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Asuán, 23 de agosto de 1884

Querida Grace:

Te escribo a toda prisa, igual que los demás que corren a garabatear un par de líneas para casa, pues estamos a punto de marcharnos. Todavía no sabemos exactamente adónde, pero sí que bajamos a Sudán, hacia Jartum. Es probable que no vuelvas a tener noticias mías hasta que volvamos. Pero te escribiré lo antes posible.

JEREMY

Grace frotó con el puño enguantado la ventanilla del carruaje. Fuera se deslizaba una tarde de diciembre de tonos azul lavanda y gris piedra. Los campos y prados dormitaban bajo una gruesa capa de nieve y los árboles, que parecían congelados sin las hojas, se habían puesto una suave gorra blanca sobre las ramas desnudas. Aparecieron las primeras casas de Guildford, las columnas de humo de las chimeneas ascendiendo hacia el cielo plomizo.

El coche se detuvo y Grace se sobresaltó, echó un rápido vistazo al exterior y apoyó en el suelo los pies calzados con botines que tenía sobre el calentador de hierro. Abrió presurosa la portezuela y saltó a la nieve pisoteada del borde de la calle, que se derritió al instante bajo las suelas calientes.

—¡No te molestes, Ben, quédate ahí! —indicó al cochero en el pescante. Su aliento formaba nubecillas delante del rostro y también Jack y Jill desprendían vapor por los ollares.

—Ni hablar, miss Grace —respondió campechano el cochero, envuelto en varias capas de ropa de abrigo—. ¡Puede que ya no sea joven, pero tampoco soy un trasto viejo! ¡Todavía puedo bajar y ayudarla a bajar del coche!

—Ya lo sé —contestó Grace con una sonrisa—. Pero de verdad que no es necesario. —Alargó el brazo hacia el interior y cogió una pequeña bolsa de viaje de piel y luego cerró la portezuela.

—¿Cuándo quiere que vuelva a por usted, miss Grace?

—Una vez que hayas recogido todos los paquetes de mi madre. Así podrás entrar en calor tomándote un té en la cocina con Thelma. ¿De acuerdo?

Ben sonrió por encima de la bufanda, que le llegaba hasta el labio inferior.

—Por supuesto, miss Grace. ¡Que tenga una buena tarde! —Aflojó las riendas, chasqueó la lengua y el carruaje se puso en marcha.

—¡Gracias, Ben! ¡Hasta luego! —Grace lo despidió con la mano y luego avanzó por la nieve, que bajo sus pisadas emitía un chirrido semejante al del caucho. Hizo sonar la aldaba de latón contra la vestusta madera y no tuvo que esperar mucho para que la puerta se abriera y un chorro de aire caliente, especiado con aroma de vainilla, canela y cardamomo, saliera del umbral.

—¡Buenos días, Ruby! —Grace se sacudió en el felpudo la nieve de los botines y el dobladillo de la falda espolvoreado de blanco.

—¡Buenos días, miss Norbury! —La sirvienta de los Peckham, que con su figura delgada y la cara redonda de ojos grandes verde grisáceo no parecía tener más de quince años, aunque era algo mayor que Grace, esbozó una reverencia y la invitó a entrar—. Supongo que querrá ver a miss Peckham.

—Sí, por favor —contestó Grace, y no dejó que Ruby le cogiera la bolsa después de haber cerrado la puerta—. No te demores. Parece más pesada de lo que es en realidad. —Dejó la bolsa en el suelo y se quitó los guantes.

—¡Gracie! —Becky apareció en el umbral de la puerta que conducía a la cocina, con las mejillas sonrojadas y una huella de harina o azúcar sobre la frente. Sobre el vestido de lana llevaba un delantal preciosamente bordado y con volantes en el dobladillo, en el que en ese momento se limpiaba las manos. De pronto se detuvo y se quedó mirando a su amiga con los ojos abiertos de par en par—. ¿Has… has sabido algo?

Grace se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza con gesto abatido.

