23

Givons Grove, 1 de agosto de 1883

Queridísimo Roy:

Solo un par de líneas antes de irme… ¡Es horrible, siempre estoy de un lado para otro! Después he quedado con Grace para tomar un té y esta noche se celebra una gran fiesta de verano en Aldersley, para la que tengo que arreglarme. ¡No vaya a ser que luego digan que lord Amory se ha prometido con un adefesio!

¿Cómo os va por ahí? ¿Es el calor soportable ahora, en verano?

Escríbeme pronto, un poco sí que te echo de menos…

Mil besos.

Tuya,

SIS

La luz del sol de ese día de verano en Shamley Green era polvorienta, color yema como el polen y empañaba el follaje de los robles. En el patio interior, sin embargo, reinaba un frescor casi propio de la penumbra y cuya densidad se percibía. En los pocos lugares donde el sol caía sobre las cubiertas bajas de las edificaciones anejas se recortaban cuñas de cálida claridad en las sombras.

—¡Qué alegría volver a verte! —Grace abrazó a Cecily y al punto la alejó un poco de sí para mirarla. Con el traje de montar y su elegante gorra, Cecily semejaba una noble rosa de té en plena floración en un estuche de seda azul, la tez sedosa y brillante y las mejillas arreboladas a causa de la veloz cabalgada—. ¡Qué buen aspecto tienes!

—¡Gracias! —El rostro de Cecily resplandecía.

—Lizzie nos ha puesto la mesa en el jardín —anunció Grace, tomando de la mano a su amiga—. ¡Gracias, Ben! —dijo al cochero, que con una mano sostenía los arreos de la yegua blanca y con la otra le acariciaba el cuello con un dulce susurro.

El hombre dirigió un gesto amistoso a Grace.

—¡Es un placer, miss Grace! ¡Miss Cecily!

—Me sabe tan, tan mal no haber venido a verte el día de tu cumpleaños —se excusó Cecily mientras cruzaban el patio para entrar en la casa por una de las puertas cristaleras—. Pero no habría conseguido ir a Londres y volver el mismo día.

—No te preocupes. De todos modos, pasé todo el día estudiando. Un par de estudiantes y dos compañeras de Ads pasaron a tomar el té y un trozo de pastel de cumpleaños y se quedaron un par de horas. Y luego estuve empollando hasta bien entrada la noche.

Cecily frunció el ceño y la miró casi compasiva.

—¿No te resulta terriblemente aburrido a la larga?

Grace rio.

—¡Qué va! Aunque a veces la materia es muy árida y no me gusta aprender de memoria, Bedford no me resulta nada aburrido. Al contrario. —Abrió la puerta del salón que daba al jardín—. Gracias otra vez por la bata tan bonita que me enviaste por el cumpleaños.

Del césped surgió una criatura marrón y de pelo rizado que brincó con las orejas ondeando, gimiendo con la lengua colgando, y correteó alrededor de Cecily a Grace.

—¡Un water spaniel! —exclamó Cecily encantada cuando Grace cogió en brazos el agitado y escurridizo cachorro y le tendió la mano. El animalito le mordisqueó el guante de montar—. Hola, ¿quién eres tú?

—Me permites que te presente: su nombre es Henry —informó Grace—. Por el rey Enrique VIII, a quien debemos de forma indirecta Shamley. Hemos de cuidar que este pequeño glotón no adquiera más tarde el mismo aspecto que su tocayo en su último retrato. Hace dos semanas, papá lo recogió del criador.

—Hola, Henry —saludó Cecily, y le acarició detrás de las orejas—. ¿Lo habéis bautizado formalmente?

—Por supuesto —rio Grace mientras avanzaban por el jardín todavía soleado. Solo de vez en cuando se escuchaba en la copa de los árboles un ocioso gorjeo—. Ads y yo, en Cranleigh, como a Gladdy en su día. —Jugueteó sujetando y soltando el hocico del perrito, a lo que él contestó con graciosos gruñidos de bebé y mostrando los dientes, en un intento de cogerle los dedos—. ¡Un chico bueno y mimado! Tengo la sensación de que sabe lo tristes que estamos por Gladdy y se esfuerza en conquistarnos el corazón. —Miró afligida el roble donde estaba enterrada Gladdy. Fuera de la sombra que proyectaba el techo de hojas crecía un arbusto ralo en un círculo de tierra regada.

