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En la imaginación de la humanidad, el Nilo está tan poderosa y eternamente vinculado a Egipto como las pirámides y la esfinge. Pero el Nilo, azul una mitad del año y marrón la otra, cuna de la antigua civilización egipcia y lo único que impide que el país se reseque, es en realidad el cordón umbilical con que la madre Sudán nutre a su hijo del norte.

De las profundidades del continente africano brota el Nilo Blanco, alimentado por los afluentes del Bahr al Yabal y Bahr al Gazal. Desde el este, desde el lago Tana, llega el Nilo Azul, puro y natural. En el corazón de Sudán se encuentran ambos ríos y engendran y dan a luz por igual al gran Nilo, y los árabes llamaron al pequeño lugar donde se unen al jartum, «trompa de elefante».

Cincuenta años atrás, la ciudad de Jartum todavía era una aldea de pescadores, no más que un conjunto de cabañas de adobe con forma de dado y cubiertas de hierba. Esto cambió rápidamente con la llegada de los egipcios. Su ventajosa ubicación junto a las vías fluviales la convirtieron en la ciudad idónea desde la cual gobernar y administrar Sudán El primer hikimdar, el gobernador general egipcio de Sudán, mandó construir una mezquita, un hospital, un cuartel y, cómo no, un palacio para sí mismo, un edificio impresionante en forma de U, de ladrillo rojo y directamente junto al agua. Los soldados avanzaban por el Nilo hacia el sur y abrían pasillos a base de incendios en los impenetrables pantanos del sur, infestados de malaria, y tras ellos llegaban los aventureros, ansiosos de marfil y esclavos; una casta sin escrúpulos que saqueaba los pueblos y torturaba a la gente para que les entregaran el marfil atesorado. En cuanto se apropiaban de él, quemaban las cabañas, mataban a los habitantes, se llevaban el ganado y se lo daban al pueblo vecino que les había informado de la existencia del marfil. A los hombres jóvenes y fuertes y las mujeres y niños que dejaban con vida los obligaban a transportar el oro blanco a los barcos que esperaban a orillas del Nilo, y luego eran vendidos en el norte produciendo así un beneficio añadido.

Jartum creció con el comercio de marfil y de esclavos. En esa ciudad se cruzaban todos los caminos, las vías fluviales al igual que las rutas terrestres de las caravanas. Ahí se comerciaba con esclavos, plumas de avestruz, marfil y goma arábiga de Darfur, en el oeste, y de Abisinia, en el este. Y la ropa de algodón y los artículos de ferretería penetraban desde allí hasta el interior de Sudán a cambio de moneda contante y sonante. Sin embargo, Jartum nunca dejó de ser la ciudad comercial que había sido en sus comienzos; había crecido demasiado rápido sin apenas planificación racional. Los palmerales que daban sombra y refrescaban las orillas del Nilo Azul recorrían la ciudad hasta Fort Mukran, y en las calles de Jartum crecían libremente árboles silvestres. Para las mujeres de la ciudad no carecía de peligro ir a hacer la colada al río, pues los hambrientos cocodrilos no andaban muy lejos, al igual que los hipopótamos, leones y rinocerontes. Con los años, unas bombas accionadas con vapor habían sustituido la saggiya, la chirriante noria de madera, pero todavía seguían afluyendo sin cesar, arriba y abajo, esclavos y porteadores del Nilo Azul por los senderos entre las huertas, para llevar el preciado líquido con cántaros a la ciudad y a sus amos. Casas flotantes, barquitas de pescadores, buques mercantes artillados, barcazas y pequeños vapores se mecían sobre la triple faz del Nilo. Y mientras más allá del río se apiñaban cabañas con cubiertas de paja y casas de barro alrededor de dos bazares y una mezquita en la hondonada que se había formado al excavar el terreno para hacer ladrillos y construir la ciudad, en el otro lado, el águila bicéfala de Austria y Hungría vigilaba el consulado del imperio, así como la oficina de telégrafos y la de correos, y también la misión de los jesuitas que cuidaban con esmero de las mimosas, las higueras, el jazmín y los plátanos de su jardín. Formaban parte de la misión un convento con una biblioteca, un claustro y una escuela, y, naturalmente, una iglesia cuyo campanario resonaba varias veces en la ciudad y se enredaba con el toque de la iglesia copta. Para los europeos de la ciudad era un sonido que ofrecía tanto consuelo como añoranza en medio de los jirones de lengua árabe y africana y el canto de los pájaros tropicales. La lluvia y la inundación no solo llevaban consigo el croar de las ranas, sino también la malaria; las estaciones secas provocaban tormentas de arena que picoteaban las paredes de las casas, a las que dejaban como marcadas por la viruela… Y pese a todo ello, Jartum florecía con el abono del comercio y resplandecía con los colores de la animada mezcla de nacionalidades y culturas. Comunidades de sacerdotes y monjas italianos, austríacos y húngaros, griegos, británicos y franceses, sirios, otomanos, circasianos y egipcios, albaneses y armenios. Mujeres de piernas largas de los dinja y los shilluk se paseaban junto a nubias de intensa negrura, con el pelo artísticamente trenzado, y los rostros masculinos de los yaaliyin bajo los turbantes blancos, que se enrollaban varias veces alrededor de la cabeza y semejaban hojas de té arrugadas.