Desde agosto no recibían noticias directas de Sudán. La única información de que disponían eran los periódicos, y estos describían un panorama sombrío. Todavía en mayo, la ciudad llamada Berber, al norte de Jartum, junto al Nilo, había caído en manos del Mahdi y con ello se había cortado también la vía de escape hacia Suakin. El general Gordon se empecinaba en enviar tropas para que intentaran abrir un corredor a través de territorio enemigo, pero eran aniquiladas sin excepción. Y con igual terquedad enviaba mensajeros para pedir ayuda de El Cairo, Suakin y, sobre todo, de Londres, así como para informar del estado de emergencia en que se hallaba la ciudad, mensajeros de los que solo unos pocos llegaban a su destino o regresaban con noticias; el resto solía morir en el camino a manos de los mahdistas. Diez mil hombres, se decía, se hallaban sitiados en la ciudad; y según otros cálculos, veinte o incluso treinta mil, amenazados por el hambre, el cólera y el infatigable asalto de los mahdistas. El disgusto general ante las vacilaciones del primer ministro Gladstone sobre si enviar o no tropas de relevo provocaba mucho revuelo en la prensa inglesa. Incluso su majestad la reina había intercedido por Gordon y Jartum. A principios de agosto, Gladstone por fin había accedido y nombrado a sir Garnet Wolseley comandante de una tropa expedicionaria de elite. Solo serían elegidos los mejores oficiales, los hombres más capacitados de todos los regimientos. Incluso se haría venir desde Canadá a algunos con experiencia en terrenos agrestes para que se unieran a las tropas que estaban en Sudán y que ya se habían puesto en camino hacia el sur. En primer lugar el Royal Sussex, que tan extraordinario se había mostrado en At Teb y Tamai. Y el tiempo apremiaba. El mismo Gordon había señalado en uno de sus últimos mensajes que, según sus cálculos, Jartum podría aguantar solo hasta el 14 de diciembre. Una fecha que entretanto ya se había superado.

Un escalofrío recorrió a Becky, que se acercó a su amiga y la abrazó con fuerza.

—¡Me alegra tanto que estés aquí!

Grace sonrió y le acarició la espalda.

—¡Te lo había prometido!

—Estamos haciendo pasteles —le contó Becky innecesariamente—. Para el bazar de Navidad. —Soltó a Grace y se palpó la espalda para desanudar el delantal, mientras Grace metía los guantes en los bolsillos del abrigo y se lo daba a Ruby. Becky corrió a la cocina, se quitó el delantal por la cabeza y lo colgó en un gancho tras la puerta—. Seguro que te apetece un té, ¿verdad?

—Gracias, Ruby. ¡Me encantará, Becky! —Cogió la bolsa y asomó la cabeza en la cocina mientras Becky ponía a calentar agua para el té. Sobre la mesa central, salpicada de harina y con rollos de masa, reinaba un caos de bolsas de papel y saquitos de tela, cáscaras de huevo, cuencos y todo tipo de utensilios para cocinar. En la caldeada habitación, que causaba una impresión sumamente acogedora, reinaba el rico aroma de la masa fresca—. ¡Buenos días, Thelma!

—¡Buenos días, miss Norbury! —El rostro coronado por una cofia blanca, sorprendentemente flaco y arrugado para una cocinera, sonrió e hizo el gesto de una reverencia—. ¡Llega justo a tiempo! ¡Los primeros dulces están listos para ser probados! —Con complacido orgullo tendió a Grace una bandeja de almendrados de forma perfecta, blancos como la crema y ligeramente dorados, antes de colocarla sobre el fogón.

—Mmm, gracias —respondió Grace—. Oh, Thelma, me he tomado la libertad de decirle a Ben que cuando hubiese recogido los encargos de mi madre se pasara por aquí a tomar una taza de té. Espero que no le importe.

—No, ni hablar —contestó la cocinera, al tiempo que con un trapo de cocina para no quemarse los dedos abría la puerta del horno y escudriñaba el interior—. ¡Ben siempre es bien recibido y para él también tendremos un par de almendrados o pastas de especias! ¿No habrá traído por casualidad a la buena de Bertha?

—Bertha también está enfrascada con los pasteles de Navidad.

—Vaya, vaya —dijo Thelma—. Ya veremos qué almendrados le gustan más a Ben… ¡Si los de Bertha o los míos! —Le guiñó un ojo a Grace.

Esta la correspondió. En esa época de incertidumbre, lo único que le confería estabilidad y seguridad era la tupida red de personas que desde niña le habían dado todo su afecto.

