La linterna que Jeremy llevaba en la mano arrojaba un círculo luminoso que se balanceaba sobre la gravilla por la que avanzaba y bailaba alrededor de los conos de boj, oscuros centinelas que flanqueaban el camino, y los espesos arbustos que había detrás. De un verde intenso durante el día, en la penumbra parecían recortados en cartón negro. En el jardín se oía por doquier el canto de las cigarras, y los caballos del regimiento resoplaban satisfechos en su parcela de hierba cercada.
Jeremy subió hasta la mitad la amplia escalinata, dejó la linterna en el suelo y se sentó un poco más abajo para aprovechar la luz. De las páginas del libro de Rimbaud sacó un sobre abierto y de inmediato percibió un perfume dulce, fresco como flores tiernas, que hacía vibrar algo en él. Jeremy sonrió sin separar los labios cuando desplegó las hojas y sus ojos releyeron las líneas escritas con la caligrafía grande y redonda de Grace. Luego, con el libro de poemas como apoyo sobre las rodillas, sacó unas hojas blancas y destapó la pluma que le había regalado su madre por su cumpleaños, en octubre.
Alejandría, 3 de septiembre de 1882
Querida Grace:
Muchas gracias por tu carta. La he recibido esta mañana. ¿Quieres saber cómo estamos alojados? Es mejor que tu hermano te lo describa con detalle; podrá expresarlo de un modo más poético de lo que yo soy capaz.
Ya antes de poner el punto al final de la frase, creyó oír la risa de Grace y su réplica burlona: «Pero ¡te lo he preguntado a ti, no a él!». Esbozó una media sonrisa.
Un habitante de la ciudad con pasaporte británico y de origen griego llamado Anoniadis ha puesto su villa a nuestra disposición, o, mejor dicho, su palacio, cerca del canal Mahmudia, al sur de la ciudad. Disfrutamos pues de una estancia sumamente cómoda en un edificio lujoso, con techos estucados y espejos, cuadros y candelabros, que en nada le va a la zaga a una casa señorial inglesa. No dejamos de burlarnos de Royston porque, en comparación, el aspecto de Estreham es realmente deslucido.
Por la ventana iluminada salían las voces y risas de los otros oficiales. Jeremy dejó vagar la mirada por el jardín nocturno, por encima de las matas y arbustos de flores y más allá de las palmeras hasta las tiendas de los soldados, quienes se habían reunido a la luz de los faroles y cuyas conversaciones se desarrollaban, curiosamente, de forma mucho más sosegada que las de sus superiores. Unos senderos de gravilla y unas balaustradas de piedra recorrían el jardín de la finca y los diversos niveles se conectaban mediante amplias escalinatas como aquella en que Jeremy estaba sentado.
La villa está construida sobre una antigua residencia; todavía se conserva una tumba subterránea con una cisterna. Ayer bajé allí y visité el patio interior, el vestíbulo y los nichos para los sarcófagos. Uno de los jardineros me contó que la tumba proviene de la época ptolomeica y que por la serpiente que hay pintada en la pared la llaman «la tumba de Adán y Eva». Puede que también a causa del jardín, que tiene algo de paradisíaco. Me gustaría poder describírtelo o darte al menos los nombres de las plantas que hay allí, pero para mí solo son flores rojas y blancas entre una espesa hojarasca y con un intenso perfume que ahora, en la noche, queda suspendido en el aire. La propia Alejandría es…
Pensativo, se llevó el extremo de la pluma a la barbilla. Buscaba las palabras para describir la imagen que se extendía ante sus ojos: el ancho paseo arbolado, las elegantes casas según el modelo europeo con farolas de gas delante. Las iglesias, cuyas campanas callaban en esos momentos, y las cúpulas de las mezquitas con los esbeltos minaretes desde donde el almuecín llamaba a la oración con su apesadumbrado canto. Las casitas egipcias con forma de dado en los barrios retirados y el mar de un brillante azul turquesa que rodeaba el muro del puerto.
La propia Alejandría es verde, muy verde, llena de jardines y a veces incluso aquí, en el jardín de la villa, huele a mar. O al menos eso me parece; es posible que provenga del lago salado que hay al otro lado de la ciudad, que está mucho más cerca de nuestro cuartel que el puerto, y se llama Mareotis.
Alejandría sigue siendo una ciudad de belleza cautivadora pese a que el bombardeo de nuestros barcos en julio le ha causado grandes perjuicios, y el gran incendio que siguió y que duró dos días también puso de su parte. Por eso no resulta extraño que no seamos bien recibidos y que nos consideren tropas de ocupación, lo que, en el fondo, es cierto que somos.
Dudó unos instantes en si contarle el incidente del que había sido testigo el día anterior. Pero ¿con quién iba a sincerarse si no con Grace?
