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Stephen caminaba lentamente por la arena dorada y fina que se levantaba a cada paso que daba, supervisando los preparativos que había encargado a sus hombres. Revisar y comprobar cada una de las piezas de su armamento. Llenar de agua las cantimploras y de provisiones los petates. Incrementar las reservas de munición. Limpiar y engrasar las armas. No, no había olvidado nada, todo cumplido y en orden.

Se sentó en el suelo. Debajo la tierra estaba fría y pronto percibió la sensación de humedad a través de los fondillos. No obstante, se quitó las botas y los calcetines y enterró los pies descalzos en la arena fría y pegajosa como harina. Le daba una sensación de libertad en la piel, y suspiró dichoso. El ancho cielo, plano como un toldo tensado, estaba gris y desapacible, y desde el mar soplaba una fresca brisa que olía bien, pura y casi inocente.

Stephen permaneció allí sentado un rato, miró el agua de la laguna, que ascendía y descendía en respiraciones regulares sobre la orilla, y también las islas planas y de color camello que interrumpían la pálida línea del horizonte. Sacó de la chaqueta un cuaderno de apuntes en el que solía verter lo que le parecía importante o le pasaba por la cabeza, cogió un sobre y un lápiz.

Trinkitat, 28 de febrero de 1884

Queridas Ads y Grace:

Os doy las gracias por vuestras cariñosas palabras, aunque me han llegado con retraso pues hace un tiempo que nos hemos marchado de El Cairo. Nos trajeron en ferrocarril y barco —apretujados como sardinas— a Suakin, una ciudad portuaria del mar Rojo, en Sudán, en la que establecimos el cuartel general. Hace un par de días descendimos algo más al sur, y ahora estamos aquí, en Trinkitat. En medio de la nada. Hasta donde alcanza la vista, solo se ve arena y agua.

Seguro que a estas alturas ya sabréis por los periódicos que a principios de noviembre, en El Obeid, los partidarios del Mahdi no dejaron con vida ni un solo hombre de las tropas egipcias formadas en septiembre a las órdenes de Hicks Pasha. (¿Leéis algo al respecto por allí? Aunque sé que vagan por aquí algunos corresponsales, tengo la impresión de que estamos en el fin del mundo y que nos torturan con una rebelión que, en el fondo, no interesa a nadie. Así que si os molesto con noticias que para vosotros ya son agua pasada, pido disculpas).

Sudán es un polvorín. Todo el sur, casi hasta Jartum, se halla en manos del Mahdi, a quien con cada victoria se suman nuevos seguidores y consigue más armas que lo refuerzan. Me parece razonable que nuestro gobierno haya obligado al jedive a entregar Sudán, que el Mahdi haga y deshaga aquí cuanto le apetezca. Pero no me parece justo que precisamente nosotros, el ejército británico, tengamos que sacar ahora las castañas del fuego. Tenemos que limpiar Sudán y sacar a los soldados egipcios repartidos por doquier en guarniciones y en parte cautivos de los insurrectos. ¿Por qué nosotros? El gobierno de Gladstone no quiere saber nada sobre los problemas de Egipto con Sudán, pero a nosotros nos envían aquí.

Por otra parte, soy consciente de que esto también es un ataque para la humanidad, y solo ahí veo que es nuestro deber marchar contra el Mahdi. A fin de cuentas se trata de evacuar a los civiles de Jartum, y son varios miles. Con este objetivo han recurrido incluso al ya jubilado general Gordon. Él conoce la ciudad, fue durante un tiempo gobernador de Sudán a las órdenes del jedive. Llegó hace dos semanas y va a preparar la evacuación… Y nosotros tenemos que abrir el pasillo para la retirada a través de territorio enemigo, por si llega el caso, probable, de que los mahdistas hayan cortado la salida por el Nilo. Aquí en el este, un tratante de esclavos llamado Osman Digna (no sé si es exactamente así su nombre) se ha unido al Mahdi y se ha abierto camino luchando casi hasta llegar a Suakin. Ya ha invadido Tokar y Sinkat y casi ha aniquilado a las tropas de Baker Pasha, que intentaron antes que nosotros cortar el fuego. Solo un puñado de hombres pudo regresar al campamento de Trinkitat. Y necesitamos Suakin. La ruta hasta allí, y de allí a través del mar Rojo, es la única vía de escape posible para la gente de Jartum.