—¿Ves esa planta de allí, al lado del roble? Es un esqueje de la acacia de tres espinas de Estreham. El conde fue tan amable de regalarle uno a mamá cuando ella se lo pidió.

—¿Por qué precisamente una acacia de tres espinas? —preguntó Cecily con una mueca, mientras se quitaba el guante—. ¡Tiene tantas espinas y es tan ralo! Unas rosas habrían sido mucho más bonitas. ¡O incluso un rododendro!

Grace sonrió mientras intentaba que Henry no le mordisqueara los volantes del escote.

—Porque la acacia de tres espinas, con un poco de suerte y el cuidado adecuado, puede vivir muchos años. Mamá tiene la esperanza de que sus nietos y bisnietos todavía puedan verlo y de que Gladdy y Tabby permanezcan en el recuerdo de la familia. —A esas alturas, tampoco Tabby vivía y, pese a que había alcanzado la edad bíblica que le corresponde a un gato, Ada se había quedado desconsolada ante tal pérdida, convencida como estaba de que había muerto de pena por la pérdida del que durante tanto tiempo había sido su compañero y su viejo rival, junto al cual Ben lo había enterrado.

—Esperemos que no desentierren sus restos —se estremeció Cecily, que se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla, antes de sentarse a la sombra.

Grace rio.

—¡Qué ideas se te ocurren! —Para servir un té y limonada con hielo, dejó a Henry en el césped, lo que no ocurrió sin despertar las protestas de cachorro, que no dejó de brincar delante de ella hasta que la joven se compadeció y se lo llevó al regazo, donde por fin se calmó y le mostró el vientre todavía casi sin pelo para que se lo acariciara.

—¿Ads no ha venido? —quiso saber Cecily tras pedir el azucarero.

—Ha ido con mamá en el tílburi a visitar a los Jenkin. Su gata ha tenido cachorros y Ads quería verlos y elegir a lo mejor uno o dos para Shamley. Al principio no quería saber nada al respecto, pero ahora que Henry está aquí y nos da tanta alegría parece que ha cambiado de opinión.

—¿Cómo le va a Ads en Bedford? —Cecily dio un mordisco a un sándwich de pepinillo y berro.

Grace tomó un sorbo de limonada.

—Estupendamente. Incluso ya ha presentado dos exposiciones. Las noches anteriores no pegó ojo y por la mañana estaba blanca como una sábana y temblorosa, pero lo superó bien, muy bien… Pero ¡ahora cuenta tú! ¿Cómo te va?

Cecily cogió su taza de té.

—¡Oh, magnífico! ¡No sé ni por dónde empezar! En la Riviera fue fantástico, con un clima muy suave pese a ser invierno y… —Sus ojos brillaban de emoción y describió con vívidas imágenes el sur de Francia y su estancia en París, los bailes a los que había asistido, la gente que había conocido y qué programa tenía para la temporada actual. Grace prestaba atención a medias; su mente no cesaba de divagar. Solo volvió en sí cuando Cecily hubo llegado al final de su detallado informe y le dirigió una pregunta—. Ahí encontré algo bonito para la invitación de los Alderley, algo en blanco, azul y rosa… ¿Vais vosotras esta noche también a Hedley Park?

—Mamá y papá sí van. Ads y yo nos quedamos en casa.

Cecily frunció el ceño.

—Lo entiendo en el caso de Ads; a mí tampoco me apetecería ir a fiestas para quedarme a un lado y no poder bailar porque todavía no me han presentado en sociedad. Pero ¿tú? Ads tampoco es tan pequeña como para que tengas que cuidar de ella.

Grace se encogió de hombros.

—Simplemente, no tengo ganas.

Cecily dejó la taza y miró a su amiga.

—Ya hace tiempo que no tienes ganas de nada, ¿verdad?

Grace calló y rascó a Henry debajo del hocico, lo que este permitió de buen grado.

