El Cairo, 22 de febrero de 1883
Ada, amor mío:
¡Me han concedido mi primera condecoración! Bueno… no solo a mí, también a los demás. ¡A todos los del Royal Sussex y también a los de los otros regimientos! Una medalla con una cinta a rayas azules y blancas y el retrato de la reina grabado por una cara y la esfinge por el otro. ¡Qué sensación tan fantástica! Lástima que no la podamos llevar colgada todo el día… ¡Estoy impaciente por enseñártela! Aunque también es una sensación extraña que te distingan con una medalla sin haber disparado ni un tiro. Hasta ahora no hemos rendido tanto. En cualquier caso no lo que se llama rendir. Desde donde venimos, en ningún lugar nos hemos encontrado con resistencia real… ¡Da igual! ¡A nosotros nadie nos quita la medalla!
Además han ascendido al teniente Trafford a capitán. Ahora hacemos apuestas sobre quién será su sucesor como teniente. Stevie, Len y yo hemos apostado cada uno cinco libras por Jeremy; Jeremy y Royston lo mismo por Len. Admito que yo también daría volteretas si me ascendiesen. Solo porque… ay, Ada, ¡te echo tanto de menos! No sé cómo voy a seguir aguantando sin ti. Pero ¡sigo intentándolo, te lo aseguro!
Cuéntame cómo te fue la exposición. Ya sabes que tengo fe en ti y que sé que lo conseguirás.
Por cada beso tuyo yo te envío dos… ¡o mejor dicho, tres! ¡Cuantos tú desees!
Te quiere,
SIMON
Las voces de los almuecines se alzaron como un susurro invitador, crecieron hasta convertirse en un canto nostálgico con los sonidos suaves y flexibles del árabe y se esparcieron flotando por los tejados de El Cairo. Incluso ahí, en el cuartel de Qasr al Nil, la llamada a la oración alcanzaba cada rincón, colándose por las rendijas de los postigos de las ventanas cerrados para evitar el sol diurno y por las puertas abiertas casi por doquier para que corriera algo de aire en las habitaciones. En los nueve meses que la brigada procedente de Alejandría llevaba en El Cairo, las llamadas a la oración desde los minaretes, que en Alejandría todavía resultaban molestas por ser algo nuevo y extraño, se habían convertido en un sonido familiar. Desde la salida hasta la puesta de sol, los almuecines pautaban el día, enmarcando ampliamente el transcurso de la jornada, que en el cuartel tenía pautas más breves coordinadas con la aguda sucesión de sonidos de corneta.
Contiguo al palacio del jedive por un lado y al gran puente que enlazaba con Al Gesira por el otro, el cuartel se pegaba a la orilla del Nilo como una inmensa E. Los dos patios interiores quedaban abiertos al río, encerrando unas pocas arboledas bajas y algunas construcciones para el abastecimiento; y las áreas transversales del edificio, los brazos de esa E, llegaban hasta el agua. Según la óptica egipcia era un insulso edificio funcional que contaba con algún adorno en forma de columnas y arcadas.
—¡Pásala, tío!
—¡A ti te voy a espabilar!
—¡Aquí! ¡Aquí!
Unas voces masculinas reverberaban contra las paredes y con su alegría juvenil resultaban desconcertantes, como de un grupo de alumnos vociferando. En el segundo piso de los tres del edificio, Jeremy se apoyó sobre la barandilla de la galería y miró hacia el patio con una sonrisa contenida. Royston, Simon y Stephen peleaban por un balón de rugby con un puñado de oficiales jóvenes de Berkshire y South Staffordshire, unos en mangas de camisa y con la tela sudada pegada a la piel y otros con el torso descubierto.
Jeremy se apartó de la barandilla y por la sombreada galería cubierta pasó junto a las puertas abiertas hasta entrar en la habitación sobriamente amueblada que compartía con Stephen, la cual con los postigos de madera cerrados yacía en penumbra. Dejó la hoja que llevaba en la mano sobre la tosca mesa de madera y se desabrochó la chaqueta del uniforme. El calendario señalaba el primero de mayo, y el verano inminente amenazaba con un calor más intenso, un calor que ellos habían evitado el año anterior en Alejandría, una ciudad más fresca donde siempre soplaba la brisa marina. Con un suspiro de alivio, se desprendió de la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de la silla, se secó el sudor de la cara con la manga antes de abrirse el botón superior de la camisa y se arremangó hasta dejar al descubierto los velludos antebrazos. La piel allí seguía clara como la arcilla, mientras que las manos, la cara y el cuello habían adquirido el color de la tierra inglesa sometida a una sequía. Jeremy se bronceaba deprisa y fácilmente, un legado de su padre galés junto con los tonos fuertes de su cabello y sus ojos.