—Gracias, Thelma, es muy amable por su parte.

Y siguió a Becky por un pasillo estrecho. Becky miraba de vez en cuando con el rabillo del ojo la bolsa de viaje, pero sin comentar nada.

—Siéntate —le indicó cuando entraron en la sala de la rectoría donde ardía un vivaz fuego en la chimenea.

Cogió del aparador el servicio de té y lo colocó sobre la mesa. La mesa redonda cubierta de un mantel azul pálido, las cuatro sillas macizas y otros armarios pesados y con adornos anticuados daban un aspecto sobrecargado a la pequeña habitación. Las estrechas ventanitas se veían de un tono cobrizo descolorido a causa de los gruesos cortinajes de terciopelo, y en el desteñido empapelado de florecitas colgaban grabados con escenas bíblicas, versículos de la Biblia enmarcados y máximas piadosas impresas o bordadas en tela en vida de la madre de Becky.

—Gracias, Ruby. —La sirvienta dejó sobre la mesa una tetera y una bandeja con almendrados, pastas de especias y galletas de jengibre, e hizo una reverencia antes de marcharse.

—¡Mira! —Grace colocó la bolsa sobre su regazo y la abrió mientras Becky le servía—. Te he conseguido todo lo que me pediste. —Fue sacando un libro tras otro y amontonándolos entre el servicio del té—. Shelley. Keats. Wordsworth. Este —le tendió un ejemplar delgado y encuadernado en piel oscura— es el Manfred de Byron, uno de los favoritos de Stevie. —Becky dejó la tetera y se sentó despacio en una silla frente a Grace. Se frotó varias veces las manos en la falda antes de coger el libro cautelosa, casi reverentemente—. Las Brontë —apoyó dos libros más sobre la pila— no le gustaban demasiado, pero para mí siempre ha sido un placer leerlas, puede que también a ti te gusten. —Finalmente dejó la bolsa en el suelo y cogió la taza.

El reverendo Peckham no sentía inclinación por ese tipo de literatura y en absoluto la consideraba lectura para su hija menor; las dos mayores hacía tiempo que se habían marchado de casa y habían fundado su propia familia. Si el Señor escuchaba sus ruegos, Becky nunca se casaría, sino que estaría siempre a su lado hasta el día en que él durmiera el sueño eterno. Después de eso, lo mejor sería que Becky se casara con quien le sucediera como pastor de la iglesia de la Santísima Trinidad de Guildford; en cualquier caso, con otro clérigo. Así pues, aunque era más de dos años menor que Grace, Becky estaba exclusivamente educada para gobernar una casa y asumir todos los deberes femeninos en una congregación, incluido la dirección de la escuela dominical. Salvo las escrituras sagradas y el cantoral, escritos instructivos y lecturas edificantes sobre la cocina y la iglesia, el reverendo no había permitido la entrada de ninguna otra lectura para su hija en la casa parroquial. Una carencia que Becky siempre había soportado con comentarios chistosos, especialmente ante Stephen. Y ahora, con él fuera, mayor era su necesidad de ocuparse de lo que constituía el hogar espiritual de Stephen, con la ansiosa ilusión de conquistarlo de este modo.

Becky contempló fijamente el libro que sostenía. Lo abrió cuidadosamente y pasó con cautela las primeras páginas. Sus ojos se deslizaron por las líneas y sus labios articularon las palabras que leía. Cerró el ejemplar y desfalleció con un gesto de desaliento. Miró a Grace temerosa.

—¿Y si no entiendo nada en absoluto?

Grace dejó la taza en el plato, aproximó la silla y puso la mano sobre la rodilla de su amiga.

—Entonces me preguntas, ¿de acuerdo? Te explicaré con mucho gusto todo lo que pueda.

Becky asintió angustiada y dejó el libro sobre la mesa. Lo empujó de un lado a otro despacio, como si tuviera que ajustarse a una marca invisible.

—Ay, Grace —se le escapó de repente—, nunca te lo he dicho, pero siempre he deseado ser como tú. Tan inteligente, guapa, valiente y querida… y tan… ¡tan delgada! —Sus grandes ojos brillaron lacrimosos.