—Los chicos no están aquí —respondió en voz baja. Aquella convivencia fraternal que durante años había conformado el mundo de Grace, incluso cuando Royston, Stephen y Leonard estaban en Cheltenham o en el extranjero y ella en el college, aquel mundo, que todavía se había hecho más colorido y emocionante cuando se sumaron Simon y Jeremy, se había esfumado casi de un día para otro. Sin Stephen, Leonard, Royston y Simon, sin Jeremy sobre todo, no había disfrutado de los pocos bailes y festejos a los que había asistido en ese último período. Con ellos había desaparecido una alegría determinada, unas chispeantes ganas de vivir que Grace añoraba terriblemente y que hacía insulsa su vida social. A esas alturas prefería reunirse en una habitación hasta tarde con Ada, Maud y Katherine y las otras chicas de Bedford para tomar el té o una botella de vino metida a escondidas en el college, o ir con ellas al teatro, a un museo y luego a una tetería.

—Sí, ¿y? —Cecily arqueó las cejas—. No es ningún motivo para estar todo el día metida en casa.

Grace apretó al cachorro contra su rostro y frotó la mejilla contra su pelo.

—¿No te parece extraño estar en fiestas y bailando mientras ellos están allí peleando?

—Uy, santa Grace —respondió Cecily poniendo los ojos en blanco.

—Tonterías —susurró Grace, entornando los ojos cuando Henry le dio un lametón en la cara.

—A mí no me parece nada extraño —insistió Cecily—. ¿Influye acaso en lo que allí ocurra el hecho de que yo me enclaustre o salga a divertirme?

—Claro que no. —Grace acostó a Henry en la sangradura del brazo y él empezó a mordisquearle la manga del vestido. Lo agarró por el cogote y lo sacudió ligeramente. El cachorro puso cara de decepción y se contentó con apoyarle la cabeza en el brazo tras soltar un profundo suspiro—. ¿Nunca piensas en que algo malo podría ocurrirles?

—Uf —dejó escapar Cecily, cogiendo una tostada con mermelada—. ¿Qué podría ocurrirles? ¡En El Cairo está todo tranquilo! Nuestros chicos no tienen nada más que hacer que descansar en el cuartel y pasear por la ciudad. ¿Por qué iba a preocuparme?

Grace tiró cariñosamente de la oreja a Henry, que había sucumbido a un súbito estado de somnolencia.

—¿Y si deja de estar tan tranquilo?

—¿Y si pasa esto, y si pasa lo otro? —resopló Cecily—. Las tropas del imperio están muy por encima de los demás ejércitos, y sobre todo del de esos bárbaros de ahí abajo. Lo ponía en el periódico. Por Dios, Grace, ¿qué te pasa? Antes no le dabas tantas vueltas a las cosas.

Grace acarició pensativa al perrito apoyado en su brazo y que se ensanchaba y contraía respirando profundamente dormido. La última carta de Jeremy, que había enviado a mediados de julio desde El Cairo con un sol ardiente, no se le iba de la cabeza. El joven le había contado que pensaba que la ocupación de Egipto posiblemente no fuera más que el comienzo. Le había escrito respecto a los disturbios que se producían mucho más al sur, en Sudán, para cuya represión enviarían en algún momento de septiembre tropas egipcias a las órdenes de un coronel británico retirado y un puñado de oficiales de otros países europeos que estaban al servicio del jedive.

«Aquí no sabemos mucho sobre los enemigos que aguardan ahí abajo. Se los llama derviches, la palabra sudanesa para “santones”, y se agrupan tras un cabecilla al que denominan el Mahdi, “el elegido”. Al parecer van armados tan solo de espadas, lanzas y bastones, mientras que los soldados egipcios irán provistos de cañones Krupp y ametralladoras Nordenfelt. Según me contó un oficial con quien he estado conversando estos días, irán a Sudán más de diez mil hombres, el ejército moderno más grande que jamás haya desfilado por el interior de este país.

»Pero también me contó que tras una primera inspección de los soldados en sus acantonamientos se había quedado muy preocupado. Al parecer, gran parte de los soldados pertenecen a las tropas que lucharon junto a Arabi en Tel al Kebir y que tras su derrota fueron apresados por nosotros. Y esos hombres hacen lo que sea con tal de no tener que volver a luchar. Algunos se han cortado el dedo índice para que los declaren incapacitados, pues no pueden apretar el gatillo de un arma. Otros se han frotado cal en los ojos para dañarse la vista. Por lo visto, se habla incluso de la posibilidad de llevarlos encadenados hasta Sudán y soltarlos allí para que peleen.