Esbozó una leve sonrisa cuando su mirada cayó sobre la manga de la chaqueta. Tendió la mano y deslizó el pulgar por la banda cosida no hacía más de dos días. El corazón le latía con fuerza. «Teniente. Teniente Jeremy Danvers».
De todos sus triunfos pequeños y grandes desde su época de escolar en Lincoln, la condecoración y el ascenso a teniente eran lo que menos esfuerzo le había costado. Solo había cumplido con su deber, recibido órdenes que a su vez había impartido, pero no por ello la recompensa le resultaba menos preciada, pues valía por todas las batallas que había tenido que librar anteriormente.
Jeremy se dejó caer en una silla, apoyó los pies sobre la mesa sin quitarse las botas y cruzó las manos en la nuca. Había sonado la llamada del almuecín, desde abajo subían las exclamaciones de los jugadores de rugby y de la lejanía llegaban los sonidos de la ciudad: los cascos de los caballos y los burros, los vehículos chirriantes, las voces roncas. Esa cacofonía parecía clarear mientras los musulmanes rezaban, pero luego volvía a convertirse en aquel molesto rumor incesante, día y noche.
De todas las palabras árabes que había aprendido, una le había cautivado en especial: Al Qahira, el nombre árabe de El Cairo, que sonaba y él paladeaba en la boca tal como percibía la ciudad: llena de magia. De una belleza extraña, potente e intemporal que nada tenía de blando ni de insinuante y que precisamente por eso le atraía. Como Grace, y eran los colores de Grace los que encontraba por doquier en El Cairo, esos matices de arena, trigo y cáscaras de nuez en la piedra de la ciudad.
Cada día que patrullaba a través de las calles, de las callejuelas y pasaba por mezquitas, edificios suntuosos y casitas, por debajo de miradores de piedra rota que sobresalían, por los bazares efervescentes y coloridos, con cestos trenzados llenos de especias, el latón y la plata cincelados, las telas y las pantuflas bordadas, lamentaba estar ahí en calidad de soldado. Por el uniforme se le identificaba desde lejos como el odiado ocupante, siempre alerta, siempre preparado para el ataque. Jeremy habría preferido vagar sin meta, perderse en el dédalo de callejuelas y simplemente absorber con todos sus sentidos lo máximo posible de El Cairo. Y se había prometido regresar un día. Como paisano. Con Grace.
Su mirada recayó sobre la hoja que había subido antes: «DENEGADO». Las grandes letras del sello cruzaban el formulario cumplimentado y los labios de Jeremy se tensaron. Retiró los pies de la mesa y acercó la silla, cogió pluma y papel de carta. Del libro de Rimbaud que yacía encima del paquete de misivas de Inglaterra cogió una fotografía en tonos sepia. El regalo de Navidad de Grace: ella en el estudio de un fotógrafo, a juzgar por el modo en que posaba, de pie delante de una cortina afelpada y una maceta con hojas de palma, un codo reposando sobre la imitación kitsch de una columna griega de altura media. En Navidad, Ada había enviado a Simon una fotografía idéntica y él había corrido por el cuartel poniendo la imagen delante de las narices de todos y gritando: «¡Es ella! ¡Es mi chica! ¡Mi Ada! ¿A que es preciosa?».
El Cairo, 17 de mayo de 1883
Querida Grace:
Perdona que te haya hecho esperar más de lo debido con mi respuesta. Pero había planeado enviarte la carta en un par de días y sorprenderte con una buena noticia. Me habría encantado ir a Surrey durante tus vacaciones. Sin embargo, me han denegado el permiso. Stephen, Royston y Simon recibieron ayer la misma respuesta negativa.
Jeremy dejó la pluma y miró la pared que tenía enfrente.
