En el norte de Sudán, el Nilo dibuja en el paisaje la amplia curva de un signo de interrogación y Jartum es el punto de debajo. Ese recodo del Nilo rodea el desierto de Bayuda, el hermano pequeño del gran desierto de Nubia, y en enero de 1885, según el calendario cristiano, el desierto de Bayuda vivió un acontecimiento hasta entonces insólito.
Una superficie oscura se deslizaba por el duro suelo de arena y piedra en el que únicamente crecían espinos achaparrados. A la dura luz de la mañana y cuando el sol de la tarde se hundía derritiendo el desierto en un metal viscoso, surgían unas sombras bajo la superficie, largas y flacas como miles de patas de arañas que tiraban hacia delante, siempre hacia delante; solo al mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, la nube flotaba sin arrojar sombras al suelo.
Durante siglos y siglos, el viento había esmerilado el suelo, agrietado y hendido las superficies de arcilla gris. Los trocitos de piedra brotaban afilados como cuchillos y carbón astillado, y sin embargo no presentaban ningún impedimento para los cascos de los camellos. Estos trotaban indiferentes entre el polvo que se arremolinaba, docenas de camellos, en una hilera de cuarenta: una columna ampliamente extendida de los proverbiales navegantes del desierto que avanzaban sigilosamente. De ahí que aún sonaran más fuertes las voces de sus jinetes, vivaces, complacidas y animadas, como si tuvieran que dominar los silenciosos pasos de sus monturas, tan extraños tras el familiar ruido de los cascos equinos, mientras que el golpeteo de los delgados y rápidos caballos de los húsares se perdía en la vastedad del desierto. Pero tal vez esos jinetes estaban simplemente excitados y felices de emprender esa aventura para la cual habían tenido el honor de ser elegidos, con sus chaquetas grises y los pantalones ocre, los cascos antes blancos y ahora teñidos de marrón, sobre sillas de camellos tan rojas como la sangre.
Eran los oficiales y soldados de la columna del desierto de Wolseley, que había partido el 30 de diciembre del campamento de Korti, casi al comienzo del signo de interrogación que describe el Nilo, para cruzar el desierto de Bayuda en dirección a Metemma y desde allí seguir hasta Jartum. Los mejores de los mejores se habían puesto en camino para liberar a Gordon y los habitantes de Jartum, en total ocho mil hombres. Mientras cinco mil se habían quedado en Korti para conservar el camino despejado para la vuelta, los tres mil restantes se habían repartido. Una mitad asumió el fatigoso camino a través del Nilo, a lo largo del arco del signo de interrogación, en el que había que cruzar desfiladeros y, sobre todo, tres de las seis temidas cataratas del río, rápidos sobre cantos de piedra y barreras de granito que, especialmente en esa época, invierno, cuando el río apenas llevaba agua, eran casi impracticables con embarcaciones. Tres cataratas de las que se tenían nociones, pero qué más podía ocultar el Nilo en su interior aún era bastante desconocido cartográficamente. Los más de doscientos balleneros, que contenían alimentos para las tropas y Jartum, deberían ser izados por encima de las cataratas con cuerdas y con la fuerza de los músculos de hombres y animales. Una unidad de caballería más reducida, una mitad inglesa y la otra egipcia, vigilaría la orilla a lo largo del camino. Otra unidad más pequeña, de mil cien hombres, emprendió en dos grupos consecutivos el camino más rápido, pero no por ello menos fatigoso, a través del desierto de Bayuda, y en esa vanguardia se encontraba el Royal Sussex.
—Uf, chicos —gimió Royston mirando alrededor—, ¿no es un lugar magnífico? —Contemplaba arrebatado el anfiteatro de piedra hendida y partida que se abría a sus pies.
Leonard, Stephen y Jeremy, que estaban sentados junto a él al borde de la pared de piedra, balanceando las piernas y fumando, se miraron con una sonrisa irónica.
—Cuando llegamos aquí me gustó mucho más —señaló Stephen afligido. Habían llegado dos días antes a ese lugar, junto a los pozos de Jakdul, después de una marcha de algo más de tres días por el desierto de Bayuda, a través de un paisaje que semejaba un precioso tablero de damas en ónix y marfil, mezclado con dunas de arena suavemente onduladas. Se trataba de tres fuentes, piscinas naturales llenas de agua durante la estación de las lluvias, que el día de su llegada todavía habían sido superficies frías de un verde brillante, tan profundas que el fondo parecía negro bajo el agua clara. Las paredes estaban cubiertas de hierbas y de vez en cuando unas libélulas de color escarlata atravesaban el aire, que era fresco y no solo reanimaba el cuerpo sino también el alma. Después de haber formado una cadena con los cubos para dar de beber a los camellos, desprenderse ellos del polvo y haber repuesto las existencias, el agua de los pozos había disminuido notablemente. Por eso saldrían al día siguiente en dirección a Abu Klea, donde volverían a encontrar agua. «Como si lleváramos con nosotros el aliento de la muerte —pensó Stephen—. Allá donde vamos dejamos cuerpos y piedras muertos».
