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Sudán. Un país inmenso que en realidad no era un auténtico país; cuya esencia, bajo un áspero caparazón, palpable y perceptible, seguía siendo vaga. Un país al que si bien el hombre había delimitado de forma arbitraria, la naturaleza le negaba toda definición. Solo en el norte se habían fijado sus fronteras, una línea horizontal nítidamente trazada en los mapas, a medio camino entre la localidad comercial de Wadi Halfa y el templo de Abu Simbel. La costa del mar Rojo recortaba Sudán con topográfica claridad por el este, pero ya en las montañas de Abisinia sus lindes se deshilachaban. Al oeste se perdían en las arenosas vastedades del Sahara y en el sur se hundía en pantanos y tocones marmullantes. Ni siquiera el nombre era terminante: bilad as-sudan, «país de negros»: de forma tan llana como desafecta lo habían bautizado los árabes doscientos años atrás.

Sudán abarcaba un territorio demasiado grande para conseguir cohesionarse, más de un millón y medio de kilómetros cuadrados. Sobre todo, era demasiado multiforme. Una alfombra de parches cuyo autor había confeccionado precipitadamente, sin orden ni concierto, a partir de costas inhóspitas y desiertos estériles, de jugosas sabanas, lagos inmóviles y valles fluviales, de pantanos voraces y colinas y cordilleras secas, débilmente unidas por una burda costura con hilo torcido de la estepa. No era un país cordial, algunos incluso lo consideraban un país cruel y asesino. Pero a Sudán todo eso le resultaba indiferente. No se preocupaba por lo que ocurría a quienes ponían el pie en sus tierras; en cualquier caso, se encogía de hombros y seguía perseverando, en silencio y con la mirada apartada.

No obstante, allí vivían personas. Nadie sabía desde cuándo, pues nadie lo había preguntado. Unos seres cuya tez, que iba desde el color de la miel oscura hasta el ébano, pasando por el marrón tostado, el canela y el cacao, daba testimonio de la mezcla incesante y milenaria de sangre árabe y africana. Nadie sabía con certeza cuánta gente vivía allí, pues nadie la había contado, pero sin duda eran varios millones, diseminados como estrellas en el cielo. Nadie se había tomado la molestia de dar un nombre válido a sus tribus o de diferenciar sus lenguas. Tribus que en el fértil fango del Nilo cultivaban verduras y cereales y se reunían en aldeas; tribus que criaban ganado y tribus que se alimentaban de la caza; tribus nómadas que iban en pos de agua y de pastos para los camellos. Tribus que en parte vivían o convivían pacíficamente juntas, pero que mayormente guerreaban entre sí y zanjaban los conflictos con las armas. Y mientras los habitantes del norte oraban a Alá, los del sur ofrecían sacrificios a los dioses paganos e iracundos y a los espíritus de sus antepasados.

Se habría podido suponer que un país así no se podía conquistar o anexionar. Sin embargo, eso precisamente habían hecho los egipcios más de medio siglo atrás. La provincia de Sennar era un tesoro colmado en abundancia del precioso oro que brotaba del grano, y donde crecía el cereal también podía cultivarse el algodón. Al oeste, en Kordofán y Darfur, había pastos para el ganado y tribus que pagaban por las jirafas, a causa del pelaje de tan hermoso dibujo, y por las aves corredoras de codiciadas plumas. Bahr al Gazal podía ofrecer bosques que desmontar, pero al sur, entre las selvas tropicales de árboles gigantescos y las extensiones de hierba ondulante, se encontraba la segunda mayor riqueza del país: los elefantes. Rebaños y más rebaños de elefantes, rebaños de hasta cuatrocientos paquidermos que recorrían la naturaleza virgen con su majestuoso y balanceante paso, y cada una de esas criaturas de piel gruesa y gris llevaba en forma de colmillo aproximadamente cuarenta libras. Cazarlos y extraérselos era un negocio lucrativo, pues las tribus que se hallaban junto al Nilo Blanco ignoraban el valor del marfil. Un cazador de elefantes se daba por satisfecho cuando obtenía un puñado de cuentas de cristal veneciano que costaba dos chelines, mientras que una libra de marfil se vendía por diez chelines.