Todavía era septiembre cuando Arabi y su estado mayor se habían rendido. Exceptuando una situación complicada en la línea de ferrocarril de Tanta a causa de un multitud de egipcios enfurecidos y un grupúsculo de seguidores de Arabi, cuya capitulación todavía desconocían, y que una pequeña unidad de británicos desarmó rápidamente y sin bajas que lamentar, la represión de la revuelta en El Cairo y sus alrededores se había producido sin derramamiento de sangre. «De un modo demasiado pacífico», pensaba Jeremy con su escepticismo innato. Y por lo visto no era él el único que opinaba así. Pues, si bien en diciembre Arabi y siete de sus aliados se habían presentado ante un tribunal de guerra que los había condenado a muerte, pero se les había perdonado la vida por temor a avivar las llamas de una nueva rebelión y se les había desterrado de por vida a Ceilán, a los británicos todavía les quedaba mucho por hacer. Incorporar Egipto al imperio y ocupar el país durante años no le planteaba dudas al primer ministro Gladstone. Las tropas británicas solo debían mostrar su asistencia preventiva para sofocar el germen de cualquier levantamiento mientras el país se renovaba y modernizaba a fondo. Debía sanearse como un edificio en ruinas, lo que de algún modo era. Firme, solvente y sobre todo seguro era el modo como se imaginaban el nuevo Egipto bajo el gobierno de los jedives y sus ministros, constituido con ayuda de consejeros británicos y según los valores británicos de justicia, civilización y dignidad. Debía crearse una gendarmería según el modelo europeo y formar e instruir un nuevo ejército egipcio. Hasta que ese ejército no pudiese velar por el cumplimiento de la ley y el orden, las tropas británicas permanecerían en el país.
Era de imaginar que no había motivo para negar a un teniente segundo o un teniente un corto permiso en casa, dado que la situación no era tensa y llevaban casi un año y medio en el extranjero. Jeremy pensaba que los oficiales superiores recelaban y no confiaban en una seguridad quizás engañosa. A veces tenía la sensación de que en el aire vibraba una sutil amenaza. No ahí, en El Cairo, sino lejos, en el interior, como el tenue tictac de un reloj que no suele percibirse como sonido de fondo, pero del que a veces uno toma conciencia molesto.
Se dio la vuelta cuando alguien llamó a la puerta a sus espaldas.
—¿Te molesto? —Leonard se asomó con ojos risueños.
—Pasa. Por tu cara de satisfacción, has conseguido el permiso.
—Falso. —Leonard puso una mueca mientras mostraba la solicitud de permiso con el tampón de denegado—. Acabo de recogerla. ¿Tú tampoco?
Jeremy lo confirmó:
—Tampoco. —Cuando Leonard se acercó, Jeremy puso sin mirar una hoja en blanco sobre la carta que acababa de empezar para Grace.
—Tómatelo deportivamente —sonrió su amigo, dándole una palmadita en el hombro—. Es mejor que ninguno de nosotros obtenga el permiso para volver a casa, pues si se lo dan a uno o dos, el resto se quedará aquí hecho polvo. —Empujó el libro de Rimbaud y la pila de cartas a un lado y se sentó al borde de la mesa, una pierna en el suelo y la otra colgando del canto—. Esta noche voy con los otros tenientes recién estrenados de Berkshire y la plana mayor a Madame Zahra… para celebrar el día. —También Leonard lucía en la manga de la chaqueta dos bandas desde hacía dos días—. ¿Vienes?
—Gracias por pensar en mí —contestó Jeremy algo burlón—. Pero de nuevo debo declinar la invitación. No lo necesito.
—¡Haaaala! —exclamó Leonard, soltando una carcajada y propinándole una patadita en la espinilla—. ¡Jo, es imposible contar con vosotros! A Royston y Simon los disculpo, a fin de cuentas no están libres. Pero que Stevie se ponga como un tomate y que ahora tú también… —La mirada de Leonard se topó con la fotografía que había sobre la mesa, oculta a medias bajo los papeles—. ¿Puedo?
Cuando Jeremy asintió, Leonard tomó la foto y la observó. Jeremy vio en su rostro el reflejo de sus propios sentimientos; aunque deformados por la diferencia entre ambos, en esencia eran los mismos.
—No está a su altura —murmuró Leonard—. Se nota que no es propio de ella posar como un maniquí. —Sin embargo, le resultaba difícil apartar la vista y devolver la fotografía a su sitio. La miró unos segundos más y luego dirigió la vista a Jeremy—. ¿Hay algo serio entre vosotros?