»A mi juicio, ese ejército reticente no está en condiciones de hacer frente a un enemigo mínimamente decidido. Según mi opinión, ello significa que, en caso de duda, tendremos que atacar nosotros. Nosotros, los británicos, que sea como fuere ya estamos aquí…».

La noticia de que en El Cairo había brotado el cólera tampoco contribuyó a tranquilizar a Grace. Quería contárselo a Cecily, pero se le escapó una pregunta mordaz.

—¿Te interesa algo acerca de Egipto y qué está sucediendo allí?

Cecily se encogió de hombros.

—No especialmente. ¿Por qué?

A Grace casi se le atragantó el té.

—Pues a lo mejor porque tu hermano está allí y el hombre al que amas también. Así como mi hermano y nuestros amigos.

Cecily cogió otra galleta, le dio un mordisco y la observó con atención como si no supiera si le gustaba.

—No me tomes por insensible, Grace… pero por qué están ahí y qué hacen es asunto suyo. Cosa de hombres. Aquí en Inglaterra yo cumplo con mis deberes como prometida de Roy. Me esfuerzo por cuidar de las relaciones sociales mías y suyas. Porque aquí —tocó con el índice el mantel de la mesa y la corona de diamantes que rodeaba el ópalo del anular centelleó brevemente—, aquí está el futuro de Roy. Aquí en Inglaterra, como futuro conde. —El resto de la galleta desapareció en su boca.

—Me recuerdas a lady E —bromeó Grace. Había sido el propio Royston quien había introducido entre sus amigos ese apodo a medias respetuoso y a medias irónico para su madre.

Los ojos de Cecily se achicaron.

—¿Y si así fuera? Algo hay que reconocerle: sabe cómo manejarse en la buena sociedad, y en su situación eso no es ningún error. —Pensativa, deslizó el índice por el borde de oro del platillo de la taza—. Bedford no te sienta bien, Grace —añadió en voz baja, y alzó la mano cuando Grace fue a protestar—. No, déjame hablar, por favor. La educación está bien y es bonita, a fin de cuentas a ningún caballero le gusta estar casado con una tonta con la que se aburra ni desea una madre así para sus hijos. No hay nada que objetar a tus primeros estudios allí, tampoco a los actuales de Ads de música y arte, pero ¿es realmente necesario hacer un examen para la universidad después? ¿No exageras un poco? Desde que has vuelto al college tienes unas ideas bastante peculiares.

—Al menos tengo alguna —contestó altiva Grace.

El rostro de Cecily se volvió liso y frío como la porcelana.

—Por lo visto, esos pensamientos no dan para mucho, pues en caso contrario no te malbaratarías con un hombre que está muy por debajo de tu nivel.

Grace sintió ascender la cólera como una llama.

—¡No te atrevas, Sis… no te atrevas a hablar así de Jeremy!

Cecily depositó la taza con un tintineo e hizo un gesto enfático.

—Cielos, Grace, ¡su madre trabaja! ¡Eso lo dice todo!

«Y sin embargo ha ahorrado cada penique que podía guardar para que estudiara en Sandhurst». Grace recordó las palabras de Jeremy y recordó a la señora Danvers el día de la fiesta de final de curso, su rostro suave y cansado, y el afecto que entonces había sentido hacia la madre de Jeremy reavivó su ira.

—¡Te crees por encima de todos, Cecily! ¿Lo sabes?

—¡Por Dios, cuánto lo siento! —Cecily alzó los ojos al despejado cielo de verano—. ¡Me olvidaba de Grace, la buena samaritana de Surrey, con todos sus elevados ideales de justicia, armonía y amor al prójimo! ¿No te resulta aburrida tanta elevada recitud?

Los dedos de Grace acariciaron lentamente la cabeza del cachorro. Sabía hacerlo muy bien, casi tan bien como su padre, el coronel: guardar en su interior una ardiente furia y mostrar un aspecto tranquilo. Pero ese día le costaba más que de costumbre.

—Me siento orgullosa —contestó— de lo que nuestros padres nos han dado y de lo que nos han enseñado a Stevie, a Ads y a mí.