Mañana al amanecer partiremos hacia el interior. Tomaremos el mismo camino que Baker Pasha, que también estará con nosotros, e intentaremos, con más de cuatro mil hombres, derrotar a Osman Digna y sus guerreros. Mentiría si dijese que no tengo miedo, pues en esta ocasión sí tendremos que combatir, y lo que hasta ahora hemos oído sobre los mahdistas asusta.

Os pido pues que nos deseéis a todos suerte y éxito en esta empresa. Espero que pronto volvamos a estar seguros en Suaki o en El Cairo. Por favor, no digáis al coronel lo que os cuento y tampoco a mamá. Ninguno de los dos tiene que pensar que soy un cobarde. Os quiero mucho a las dos, y ¡os echo mucho de menos! Saludos a nuestros padres y también a Becky.

Vuestro,

STEVIE

P. S.: Grace, supongo que Jeremy no te lo dice nunca y tampoco a nosotros nos cuenta nada, pero sé que te añora.

Una vez que hubo cerrado el sobre, contempló un rato más el mar y evitó la vista de los barcos artillados con cañones y de los botes amarrados con los que habían llegado allí y que le recordaban por qué estaba en ese lugar. Con gusto se habría quedado sentado allí, en silencio y alejado del campamento, tal vez para fijar en un pequeño esbozo la vista, de una belleza singular en su vacuidad, que ahí se le ofrecía. Como hacía a veces en los dibujos de su cuaderno de notas. Se trataba solo de garabatos, le faltaba talento, pero dibujar le sentaba bien.

Se frotó la arena de los pies de mala gana y se puso los calcetines y las botas. Al levantarse se sacudió los pantalones y lentamente regresó al campamento, pasó entre los soldados y los oficiales que preparaban los petates y los hatillos, o estaban ocupados limpiando las armas o simplemente estaban sentados en grupo, fumando y liberándose de la tensión y quizá también del miedo mientras charlaban y reían hasta el toque de queda. Los sanitarios revolvían en sus maletines y disponían sus bártulos, y los médicos repasaban su instrumental.

Se dirigió a una de las pocas tiendas de abastecimiento, ante la cual un tipo delgado como un fideo estaba sentado en una caja puesta del revés. De la comisura de la boca le colgaba un cigarrillo arrugado y humeante, y detrás de la oreja llevaba otro de reserva. Estaba limpiándose las uñas con la punta de la navaja.

—Qué tal, Fred. —Stephen le palmeó en el hombro y le colocó la carta bajo la nariz—. ¿Crees que podrás hacerla llegar de algún modo a Suakin?

—Pues sí —farfulló Fred, y el cigarrillo cabeceó entre los labios. Cogió el sobre y lo arrojó en el saco abierto que contenía una montaña de cartas. Por lo visto, Stephen no era el único que se había acordado de escribir a casa. Fred, el cartero, entornó los ojos y miró a Stephen con una amplia sonrisa—. Vosotros empezáis mañana, ¿no? —Apretó el puño huesudo y dio un enérgico puñetazo al aire—. ¡Acabad con ellos! ¡Enseñad a esos fuzzies quién es aquí el más fuerte! —Fuzzzies o fuzzy-wuzzies, «cabezas de lana», era el apodo con que se conocía a los hadendoa, la tribu de Osman Digna, por su elaborado peinado, y el nombre no había tardado en propagarse entre los hombres.

—Gracias. Por la carta. —Stephen consiguió forzar una sonrisa y siguió su camino. Pasó junto a los batallones de húsares, con sus caballos, camellos y mulos, que transportaban el agua y la munición; junto a los Fusileros Reales con su uniforme azul oscuro, que ya habían hecho méritos en la batalla de Tel al Kebir; y junto a los escoceses del Black Watch, con sus chaquetas rojas y los kilts negros. Se deslizó junto a la artillería, que ajustaba y atornillaba las piezas, y junto a los uniformes azules de la Marina Real, encargada de los cañones, hasta llegar a los uniformes color caqui de su regimiento, al lugar donde acampaban él y sus amigos.