Ayer estuvimos patrullando por la ciudad, el teniente Trafford, yo y un par de hombres más. Desde las ruinas de una casa destrozada nos alcanzaron unos proyectiles, que resultaron ser piedras, y que nos lanzaban unos muchachos. Nuestros soldados abrieron fuego de forma refleja…
La distancia, la pluma y el papel le permitían analizar mejor lo que le preocupaba. Le gustaba imaginar que Grace estaba sentada a su lado, miraba por encima de su hombro y leía en silencio las palabras que él escribía.
Ese muchacho egipcio todavía era un crío, Grace, seguro que no mayor que Tommy. Y sin embargo sé que detrás de cada esquina, cada muro y cada ventana puede aguardarnos una emboscada y que quizá no tengamos tiempo para echar un segundo vistazo o reflexionar un instante, pese a que continuamente registramos la ciudad en busca de insurrectos…
Después de escribir las últimas líneas y firmar en la parte inferior, dobló la carta con esmero y la metió en un sobre en el que escribió la dirección de Grace y que daría al día siguiente temprano al administrador de correos. A continuación se puso en pie, con el libro de Rimbaud y las preciadas cartas en una mano y la linterna en la otra, y regresó despacio a la villa.
—¡Teniente segundo Danvers! —Una conocida voz de bajo lo arrancó de sus pensamientos. Royston, sentado con los otros a una mesa que habían colocado delante de una pared de la casa y debajo de un rectángulo de luz, lo llamaba moviendo la mano—. ¡Venga aquí a dar el parte! —Cuando Jeremy se acercó, Royston señaló una botella y unos vasos—. ¡Nuestro estimado teniente segundo Hainsworth nos invita! Te he guardado sitio. —Dio unas palmaditas al respaldo de la silla que tenía al lado.
—Justo lo que necesitaba. —Jeremy dejó la linterna en el suelo y el libro encima de la mesa, cogió una copa llena y brindó con Leonard—. Gracias.
—Acabo de decir que mi existencia como oficial me resulta muy cómoda. —Royston bebió un trago y se reclinó contra el respaldo—. Paseos para patrullar por las calles, salidas de reconocimiento a caballo hasta la ciudad y, salvo eso, ninguna emoción excesiva. —Suspiró complacido.
Leonard se inclinó hacia delante.
—Excepto el ritual del duelo diario de nuestra artillería con los insurgentes. Pero por lo visto eso solo sirve para avisar a la otra parte: «¡Escuchad, todavía estamos aquí!».
—Pero de este modo no haremos méritos —murmuró Simon con la mejilla apoyada en la mano, y agitó el vaso de whisky. Levantó la cabeza suspirando—. Estar aquí para hacer solo de guardias es una tontería.
—Tampoco nos queda otro remedio —objetó Leonard sonriendo—. Por el momento aguantaremos aquí hasta que averiguemos dónde se han hecho fuertes los hombres del Arabi entre Alejandría y El Cairo. Hasta entonces no podremos lanzarnos al ataque y marchar hacia El Cairo.
—No solo esto —completó Jeremy—. Haber dividido el ejército ha sido una jugada genial de Wolseley. Mientras nosotros y los otros regimientos guardamos la posición aquí, a la vista de todos, las tropas egipcias centran su atención en nosotros. Y entretanto Wolseley va aproximándose furtivamente a los rebeldes por la espalda con el grueso de las tropas, desde el agua por Suez. —Describió con el índice la ondulada línea costera sobre la mesa desde Alejandría hasta Port Said y marcó con una línea recta el canal—. En el mejor de los casos los acorralaremos por los dos lados.
—Pero ¿os habéis preguntado —intervino Stephen— por qué estamos realmente aquí? ¿Qué demonios tiene que ver Inglaterra con oficiales egipcios sublevados? —Apoyó el borde del vaso en un gesto reflexivo contra su labio inferior.
Leonard se reclinó en su asiento con las piernas extendidas, una encima de la otra, y los brazos cruzados.
—Estamos aquí para evitar un mayor derramamiento de sangre. Sobre todo entre los civiles europeos. Yo lo considero algo bueno.
Stephen lo miró incrédulo.
—¿Y para eso es necesario un despliegue como este, con un ejército más propio de una guerra? —Sacudió la cabeza y bebió un sorbo de whisky—. Es una exageración.
—Dinero —respondió secamente Royston, y como para reforzar su tesis se bebió de un trago la mitad del whisky y chasqueó los dientes en muestra de placer—. Dinero y poder. Siempre se trata de lo mismo.
Siendo vasallo del enorme y poderoso Imperio otomano, Egipto estaba gobernado por un virrey a las órdenes de Constantinopla que debía pagar tributo al sultán, y este tributo se había duplicado desde que llevaba el título de jedive y podía ir legándolo a sus hijos y los hijos de sus hijos.
