18

Apenas si puedo creer que ya ha pasado algo más de un año desde aquel fin de semana en Estreham. Me acuerdo a menudo de él y de la promesa que me hiciste.

Saluda a Ada y Becky de mi parte y también al coronel Norbury y a lady Norbury.

JEREMY

Grace dobló la carta, que había leído una docena de veces desde su llegada esa tarde tras un viaje de trece días. El año transcurrido desde que se había comprometido en secreto con Jeremy en medio de aquella tormenta, bajo la glorieta del jardín de Estreham, se le había hecho interminable. Sin embargo, había sido un año repleto de fiestas, invitaciones y reuniones, con salidas a caballo, cacerías, paseos y libros y todas las tareas pequeñas y grandes con que ayudaba a su madre en Shamley Green. Aun así, se le antojaba que el tiempo corría con una penosa lentitud desde que Stephen, Leonard, Simon y Royston no estaban allí. Sobre todo, desde que Jeremy no estaba.

Pensativa, miró por la ventana la lluvia que caía sobre el jardín y que parecía desteñir los vivaces colores de septiembre. «Ojalá estuvieras de nuevo aquí, Jeremy. Te echo mucho de menos». La añoranza la recorrió como un calambre, reforzada por la soñadora melodía que salía de la habitación de música. Grace cerró los ojos y apoyó la frente contra el marco de la ventana. Una voz a sus espaldas la sobresaltó y se dio la vuelta.

—Perdona, ¿qué has dicho?

Su madre alzó la vista del bastidor de bordar donde previsoramente ya había empezado a trabajar una funda de cojín para el bazar de Navidad de la iglesia de la Santísima Trinidad.

—Te he preguntado si habías recibido malas noticias.

—No —se apresuró a responder Grace, forzando una sonrisa que pronto se marchitó, y su voz se convirtió en un susurro cuando se volvió de nuevo hacia la ventana—. No, en absoluto. —Una bola de plumas mojada cayó de la nada en dirección a la maceta de flores y aterrizó en el borde. Bajo el techo de hojarasca del arbolillo de naranjas amargas, que en realidad hacía tiempo que debería haberse guardado para el invierno, el gorrión se sacudió y se hinchó, con movimientos entrecortados de la cabeza paseó la mirada inquieta de sus ojillos como cabezas de alfiler alrededor y alzó de nuevo el vuelo.

Grace se cruzó de brazos y se volvió hacia su madre.

—¿Cómo soportaste todos esos años?

—¿Te refieres a cuando tu padre estaba en la India? —Constance Norbury clavó con cuidado la aguja con el hilo rojo en la tensada tela blanca.

—Sí. —Grace se dirigió hacia el canapé y se sentó junto a su madre—. Debió de ser muy difícil para ti. —Se quitó los zapatos y estiró las piernas enfundadas en medias, apretó la mejilla contra el respaldo y miró a su madre.

Constance Norbury sonrió y dio otra puntada.

—Bueno, desde luego no me aburría en Shamley con vosotros. Me llevabais de cabeza. —Lanzó una rápida mirada a su hija mayor—. Tú, en especial.

Grace rio suavemente y volvió a ponerse seria.

—Debes de haber extrañado mucho a papá… ¿Por qué no te quedaste con él allí? A fin de cuentas, habías pasado casi toda tu vida en la India.

Su madre asintió.

—Precisamente por eso. Había visto cómo las mujeres de la guarnición enfermaban de gravedad y morían, y había tenido entre mis brazos a más de una que perdía a su bebé a causa de las fiebres. Y luego la revuelta… —Hizo una pausa—. Si hubieras tenido a una mujer en tu casa, harapienta y muerta de cansancio tras la huida, y con un shock tremendo después de haberse salvado por los pelos de la chusma sanguinaria, pero sin haber logrado proteger a su hijo… —Frunció el ceño y tiró con súbita energía del hilo, que por lo visto no quería deslizarse dócilmente por la tela—. Nosotros tuvimos suerte en Bengala, no nos pasó nada. Pero en esas circunstancias piensas todavía más si no volverá a ocurrir algo similar y temes por tu seguridad. —Apoyó la labor en su regazo y miró a su hija fijamente—. Amé mucho la India y todavía la amo. Pero siempre supe que no quería tener a mis hijos allí ni que crecieran en ese país. Tu padre y yo nos pusimos de acuerdo al respecto antes del casamiento. —Extendió la mano y cogió con ternura la barbilla de su hija—. Y cuando supimos que estabas en camino, tu padre pidió un permiso especial, yo hice el equipaje deprisa y él me trajo a Shamley para dejarme al cuidado de tu abuela.

