridos iguales al que habían pasado el día anterior. No por el desfiladero, como habían planeado en principio, pues los centinelas habían divisado en los peñascos grupos de derviches emboscados allí, sus túnicas de un blanco cegador contra la piedra oscura y las lanzas emitiendo destellos al sol. Habían cabalgado por una colina, un ascenso fatigoso por cantos rodados y rocalla y un descenso no carente de riesgo por el otro lado hacia el valle de Abu Klea. Les habían quedado tres horas de luz diurna; pocas para lanzar una ofensiva pero suficientes para montar una zariba, un campamento protegido con arbustos espinosos que arrancaron. Luego acarrearon piedras y rocas y las amontonaron formando muretes, y puesto que en los alrededores escaseaban las piedras, tuvieron que recurrir a todo el equipo que llevaban.

Los ojos de Jeremy se estrecharon al otear la lejanía del valle, allí donde se difuminaba en un claro marrón grisáceo y al final se fundía con el cielo polvoriento suspendido sobre el Nilo. Lograba divisar tiendas y estandartes verdes y blancos ondeando al viento: las posiciones del enemigo, claramente reconocibles por el destello de los cañones y las nubecillas de humo que se formaban cada vez que un arma disparaba hacia ellos. Allí se encontraban los pozos de Abu Klea. Su cuello se contrajo en el movimiento de tragar saliva. El agua estaba severamente racionada y todos tenían sed. El que se diera la orden de ataque era cuestión de horas, a más tardar cuando las reservas de agua estuvieran agotándose y tuvieran que luchar para abrirse camino hasta los pozos. Sin embargo, podían tardar mucho tiempo hasta llegar allí. Pese a todo, el zumo de limón que se repartió para mitigar la sensación pastosa entre el paladar y la lengua fue de ayuda.

Jeremy volvió la cabeza y miró una colina por encima de los puestos de los comandantes, sobre la cual también los derviches habían levantado una trinchera fortificada. Mientras los británicos habían montado y asegurado provisionalmente el campamento, el ambiente había sido bueno, relajado y animado, como en el campamento de una escuela de jóvenes, y los hombres habían limpiado, pulido y comprobado sus armas entre risas y bromas. Sin embargo, el primer tiro que les dirigieron por la tarde acabó de golpe con el buen ambiente. Les dispararon hasta la noche y hubo bajas. La respuesta en forma de cañoneo de la artillería había garantizado la calma hasta la oscuridad, pero en cuanto se encendió una luz abajo en el campamento, se reinició el fuego. En el hospital de campaña hubo que interrumpir la operación que se estaba practicando a un camellero y posponerla hasta el día siguiente, porque el resplandor de una lámpara había provocado una nueva descarga desde las posiciones enemigas. Fue una larga noche, oscura y sin luna; una noche espantosamente silenciosa, solo matizada por el batir ahogado y continuo de los tambores de la selva en la lejanía, tam-tam, tam-tam-tam, irreales y lúgubres por igual, como el latido regular de una fiera salvaje al acecho. Sus cuerpos cansados reclamaron el derecho a dormir tras la cabalgada extenuante de los días anteriores, un sueño negro y pesado como el plomo y que solo duraba hasta la siguiente descarga.

Habían contado con un ataque al amanecer, pero de momento no se producía. Solo un pequeño grupo de derviches descendió bramando de una colina y fue de inmediato aniquilado por una unidad de tiradores. Las primeras horas del día transcurrieron solo con el incesante resplandor de los fuegos de infantería.

La mirada de Jeremy siguió desplazándose por el campamento, sobre los camellos apiñados en ovillos en hondonadas excavadas, hacia Stephen y Simon, que en silencio y con expresión tensa se hallaban algo alejados. Luego la mirada de Jeremy se topó con uno de sus hombres, que avanzaba peligrosamente erguido.

—¡Soldado Hanson! ¡Al suelo! —gruñó furioso Jeremy, se levantó de un brinco y corrió inclinado para abalanzarse sobre él y derribarlo.

Pero fue demasiado lento. Si bien el soldado se encogió, lo hizo demasiado tarde. Jeremy oyó el zumbido de la bala que pasó cerca de él y alcanzó en el pecho al soldado Hanson, lanzándolo hacia atrás sobre un saco amontonado. Jeremy se precipitó y sostuvo al soldado moribundo, lo depositó lentamente en el suelo y encogió la cabeza cuando la siguiente bala pasó silbando y luego otra más. Los ojos azules del soldado miraban el cielo inmóviles y vidriosos. Debía de tener unos veintiséis años, la misma edad que Jeremy. El primero de los hombres que perdía en esa campaña, y no sería el último. No ese día, no ahí, en Abu Klea. Su mano se posó sobre el rostro del hombre y le cerró los párpados.