Jeremy apartó la mirada y se pasó la yema del pulgar por el labio inferior antes de volver a mirar a su amigo.
—Escucha, Len… sé que tú y Grace habéis tenido una relación muy estrecha y yo…
—¡Oh! —lo interrumpió Leonard, y se puso en pie respirando hondo—. Todavía la tenemos. Eso no cambiará.
Jeremy tuvo la sensación de que las palabras de Leonard, su mirada, toda su actitud contenían un desafío. Luego lo vio sonreír.
—Vamos, di, ¿va en serio? —insistió Leonard.
Jeremy metió las manos en los bolsillos y lo miró fijamente.
—Sí, va en serio —contestó.
La sonrisa de Leonard se transformó en una mueca ansiosa.
—¿Has pensado en planteárselo cuando regreses?
Jeremy tensó los labios y miró hacia otro lado.
—¿Plantearle qué? —farfulló.
Leonard rio.
—¡Me haces gracia! Qué va a ser, ¡la pregunta de todas las preguntas! —Jeremy notó que la mirada de Leonard le perforaba, antes de añadir tenuemente—: ¿O ya se lo preguntaste?
Jeremy sentía el estómago como un papel estrujado. Conocía a Leonard, sabía que no lo dejaría en paz hasta sonsacarle una respuesta. Alzó la vista y respondió:
—Sí, se lo pregunté. Y respondió que sí.
La tez bronceada de Leonard pareció palidecer de repente, el iris azul de sus ojos, claro, frío y afilado como una astilla de cristal. Entonces levantó las cejas y dejó escapar una exclamación.
—¡Bieeeeeen! —profirió, cogiendo a Jeremy por los hombros y sacudiéndolo—. ¡Felicidades! ¡Todos los hombres de Surrey te envidiarán, seguro! ¡Y te admirarán! —Soltó a su amigo y le puso el índice extendido delante de la nariz—. Pero tienes que invitarnos a una copa, lo sabes, ¿no?
Jeremy sonrió.
—Pues claro que sí. Pero cuando sea oficial. Mientras tanto… mientras tanto querría pedirte que no se lo contases a nadie. ¿Me lo prometes?
—Por supuesto —respondió Leonard con una sonrisa—. Infórmame simplemente cuando tenga que recordarte que nos debes un par de rondas. —Bajó de la mesa y volvió a darle un juguetón puñetazo en el hombro—. Pero no tardes demasiado en hacerlo oficial… ¡A una mujer como a Grace no se la hace esperar!
El apagado sonido del pandero, el tintineo y campanilleo de la corona de címbalos, el ritmo de las palmas y la canción que salía de las suaves gargantas de las mujeres que se deslizaban por la habitación de forma tan atractiva chasqueando la lengua, ofuscaban la mente de Leonard y trastornaban sus sentidos. A lo que había que sumar el humo del narguile, un par de vasos de arak que se le habían subido a la cabeza y los perfumes a ámbar, almizcle, canela, sándalo y rosas que absorbía con cada inspiración.
Estaba indolentemente sentado en un cojín bordado, con una mujer en cada brazo y mirando a la bailarina en el centro, cuyas caderas se meneaban circularmente al ritmo de la música, produciendo una tenue y vigorosa vibración en su vientre. Las cadenillas con medallas que rodeaban su cintura emitían un delicado tintineo, y mientras sacudía sus pechos, que casi desbordaban el corpiño estrecho y corto, tras el velo transparente del rostro mostraba una sonrisa seductora.
Leonard le devolvía una sonrisa sarcástica. Tan sarcástica como nadie habría imaginado que Leonard Hainsworth Baron Hawthorne fuera capaz de esbozar. «Así precisamente es como se imagina cualquier caballero inglés una noche en El Cairo. Una pomposa caricatura de Oriente… y yo formo parte de ella. Experimento como palpable realidad lo que en el fondo dista mucho de cualquier veracidad. Infinitamente distante de lo que para mí tiene importancia».
Ahí, en la casa de Madame Zahra, mientras los demás tenientes permanecían deslumbrados por la fascinante femenidad que los rodeaba, embriagados por la sensualidad del lugar, Leonard podía arrancarse la máscara del chico de oro siempre de resplandeciente buen humor. Una máscara que no era mentira pero que raramente dejaba lugar para los momentos serios y nunca para aquellos en que se sentía desdichado. Tan desdichado como esa noche.