Royston se llevó la mano a la cara y se tocó la barba de tres días.
—¿Creéis que debería dejarme barba?
—¿Por qué? —Stephen lo miró desconcertado, soplando el humo del cigarrillo y tocándose a su vez una mejilla rasposa.
—Tal vez me daría un aire más… distinguido, ¿o no? Mirad. —Royston señaló a sus espaldas, hacia el campamento provisional, donde los oficiales de rango más elevado estudiaban los mapas y discutían estrategias, al margen de los soldados rasos, sobre los que flotaba una humareda azulada procedente de las incontables pipas de tabaco—. Burnaby y Trafford y todos los demás. ¡Todos lucen barba!
A cierta distancia, los camellos cargados con bultos masticaban con la mirada abúlica posada en la tierra, vigilados por los camelleros indígenas. El grueso de la columna del desierto, de nuevo completa tras la llegada de la retaguardia ese día, estaba lista para emprender la marcha hacia Abu Klea, solo esperaban la orden de partida; un pequeño destacamento, formado también por compañías del Royal Sussex, permanecería allí para cubrirles las espaldas.
Leonard sonrió con ironía.
—Para cuestiones de estilo, mejor que te dirijas a Sis. Pero creo recordar que mi hermanita encuentra horribles las barbas cualquiera que sea su forma.
—¡Oh! —exclamó Royston, y se rascó la barbilla, como si así pudiera desprenderse rápidamente de la barba incipiente.
—¡Odio a estos animales! —Simon se acercó cojeando y furioso, limpiándose con el dorso de la mano la camisa abierta, polvorienta y manchada de sudor, en la que un camello acababa de lanzar una escupitajo—. ¡Puaj! —Se limpió la mano en un lugar cubierto de musgo de la piedra—. ¡Y eso que lo he cargado delicada y cariñosamente!
Royston, Leonard y Stephen se doblaron de risa, y también Jeremy lo miró divertido.
—Me alegro de que os lo paséis tan bien a mi costa —se lamentó Simon cuando estuvo a su lado. Se arremangó la pernera por encima de la caña de la bota hasta la rodilla y les mostró el círculo rojo amarillento que tenía en la huesuda rótula—. Mirad qué mala pinta tiene esto todavía, después de que anteayer, mientras cabalgábamos, esa bestia volviera su cuello de serpiente y me mordiera.
Leonard rio.
—¡Alégrate de que al menos no te haya derribado, a estas horas podrías estar con una pierna o un brazo roto en el hospital de campaña de Korti!
Simon masculló algo mientras volvía a meter la pernera dentro de la bota y se sentaba con ellos.
—En cualquier caso —intervino Jeremy, encendiendo un cigarrillo recién liado—, se han tomado la molestia de enseñarnos a ganarnos la confianza de los camellos.
Antes de la partida hacia Korti, durante seis semanas la columna del desierto había recibido una instrucción hasta entonces desconocida. Los hombres tenían que aprender primero cómo acercarse a un camello sin que el animal les enseñara los dientes y les mordiera, y luego cómo montarse en él sin que los lanzase al suelo, lo que tenía como consecuencia heridas superficiales y a veces fracturas de huesos. Luego se trataba de permanecer en la silla cuando los animales se encabritaban y se ponían a describir círculos, y al final habían aprendido a poner de rodillas al animal en la formación de un cuadro para pelear, y a volverlos a poner en pie. Para arrodillar y levantar todo el cuadro no se debía emplear más de un minuto y medio, lo que a esas alturas ya sabían hacer correctamente.
—No sigas —pidió Royston—. Todavía me duelen todos los músculos cuando me acuerdo. Por no hablar de las ampollas del trasero. —Como para subrayar sus palabras, se inclinó hacia delante y se frotó las posaderas.
Leonard miró a Jeremy con los ojos entornados.
—Por su tono se diría que no está usted de acuerdo con la organización de esta campaña, estimado capitán Danvers.