Sin embargo, la mayor riqueza no residía en el oro blanco del marfil, sino en el oro negro de los esclavos. Sudán florecía con el comercio de esclavos y muchos individuos ganaban con ello dinero en abundancia.

Y puesto que los egipcios ya habían estado allí e incluso le sacaban rendimiento, introdujeron nuevos frutos del campo y métodos de cultivo, convirtieron a los nómadas en sedentarios, construyeron escuelas y hospitales, trazaron líneas de ferrocarril, tendieron cables telegráficos e hicieron navegar vapores por el Nilo. No por nada, claro está: los bachibuzuks, tropas irregulares de los jedives, provistos de armas y municiones pero sin soldada, extorsionaban por orden del señor a la gente de Sudán para que pagasen impuestos. Cuantos más, mejor, pues más sobraba para su propia bolsa. Desempeñaban su tarea con violencia y brutalidad, no se detenían ni ante el asesinato. Incluso continuaron cuando el jedive Ismail, presionado por los británicos, prohibió el comercio de esclavos y a muchos sudaneses se les privó de ganarse la vida, y el país, sometido y explotado sin miramientos, se hundió en la pobreza y la miseria.

Un hombre escuchó las súplicas de los habitantes de Sudán. Oyó sus gritos pidiendo justicia, libertad y que acabara el dominio extranjero y opresor del Egipto otomano: Mohamed Ahmed, el tercer hijo de un constructor de barcos, nacido en una isla del Nilo próxima a Dongola. Un joven listo y piadoso que a los nueve años ya se conocía de memoria el Corán y podía recitar la orgullosa y casi infinita lista de sus antepasados. Tras la temprana muerte de su padre, vivía con su madre y sus hermanos en otra isla del gran río. Una isla al sur de Jartum que con sus gruesos muros ofrecía protección a quienes huían de los bachibuzuks o abominaban de «los turcos». La noción de «turcos» abarcaba a todos los humanos con la piel más clara, daba igual que fueran otomanos, sirios, albaneses, europeos o egipcios. Los turcos que saqueaban y desangraban Sudán; los turcos cuyos recaudadores de impuestos no solo recaudaban dinero sino que robaban a manos llenas. Y si una aldea no podía pagar todos los impuestos, raptaban a las mujeres y muchachas para satisfacer su burda lascivia hasta que se reunía el dinero. Los bachibuzuks, siempre con el arma lista para disparar, propagaban el miedo y el terror, y nada simbolizaba mejor el vasallaje y la opresión que el kurbash amenazadoramente alzado, el látigo de piel de hipopótamo.

El joven Mohamed Ahmed se hizo un hombre, aprendía, rezaba y seguía el camino de la religión. Se hizo derviche sufí. Debido a su interpretación tan estricta de la religión, a sus opiniones demasiado apasionadas y exaltadas, sus profesores le reprendieron en más de una ocasión, hasta que empezó a mendigar y predicar por el país.

«Renunciad al pecado —reclamaba, anunciando lo que llamaba “el camino”—. Renunciad al pecado, a la envidia y el orgullo, y no olvidéis las cinco oraciones del día. Sed modestos, sed espíritus pacíficos y perseverantes, comed poco, bebed poco y visitad las tumbas de los hombres santos. Seguid el camino y seréis salvados».

Lo que proclamaba lo entendían hasta los pastores incultos y los campesinos sencillos.

«El turco es insaciable —explicaba—. Bebe vino y oprime a otros musulmanes, por eso no es un auténtico creyente. Quien se viste como un turco, quien vive como un turco, ¡es un turco! Deshaceos de todo lo que recuerde a los hábitos y costumbres de los turcos y los otros infieles. Volved a vuestra auténtica religión y Alá con toda certeza os recompensará».