—Tonterías, Becky. —Grace se deslizó hasta el borde de la silla y tocó la mejilla de su amiga—. ¡Estás bien tal como eres! Eres guapa, lista y trabajadora, y una persona excelente, la persona más digna de ser amada que conozco.

—Pero —gimió Becky— siempre pienso que si fuera de otro modo, entonces… entonces Stevie a lo mejor me querría. Sus últimas cartas han sido tan… tan cortas. Y secas, y no dicen nada y…

—Becky. —Grace le cogió las manos—. Stevie no está bien en esa guerra, como tampoco ninguno de ellos. ¿Cómo va a escribirte cartas cariñosas? Espera a ver cómo reacciona cuando regrese a casa.

La amiga asintió, pero le temblaba el labio inferior y la barbilla y una lágrima resbalaba por su mejilla.

—¡Ya son cuatro Navidades, Gracie! ¡Es la cuarta Navidad sin Stevie ni los otros!

—Lo sé —respondió Grace tenuemente, y le acarició el cabello recogido en la coronilla. La espera, aquella espera interminable era desmoralizante, y pese al asentamiento de cierto hastío con el paso del tiempo, no acababa de producirse nada que los aliviase. Si bien uno se acostumbraba a la añoranza, a la espera y al anhelo, no por ello resultaba más fácil, menos doloroso. La espera era un viaje terriblemente lento a través de un túnel sin fin, negro como el carbón, y la esperanza de llegar al prometido rayo de luz no bastaba.

—¿Sabes, Grace? Entretanto… —Becky tragó saliva—. Entretanto he llegado a pensar que hasta podría soportar que él amara a otra mujer y se casara con ella. Sí, de verdad. Me basta con saber que está bien. Con verlo de vez en cuando y comprobar que está bien. —Las lágrimas resbalaban por su rostro—. ¡Temo tanto por él! Cada día rezo por todos ellos, pero ¡el miedo no se me pasa!

Ya era de noche cuando Grace regresó a Shamley Green. Cansada, se desembarazó en el vestíbulo del abrigo y los guantes, se quitó el sombrero y le entregó todo a la sirvienta.

—Gracias, Lizzie.

—De nada, miss Grace.

Aunque ya desde lejos vio que la bandeja cincelada de plata para el correo (un objeto que sus padres habían traído de la India) brillaba vacía en todo su esplendor, se acercó a la cómoda y tocó con los dedos el frío metal.

—Lamentablemente, todavía no ha llegado nada para usted o para miss Ada, miss Gracie. Tampoco para el señor Stephen.

Grace sonrió abatida a la sirvienta. Y ante la compasión con que esta la miró se le llenaron los ojos de lágrimas. Anhelaba consuelo, ese tipo de consuelo que de niña había secado cada lágrima, hecho olvidar cualquier dolor, ya fuera un golpe en la rodilla, una muñeca rota o una pelea con una amiga. Grace esperaba que Bertha todavía no hubiese concluido con los pasteles o que tal vez admitiera, hasta que tuviera que preparar la cena, a un huésped en la cocina que desease un cuenco de chocolate caliente y galletas y un par de palabras cariñosas. Habría llegado más directamente a la cocina por el patio interior, pero Grace no quería volver a salir al frío y dirigió sus pasos hacia el ala occidental de la casa, hacia el salón y la sala de música.

Al doblar una esquina, su mirada recayó en Henry, que estaba al pie de la escalera con el morro hundido entre las patas. En lugar de saltar hacia ella gañendo y ladrando, como solía hacer para saludarla, solo golpeó el suelo con la cola. Entonces vio a Ada, apoyada en la barandilla de la escalera mientras se mordisqueaba la uña del pulgar. No se percató de que su hermana mayor se acercaba a ella y solo cayó en la cuenta cuando Grace le tocó suavemente el brazo.

—¿Ada? ¿Qué haces aquí?

—Mamá y papá están peleándose —susurró consternada—. Ya llevan una hora.

Grace iba a contradecirla. Sus padres nunca se peleaban, al menos sus hijos nunca se habían percatado de ello. El coronel y Constance Norbury no siempre coincidían, pero se ponían siempre de acuerdo mediante breves y serenas conversaciones, lo que era sobre todo de agradecer al carácter dulce e indulgente de Constance. Sin embargo, la voz de su madre, que en esos momentos llegó a oídos de Grace, no tenía nada de dulce ni de indulgente. No distinguió ni una sola palabra, pero sin duda se trataba efectivamente de una discusión fuerte y acalorada.

