—Maldit… —renegó Simon, y se puso de lado para pescar el cubo debajo del catre. En el último instante se lo acercó y vomitó con ahogados sonidos guturales. Volvió a acostarse tosiendo, pero sin dejar el cubo.
Un penetrante vapor, mezcla del sudor febril, el vómito y los gases pútridos de intestinos irritados se mantenía obstinadamente en el hospital de campaña y aumentaba todavía más su malestar.
—La buena noticia: no es cólera —gimió Royston una cama más lejos, llevándose las manos al vientre, que emitía unos crujidos alarmantes, al tiempo que notaba como si unas garras ardientes le aferrasen las entrañas—. La mala: no es nada divertido.
—En dos o tres días estaréis de nuevo en pie —lo consoló Leonard, que se había sentado en un taburete plegable a los pies del catre.
En principio, el campamento junto a Guiza había sido concebido como mero lugar de paso. Solo para una o dos noches a mediados de septiembre, hasta que desde allí se unieran a la otra mitad del ejército británico y ayudaran a sofocar del todo la revuelta. Sin embargo, el cólera y las fiebres les obligaron a quedarse. La mayoría de las enfermedades no solían provocar grandes percances, pero ya había que lamentar las primeras víctimas y hubo que enterrarlas precipitadamente fuera del campamento, en el duro suelo.
No obstante, pese a que la mortecina luz de los faroles de la tienda todavía hacía parecer más pálidos a Royston y Simon, como si fueran de cera, se veía que los dos eran lo suficientemente jóvenes y fuertes para superar aquella odiosa enfermedad de estómago e intestino, y sobre todo el humor del primero se demostró irreductible, si bien esos días tenía un toque sarcástico.
—Dios… te oiga —consiguió pronunciar Royston, mientras Simon se ponía a toser de nuevo y se inclinaba sofocado sobre el cubo—. Para ti es fácil decirlo… ¡Tú, hombre afortunado que una vez más has salido bien librado!
—Yo al menos llevo mucho tiempo sin estar hecho un asco como vosotros —reconoció Leonard.
Royston contrajo el rostro al sentir otro retortijón.
—¡Si… si no fueras mi mejor amigo, debería odiarte por ello! —Miró a Leonard con ojos febriles—. ¿Sabes algo de Sis? Le he escrito… tres veces y todavía no… no me ha contestado.
Leonard sacudió la cabeza y arrugó la frente.
—Pues no sé nada. —Se encogió de hombros—. A mi hermana nunca le ha apasionado escribir cartas.
Royston gimió y se volvió hacia el otro lado.
—Quiero… quiero irme a casa —farfulló, hundiendo su rostro en el cojín abombado.
—Yo también —jadeó Simon, colocando de nuevo el cubo en el suelo.
Tanto como lo permitía la oscuridad, Jeremy controlaba cada paso que daba por el pedregal. Las piedras de la explanada eran grandes y angulosas, y el camino posterior a través de la arena estaba lleno de fragmentos pedregosos y requería esfuerzo. Pero sabía que valía la pena; no era la primea vez que la noche le invitaba a alejarse de las voces y las risas del campamento. Un fuerte viento le revolvió el pelo y levantó nubes de arena del suelo. Jeremy se arrebujó en la chaqueta del uniforme, pues aunque por el día lucía un sol de justicia, las noches eran frías.
Se detuvo delante de un montículo pedregoso y colocó en el suelo una manta de lana plegada, se tendió encima y colocó el libro de Rimbaud entre su nuca y las primeras y más pequeñas piedras del montón. Contempló tranquilamente durante un rato las estrellas, que ahí parecían mucho más grandes que en su país, más próximas y más numerosas, como astillas de un cristal que hubiera estallado sobre un terciopelo de densa oscuridad.
En la lejanía, las austeras siluetas de las pirámides se recortaban contra el azul profundo del cielo nocturno. Parecía aguantar con sus vértices la bóveda celeste, soportando su carga con impasible resignación desde hacía una eternidad. Le bastaba con mover los ojos para ver la monumental nuca de la esfinge, que dirigía sus ojos sin vida hacia El Cairo por encima del campamento; su faz hendida no era hostil ni cordial, sino insondable, elocuente y, no obstante, vacía.
Encendió un cigarrillo y exhaló el humo en la noche. A esas alturas, todos fumaban, y no precisamente poco, incluso Simon y Leonard, hasta Royston, quien antes solo se permitía de vez en cuando un cigarrillo. Una manera de aguantar las muchas horas de absurda espera y de soportar el continuo estado de alerta.