—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó al acercarse.

—¿A ti qué te parece? —contestó Leonard divertido.

Leonard, Jeremy, Royston y Simon estaban sentados en círculo sobre una manta desplegada de lana, cada uno con dos montones de munición: uno al lado izquierdo y el otro al derecho. Cogían a destajo un cartucho de un montón, lo retocaban con un instrumento aplicadamente y lo colocaban en el segundo montón para volver a repetir la operación. La arena que había delante de ellos estaba repleta de astillas de metal y fragmentos diminutos de latón.

—Los últimos preparativos —señaló Royston guiñando los ojos, mientras Simon seguía concentrado en la tarea con el ceño fruncido.

Stephen se aproximó y se arrodilló junto a Jeremy, que levantó un momento la vista y le dio a Stephen un cartucho preparado que su amigo miró con atención.

—¿Estáis limando la capa de latón de la punta? —preguntó atónito.

—Ha sido idea de Jeremy —respondió Leonard señalándolo con la cabeza.

—No del todo —murmuró Jeremy mientras sometía al mismo proceso otro cartucho—. Es un consejo que me ha dado un oficial que ha servido en la India. Y yo se lo he transmitido a los demás como indicación y a mis hombres como orden.

—Cuando el núcleo de plomo blando queda libre, el disparo no penetra tan profundamente —explicó Leonard, ilustrando sus palabras con el cartucho que sujetaba entre dos dedos—. En lugar de ello, el rebote es más violento y la bala se deforma o incluso se astilla. La herida es mayor, hay más pérdida de sangre y no se puede curar debido a las astillas. De este modo el enemigo queda fuera de combate al cien por cien.

Royston puso una mueca sarcástica.

—Responden al divertido nombre de dum dum, por la fábrica de municiones al norte de Calcuta donde tales cartuchos ya se fabrican de este modo.

—Pero ¡eso es una salvajada! —Stephen dejó caer el cartucho, como si se tratara de un animal venenoso, cogió su libreta de apuntes y se puso en pie bruscamente.

Jeremy le lanzó una breve mirada y entre sus cejas aparecieron unas arruguitas.

—¿Tú qué crees que hay mañana? ¿Una comida campestre o un té de las cinco?

Los demás rieron y a Stephen se le agolpó la sangre en el rostro.

—¡Claro que no! Pero ¡los disparos normales también obrarán su efecto! ¡Siempre ha sido así!

—En cualquier caso, no pienso dar ninguna ventaja por pequeña que sea a nadie —observó Jeremy, comprobando otro cartucho limado—. Y a ti —miró a Stephen— te aconsejo que tampoco lo hagas. Así que comunícalo a tus hombres y hazte con munición y una herramienta.

—¡Ni hablar! —Stephen se cruzó de brazos.

Jeremy se detuvo y sus labios se tensaron. Se puso en pie despacio y, dando la espalda a los demás, se colocó frente a Stephen.

—Ve a tus hombres y diles que limen el latón de la punta. —Lo dijo en voz baja, pero con una firmeza que no permitía objeción.

—No. Lo que provocan esas balas es inhumano. —El rostro de Stephen expresaba lo mucho que le repugnaba la idea.

Jeremy frunció el ceño.

—No es una sugerencia, Stephen. Es una orden.

Los ojos de Stephen echaron chispas.

—No puedes darme órdenes.

—Sí puedo, teniente segundo Norbury. —Jeremy dio un paso atrás y la mirada de Stephen se posó en las bandas de la manga de su amigo, las bandas de teniente, que hasta el momento a él no le habían concedido—. Y ordeno que prepare sus cartuchos como corresponde y transmita esta orden a sus hombres. De inmediato. En caso de que se niegue daré parte.

Stephen se puso líbido de ira. Se dio media vuelta y se marchó con su andar desgarbado.

Los otros tres habían interrumpido su trabajo, se miraban los unos a los otros y a Jeremy, quien volvió a sentarse aparentemente con toda tranquilidad.

—¿Era necesario? —preguntó Simon, rompiendo vacilante el opresivo silencio.