Cecily no replicó. Se acabó el té y añadió:

—Vale más que me ponga en camino o se hará tarde.

Grace asintió.

—Por supuesto.

—Gracias por el té… No, no te molestes —le dijo a Grace cuando esta iba a levantarse, se puso en pie, se calzó los guantes y cogió la chaqueta con tanta energía del respaldo que la silla casi se volcó—. Conozco el camino.

Los cascos batían sordamente la tierra y hacían temblar el suelo. Respiraba deprisa y seguía espoleando a la yegua alazana. «¡Vamos, vamos, vamos!», gritó antes de saltar, y el caballo pasó por encima del seto y tocó tierra bruscamente. Grace casi perdió el equilibrio y sintió una punzada en la columna, pero no aflojó el ritmo. Describió una amplia curva por el prado florido haciendo saltar manojos de hierbas y terrones de tierra. Lejos, cada vez más lejos, pasando por rastrojeras agostadas y campos ya labrados, junto al linde del bosque, que pasaban por el rabillo del ojo desvaneciéndose en una cinta oscura y borrosa, a kilómetros de distancia de Shamley Green.

—¡Soo! —gritó, y, lamentando haber llegado a su meta en vez de alegrarse de ello, tiró de las riendas y detuvo al caballo de lado—. Soo, buena chica, muy buena. —Saltó de la montura y ató las riendas a la rama de un avellano.

Grace ni siquiera se había tomado tiempo para cambiarse el vestido de verano. Mientras Ben ensillaba el caballo se había puesto las botas, había cogido los guantes y la fusta y a continuación montado en la grupa del animal. Con la misma impaciencia que antes, caminaba ahora hacia los robles y castaños, con acebos entremedio y licnis granates en el suelo. Se abrió paso con la fusta por una vereda casi cubierta de helechos y hierbas y se estremeció cuando percibió el frescor del bosque en la espalda sudorosa y en las mejillas ardientes.

Se quedó en pie un momento, respirando pesadamente, contemplando el verdor. Ese verdor que cada año en mayo se transformaba en un mar de campánulas. Luego prosiguió con zancadas pesadas y obstinadas, como si llevara las botas llenas de arena. Se internó sin meta, la cabeza baja, como si hubiera perdido algo y no lograra encontrarlo.

«Grace, la buena samaritana de Surrey».

Su respiración se aceleró y con un gemido furioso levantó la fusta y empezó a golpear alrededor, haciendo saltar hojas y ramitas pero sin conseguir aplacar ese delirio, ese placer por destruir.

«No soy una buena samaritana… ¿es que no lo veis? —bullía en su interior—. ¡La Grace que conocéis es solo una parte de mí!».

Desde pequeña había sabido que algo indómito, en absoluto agradable, yacía en lo más profundo de su ser. Una falta de dominio de sí misma, una desmesura que la asustaba. Algo que semejaba un negro abismo en el fondo de su ser, que amenazaba con atraparla en cuanto osara acercarse demasiado al borde y cuyo poder de atracción la fascinaba, la reclamaba poco a poco. Eso la confundía, porque solía estar contenta y no había nada que le gustase más que troncharse de risa.

Correr ayudaba, hasta que los músculos le doliesen, los pulmones le ardiesen y el corazón le latiera en los oídos. Primero se había valido de un poni y más tarde de un caballo para lanzarse a toda velocidad en el tílburi. Como si pudiese escapar de esa oscura pulsión solo cuando le cedía un poco de protagonismo, lo justo para sentirse todavía segura.

Era muy difícil, casi imposible, ser insolente cuando todo el mundo te miraba con un brillo cariñoso en los ojos y te decía lo mona que eras con esa melena rubia como el trigo, esos ojos castaños y esa sonrisa radiante. Un rayo de sol que simplemente había que amar, y la pequeña Grace no había tenido valor para decepcionar a nadie. Pronto había averiguado hasta dónde podía permitir que se exteriorizara su naturaleza salvaje y cuándo ponerle freno. Se lo indicaba la expresión de su madre, de su padre, de los demás adultos cuando Grace se pasaba de la raya. Así había aprendido a sondear los límites entre los que podía saltarse las reglas sin correr riesgo y superar los obstáculos sin lastimarse.