Repasó las palabras en árabe que había aprendido. Shukran, «gracias»; sabah al jir, «buenos días»; asif, «disculpa»; emta?, «cuándo»; yamin, «derecha»; shemal, «izquierda»; aigua, «sí»; la, «no».
Tensó los músculos cuando unos pasos se acercaron, sonoros en el silencio de la noche, crujiendo sobre las piedras sueltas y resbalando en la arena. La tensión se aflojó de nuevo al reconocer el lento caminar indeciso.
—Hola —saludó en la oscuridad.
—Hola —repitió Stephen—. ¿Prefieres estar solo?
—Ven, no pasa nada. —Hizo ademán de levantarse para desplegar del todo la manta y que Stephen pudiera sentarse con él, pero el recién llegado rehusó con un gesto.
—Deja. Me siento aquí. —Stephen lo hizo con las piernas abiertas en un bloque de piedra.
—¿Estás algo mejor? —Jeremy aplastó la colilla en la arena y volvió a apoyar la espalda contra la piedra.
—Pregúntamelo cuando haya dado la primera calada. —Se oyó el ruido áspero de una cerilla al ser rascada, surgió una llama roja y se extendió el fuerte olor a humo de tabaco.
—¿Y bien? —preguntó Jeremy divertido, después de que Stephen hubiese dado varias caladas al cigarrillo.
—Bueno —respondió, y se palpó el estómago—. Todavía se oyen ruidos, pero creo que lo he superado… A ti no te ha fastidiado mucho.
Jeremy soltó una risita.
—Tengo aguante. —«Como mi padre», pensó.
Guardaron silencio, hasta que Stephen echó la cabeza atrás y dijo en voz baja:
—Aquí uno se siente tan diminuto e insignificante… Como si su vida no contara más que la de una hormiga.
—Ajá —convino Jeremy, mirando a su vez el cielo estrellado—. En el fondo es eso. Comparado con el mundo, con toda la humanidad, una única vida no significa nada. Y aun así… —se pasó los nudillos por la barbilla— aun así nos aferramos a ella e intentamos vivirla lo mejor posible.
Unos momentos después oyó susurrar a Stephen:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro. Dispara.
Stephen calló. Los hombres no hablaban de esas cosas. Los hombres, los oficiales, hablaban de forma vulgar y obscena sobre mujeres que habían poseído, o sobre mujeres que glorificaban con reverencia, o mencionaban con sobriedad a las damas que los esperaban en casa; entre ambos extremos no había nada. Royston siempre se refería a Cecily con una mezcla de burla y ternura; Simon moría de ensoñadora añoranza por Ada, y, con ello, ambos demostraban a Stephen que no conocían ni las dudas ni las preguntas ni las vacilaciones que a él le acuciaban, y sabía de Leonard que esos estados de ánimo le resultaban ajenos. Pero Jeremy… Jeremy tal vez le entendiera, al menos le daría la sensación de que no debía avergonzarse de ese tipo de arrebatos tan poco viriles.
Dio la última calada al cigarrillo, lo tiró y luego preguntó:
—¿Cómo puedo saber si he encontrado a la persona adecuada?
Stephen percibió que Jeremy lo miraba.
—Piensas demasiado —respondió casi con acritud—. Sobre todo acerca de cosas para las que no sirve de nada pensar tanto. —Se colocó bien el libro de poemas detrás de la cabeza—. Supongo que nadie puede contestar a esa pregunta. Tienes que averiguarlo por ti mismo.
Stephen insistió.
—¿Cómo lo notaste con Grace?
Jeremy dirigió la vista a las pirámides. Había sido un domingo de Pascua, uno de los primeros días templados de la primavera, aunque todavía hacía frío para ser mediados de abril, un día entre crocus, narcisos ya floridos y pertinaces restos de nieve. Aquella Pascua Jeremy la había pasado en Shamley Green, después de que su madre y él se hubiesen puesto de acuerdo en que era preferible que ahorrase el dinero del viaje a Lincoln y se quedase en el sur. Tras asistir a misa en la Santísima Trinidad, la comunidad se había congregado en la parroquia para el desayuno de Pascua, un acontecimiento para el que Becky había pasado semanas trabajando. Animados por los padres, que se habían reunido al borde del jardín, los niños competían en la explanada que había delante de la casa para ver quién llegaba antes empujando los huevos de Pascua. Entre sonoros gritos y voces, hacían rodar con varas los huevos duros por la suave pendiente, un mosaico de perlas coloreadas con té de malva, pieles de cebolla, cáscaras de nuez y el jugo de la remolacha roja, que entre los pies de los niños se separaban rodando y de vez en cuando con un crujido —al ser aplastado por un pequeño zapato— se veía privado de uno de sus componentes. Uno de los niños, de dos o tres años como mucho, era incapaz de seguir el ritmo de los demás. La distancia entre el grupo de niños que iban en cabeza y él se iba haciendo cada vez mayor y al final se detuvo. Miró ansioso el batallón de chiquillos que descendía saltando la pendiente, se volvió hacia los adultos con expresión lastimera y, justo antes de que rompiera a llorar, Grace entregó su taza de té a Stephen y corrió hacia el pequeño.