—Sí, lo era. —Jeremy señaló un cartucho que había rodado del montón de los ya preparados por Simon a la arena húmeda—. ¡Coge un trapo y frótalo con cuidado! —indicó con brusquedad—. No tiene que quedarle pegado ni un solo grano. Al Martini-Henry no le sienta bien la arena.

Pasaron una noche incómoda en el campamento de Trinkitat bajo un cielo cubierto que solo de vez en cuando permitía contemplar el fino gajo de la luna creciente. La llegada del primer batallón del York & Lancaster a las ocho en punto de la tarde, mucho después de la retreta, perturbó la calma nocturna. Al ver las sonrisas satisfechas de los hombres con sus anticuados uniformes de dril caqui y con el saco de dormir enrollado al hombro, que tras trece años en la India y de regreso al hogar habían sido desviados en Adén hacia Suakin para apoyarlos al día siguiente, todos los vitorearon y saludaron como si fueran viejos amigos. Eso levantó los ánimos, pero no por mucho tiempo. Las especulaciones en torno al día que les esperaba y, en especial, a si el ultimátum dirigido a Osman Digna para que se rindiese antes del amanecer les ahorraría el combate libraban una obstinada batalla con el deseo de conciliar el sueño para estar frescos y descansados por la mañana. Una fina llovizna caía sobre el campamento y antes de que saliera el sol llovió a cántaros. No hubo hombre que se sintiera infeliz cuando a las cinco de la mañana el toque de corneta puso fin a esa noche y se ordenaron en fila para ir a los lavabos y recoger el café, el té y las galletas, hasta que se anunció la partida.

Qué estampa, comparable a un espejismo o tal vez a un delirio febril, cuando todos los colores se desprendieron del vapor de la mañana: escarlata, caqui, azul marino, verde fuerte y el blanco deslumbrante de los cascos y cinturones. Una imagen dolorosamente colorida en aquel paisaje vacío, como espolvoreado con harina de maíz, todavía más deslumbrante al resplandor del sol que despuntaba. Se pusieron en marcha como un ejército de hormigas, en la exacta formación del cuadro con flancos fuertes y extensos. Sin embargo, no era una marcha con el vigoroso paso de la oca, sino un caminar a grandes pasos, las armas colgando perezosas de los hombros, al compás de los tambores y las gaitas de los Gordon Highlanders, distribuidos en primera línea, con sus chaquetas grises y los kilts verdes. Una música que tenía algo de contenida amenaza, un peligro que se anunciaba con estridencia pero que sin embargo obraba un efecto animoso y cordial. A ambos lados, como sombras, los húsares hacían escarceos en pequeños grupos y los cascos de los caballos levantaban nubes de pimienta blanca. Adelante, adelante, hacia la colina y las trincheras de los exploradores del Mahdi diseminadas por el paisaje, que se veían desde la lejanía cual comas blancas con cabezas de alfiler negras, adelante, hacia el oasis de At Teb.

Desde la posición que le habían asignado detrás del cuadro, entre sus hombres, las otras tropas del Royal Sussex, la infantería montada y una unidad de caballería, Jeremy, a lomos de su caballo, volvió la cabeza y vio a Stephen, que seguía enfadado por la discusión del día anterior. Desde entonces respondía con monosílabos y evitaba la mirada de su amigo. Los labios de Jeremy se tensaron y volvió a mirar al frente. «Al menos la rabia que siente por mí parece darle fuerza: en todos estos meses no le había visto tan decidido».

Un instante después se estremecía, como todos, cuando a sus espaldas tronó un ruido ensordecedor, pese a saber que se trataba de su propia artillería, la del Sphinx, que a las nueve y media en punto abría el primer fuego de sondeo. Los obuses de prueba, sin carga explosiva, zumbaron sobre sus cabezas y aterrizaron con un golpe sordo en la arena delante de los Highlanders, en primera fila del cuadro. Zum. Zum. Peligrosamente cerca de los húsares. Zum. Zum. Demasiado cerca. El fuego cesó.

—Infantería montada… ¡adelante!