—Lo que quería era pedirle otra vez a papá que me dejara ir a Bedford como ayudante, al menos como prueba —susurró Ada—. Pero creo que hace rato que ya no discuten de eso.

Como era de esperar, el coronel había desestimado con firmeza el deseo de Ada de ir a enseñar a Bedford, aunque solo fuera como mano derecha de la profesora de pintura y dibujo. Obtener la licenciatura en arte era un compromiso al que al final se habían avenido y por eso las dos hermanas habían regresado a Bedford al finalizar el verano. Pero mientras Grace se entregaba de nuevo al estudio de la literatura inglesa y francesa y se debatía entre los vocablos y la gramática de la lengua alemana, Ada no estaba del todo contenta con sus cursos. La materia le resultaba demasiado teórica y le parecía más orientada a enseñar a las chicas de la clase media a invertir su dote en pinturas y estatuas cuyo valor resultara provechoso. La licenciatura tenía en realidad muy poco que ver con lo que Ada sentía. De vez en cuando se sorprendía mirando anhelante por la ventana de la iluminada sala de dibujo cuando se dirigía a la parte posterior del college. Y su corazón siempre le daba un vuelco cuando se imaginaba que podría echar una mano a alguna alumna con una perspectiva o con la percepción de la estructura de una flor y cómo verterla sobre el papel de modo que pareciese auténtica. Cuando el día anterior por la tarde, el segundo día en que las hermanas se encontraban en Shamley Green para esos días de vacaciones, había confesado sus sentimientos a su madre, esta le había prometido que trataría de nuevo de convencer al coronel. Lo que, como era evidente, no había conseguido.

Grace se acercó a la puerta cerrada y escuchó, y como si Ada hubiera caído en la cuenta en ese momento, se acercó ella también y cogió la mano de su hermana.

—Te lo ruego, William, ¡tráelo de vuelta! —oyeron decir a su madre con una voz en la que se mezclaban la desesperación y la furia.

—¡No puedo, y tú lo sabes! —El coronel parecía enfadado—. ¡Aunque quisiera, sería imposible!

—¿Es que te da igual lo que suceda con nuestro hijo?

—¡Maldita sea! —Las dos muchachas se sobresaltaron cuando resonó un golpe ahogado, como si su padre hubiera dado un puñetazo a la mesa—. ¡Es oficial, Constance, y los oficiales van al frente!

—¡Se hizo oficial porque no le dejaste otra elección!

—¡Vuelvo a recordarte que también tú deseabas enviarlo a Sandhurst y luego al ejército! —saltó el coronel como un tigre acorralado.

Su madre bajó tanto la voz que Grace y Ada apenas alcanzaron a entender lo que decía.

—Lo sé. Durante un tiempo estuve tan convencida como tú de que a la larga le haría bien. Pero, créeme, ya me lo he reprochado muchas veces desde entonces. No tendría que haber desechado tan fácilmente mis reparos. Debería haber apoyado a Stephen… como es deber de toda madre. —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, parecía haberse aproximado casi junto a la puerta—. Si algo malo le sucediera, nunca me lo perdonaría. Y creo que tú tampoco. —Con un tintineo, el pomo de la puerta giró y se abrió una rendija, con lo que las dos hermanas volvieron precipitadamente a la escalera—. Solo te pido una cosa. No cometamos el mismo error con Ada. Nuestro objetivo común siempre fue que nuestros hijos tuvieran una vida feliz.

Constance se detuvo en la puerta entreabierta, con el rostro vuelto hacia la habitación. Parecía esperar una contestación, y como esta no llegó, salió y cerró despacio la puerta. Se sobresaltó al descubrir a sus hijas, que la miraron casi amedrentadas, cogidas de la mano como las dos niñas pequeñas que habían sido. Constance fue hacia ellas y las rodeó con los brazos, y Grace y Ada se estrecharon contra su madre.

«Esta maldita revuelta en Sudán… es como un insecto ajeno y pérfido que alguien ha introducido aquí —pensó Grace—. Y ahora se empeña en roer el fundamento de esta vida nuestra hasta ahora tan segura».