Colocó una mano en la axila del niño y con la otra le puso los dedos alrededor del palo y le ayudó a empujar un montón de huevos para que rodaran por la cuesta.
Todos los demás ya llevaban un rato con sus padres, mostrando orgullosos los huevos de Pascua que habían empujado hasta la meta, cuando Grace y su pequeño protegido lanzaron sobre la señal de llegada el último huevo coloreado. Grace levantó el puño en el aire y soltó un grito de triunfo, y el niño se echó a reír y empezó a aplaudir de felicidad. Ella se puso de rodillas para recoger los huevos y dárselos al niño, luego lo cogió y se lo llevó en brazos hacia la casa.
Ver a Grace con aquel niño, cómo le hablaba y reía con naturalidad cautivó a Jeremy, quien, pese a que ya conocía de antes la calidez con que ella trataba a todas las personas, en ese momento fue consciente del amor que irradiaba Grace. Sintió un doloroso deseo de que ese niño pequeño, con la chaqueta y la bufanda roja, con la gorra de visera calada en el cabello cobrizo, fuera su hijo. Su hijo y el de Grace. Una personita que llevara algo de él y algo de Grace, creado en un acto de amor que los llenara a ambos en cuerpo y alma…
Jeremy nunca había pensado en formar un hogar y una familia. Había estado concentrado en la tarea de construirse una vida para él solo. Y sobre todo le asustaba la idea de traer unos hijos al mundo que tendrían que vivir con un padre como el suyo. Que pagarían el precio por una calamidad ocurrida antes de su nacimiento y que solo por ser concebidos ya llevarían una mácula. Como él entonces.
Ver a Grace con aquel niño había sido como si una pústula que no dejaba de crecer se hubiera reventado de repente y eliminado todo el fluido purulento. Y aún más, cuando Grace de pronto lo sorprendió observándola, aminoró el paso y esbozó una leve sonrisa. Y en el instante en que volvió la cabeza para dar al niño un beso en la mejilla y devolvérselo a su madre, a Jeremy casi le pareció ver en los ojos de la joven el mismo deseo que él sentía. A partir de ese momento había notado como si una herida durante mucho tiempo infectada empezara por fin a curarse, y así ocurrió durante la primavera y todo el verano. Gracias a Grace.
—Grace —respondió Jeremy con rudeza—. Grace es la persona con la que deseo pasar toda mi vida.
Stephen enmudeció unos segundos.
—¿Es tan fácil? —El tono era casi de desconfianza.
Jeremy tomó aire y estiró una pierna.
—Para mí sí.
Stephen estuvo dándole muchas vueltas a lo que Jeremy había dicho. Al principio había echado de menos a Becky, pero el recuerdo de ella cada vez se desdibujaba más, y mientras la joven escribía cartas en que le aseguraba lo mucho que lo añoraba, lo muy a menudo que pensaba en él y soñaba con él, y cuánto ansiaba verlo, él cada vez tardaba más en contestar, lo que hacía con creciente desgana. Pues no tenía nada con que responder a esa avalancha de sentimientos que se vertía sobre él con cada carta. Todo lo que podía escribirle con sinceridad le parecía pálido, insustancial y trivial. Sin embargo, Stephen tenía añoranza, añoraba Inglaterra y Surrey, y Shamley Green, añoraba a todas las personas que conformaban su vida, y Becky era una parte de ella, siempre lo había sido. Pero ella no tenía suficiente con que él la añorase, y aún menos podía él imaginarse compartiendo la vida con ella, tenerla cada día alrededor, y cada noche. Solo de pensarlo se agobiaba.