Jeremy permaneció en silencio mientras daba un par de caladas seguidas al cigarrillo. Por lo que él podía juzgar desde su posición en la cadena de mando, esa campaña para salvar Jartum era osada, cuando no muy arriesgada, aunque bien pensada y planificada. En cualquier expedición se corrían riesgos imponderables. No obstante, él era responsable de que sus hombres tuviesen suficiente agua, que no sufriesen hambre y que en la contienda tuviesen a su disposición todo el material necesario en condiciones. Y justamente ahí habían surgido deficiencias y dificultades que daban que pensar a Jeremy. Todavía dudaba en comentarlo a los demás, aunque, a fin de cuentas, no solo eran sus amigos, sino también oficiales que cargaban con responsabilidades.
—Me parece que no vamos suficientemente armados y preparados para lo que nos espera —dijo en voz baja—. Ya solo la cuestión de las cantimploras de agua… —Las botas de piel según el modelo del país con que habían equipado al ejército del desierto eran correctas. Sin embargo, no se había pensado en cómo evitar que el agua se evaporase por los poros de la piel ni en lo difícil que resultaba coser los agujeros. Hasta que uno de los camelleros nativos se apiadó de ellos y les mostró cómo remendar las pieles con estiércol de camello y ramitas, sufrieron una sed tremenda y algunos soldados desfallecieron en la travesía del desierto.
—Luego están las sillas, que se elaboraron expresamente para nuestras necesidades, pero que está claro que no son apropiadas para los camellos y les ocasionan excrecencias a causa de las cuales se mueren. Resumiendo: contamos con pocos camellos. Ya hace tiempo que podríamos estar en Abu Klea si no hubiésemos tenido que enviar de vuelta a Korti animales sin carga para que trajeran hasta aquí al resto de los hombres y el material desde allí. —Jeremy arrojó la colilla al suelo—. Y lo que más me preocupa es que nos veamos envueltos en una batalla aquí en el desierto. Cada vez que pienso que los Martini-Henry no solo fallan a causa del polvo flotante, sino también con el calor… Y el metal de las bayonetas es demasiado blando, como ya pudimos comprobar en At Teb y Tamai.
—¿Nuestro capitán Superastuto vuelve a saber todo mejor que nadie?
Simon, Royston y Stephen suspiraron cuando reconocieron a sus espaldas la voz de Freddie Haighmore. Jeremy solo frunció el ceño y apretó los labios. Ninguno había visto con buenos ojos que hubiesen aceptado a Highmore en los Coldstream Guards que iban en el ejército del desierto.
Leonard se volvió hacia él.
—¿Sabes, Highmore? Cuando te miro me entran dudas sobre si realmente somos los mejores de los mejores. A no ser que te hayan asignado como camellero y luego robaras un uniforme.
Royston, Simon y Stephen soltaron una carcajada y Jeremy sonrió.
Los ojos pálidos de Highmore pasaron por Leonard, Royston, Simon y Stephen, quienes también se habían vuelto hacia él, hasta llegar a Jeremy, que en ese momento volvía lentamente la cabeza.
—¡Vosotros sois los únicos que no habéis hecho nada para estar aquí! Traidores de vuestro rango y de nuestra clase, ¡eso es lo que sois! —Dirigió la barbilla hacia Jeremy, que ya estaba muy moreno y cuyos cabellos, pese al casco del ejército que llevaba últimamente para protegerse del sol, estaban entremezclados con reflejos castaños—. Con la pinta que tiene, podría ser un fuzzy. ¡Al final todavía tendremos que temer que pacte con el enem…!
Leonard se levantó de un salto y Royston y Simon lo imitaron.
—Cierra ese pico —le espetó Royston, y se colocó amenazador delante de él, apretando tanto el puño que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡O me olvidaré tanto del rango y la clase que mañana no podrás abrir los ojos!
—Lárgate, Highmore —siseó Leonard—. ¡Y no vuelvas a acercarte a nosotros!
—¡Eso es! —se adhirió Simon.
—Eh, vosotros, los de ahí, ¿qué está pasando? —El capitán Trafford, el jefe del regimiento Royal Sussex, se había percatado del incidente y los miraba. Su pose marcial auguraba complicaciones.
—¡Todo en orden, señor! —respondió Royston.
—¡Sí, señor, todo bien! —contestó Leonard, antes de indicar a Highmore con un enérgico movimiento de la cabeza que se marchara—. ¡Esfúmate! —siseó.
—¡Sois unos mierdas, todos! —resopló Freddie Highmore, pero se marchó.
Suspirando aliviados, los tres volvieron a sentarse en el borde de la pared de piedra, Leonard al lado de Jeremy, al que palmeó en el hombro.