Jartum tal vez no fuera la ciudad más hermosa de África, pero sin duda podías sentirte orgulloso de ella. Y fue ese orgullo quizás, y tal vez cierta nostalgia, lo que impulsó al anterior gobernador de allí, el general sir Charles George Gordon, a no contentarse con limpiar sus calles y plazas. Condecorado por su arrojo durante la rebelión taiping del emperador de China y llamado respetuosamente desde entonces «el Chino», homenajeado y celebrado como un héroe durante su entrada triunfal en Jartum, Gordon era belicoso y obstinado y no menos polifacético que el propio Jartum. Previsoramente había intentado hacerse con aliados contra el Mahdi entre los jeques y tratantes de esclavos del entorno, mejorando la situación de la ciudad. Había distribuido comestibles de las existencias del palacio y los presos encarcelados sin motivo jurídico obtuvieron la libertad; se quemaron públicamente los documentos de los impuestos de los jedives y los kurbash, se dividieron por la mitad los impuestos y se revocó la ley que prohibía la esclavitud. Una jugada astuta para ganarse a la población y reducir a los seguidores del Mahdi, una maniobra táctica inteligente que, sin embargo, no pudo detener la rebelión en ese país incoherente y ambiguo que por primera vez se había unido bajo la figura del Mahdi. Contra todos los extranjeros. Contra todos los que no fueran devotos del islam.

Y ahora la revuelta golpeaba los muros de Jartum. Tras la caída del fuerte vecino de Omdurmán, más allá del Nilo Blanco, diez mil civiles se habían pasado a los mahdistas; el resto, veinte mil hombres, mujeres y niños y nueve mil soldados egipcios a las órdenes de Gordon, perseveraba en la ciudad cercada y asediada. A finales de diciembre se habían agotado las reservas de alimentos. El ejército registró todas las casas, todos los huertos, cada parcela de terreno, y encontró algunos sacos de trigo enterrados y algunos en almacenes abandonados, pero era demasiado poco, apenas bastaba para un par de días. Se sacrificaron burros, mulos, caballos, vacas enflaquecidas; luego, perros y ratas por las calles.

La gente se lo comía todo: la goma arábiga mezclada con agua, que hinchaba los miembros del cuerpo humano de forma grotesca; la fibra de palma y la pulpa que rascaban de los troncos de las palmas cortadas; las pieles de los animales con que se confeccionaban los recipientes para el agua. No pasaba día sin que gente muriese de hambre: se desplomaban de repente en la calle y los que todavía vivían carecían de fuerzas para enterrarlos. El Mahdi envió cartas a Gordon en las que le ofrecía un salvoconducto si le entregaba la ciudad. Gordon, sin embargo, había jurado proteger Jartum y sus habitantes y rechazó la propuesta. Cuando el Mahdi le envió de nuevo y por última vez un mensajero con la misma propuesta, Gordon respondió: «No desfalleceré, me quedaré aquí y pereceré con la ciudad».