Grace sonrió al oír mencionar a su abuela. Si bien solo le quedaban escasos recuerdos de ella tras todos esos años, eran buenos recuerdos: un regazo blando y unos brazos en los que se sentía protegida siendo pequeña, una voz querida y el perfume a vainilla y violetas.

La madre se enfrascó de nuevo en el bordado y los pensamientos de Grace volaron lejos, muy lejos de Shamley Green y Surrey, a la India, donde sus padres se habían conocido y casado. Mucho antes de que Becky le ofreciera una superficial noción acerca de dónde procedían los bebés, Grace ya sabía que ella existía cuando su madre todavía estaba en la India. Era una Grace en un estado extraño, sin nombre e inaccesible. Y había pasado algún tiempo escudriñando en su interior para ver si ese período inicial en el vientre de su madre y en suelo indio la había marcado de algún modo. Había observado repetidas veces la mesilla de madera tallada del dormitorio de sus padres, el dios elefante de bronce sobre el peinador de su madre e incluso una vez —y eso le había valido un cachete en los dedos— había sacado del armario la pila de saris de seda de colores que su madre se había comprado de joven porque le gustaban mucho los colores y estampados, aunque nunca había podido lucirlos. Sin embargo, nunca brotó en Grace un recuerdo de algo exótico, y en algún momento dejó de pensar en sus orígenes en la lejana Bengala. Ella era y seguía siendo inglesa hasta la médula, excepto que su plato preferido no era el pastel de cordero, sino un curry que picaba endemoniadamente y que Bertha preparaba en ocasiones especiales a partir de una receta que Constance Norbury había obtenido en Calcuta. Solo el año anterior había vuelto Grace a darle vueltas a la idea de cómo sería vivir en un país extranjero por una temporada.

—La espera y la añoranza forman parte de ello —habló de nuevo su madre—. Es el destino de nosotras, la esposas de oficiales. Y mantenerse ocupadas para acortar el tiempo entre los permisos de nuestros maridos. —La aguja se deslizaba despacio a través de la tela. Pareció sopesar sus siguientes palabras y prosiguió cautelosa—. Es mejor que te acostumbres a ello. No vaya a ser que te lo pienses mejor y al final te decidas por Leonard en lugar del señor Danvers.

Grace volvió la cabeza de golpe y rascó con la uña del pulgar el tapizado del respaldo, y en ese momento sus gestos y su expresión presentaron una pasmosa semejanza con los de su hermana pequeña.

—Siempre hemos sido tolerantes contigo, Grace —oyó susurrar a su madre—. Pero no estamos ciegos. No es necesario que te diga que tu padre no está precisamente encantado con la idea.

La joven sacudió la cabeza.

—Lo sé. —Miró a su madre con franqueza—. Aunque yo no lo encuentro justificado.

—Vamos, Grace —suspiró Constance, y enderezó el bastidor en su regazo—, te entiendo y sé de qué estoy hablando. Sabe Dios que en mi época no era habitual que una mujer se casara con el hombre del que estaba enamorada. —Se inclinó para coger unas finas tijeras y cortó el hilo por la parte posterior del bordado—. Mi padre tampoco se mostró satisfecho con mi elección, con lo gravemente herido que estaba tu padre por entonces. Temía que siendo yo una muchacha me quedase encadenada de por vida a un inválido. Y ahí no valió de nada que vuestro padre fuera un héroe condecorado con la cruz Victoria. Pero mi padre podía confiar con que con Shamley al menos siempre tendría lo necesario para vivir. Lo que el señor Danvers gana ahora y ganará en los próximos años no es suficiente para una familia. Ni siquiera aunque aportes el pequeño fondo que hemos invertido en tu dote. —Contempló a su hija con una expresión dulce—. También los grandes amores sufren a la larga cuando no hay dinero para pan y leche, vestidos, zapatos y libros escolares. Por poco romántico que parezca, precisamente los niños devoran cantidades de dinero.