Era la orden que habían estado esperando. Leonard, Royston, Simon, Stephen y Jeremy salieron con sus hombres de la formación, espolearon los caballos y recorrieron a galope, entre el retumbar de los cascos, los flancos del cuadro. Sus chaquetas caquis se mezclaron con los colores de otros regimientos. Como flechas de colores, lanzadas por cientos de manos a la vez a través de los velos de arena y polvo, perseguían, gritando a pleno pulmón, a los exploradores del Mahdi. Miraban los semblantes oscuros y planos de los hadendoa, contraídos en una mueca, y el crespo cabello recogido en la coronilla. Veían las puntas de las lanzas deslumbrar al sol, los fusiles apuntados hacia ellos. Los guerreros no se movieron ni un centímetro y ninguno pareció pensar en huir.

—¡Retirada!

Volvieron bruscamente las monturas y galoparon en sentido contrario hasta sus posiciones de origen.

Los húsares asumieron el siguiente asalto y se precipitaron hacia los mahdistas acuclillados en las zanjas, en dirección hacia el fuerte donde se atrincheraban, al lugar donde antes había fracasado Baker Pasha. Desde ahí estallaban los disparos, ascendía el humo, pero los húsares eran demasiado rápidos, rápidos como rayos de colores que volvían volando al cuadro para salir otra vez zumbando, haciendo reconocimientos que duraban un abrir y cerrar de ojos. A través del repugnante hedor de los cuerpos pudriéndose que yacían por cientos, boca abajo, alcanzados por la espalda por lanzas y espadas mientras huían: los soldados egipcios de Baker Pasha, con un puñado de muertos europeos entre ellos. Las aves carroñeras no se dejaban ahuyentar largo tiempo, levantaban el vuelo con un batir de plumas y al poco volvían a descender como nubes oscuras sobre los cadáveres.

Tras una breve pausa para tomar aliento, el cuadro se puso de nuevo en movimiento al son de los tambores y las gaitas de los Highlanders, esta vez con paso vigoroso y uniforme, para rodear la fortificación y atacar al enemigo por detrás, su punto más vulnerable.

Sin embargo, fue el enemigo el primero que disparó: un obús de un Krupp que pasó muy por encima del cuadro. El siguiente estalló justo al lado de los británicos. Salió disparada la metralla y los soldados alcanzados se desplomaron entre gritos y gemidos. Otro obús más, de nuevo un estallido y más heridos. Los soldados siguieron avanzando, la mirada fija, todavía sin recibir la orden de responder al fuego. Las descargas crepitaban y penetraban en el cuadro, derribaban hombres y abrían huecos en la formación; unos huecos que de inmediato llenaban los hombres que avanzaban. Médicos y sanitarios se precipitaban entre las filas cargando camillas con los heridos hacia la retaguardia. Un obús cayó en medio de la formación, y el polvo y la metralla centellearon entre los camellos y mulos que transportaban el agua, la munición y el armamento, entre los zapadores y algunas tropas. Continuaron avanzando estoicamente mientras el sudor resbalaba por los rostros, los cuellos y las espaldas, con los nervios a flor de piel por la tensión. Jeremy, Royston, Stephen, Leonard y Simon se preocupaban de comprobar si había caído alguno de sus hombres y echaban rápidos vistazos para confirmar que no faltaba ninguno. «Todavía seguimos todos en pie. De momento nos vamos salvando».

De repente reinó el silencio. Solo chirriaban los carros de artillería. Y las botas de los soldados y las pezuñas de los caballos crujían en el suelo duro y arenoso.

Cranch. Cranch-cranch-cranch. Cranch.

—¡Aaalto!

Cuatro mil quinientos hombres se detuvieron frente al extremo de la fortificación, un terraplén de casi dos metros de altura que protegía a un grupo de mahdistas con dos cañones Krupp. Los soldados se arrojaron al suelo en posición de combate; los artilleros arrodillaron los camellos y los descargaron, montaron las piezas con movimientos precisos y las colocaron en posición. Empujaron los cañones y los últimos húsares se dispersaron entre nubes de polvo hacia la parte posterior del cuadro para salir de la línea de fuego.