Era el último día de 1884 y Nathaniel William Frederick Edward Ashcombe, el auténtico conde de Ashcombe, caminaba hacia el arrecife a través de la trémula hierba resecada por el invierno. A su lado saltaba y ladraba una jauría de perros, una mezcla colorida de setters, spaniels y bracos de Weimar. A sus pies bullía el mar gris ceniza, rompiendo rabioso contra la pared de piedra rojo ladrillo. Un viento frío soplaba desde el agua hasta lo alto de la costa, revolvía los cabellos oscuros del conde y tiraba de su bufanda y del abrigo abierto. Ahí en Devon los inviernos eran suaves al principio; solo a finales de enero, comienzos de febrero, se recrudecía el frío e incluso a veces nevaba.

Bella, una braco de Weimar color gris, la favorita del conde, se detuvo a olfatear el viento. Luego lo miró con sus ojos ambarinos y, con expresión temerosa, gimió. El conde se inclinó y le acarició la cabeza.

—No pasa nada, bonita. Todo va bien.

Bella lo miró vacilante, como si supiera que le estaba mintiendo, pero hizo un esfuerzo y corrió detrás de la jauría. Al conde le habría gustado recoger una rama y arrojársela a los perros para que jugasen, pero no tenía fuerzas. Los miembros le pesaban como plomo. A duras penas emprendió la marcha y luego se dejó caer aliviado sobre el bloque de piedra situado en el punto más alto del arrecife.

Se quedó sentado y miró cómo sus perros se perseguían complacidos, se peleaban y se revolcaban en la escasa hierba. Jackson seguramente se ocuparía bien de ellos, como siempre había hecho. Siempre que conservara su puesto. Jackson, el único a quien había informado de adónde iba y cuándo cabía esperar su regreso. Lo que más difícil le resultaba al conde era separarse de sus perros, pero no podía llevárselos consigo…

Volvió la vista hacia el mar. Ese era su hogar, ahí había nacido y crecido. Ahí se hallaban sus raíces desde hacía generaciones. Raíces que ya no le retenían: llevaban mucho tiempo muertas, como el resto de él.

Hubo un tiempo en que había vivido; vivido y amado. Por Dios, cuánto había amado a Evelyn. Tan hermosa, tan segura de sí misma y tan aguda a la hora de replicar, con ese temperamento chispeante. Había sido un pobre romántico al creer que ella también le amaría si le daba lo suficiente. Suficiente ternura. Suficiente pasión. Suficiente entrega. Todo lo que era, todo lo que poseía lo había puesto a sus pies. Y nada, nada había sido suficientemente bueno para ella y nada había podido ablandar su carácter. Ni siquiera los hijos que había dado a luz, los cinco nietos que sus hijas les habían regalado. Al igual que el viento y las olas habían erosionado las piedras, también la frialdad de Evelyn y su indiferencia habían hecho mella en él, un poco más con cada uno de los treinta y cuatro años de matrimonio.

Había sido bueno tenerlos a todos alrededor una vez más en Navidad. Convencerse de que ya no lo necesitaban, de que hacía tiempo que llevaban su propia vida, incluso Roderick, el menor, que estaba estudiando su doctorado. Solo había echado de menos a Royston. Royston, que tanto se le parecía, aunque era más fuerte y vital; su heredero y sucesor si regresaba de Sudán… Era insoportable estar temiendo, con cada telegrama que llegaba a Ashcombe House, el comunicado de una muerte. Y todavía era más insoportable no recibir noticias.

El conde estaba cansado, muy cansado. Ansiaba un sueño profundo y oscuro en el que no tener que sentir nada más. No tener que sufrir ni temer por siempre jamás. Era un ansia a la que ya no podía resistirse. Aquella insoslayable llamada le prometía el descanso eterno, la paz eterna.

Buscó en el bolsillo de su abrigo, sacó algo envuelto y lo colocó sobre las rodillas. Lo desenvolvió con cuidado y cogió el arma que ese día por la mañana había limpiado con esmero, comprobado y cargado. Dirigió la mirada al mar que se extendía ante él, a la fina línea donde se encontraban el agua y el cielo. Entonces abrió la boca, se metió el cañón del revólver hasta el paladar y apretó el gatillo.