—Lo sé, mamá —susurró Grace. Conocía lo suficientemente bien la contabilidad de Shamley Green para hacerse una idea de lo que costaba la vida, incluso cuando no se era una familia rica pero sí acomodada, como los Norbury, que no derrochaban dinero pero llevaban un nivel de vida alto.

Constance deslizó pensativa sus finos dedos sobre las flores y hojas que acababa de bordar.

—Tu padre y yo siempre estuvimos de acuerdo en que nunca os someteríamos a ningún casamiento forzado y que tampoco os prohibiríamos casaros con alguien, justo porque nosotros no tuvimos que hacerlo. Pero seguro que no vamos a quedarnos de brazos cruzados contemplando cómo uno de vosotros, llevado por un arrebato sentimental, se dispone a arruinar su futuro. —Cortó hilo azul, humedeció el extremo con los labios y lo enhebró en la aguja—. Si quieres al señor Danvers de forma incondicional, entonces tendrás que esperar… y vale la pena que también reces para que le asciendan pronto. No tenemos ningún reparo en decirte que preferiríamos, desde cualquier punto de vista, a Leonard. —Tomó aire y sonrió—. Y por hoy basta de sermones.

Grace permaneció un rato mirando cómo su madre añadía unos suaves sépalos a los capullos de rosa de la funda.

—He estado pensando en volver a Bedford.

Constance sonrió sin alzar la vista.

—¿Por tu propio interés o para que vuestro padre tal vez le dé permiso a Ada?

Las mejillas de Grace se sonrojaron. ¿Acaso era transparente como el cristal?

—Por ambas cosas —reconoció.

La sonrisa de su madre se ensanchó.

—Eso tienes que pedírselo a tu padre.

Grace se quedó parada en el pasillo y echó un vistazo a la habitación de música a través de la puerta entreabierta. Ada estaba sentada al piano con la cabeza baja, tocando una y otra vez la misma melodía. Se cubría los hombros con un chal rosa, verde y ámbar que Simon le había enviado desde Chichester por Navidad, la Navidad que él y los otros jóvenes habían pasado en Malta. Su hermana parecía ensimismada desde la marcha de Simon, todavía más reservada que antes pero, al mismo tiempo, como en paz consigo misma, y siempre había en sus ojos un brillo especial. Ada no parecía sentirse especialmente desdichada porque su presentación en sociedad se hubiera retrasado un año más, y tampoco porque no le permitieran volver a Bedford. Parecía contentarse con permanecer en su pequeño mundo y pasar los días entre el piano, los libros y las pinturas y pinceles. Solo revivía cuando llegaba carta de Simon: la abría con impaciencia, la leía ahí mismo y una sonrisa arrebatada se dibujaba en sus labios. Y el coronel la observaba con desaprobación, si bien no intervenía ni decía nada al respecto.

Grace reanudó su camino y se detuvo delante del estudio de su padre. Escuchó unos segundos y luego llamó a la puerta.

—¡Adelante!

El coronel Norbury miró por encima de los anteojos que desde la primavera llevaba para escribir.

—Grace.

—¿Tienes un momento para mí, papá?

—Claro. —Se quitó los anteojos y la hija cerró la puerta tras sí—. Siéntate.

Se acercó al escritorio por la alfombra de color tabaco y verde azulado y tomó asiento en la silla de delante, con la preciada carta de Jeremy todavía en una mano; extendió la otra para acariciar a Gladdy, que holgazaneaba en su cesto. Cuando la joven había entrado, el setter había levantado la cabeza y agitado la cola. En ese momento, dejó caer la cabeza de nuevo, soltando una especie de profundo jadeo y gruñido feliz.

—Te escucho —anunció el coronel, algo arisco.

Grace se enderezó. Le gustaban tan poco los rodeos y las introducciones ampulosas como a su padre, por lo que fue al grano de inmediato.

—Me gustaría volver a Bedford.

El coronel apretó los labios bajo el bigote, dejó los anteojos sobre los papeles y se reclinó hacia atrás.

—Es un poco repentino, ¿no crees?

—Lo he pensado a fondo antes de pedírtelo.

Su padre volvió los anteojos un poco hacia la izquierda y recorrió la patilla con la yema del índice.

—¿Cuál es el motivo de este súbito cambio?