Era mediodía. El sol estaba justo sobre sus cabezas y arrojaba sus potentes rayos sobre la tierra, no había ni una sombra. Diáfano como una campana de cristal, el aire reposaba sobre el oasis de At Teb. Cualquier contorno, superficie y cuerpo se dibujaban nítidamente: los rostros negros de los hadendoa, el brillo de las lanzas y las espadas. Los hombres de Osman Digna, que también esperaban. Un segundo y otro más. Un instante y otro más. Jeremy. Stephen. Royston. Leonard. Simon. Las armas preparadas con las bayonetas caladas, un ojo cerrado, el otro concentrado en la mira y apuntando, el dedo en el gatillo.

—¡Fuego!

El aire tembló entre los bramidos y siseos procedentes de los cañones y piezas de artillería, que escupían andanadas de disparos. Los obuses caían en las trincheras y estallaban en una lluvia de metralla. Los gritos de dolor vibraban en el aire. Las descargas crepitaban una tras otra por encima del terraplén, barriendo el fuego enemigo. La corneta dio con brío la orden de levantarse, avanzar y proceder a la siguiente descarga. Las balas estallaban por rachas sobre las posiciones enemigas, llovían los proyectiles y el cuadro avanzaba en oleadas.

El enemigo contraatacó emergiendo del terraplén de defensa y avanzando a cara descubierta: eran figuras oscuras, casi desnudas y de piel brillante, que con los ojos relucientes bajo la rebelde madeja de pelo pedían a gritos la sangre de los ingleses. Como manadas de panteras negras flexibles, fuertes y sin miedo, sedientas de presas. Los primeros se desplomaron ya arriba, sobre el montículo de tierra, y resbalaron pendiente abajo sin vida. Pero los siguientes no dejaban de avanzar por docenas, por cientos, lanzándose con sus espadas contra el cuadro. Con espadas que rebanaban la carne como si fuese mantequilla, mientras que las bayonetas inglesas se torcían cuando topaban con los huesos o incluso se quedaban clavadas.

El cuadro se dividió. Las filas delanteras subieron corriendo el terraplén, penetraron en la lluvia atronadora de fuego y emprendieron la persecución a través de las trincheras, por el fuerte y en el pueblo que había detrás. La segunda mitad detuvo el asalto de los mahdistas. Los infantes saltaron de sus monturas, tal como les habían enseñado para este tipo de combate, y se lanzaron a la lucha. Hombre contra hombre, negro contra blanco, espada contra espada, lanza contra bayoneta y contra bala.

«Cinco segundos». Cinco segundos era lo mínimo que se tardaba en recargar un Martini-Henry, y la medida personal de Jeremy Danvers. «Uno: tirar de la palanca con fuerza suficiente para que el casquillo salte. Dos: sacar los cartuchos del cinturón. Tres: colocarlos y apretarlos con el pulgar hasta el tope. Cuatro: devolver la palanca a su posición. Cinco: colocar. Apuntar. Espirar. Y disparar».

Sobre el campo de batalla flotaba una nube de polvo densa como un tapiz y se mezclaba con la arena removida, provocando escozor en los ojos. «Disparo. Blanco. Cinco segundos». Las caras se desvanecían en estrías irreconocibles. Solo había una diferencia: la piel clara y la ropa de color significaba amigo. La piel negra, enemigo. «Disparo. Blanco. Cinco segundos». Un rostro claro con una chaqueta azul, contra la que se ensañaba una figura negra con una espada ensangrentada. «Disparo. Blanco. Cinco segundos». La tierra tembló y el aire vibró cuando la caballería apareció al galope y persiguió a un grupo de mahdistas que huían envueltos en una nube de polvo. Disparos desde la lejanía. Gritos. «Apuntar. Espirar. Disparar. Blanco. Cinco segundos».

Lenta, muy lentamente enmudeció el fragor de la batalla. Resonó el toque de corneta. «Ya ha pasado. Ha pasado». Jeremy bajó el arma tosiendo y miró alrededor, todavía alerta. El humo se disipaba, devolviendo a los soldados sus caras, dejando a la vista los caballos, camellos y cañones humeantes. Los heridos yacían en el suelo, los sanitarios y médicos rastreaban el campo. Los blancos con sus uniformes de color estaban atravesados por espadas y mutilados. Los cuerpos de los negros estaban desgarrados por las balas, con los bordes de las heridas quemados y a veces todavía humeando. Eran tantos los muertos en la arena que esta se hallaba impregnada de rojo y resbaladiza a causa de la sangre.