Al igual que la lluvia que cae sobre una tierra necesitada de riego, las palabras de Mohamed Ahmed impregnaban las almas de los hombres y les infundían esperanza. Les devolvían la fe y la confianza. Y se reunieron en torno a él y estaban pendientes de cuanto decía, deseosos de alimento para sus heridas y humilladas almas. Bebían sus palabras y veneraban el suelo que pisaba y remendaban sus túnicas blancas para vestirse como él. Y cada vez que regresaba a casa después de sus peregrinaciones, sus mujeres le zurcían los desgarrones de la túnica.

«Es él —se murmuraba—, ¡es real! Debe ser él, ¡tiene que ser el Mahdi!».

El Mahdi, el elegido, el que según habían señalado los profetas iba a fortalecer la fe, asentar la justicia y restablecer la unidad del islam. Con él llegaría el día del Juicio y regresaría el profeta Isa, al que los cristianos llamaban Jesús.

¿Acaso no había sido el nombre de su fallecido padre Abdulá, como indicaba la profecía, y no se remontaban las líneas genealógicas de su padre y su madre hasta Fátima, la hija del Profeta? ¿Acaso no era alto y de noble figura, y provisto de finos rasgos faciales? ¿Acaso no mostraba una rendija entre los incisivos, lo que prometía fortuna y era una señal benéfica de Alá y propia del Mahdi? ¿Y acaso no había hecho ya milagros y sanado a enfermos incurables? ¿No abundaba la comida y la bebida allí donde él se encontraba? Eran tantas las señales que no había duda alguna: Mohamed Ahmed era el elegido, el Mahdi, de piel oscura, apuesto y carismático, lleno de sabiduría y bondad, y con una paciencia infinita. Y las tres cicatrices verticales que recorrían su mejilla izquierda, los signos de su tribu, anunciaban que el Mahdi era un hijo de esa tierra. Uno de los nuestros, decían.

Y en la época en que en Inglaterra, en Surrey, un puñado de jóvenes disfrutaban del verano, del mejor verano de su vida, Mohamed Ahmed reunía a todos los jeques importantes de Sudán en la isla de Abba, jeques que procedían de Darfur y Kordofán, y algunos hasta del mar Rojo. «Sí, soy yo —proclamaba allí—, soy el que os fue anunciado y al que estáis esperando. Yo soy el elegido».

«Honrados sean los hombres que permanezcan con vida —decía—. Y Alá se apiade de los que mueran. Hay que limpiar esta tierra de los miserables turcos. ¡Mejor mil tumbas que una sola moneda más en impuestos! —Y muchos de sus oyentes quedaron extasiados cuando añadió—: No hay más Dios que Alá. Y Mohamed es el profeta de Alá. Y Mohamed el Mahdi es el sucesor del profeta de Alá».

«Ha llegado el Mahdi». Tales fueron las palabras que como pétalos de rosa de dulce fragancia cayeron sobre el Nilo y la corriente arrastró. Palabras que de barco en barco se fueron propagando y que con los barcos llegaron a las orillas. A lomos de los camellos las caravanas las llevaron al norte y al sur, y al este y al oeste, a cada pueblo, a cada tribu. Era un mensaje alegre que las mujeres se contaban en las fuentes y sobre el que conversaban los hombres en los cafés. «Ha llegado el Mahdi». Y esa buena noticia el propio Mahdi la hacía llegar por escrito a todos los dignatarios: «Ha llegado el Mahdi».

También en El Cairo se oía hablar de ello, y no eran palabras agradables al oído. Se impartió la orden a Jartum de entrar en Abba con un destacamento de doscientos soldados y apresar, o mejor aún eliminar, a ese exaltado y alborotador llamado Mohamed Ahmed. Apenas se habían descolgado los mosquetes cuando los partidarios del Mahdi se abalanzaron sobre ellos y los derribaron con bastos garrotes y les destruyeron los cascos con piedras, los ensartaron con sus lanzas y los descuartizaron con sus espadas. «¡Victora! ¡Victoria! —Alzaron los puños ensangrentados al cielo—. ¡Victoria! ¡Reconquistaremos nuestra tierra! ¡Guerra a los turcos! ¡Guerra! ¡En nombre de Alá y del Mahdi, con fuego y espada!».