Los ojos de Grace se deslizaron por aquella habitación que en su infancia estaba amueblada de forma más sobria y espartana. Solo de forma progresiva, con cada visita del coronel, se había ido llenando, y tras el regreso definitivo del padre desde la India adquirió el aspecto que desde entonces permanecía inalterable. Tras las puertas de vidrio de los armarios dormían los libros en hileras escrupulosamente ordenadas. En la mesa tapizada de fieltro bajo la ventana había un mapa sujeto con agujas por las cuatro esquinas. Un pisapapeles de latón con la forma de una divinidad, un cofrecillo de plata y una piedra con un fragmento de un relieve figurativo estaban distribuidos también con el fin de alisar el mapa, y del cajón bajo la mesa asomaban los extremos de más de una docena de mapas enrollados. Un globo terráqueo se hallaba sobre la cómoda en que su padre guardaba el estuche con todas las cruces y condecoraciones obtenidas y donde conservaba la pistola bajo llave. Sobre la pared de color verde se cruzaban sables y espadas con el mango guarnecido de borlas y cintas; unos fusiles con empuñaduras relucientes se alineaban en sus soportes. Entre medio colgaban mapas enmarcados, puntos de colores y pinturas con escenas de las batallas en que el coronel había combatido, con los nombres de los campos de batalla y las fechas grabadas en plaquitas de metal. «Batalla de Alma - 1854. Mudki - 1845. Aliwal - 1846. Inkerman - 1854. Ferozeshah - 1845. Combate de Rowa - 1858. Sobraon - 1846». Batallas de las que en Shamley Green apenas se había hablado.

—Me muero de aburrimiento —contestó Grace—. No puedo seguir sin hacer nada, así de simple.

El coronel arqueó una ceja.

—Podrías asumir más labores en Shamley. Aquí hay trabajo más que suficiente.

En el rostro de la joven apareció una expresión de sorpresa.

—Pero Stevie se hará cargo de Shamley un día, ¿no es así?

Su padre se encogió brevemente de hombros.

—Al menos no te perjudicaría. Es posible que después te sientas satisfecha si te resulta útil esta experiencia.

Grace bajó los párpados ante la mirada penetrante del laureado militar. No necesitaba decir nada más para expresar su deseo de que ella fuera un día la señora de Givons Grove y Hawthorne House. En cuanto aceptara la proposición de Leonard.

Como su hija callaba, insistió.

—Este… cambio de parecer no tendrá que ver tal vez con el hecho de que sigo sin dar permiso a tu hermana, ¿no?

Grace sabía muy bien que su padre era tolerante siempre que no intuyera que se le ocultaba algo. Lo miró fijamente.

—Sí, papá. Yo quiero volver, y espero también que se lo permitas a Ada.

El coronel alejó un poco los anteojos y se apoyó con los brazos cruzados sobre la mesa.

—Eres mayor de edad, Grace.

Ella también se cruzó de brazos y se apoyó sobre la mesa igual que hacía de pequeña cuando se encaraba con él, y el brillo en los ojos de su padre le reveló que todavía hoy eso le complacía.

—Sabes que, pese a ello, necesito tu firma para matricularme y que incluso si quisiera sufragar mis estudios con el dinero de mi fondo, necesitaría una autorización escrita por ti. —Sus rasgos abandonaron el aire juguetón—. Y no me iré sin Ada.

También su padre se puso serio. Se apoyó en el respaldo y miró los ojos entornados de su hija, que le sostuvo la mirada.

—Te lo ruego, papá… Ada lo desea con toda su alma, lo sé… —añadió.

En momentos así, el coronel Norbury se preguntaba si no habría descuidado demasiados años la educación de sus hijos y si su Connie no habría sido demasiado indulgente mientras él cumplía sus obligaciones para con el imperio en tierras lejanas. Esos hijos, la mayor concebida poco después de casarse y los dos más jóvenes durante los permisos en que regresaba a casa, en aquellas noches en que Connie y él tenían mucho que recuperar. Hijos que siempre había visto con la distancia de uno o más años. Que cada vez se le presentaban como unos hijos nuevos, mucho más crecidos de lo que él recordaba. Nunca había sostenido a un recién nacido en sus brazos, nunca había estado presente cuando sus hijos se habían atrevido con sus primeros y vacilantes pasos, y la primera palabra que ellos habían pronunciado nunca había sido «papá».

Se había planteado frecuentemente esta pregunta respecto a Grace, cuando había presenciado por azar cómo trepaba a los árboles, concentrada y la lengua asomando por un lado de la boca; cómo se peleaba en la hierba con Leonard Hainsworth y cómo salía corriendo exhibiendo triunfal en la mano un trozo de pastel todavía caliente birlado a Bertha de la bandeja del horno.