La corneta desgarró el silencio que se extendía sobre el campamento.

Eran las nueve de la mañana y se prepararon para atacar.

Una hora tardó en formarse el cuadro delante de la zariba y ponerse en camino hacia el valle de Abu Klea.

Era una marcha lenta, se alejaban del camino trillado que conducía a través del paisaje hasta una de las pendientes. De las laderas les disparaban y provocaban bajas. «¡Hombre a tierra!», resonaba continuamente, y los sanitarios partían corriendo, recogían a los heridos y los cargaban en los camellos. Avanzaban muy despacio.

«Como el séquito de un entierro», se le ocurrió a Stephen, y tragó saliva. Iba casi al final de la formación, delante de Royston y detrás de los otros, entre sus hombres del Royal Sussex, en el rincón derecho más externo del cuadro.

Cuando la lluvia de balas arreció desde todos los puntos, el cuadro se detuvo. Desde las laderas y pendientes, desde los arbustos y los árboles, los derviches se abalanzaron sobre los británicos a través del valle. La formación alineó sus cuatro lados; las hileras delanteras se inclinaron para que las posteriores pudieran apuntar por encima de las cabezas.

—¡Apunten! ¡Fuego! —vociferaba Jeremy, disparando a su vez. Mientras marcaba el ritmo a sus hombres para recargar, miraba a derecha e izquierda. Simon, Stephen, Royston y Leonard. «Los cinco mosqueteros». Hizo una mueca y en perfecta armonía los cinco levantaron los Martini-Henry con sus soldados y bramaron al unísono: «¡Apunten! ¡Y fuego!».

La amplia franja de balas aniquiló a todos los derviches que estaban delante de ellos.

Lentamente el cuadro volvió a ponerse en movimiento. «Un paso tras otro. Parar. Apuntar. Disparar. Reemprender la marcha». A través del polvo y el humo que empañaban el aire y enturbiaban la visión. «Parar. Apuntar. Disparar. Reemprender la marcha». Un kilómetro y medio, a través del valle de Abu Klea, durante una hora. «Parar. Apuntar. Disparar. Reemprender la marcha». La hora más larga de su vida. Una pequeña eternidad.

Medio kilómetro los separaba todavía de las banderas verdes y blancas. De las posiciones enemigas.

—La illah illa Alá ua Mohammed rasul Alá!!

Los derviches saltaron de sus escondites en medio de la maleza como diablos surgidos del infierno. Eran decenas, cientos, y gritaban, chillaban y vociferaban.

—La illah illa Alá ua Mohammed rasul Alá!!

Con la violencia de un ciclón se arrojaron contra el cuadro, contra las bayonetas, contra las bocas de las armas. Clavaron sus lanzas en los británicos uniformados y arremetieron con espadas y hachas. De repente el estallido de los grandes cañones Gardner y los gritos de mando se mezclaron con los aullidos de dolor.

—¡El cuadro! ¡El cuadro se ha roto! ¡Se lanzan sobre nosotros! —Gritos que resonaban por encima de los soldados.

Fue un remolino de cuerpos uniformados de gris, de cuerpos envueltos en blanco, a veces con remiendos de colores, de cabezas negras calvas y cubiertas con gorras blancas. Y sus espadas brillaban al sol, las mortíferas espadas de los hombres del Mahdi. Los camellos bramaban, repartían coces, mataban a quienes alcanzaban y aplastaban a los soldados bajo sus pezuñas.

Jeremy saltaba de un lado a otro entre sus hombres, ayudaba cuando un Martini-Henry recalentado y salpicado de arena se atascaba. Cuando el defecto no podía corregirse de inmediato ordenaba seguir peleando con la bayoneta. Una vez que levantó la vista, su mirada se cruzó con la de Feddie Highmore. Ahí, en Abu Klea, solo había un enemigo a quien vencer, e iba vestido de blanco y no de gris.

Fue una lucha desesperada, pues cada vez fallaban más fusiles y las bayonetas se doblaban al golpear. «Blanco. Cinco segundos». Jeremy se quitó el casco, le estorbaba; si le alcanzaba una bala o un hachazo o perdía el conocimiento por un segundo, podía darse por muerto. Apuntó al siguiente derviche y apretó el gatillo. Percibía a sus amigos solo como manchas y estrías de colores difusos. Oro, ese era Leonard que tiraba su Martini-Henry y desenvainaba la espada; grande y oscuro, ese era Royston, que seguía disparando con el arma y recargaba. «Blanco. Cinco segundos». Su mirada pasó por Stephen, alto, delgado y castaño; Stephen clavando su espada en el cuerpo de un derviche.