Jeremy dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio a Stephen con la cabeza descubierta y desgreñado, pero al parecer ileso. Stephen dio un par de pasos vacilantes, pisó luego con mayor firmeza y finalmente cayó hacia adelante, entre los cuerpos.

Jeremy sacudió la cabeza con fuerza y se frotó con el dorso de la mano los ojos irritados.

—¡Stevie! —gritó, y corrió en pos de Stephen mientras recargaba su arma.

Stephen se volvió con un cansancio furioso en la mirada, pero unos dedos oscuros le aferraron el tobillo y le hicieron tambalearse. La bayoneta del fusil se bloqueó en el suelo y él cayó sobre unos cuerpos todavía calientes, una expresión de terror en el rostro tiznado. El negro que lo tenía cogido por la bota se incorporó y levantó su lanza. Un disparo desgarró su pecho delgado y huesudo, la sangre saltó a borbotones y él se desplomó sin vida. Todavía a la carrera, Jeremy volvió a cargar y disparó al guerrero por segunda vez.

Stephen liberó la pierna de la mano que lo retenía. Respiraba de forma entrecortada y tosía, mientras caminaba de espaldas, como un escorpión sin el aguijón, y miraba alrededor con ojos desorbitados por el horror, como si solo ahora se percatara de lo que había sucedido. Todavía se oían disparos aislados, para rematar a guerreros del Mahdi que se habían fingido muertos para sorprender a algún que otro blanco en el silencio posterior a la tormenta.

—Mierda —susurró Jeremy cuando Stephen hinchó los carrillos y unas fuertes sacudidas recorrieron su cuerpo. Jeremy lo cogió por las solapas de la chaqueta y lo arrastró hasta el terraplén, a un lugar que no se veía fácilmente desde el campo de batalla. En cuanto lo hubo soltado, Stephen cayó a cuatro patas y vomitó con tal fuerza que parecía ir a sacar las entrañas por la boca.

Jeremy se alejó dos pasos y apoyó la culata del fusil en el suelo. Sacó un cigarrillo, se lo puso entre los labios y buscó fuego. Encontró en el bolsillo del pantalón un par de cerillas y frotó una. Con mano temblorosa se acercó la llama al cigarrillo y dio una calada tan profunda que le provocó tos. Se sentó en un pequeño saliente de la cuesta, se atusó el cabello mojado de sudor, pegajoso y polvoriento y parpadeó a la luz del temprano mediodía que se reflejaba en la arena y las piedras surcadas de sombras angulosas. La batalla de At Teb no había durado ni dos horas.

Tres figuras se aproximaban: Royston, con la mano apoyada en el hombro de Simon, avanzaba dando traspiés y arrastraba el Martini-Henry que, con la bayoneta enristrada, casi medía lo mismo que él, y algo más atrás, Leonard. Ninguno pronunció palabra al llegar junto a él, extenuados y con los rostros sucios y sudorosos. Simon, con los ojos de un gris oscuro, como nubes de tormenta, tenía la tez pálida alrededor de la boca y la nariz, y las mejillas y la barbilla salpicadas de rasguños rojizos. Royston parecía de color ceniza, las mangas de la chaqueta y la camisa desgarradas e impregnadas de sangre, una estocada en el brazo cubierta de una costra de sangre seca. Incluso la sempiterna sonrisa de Leonard se había borrado.

Dejaron las armas y Royston sacó de la chaqueta una petaca plateada, desenroscó el tapón y se la tendió a Simon. Este la cogió agradecido, bebió un buen sorbo y se la devolvió. Royston bebió y luego se la pasó a Leonard y después a Jeremy, quien se la tendió a Stephen, que se deslizó sentado hacia él y le pidió con dedos temblorosos que le pasara la más que exigua colilla. Jeremy la tiró y encendió un nuevo cigarrillo y otro para él, y también Leonard, Simon y Royston se llevaron pitillos a los labios y los encendieron con manos trémulas.

Simon se deslizó por la pendiente, se acuclilló y se cogió la cabeza entre las manos.

—Mierda, mierda, mierda —musitó.