—¿No es demasiado tarde para matricularse en el tercer trimestre? —preguntó fríamente.

En los pómulos de Grace se formaron dos manchas de rubor.

—He escrito a miss Sidgwick y con su recomendación el comité de dirección haría una excepción con Ada y conmigo. Siempre que nos decidamos en las dos semanas próximas.

La boca del coronel se contrajo de forma casi imperceptible. Por mucho que Grace se pareciese a su madre en el aspecto y la manera de ser, a veces se reconocía a sí mismo en el carácter de su hija mayor. Y por muy orgulloso que estuviese de su bella hija, se sorprendía imaginando qué fabuloso muchacho habría sido.

Pero con ese ataque por sorpresa contra la autoridad paterna no solo estaba en juego Grace, sino, sobre todo, Ada y su bienestar. «Me parece —había escrito miss Sidgwick tras el poco honroso regreso de Ada a casa— que miss Ada sufre al estar bajo la sombra de su hermana, a la que ella toma con demasiada seriedad como su modelo. Pasar un tiempo separada de su hermana, preferiblemente en un entorno nuevo, podría, según mi opinión, ser de gran ayuda y fomentar el desarrollo personal de miss Ada».

Y también estaba en juego Simon Digby-Jones.

En Bedford sus hijas estarían de la mañana a la noche rodeadas de mujeres y muchachas, salvo los miembros del profesorado, en su mayoría varones, que acudían al edificio puntualmente para impartir clase y luego se marchaban. Sin embargo, no se decidía a renunciar a la vigilancia de las dos muchachas. Por otra parte, tanto Simon Digby-Jones como Jeremy Danvers se hallaban a más de tres mil kilómetros de distancia y, según lo que podía preverse, era improbable que el Royal Sussex regresara pronto.

No obstante, las tropas del general Wolseley habían asestado una severa derrota a los insurgentes tras un breve y exitoso combate en Kassassin, delante de Tel al Kebir. Las tropas de Arabi habían sido aniquiladas al amanecer en solo media hora y esa parte del ejército tenía el camino libre hacia El Cairo. Sin embargo, no estaba a la vista poner fin a la campaña de Egipto; antes el resto de las tropas tenía que emprender la marcha desde Alejandría hacia El Cairo, donde latía el corazón de la revuelta. Hasta que el germen de la rebelión se sofocase y la ciudad fuera liberada, hasta que se restableciera la paz en Egipto y las tropas recibieran la orden de retirada, fluiría todavía mucha agua del Cranleigh. El coronel disponía pues de tiempo suficiente para ir a buscar a sus hijas y traerlas de regreso al seguro nido familiar. Si es que se decidía a dejarlas partir.

—Suponiendo que os diera permiso —anunció—, te haré responsable de tu hermana. ¿Eres consciente de ello?

—Sí, papá. Te prometo cuidar de Ada. —Por un segundo, Grace sintió un asomo de culpabilidad. Recordó el día en que perdió de vista por un momento a su hermana pequeña. Un momento que se convirtió en dos horas. Aquellas horas con Jeremy durante la tormenta que para ella habían sido tan preciosas; horas sobre las que Ada nunca había contado nada.

—Está bien. Deja que lo medite una noche y que lo hable tranquilamente con tu madre.

Grace se levantó bajo la perpleja mirada de Gladdy, rodeó el escritorio y abrazó a su padre.

—¡Gracias, papá!

—¡Todavía no he dicho que sí! —refunfuñó él.

Grace sonrió, pero su sonrisa se apagó cuando su padre la retuvo por la muñeca al reparar en la carta que ella llevaba en la mano. La hija intentó zafarse, pero el coronel era más fuerte y miró quién era el remitente. «Tte. 2.º J. Danvers, 1.er Bat. R. Sussex, 4.º Inf.», descifró entre los dedos de su hija. Miró a Grace a la cara y vio en ella inquietud.

—Grace, siempre he apreciado que supieras lo que está bien y es correcto —dijo en voz baja, pero su tono fue adquiriendo una dureza de hierro—. Y que te dejaras guiar por la razón en todos tus actos. Sigo esperando que sea así. —La presión de sus dedos creció—. No me decepciones.