19

La luz de aquel día de septiembre, de un amarillo pálido y casi líquida como mantequilla derretida, brillaba en los charcos del suelo cenagoso, quebrándose en miles de destellos sobre el agua del canal Mahmudia, que recorría la llanura y suministraba a Alejandría el preciado líquido del Nilo. En el horizonte centelleaba el azul turquesa y ante él resplandecían los campos verdes. Como remiendos de un paño tosco, en medio se extendían pinceladas marrones salpicadas de un blanco níveo. Una imagen engañosa sobre el fondo del palmeral: se trataba de campos de algodón, cuyas blandas bolas en las ramas resecas ya no se cosechaban. No mientras el frente pasara por ahí.

Jeremy entornó los ojos para resguardarse de la luz deslumbrante. Si bien el Royal Sussex estaba equipado con gafas para protegerse del sol, la arena y el polvo, los hombres las habían colocado sobre los blancos salacots. Los vidrios teñidos con montura de goma elástica reducían demasiado la visibilidad y estaban pensados solo para marchas largas, no para la guerra. Y estaban ahí para combatir, en Kafr ad Dawar, a más de veinte kilómetros de Alejandría.

Su mirada se detuvo en la fortificación que distinguió detrás de las vías del ferrocarril que conducía a Alejandría y del canal, y que hasta unos pocos días antes había estado bajo control de los insurgentes. La noticia de la victoria británica en Tel al Kebir había llegado allí a la velocidad del rayo y provocado que los egipcios se rindiesen sin oponer resistencia. En cuanto el reducto se vació y los ingleses lo ocuparon, una primera inspección se reveló tan sorprendente como terrorífica: la fortificación era mucho más resistente de lo que se esperaba, con un sistema de sofisticadas zanjas y diques, pasillos cubiertos con posiciones de artillería, trincheras y cañoneras. Sobre todo, estaban muy bien equipados con los modernos cañones Krupp y con un enorme arsenal de armas y municiones. «Debe de habernos protegido un ángel guardián —había pensado Jeremy—. Si los soldados de Arabi no hubiesen sido tan cobardes y hubiesen luchado a muerte, podríamos haber tenido una desagradable sorpresa. Pobres de nosotros si llegamos a infravalorar en algún momento a nuestro enemigo».

A sus espaldas, el teniente Trafford ordenó que se preparasen. Jeremy condujo a su caballo y pasó revista a sus hombres, supervisando los uniformes y el armamento. El Royal Sussex, el Royal Berkshire y tres compañías del King’s Shropshire formaron en un enorme cuadro donde el terreno volvía a estar seco y las botas y los caballos encontraban apoyo firme en la arena dura. Dos compañías más de los Shropshire se habían apostado con las bayonetas caladas delante de las vías del ferrocarril y los uniformes rojos resplandecían a lo lejos como señales de fuego.

—¡Todo el mundo listo, teniente! —gritó Jeremy hacia delante, y él mismo ocupó su puesto en el cuadro. Como si resonara un eco, otras voces de los suboficiales confirmaron que estaban listos para el ataque.

Luego empezó la tensa espera. Las tropas egipcias llegarían desde el lago Mareotis, tal como habían informado los exploradores.

A Jeremy se le aceleró el pulso. Buscó con la mirada a los demás. Leonard, los iris de un azul profundo en el rostro bronceado, le guiñó el ojo con una sonrisa que traslucía lo mucho que deseaba empezar de una vez su primer combate. De Royston solo veía la espalda, pero su porte marcial en la silla de montar revelaba una extrema concentración. Simon respondió agradecido a la mirada de Jeremy e intentó sonreír. Stephen estaba pálido, con los hombros caídos y los dedos contraídos alrededor de las riendas del caballo. «Aquí, mira aquí, mírame», le ordenó Jeremy en silencio, y por fin Stephen levantó la vista hacia él. «¡La cabeza alta! ¡Todo saldrá bien!», le comunicó Jeremy con gestos, y Stephen asintió y se irguió un poco. Jeremy le hizo una seña animosa y dirigió de nuevo la mirada al frente.

El silencio era espectral. El aire reverberaba sobre el suelo, levantaba olas y burbujas sobre el lago Mareotis, que con su azul puro se extendía a lo lejos.

Jeremy intentó transformar su tensión en energía y enviarla a todo su cuerpo. Trató de vaciar la mente de cualquier pensamiento y concentrarse en un único objetivo: mirar a los ojos al enemigo y vencerlo a cualquier precio.

Y entonces llegaron, con los uniformes orientales de un blanco punzante al sol. Rostros barbados del color del té, del café, del caramelo, bajo turbantes blancos o feces rojos. Los divisaron primero por docenas, luego por cientos y al final por miles, caminando despacio, tropezando algunos, tambaleantes y con las armas bajas. A continuación la caballería, con los animales al trote corto llevados por las riendas, y al final los cañones tirados por vigorosos caballos. Entonces los egipcios que marchaban delante se quitaron los turbantes blancos y los agitaron en el aire; algunos dejaron caer las armas sin más y prosiguieron con las manos alzadas. Un grito vibró en el aire. «Amiiinn! Amiiinn!».

—Paz. Piden la paz.

Un silencio desconcertado se extendió entre los ingleses, que intercambiaron miradas de sorpresa. Entonces, cuando comprendieron, se produjo un atronador griterío de júbilo. Las órdenes crepitaban a través del aire, la formación se deshizo y como una marea roja las tropas inglesas se desparramaron entre la blancura de los egipcios.

Stephen, que repetía de forma mecánica las órdenes del teniente que estaba detrás de él, dejó que sus hombres recogieran los fusiles del enemigo y cachearan a los egipcios en busca de armas y munición; luego los reunieron en grupos entre gritos: «Yalla, yalla!». «¡Vamos, vamos!», era una de las pocas palabras en árabe que les habían enseñado.

«Como un rebaño —pensó de repente Stephen—. Los tratamos como si fueran un rebaño». Sus ojos pardos se cruzaron con los negros como carbón de un soldado egipcio. Llevaba las manos enlazadas encima de la cabeza y se apretujaba asustado contra sus compañeros, acorralados por los ingleses que los amenazaban con los fusiles y les increpaban a voz en grito. El egipcio tal vez fuera de la misma edad que Stephen, un rostro de rasgos delicados y, a pesar de la barba, casi dulce. Stephen reconoció en sus ojos el mismo miedo que pocos minutos antes lo había atenazado a él. «¡No nos hagas daño! —parecían suplicarle aquellos ojos—. ¡No nos mates!».

La vergüenza invadió a Stephen y apartó la vista.