—Lo que antes quería decir… —Una sonrisa irónica apareció en su rostro—. Bueno, si es que se te ha pasado por alto. El hecho es que nuestra compañía fue la que menos agua perdió y hasta pudo dar a las demás. No os vendrá mal, de todos modos, manteneros cerca de mí. ¡Ya sabéis que he nacido con buena estrella!
—Vaya, para variar aquí tenemos a lord Modesto —se burló Royston, encendiendo otro cigarrillo—. Pero pensad en todo lo que tendremos para contar cuando volvamos a casa. Empezando por nuestro plumpudding de Navidad à la soudanaise en Korti —rio cuando Simon emitió el sonido de estar atragantándose—. Y el concierto de Navidad ofrecido por los briosos tambores de cajas de embalaje junto al fuego del campamento en el desierto. ¡Ninguno de nosotros volverá a vivir unas Navidades así!
—O cuando se te escapó el camello y tuviste que correr tras él más de un kilómetro —se mofó Simon, a lo que Royston respondió con una expresión de fingido enfado y cruzando los brazos delante del pecho.
—Inolvidable. —Leonard se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta emitir un susurro conspirador—: El comandante de brigada Buller, que insistió en llevarse al desierto una provisión de Veuve Clicquot.
Los cinco estallaron en una breve carcajada. La cándida apacibilidad con que habían llegado a Egipto se había deshilachado con las penurias de la guerra. Cuando se reavivaba entre los cinco, les devolvía el recuerdo de tiempos felices y la esperanza en un mañana en que ya hubieran dejado atrás todo eso.
—¿Os ha parecido también a vosotros —planteó Stephen cuando se hubo restablecido el silencio— que la travesía del desierto ha durado más de los cuatro días que duró? Digamos ¿una media eternidad?
—Mmm —musitó Royston, dando una calada al cigarrillo—. Sí, como si hubiesen pasado varias semanas. Me adormilé un par de veces durante el trayecto porque todo era monótono y solo avanzábamos obsesivamente. Un camello —ladeó la cabeza y la tambaleó como si tuviera el cuello de goma para imitar el paso de los animales, provocando sonrisas— no es un caballo de carreras de raza. Ni siquiera un caballo de batalla. Si no hubiésemos tenido que detenernos cada media hora porque los camellos de carga se enredaban con las cuerdas, antes o después me habría dormido en la silla de montar.
Simon alzó la cabeza.
—Hoy es catorce, ¿no? —Cuando el resto asintió, una sonrisa iluminó su rostro. Sus ojos grises centellearon diáfanos y contemplaron el horizonte, dirigiéndose a un lugar muy lejos de ahí—. Entonces ya es mayor de edad, como yo.
Ya hacía casi un año que Simon había cumplido los veintiún años. A finales de enero lo habían festejado en El Cairo, al igual que la mayoría de edad de Stephen el octubre anterior.
—¿Tienes claro —objetó este último con una sonrisa de camarada, que amenazaba en transformarse en cínica— que a pesar de todo tienes que pasar por mi viejo?
—Bah —replicó Simon—. Cuando hayamos tomado Jartum seremos héroes. Ni el coronel me dirá que no…
La corneta que llamaba a los hombres a prepararse para la partida lo interrumpió. Se levantaron apresuradamente, aplastaron las colillas en el suelo y se pusieron en marcha. Royston fumó el último cigarrillo mientras caminaba y Simon lo agarró por la manga.
—Royston, un momento… —Esperó hasta que los demás se hubieron alejado unos pasos y dijo—: Quería preguntarte una cosa, o más bien pedirte una cosa. —Los rasgos de Simon se habían vuelto más angulosos en los últimos tres años y medio, y con ello más regulares. Tenía un aspecto más maduro, aunque no había perdido su aire juvenil. Una expresión que la barba incipiente todavía reforzaba, más todavía cuando en esos momentos se mezclaban una solemne gravedad con una emocionada alegría anticipada—. Cuando hayamos superado esto y estemos otra vez en Inglaterra, pediré la mano de Ada. ¿Te gustaría… te gustaría ser mi testigo?
Royston enarcó las cejas.
—¿Ya estás pensando en eso?
Simon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa de felicidad.
—Es lo que me ayuda a soportar esto. Pensar que ella me está esperando. Imaginarme qué pasará cuando le proponga matrimonio y cómo será nuestra boda. —Movió la cabeza lentamente—. Sí… en cuanto me lo imagino, me va mejor.
Royston tiró la colilla y tendió la mano hacia Simon; su voz de bajo sonó aún más profunda a causa de la emoción:
—¡Será para mí un honor!