Deseoso de convertirse en un gobernante a la manera occidental, el anterior jedive Ismail había gastado alegremente el dinero. No solo para construir el ferrocarril, un entramado de líneas de telégrafo y una red de servicios postales, en canales y puentes, para llevar el progreso a los egipcios y conducir el país a la modernidad, sino también para construir una ópera y un teatro en El Cairo, media docena de nuevos palacios para sí, su legión de esclavos y su harén, lleno hasta los topes de muebles franceses carísimos, con obras de arte y joyas selectas, y para viajar por medio mundo conforme a su posición social. Por no mencionar los caros regalos para el sultán de Constantinopla, como un elegante yate y un plato adornado de diamantes. Una costosa campaña contra la vecina Abisinia, los costes de la participación en la construcción del canal de Suez y el hundimiento del comercio del algodón, hasta entonces tan provechoso para el país, habían llevado a Egipto finalmente a la ruina. En la época en que el soldado raso Jeremy Danvers desempeñaba el monótono servicio en el segundo año de Limerick y soñaba con estudiar en Sandhurst y ahorraba cada penique de su sueldo, el jedive —y con él todo Egipto— debía a sus acreedores cien millones de libras esterlinas.
—Se ha invertido un montón de capital británico en Egipto —prosiguió Royston—. De bancos, de empresarios y de la Corona. Imagín ate lo que ocurriría si mañana esto se jodiese e Inglaterra careciera además de autoridad en el país.
—No olvides el canal de Suez —intervino Jeremy—. Para nuestro imperio sería un desastre si de repente dejara de existir esa vía marítima rápida y directa hacia la India, Australia y Nueva Zelanda. Imagináoslo. —Tendió su vaso con un gesto de asentimiento cuando Royston lo miró interrogativo, con las cejas arqueadas y levantando la botella—. Arabi y sus hombres triunfan y controlan el canal, determinando quién puede utilizarlo y quién no. O a qué precio. —Bebió un trago—. Si queréis saber mi opinión, estamos aquí justamente para eso: para evitarlo. Por razones de sumo interés para Inglaterra.
Cuando los acreedores de Egipto, entre ellos numerosos bancos extranjeros, amenazaron con incautar el canal, muy importante también para Egipto, Gran Bretaña intervino y compró la parte egipcia de las acciones de Suez, con lo que se convirtió junto con Francia en propietaria de esa vía marítima. Ambas potencias se hicieron con el control financiero del país en bancarrota e incluso pusieron dos ministros en el gobierno. Algo inadmisible para una población que sufría bajo el peso de los impuestos con que el jedive pretendía sanear su presupuesto, y que, una vez destituido el jedive Ismail, miró con malos ojos a su hijo y sucesor, Tawfiq, al que consideraba un títere al servicio de los europeos. Saber que su país estaba dirigido por forasteros cuyos antepasados todavía habitaban en cavernas cuando en Egipto se construían Abu Simbel, Menfis, Tebas, Karnak y las pirámides, hería en su orgullo a los sucesores de tan espléndida cultura y encolerizaba el sentir del pueblo.
—¿Y si Arabi se limita a destruir el canal? —planteó Simon.
—No lo hará —respondió Leonard—. Haría agua. —Sonrió con ironía—. Valga la expresión.
—En primer lugar, podría desviar el agua desde El Cairo a otras ciudades —explicó Jeremy, dejando el vaso y marcando de nuevo con el índice las poblaciones sobre la mesa—. Lo he estado mirando en el mapa. Desde El Cairo sale un canal de agua potable hacia el noreste y se divide en Nefisha. Una rama abastece a Ismailia y Port Said, la otra a Suez. Quien controla el abastecimiento de agua de las ciudades que están junto al canal también es el que tiene el canal en su poder. Todo esto pasará cuando El Cairo deje de estar en manos de los insumisos.
—¿Creéis que habrá guerra? —preguntó en voz baja Stephen.
—¡Qué va! —exclamó Leonard—. Como mucho alguna que otra escaramuza. Y en tal caso aplastaremos al ejército de Arabi.
—Ya veremos —murmuró Jeremy. Sus pensamientos vagaron una vez más hacia el muchacho muerto de la casa destruida y no supo si borrar esa imagen o si retenerla en su memoria como advertencia.
—Bueno —terció Royston, al tiempo que se enderezaba—, en caso de que estalle la guerra, ¡entonces no deseo tener a nadie más a mi lado que a vosotros! —Confirió a su voz enturbiada por el whisky cierta teatralidad y alzó su vaso—. Juremos todos aquí, ceremoniosamente y cara a cara, que nos defenderemos y protegeremos mutuamente sin importar cuán violento sea el combate. En la guerra y en la paz, ahora y siempre, nosotros, los cinco mosqueteros. ¡Todos para uno y uno para todos!
Simon y Leonard intercambiaron una significativa mirada; Stephen miró pensativo a Royston con una ligera sonrisa y la boca de Jeremy puso una mueca burlona. No obstante, los vasos tintinearon por encima de la mesa y las voces se unieron en un coro cuya promesa ascendió hacia el cielo estrellado de Alejandría.
—¡Todos para uno y uno para todos!