«Simon. ¿Dónde está Simon?».

Por un segundo Jeremy se quedó quieto en el ojo del remolino y buscó a Simon. Lo divisó a unos veinte o treinta pasos de él, tenía problemas con el arma, al parecer encasquillada a causa de la maligna arena y el calor. Simon no vio al derviche que alzaba la espada, pero Jeremy sí.

—¡Simon! ¡Tíralo, coge el revólver o la espada! —Palabras que se perdieron en el fragor de la batalla.

Pese a todo, Simon soltó el Martini-Henry y desenvainó la espada. Jeremy apuntó al derviche y disparó.

—¡Len! ¡Roy! ¡Cubridme! —gritó Jeremy, y arrojó el arma. Sintió a Len a su lado cuando corrió, sacó el revólver y la espada, se abrió camino y disparó a la formación de derviches que tenía delante, sin apartar la vista de Simon.

Una espada descendió sobre Simon y le penetró en el antebrazo. La sangre manó a chorros y su mirada se quedó prendida a la de Jeremy, asustada como la de un niño dolorido. Sin embargo, también llena de esperanza. «Ayúdame, Jeremy. Ayúdame».

«Ya voy, Simon. Ya voy. —Jeremy disparó y abatió al derviche que se hallaba detrás de su amigo—. Estamos contigo, Simon, Len y yo. ¡Solo un par de pasos más!». Se dispuso a saltar por encima de un cadáver, pero no lo consiguió. A través del aire arremolinado cruzó una sombra que cayó sobre él, como el ala oscura de un pájaro, demasiado rápida para poder evitarla. La sombra le alcanzó en la cabeza y en su cráneo explotó una lluvia de rayos de dolor. Como una vela cuya llama se extingue de un soplido, su conciencia se apagó y a su alrededor reinó la oscuridad.

Con un hábil giro, Stephen desvió un golpe de espada y gritó cuando una punta de lanza le penetró por delante. Se tambaleó y sus músculos, extenuados y secos, no respondieron. De espaldas, golpeó contra algo duro y puntiagudo. Aulló cuando lo inundó un dolor infernal. Suspiró aliviado cuando el dolor desapareció de inmediato y ya no le hizo daño nada más. El metal fulguraba sobre él, y una sombra grande se le erigió delante: Royston, que con su espada derribaba a un derviche, luego a otro. Y a otro más.

Simon gimió cuando una hoja le azotó la espada, la sangre rezumó caliente y él cayó de rodillas. «Simon». Levantó la vista y con el rabillo del ojo vio que Leonard corría hacia él. Pero no era Len quien le había llamado. «Simon, estoy aquí». Simon parpadeó, se esforzaba en no mirar la herida abierta en el brazo, que sostenía apretado contra su ensangrentado pecho, y que le escocía tanto como si un fuego lo estuviese devorando. «Aquí, Simon». Abrió los ojos sorprendido y un fulgor apareció en ellos. «Ada». Por un momento permaneció simplemente allí, en medio del campo de batalla, mientras alrededor zumbaban las balas y las espadas resonaban. Ella estaba allí, con su sencillo vestido de verano, y el sol brillaba en su cabello que caía lacio hasta los hombros. Ella lo miró asombrada, casi inquisitivamente, con aquellos ojos tan grandes y oscuros como cerezas negras. Luego esbozó aquella sonrisa que mostraba la pequeña y descarada hendidura entre los dientes de arriba, se recogió la falda y salió corriendo hacia él entre los hombres que luchaban a muerte. «¡No, Ada, no te acerques! ¡Esto es demasiado peligroso!». Oyó su risa clara mientras se aproximaba con paso ligero, sin rozar apenas el suelo. «¡No me voy, Simon! ¡Me quedo contigo!». Simon ya no sintió más miedo ni dolor, se sintió seguro. «Ada, amor mío…».

No vio venir la lanza de un derviche que le alcanzó por la espalda, le astilló las costillas como si fueran madera seca y destrozó su corazón.

Ni siquiera un cuarto de hora había durado la batalla de Abu Klea y el humo de la pólvora ya se disolvía espeso, depositándose sobre el polvo arremolinado. Habían vencido. Miles de muertos mahdistas cubrían el valle impregnado de sangre. Pero el precio de la victoria había sido alto. Muchos de los suyos habían muerto. Habían sido los mejores, el orgullo del ejército de su majestad.

Había muy poco tiempo para enterrar y llorar los muertos, atender los heridos y llevárselos, y aún menos para buscar a los desaparecidos. Les faltaba tiempo para ir en busca de los pozos de agua salobre, los cuales encontraron horas después.

Pero sobre todo les faltaba tiempo para llegar a Jartum.