La muchacha, todavía muy joven —dieciséis o diecisiete años, no más—, a la que tenía asida tiraba juguetona del cuello abierto de la camisa de él, deslizando los dedos bajo la prenda y acariciando el torso del joven a través del vello dorado. Otra mujer, algo mayor pero todavía joven, apretaba sus voluptuosos pechos contra Leonard y le acariciaba los muslos.
Leonard se volvió hacia la muchacha y le puso la mano en la mejilla, acercó hacia sí aquel rostro hermoso y sutilmente recortado y depositó los labios en aquella boca carnosa que sabía a menta y té de malva. Y esta se abrió y la lengua de ella salió al encuentro de la de él, insinuante y seductora. La chica se desprendió de él y le dirigió una sonrisa que bajo los párpados bajos, con su espesa guirnalda de pestañas, era a medias virtuosa y a medias provocadora. Y, sin más ceremonias, se dejó tomar por la mano y conducir a una de las habitaciones del piso superior.
Unas lámparas de cristal de color arrojaban una luz de distintos tonos sobre el lecho y pintaban sombras espectrales sobre la tela del baldaquín, sutil como una telaraña, sobre los cojines con pasamanería y perlas incrustadas. Leonard se sentó y en cuanto la muchacha le hubo quitado las botas, la camisa y los pantalones, él la ayudó a desprenderse de las ropas transparentes que revelaban más que ocultaban. Luego se recostó y desapareció todo lo que había fuera de esa habitación. Al menos por esos momentos exquisitos y carentes de reflexiones, que solo atendían a su creciente excitación, mientras los dedos y labios de la muchacha se deslizaban, acompañados del sonido de pendientes y brazaletes, por su cuerpo, con un dulce ronroneo de fondo. Leonard se incorporó y tiró de la muchacha, pero dudó un instante: «¿Cómo sé que esta muchacha actúa por propia voluntad y no forzada?». Acudió a su mente la desconfiada pregunta que había formulado Stephen, una pregunta que él mismo jamás se había planteado y que en ese momento apartó a un lado, cuando la chica se tendió a su lado, se arrellanó y le sonrió. No tenía importancia, como tampoco la tenía si esos sonidos que ella emitía cuando él la tocaba y besaba, si la manera de acercarse y estrecharse contra él expresaban auténtico deseo o solo lo fingían. Era una ilusión por la que él pagaba, una ilusión para ambos.
Pues era Grace a quien él deseaba en realidad. Deberían ser las curvas de Grace las que acariciaba, las que besaba. Deberían ser sus pechos los que se dibujaban bajo la blusa, resaltados seductoramente por el escote de un traje de noche, pequeños y sin embargo sorprendentemente turgentes para una mujer como Grace, delgada como un junco. Con la cintura fina que él había rodeado miles de veces y la suave redondez de sus caderas. «Grace.» la muchachita alegre y radiante, su compañera de juegos favorita, su cómplice en todas las travesuras, que había madurado hasta convertirse en mujer. La mujer que para él lo significaba todo en este mundo. Sin la cual él no podría ser. «Grace, Grace». Debería ser la piel de Grace la que él sentía, la que aspiraba, su calor, su aroma a prado y flores silvestres, su cabello el que acariciaba entre sus dedos. Era el rostro de Grace el que él quería ver, verla cerrar los ojos dichosos cuando la penetraba, cómo el deseo y luego la satisfacción se dibujaban en sus rasgos. «Grace, Grace, Grace…».
Breve, demasiado breve fue el chorro de destellos que se encendió al final del delirio físico. Luego se extendió el vacío. Y más tarde… más tarde llegó el dolor, como un desgarro del alma.
Antes de levantarse y volver a vestirse, antes de marcharse con los demás oficiales por las calles de la ciudad todavía concurridas, de pasar por los cafés llenos de hombres que tomaban a sorbitos el café turco, fumaban, jugaban al ajedrez y hablaban, de pasar por los escaparates iluminados de las tiendas y junto a adolescentes que andaban ociosos esperando que de algún modo y en algún momento empezara su vida, antes de que Leonard Hainsworth volviera a mostrar el risueño semblante que le distinguía, una lágrima resbaló por su rostro y cayó en el lacio y espeso cabello de la muchacha.