Pero ¿cómo podía el corazón de una persona estar tan lleno de amor, de alegría y al mismo tiempo ser tan rebelde, tan ávido? ¿Cómo podía temer las tinieblas que había en el fondo de su ser y al mismo tiempo ansiar sumergirse en ellas?

«Sin luz no hay sombra. Sin sombra no hay luz».

Jeremy Danvers sabía la respuesta.

Al principio, Grace había creído que ella no le gustaba dado que nunca la cortejaba, casi nunca sonreía y le dirigía pocas veces la palabra. Hasta que se percató de cómo la miraba. «Veo lo que hay oculto en ti, Grace —le había dicho su mirada—. Lo veo y me gusta».

Jeremy conocía esa oscuridad, la tenía impresa en su propio rostro, y mientras Grace reía, bailaba y esperaba a que Leonard pidiese su mano cuando hubiese acabado los estudios en Sandhurst, fue acercándose a esa oscuridad sin percatarse de ello. Esa oscuridad tras la cual destacaba una línea más clara, como la franja que surge en el horizonte poco antes de la salida del sol. Una línea luminosa que en Jeremy brillaba a veces más, a veces menos, y prometía una ternura especial, aunque tal vez de una naturaleza no precisamente suave. Esa claridad atestiguaba una voluntad de amar de una forma apasionada e incondicional que a Grace al principio le había provocado inseguridad y luego, paulatinamente, la había cautivado.

De pronto recordó con toda nitidez, como si hubiese ocurrido el día anterior, la ocasión en que esa luz casi había eclipsado la oscuridad de Jeremy. Había ocurrido dos años atrás, el domingo de Pascua, en el jardín de la parroquia de la iglesia de la Santísima Trinidad. Ella había pasado al lado de Jeremy con el pequeño Samuel Frome en brazos, todavía estaba inmersa en la diversión del juego y en la dicha, en parte debida a la felicidad del niño por haber logrado llevar los huevos de Pascua hasta la meta, y en parte al regocijo de llevar en brazos al pequeño. Había sido un breve instante en que sus ojos se toparon con los de Jeremy, y el ardiente anhelo que vio en estos la alcanzó como un rayo. Le costó seguir caminando y no acercarse simplemente a Jeremy, cogerlo por la solapa y besarlo en la boca, que en ese momento parecía tan carnosa y tan suave… En lugar de eso, había vuelto el rostro y besado la mejilla tierna y tensa del niño, sintiendo un arrebato de felicidad y deseo en el vientre.

Grace detuvo jadeante su acceso de cólera, contempló las plantas y hierbas decapitadas, las hojas hechas jirones y los tallos arrancados, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Mientras Jeremy había estado allí, Grace no había temido su propio abismo interior, pues le parecía que él la tomaba de la mano y la conducía con cuidado por el borde del mismo. Mientras Jeremy había estado allí se había sentido segura. Pero con cada mes que pasaba sin él iba perdiendo equilibrio. Lo oscuro y desenfrenado que había en ella, y que Jeremy había sido el primero en despertar, parecía ganar fuerza e ir apagando lo que había de luminoso e inocente en su interior.

Le flaquearon las rodillas y, vencida por la debilidad, se apoyó en un roble. Agotada, apoyó la frente en el tronco y del jadeo pasó al sollozo.

Lo que había descartado por imposible en aquella fiesta de su vigésimo primer aniversario en Estreham, cuando prometió en medio de la tormenta que sería la esposa de Jeremy, amenazaba con surgir: Grace no sabía cómo soportar la espera. Tantos días y semanas, casi dos años ya. Dos años de su vida, que todavía no había realmente empezado.

La fusta cayó de su mano y Grace rodeó el tronco con los brazos tan fuerte como pudo. Tan fuerte que las ballenas del corsé que llevaba bajo el vestido se le clavaron en las caderas y le dolió el pubis a causa de la presión. Como un gato que pide que lo acaricien, frotó el rostro contra la corteza. No se sobresaltó cuando se arañó las mejillas, al contrario, disfrutó del escozor y de las gotitas de sangre que salpicaron la áspera piel del roble.

«Jeremy, vuelve, por favor —musitó contra el sólido árbol—. Por favor, vuelve. Sin ti me moriré».