Ese día solo consiguieron recorrer dieciséis kilómetros por un terreno irregular de guijarros que resultaba fatigoso incluso para los camellos. La burbujeante emoción de la partida en Korti se había desgastado bajo el ardor del desierto de Bayuda, y la despreocupación que había surgido durante el descanso junto a los pozos de Jakdul tampoco había durado mucho. Las pendientes afiladas y escarpadas del este, que acompañaban su camino envueltas en nubes de polvo, eran como un mal presagio, amenazadoras. Y el silencio a través del cual avanzaban y el vacío que los rodeaba resultaban igual de inquietantes. Algunos oficiales tantearon de forma instintiva sus revólveres Webley, que llevaban enfundados en el cinturón, y se aseguraron de tener las espadas listas para el combate.
Tal vez se tratara de un instinto inherente al soldado lo que los empujaba a mantenerse alerta, precisamente porque hasta entonces todavía no se habían enfrentado a ningún enemigo, solo a un puñado de indígenas asustados que enseguida se alejaron. Tal vez se tratara de su pensamiento lógico, que les señalaba que un despliegue como aquel no pasaría inadvertido a los hombres del Mahdi.
Se diría que las piedras tenían ojos y que solo estaban a la espera. A la espera de que ellos se hubieran aproximado lo suficiente.
Las huellas frescas de cascos de caballo que descubrió un húsar que se adelantó para explorar el terreno y el Remington que encontró confirmaron sus lúgubres presentimientos: los hombres del Mahdi estaban allí. En algún lugar, sin dejarse ver ni oír.
Pasaron una noche incómoda e inquieta en un terraplén arenoso, en un campamento montado con prisas. Fue una noche corta y fría, y se arroparon bien en sus chaquetas de uniforme y sus mantas de lana. Leonard Hainsworth soñó con Grace, en cómo volvía su yegua sobre el prado florido y le sonreía, cómo se acercaba a él, se inclinaba y lo besaba, con aquel vestido blanco de verano con adornos verdes que tan bien le quedaba. «Len… —la oía susurrar mientras lo besaba—, oh, Len…». Una breve noche en la que Stephen soñó con lo que sería su vida tras el ejército, una vida que le pertenecía a él, solo a él, y una breve noche en la que Simon soñó en cómo sería tener a Ada entre sus brazos cuando él se durmiera con el rostro hundido en sus cabellos perfumados, en aquel aroma a hoja y bosque, y en cómo sería despertar y que lo primero que viese fuera el rostro de ella y notase aquel cuerpo esbelto y cálido de sueño junto al suyo, sus pies rozándose. Royston soñó con regresar a casa, a Estreham: en el momento en que abriera la puerta, Cecily correría hacia él, reiría, lloraría y se alegraría, todo al mismo tiempo, y se lo comería a besos. Y Jeremy permaneció unos minutos despierto, desgarrado entre el recuerdo de Grace y los inquietantes recelos de qué hallarían en el camino que tenían por delante, el largo camino hasta Jartum, hasta que cayó dormido profundamente y sin sueños.
En ese campamento nocturno lo único que se realizó escrupulosamente fue la distribución de las guardias, colocadas alrededor de los valiosos camellos. Camellos de los cuales no fueron pocos los que al día siguiente avanzaron cada vez más despacio hasta desplomarse. El ejército del desierto dejó una huella tan triste como delatora a sus espaldas en su camino hacia la montaña cónica de Yabal an Nus y hacia el siguiente campamento nocturno en Yabal Saryayn.
Y seguía reinando el silencio cuando de nuevo los despertó el toque de corneta a las tres de la mañana para llegar al oasis de Abu Klea antes de que se pusiera el sol. El camino discurría a través de un valle de piedra negra y quebradiza de kilómetro y medio de anchura pero que se iba angostando hasta formar un paso que en algún momento desaparecía entre paredes de piedra. Unos golpes de cascos espectrales fueron acercándose a ellos, sonoros y reverberantes, los húsares que se habían adelantado para explorar el camino. «¡Enemigo a la vista! —gritaron, sin aliento a causa de la veloz galopada—. Hemos escapado por los pelos. ¡Se acerca el enemigo! ¡Son miles!».
Habían caído en la trampa. Era imposible apartarse de aquel desfiladero, tan imposible como retroceder. Los pozos de Jakdul estaban vacíos y sus reservas de agua no alcanzarían para llegar a Korti.
Solo había una salida: avanzar hacia Abu Klea, conscientes del riesgo de toparse de frente con el enemigo.