Soñaba con una mujer que no solo excitase su cuerpo y prometiese satisfacer su deseo, como las árabes de El Cairo, de las que solo podía ver los ojos ardientes de largas pestañas y cuyos vestidos ondulantes dejaban intuir el vaivén de las caderas al caminar. O las imponentes africanas que, orgullosas y flexibles, caminaban como panteras y avivaban su imaginación. Sino con una mujer que también sosegara su alma y cautivara su mente, una mujer que todavía no había tomado forma en su interior, que no poseía nombre ni rostro.
Tal vez esa mujer fuera un sueño que nunca se convertiría en realidad, igual que los demás sueños que anidaban en Stephen. Pero tal vez existiera realmente en algún lugar y también ansiara a un joven como él.
La idea de comunicarle a Becky que él no sentía lo mismo que ella le pesaba como una muela de molino en la conciencia. Tenía que decírselo, aunque no por carta.
Se lo diría cara a cara. En cuanto volviera a casa. De algún modo.
Tte. 2.º Leonard Hainsworth, 1.er Bat. R. Sussex,
4.º Inf. Brig. Com. Gral. Sir Evelyn Wood
El Cairo, 1 de octubre de 1882
Querida Grace:
No te preocupes, volvemos a estar todos bien… ¡muy bien incluso! Los cinco estamos vivitos y coleando y dispuestos a hacer cualquier travesura. Te crees todo lo que digo al pie de la letra, ¿verdad? Pero no es tan grave; de hecho, cada día damos ejemplo de esmero y conciencia del deber, tal como se espera de nosotros, jóvenes oficiales. Seguro que el coronel Norbury estaría satisfecho de nosotros.
La entrada en la ciudad fue triunfal y el modo en que desfilamos delante del palacio del jedive, con los colores de nuestros regimientos, un espectáculo grandioso. Y aún más cuando acompañamos la ceremonia de la «alfombra mágica», como la denominamos burdamente, con honores militares. De hecho se trata de una enorme funda de seda negra y bordada con hilos de oro y plata, que llaman kiswa y que cubre en La Meca el templo de la Kaaba. Cada año se confecciona una nueva funda aquí en Egipto, y cada año es solemnemente conducida en procesión, en un soporte especial y a lomos de un camello, a través de las calles desde la ciudadela antes de partir hacia La Meca con los peregrinos. Fue una ceremonia muy extraña, ajena en la lengua y el desarrollo, y precisamente por ello en extremo fascinante; no resultó nada fácil permanecer allí firmes y con la mirada al frente cuando había tanto que ver. ¡Seguro que a ti te habría gustado estar aquí!
Hemos montado el campamento en Al Gesira, una isla que yace en medio del Nilo como un barco inmóvil y encantado, unido a la orilla a través de un ancho puente con barandillas de hierro y estatuas de leones en las cabeceras. Esto es precioso: unas elegantes mansiones flanquean las calles arboladas y en sombra. Quien vive aquí ha sido bendecido por la diosa Fortuna. ¡Hay incluso un club deportivo! Y, claro está, un palacio construido por el jedive anterior con arcos y columnas en tonos pastel y con rejas de hierro forjado delicadas como puntillas… Fabuloso, como sacado de Las mil y una noches. Jardin des Plantes es también el nombre que se le da a Al Gesira, por la gran cantidad de jardines de que dispone, ante todo el jardín botánico del jedive. Así pues, un retirado rincón del paraíso… y ahí en medio estamos nosotros, el ejército británico, con nuestras tiendas y material militar. Un contraste tremendo, como tal vez puedas imaginar.
¡Me parece excelente que tú y Ada queráis volver al college! Seguro que a Sis tampoco le perjudicaría meter sus naricitas con más frecuencia en los libros y ocuparse menos de las revistas de modas y los cotilleos sociales. A propósito: si por casualidad escribes a mi descuidada hermanita pequeña, dile que Royston se muere de ganas de recibir algunas líneas de ella. A lo mejor una amonestación por tu parte obra más efecto que una de su hermano mayor. De lo contrario, Royston no me dejará en paz; con sus lamentos, incluso no me deja dormir después del toque de queda. Es broma. Estoy contento de tenerlo a él y los demás a mi lado, alivia un poco mi añoranza, pese a todo lo que hay por ver y descubrir aquí mientras cumplimos nuestro monótono servicio.
Sea como fuere, a ti te echo terriblemente de menos, Grace, más de lo que soy capaz de expresar. Por favor, escríbeme tanto como te sea posible. Me alegra cualquier palabra que proceda de ti.
Tuyo,
LEN