15

La alegría de la noche se prolongó hasta el día siguiente, cuando se hizo más ligera y reparadora. Después de un desayuno tardío, familia y amigos se reunieron en la terraza y el césped para esperar en cordial vida social la hora del té, con la cual ese fin de semana concluiría suavemente.

Lady Evelyn observaba con creciente preocupación cómo Roderick cortejaba con franco entusiasmo a Helen Dunmore, lo que esta recompensaba con una fría inaccesibilidad que dejaba entrever que aprobaba condescendiente tal cortejo. Pese a la inminente unión de los Ashcombe con los Hainsworth, lady Evelyn no consideraba a miss Dunmore en modo alguno un partido aceptable para su hijo menor, y la martirizaban imágenes horrorosas en las que se veía asediada en los postreros años de su vida por una horda de nietos berreantes y con la nariz roja, todos de una palidez cadavérica y piel pecosa… y sobre todo con el pelo de ese rojo vivo que lady Evelyn encontraba tan horriblemente vulgar en Helen Dunmore.

Entretanto, lord Ashcombe mostraba con orgullo a lord Grantham las flores de un intenso amarillo de la corona de espinas que había plantado al borde de la terraza, tras lo cual ambos iniciaron una conversación de especialistas en torno a sus propiedades y la inminente temporada de caza, y el tío de Leonard, el comandante Oliver Hainsworth, no se privó de compartir con su sobrino su rica experiencia, y por si acaso también Tommy pensaba tomar un día ese camino, incluyó al muchacho en la charla. Aun así, la mirada abstraída del más joven delataba un interés bastante reducido.

Como un licor amargo que perturba la dulzura de un plato, en el día iba filtrándose la conciencia de la despedida. Una despedida de unos y otros y de ese fin de semana, una despedida sobre todo de Royston, Stephen, Leonard, Simon y Jeremy, quienes, uno tras otro, partirían en los días siguientes hacia el cuartel del Royal Sussex de Chichester. No había pues motivo para caer en la melancolía, a fin de cuentas no era una despedida para siempre. En Navidad, a más tardar, todos se reunirían de nuevo.

Precisamente esa idea ocupaba la mente del coronel Norbury ese día, mientras su mirada paseaba atenta por los Hainsworth, los Ashcombe y sus invitados comunes, enfrascados en animadas charlas, deshaciéndose en alabanzas acerca del fin de semana, de las habitaciones de Estreham y del jardín. Royston y Cecily resplandecían, por lo visto no afectados por la larga noche transcurrida, al tiempo que rebosantes de dicha recibían felicitaciones y buenos deseos, mientras Becky hablaba con insistencia a un Stephen de gesto ausente.

—¿Dónde está Ada? —La voz del coronel resonó peligrosamente cortante.

—Gracias. —Lady Norbury cogió la taza de té que la doncella le tendía—. Quería ir a ver con Grace el resto de los jardines.

—¿Y Digby-Jones?

Constance sonrió y se acercó a su marido.

—¿No crees que exageras un poco preocupándote tanto por la virtud de Ada? —le susurró cariñosamente—. En el tiempo que ha pasado con nosotros, Simon se ha comportado con sumo respeto tanto con nosotros como con Ada. Concédeles estas últimas horas, esta tarde aquí y la noche en casa, antes de que Simon haga el equipaje y mañana temprano se marche a Somerset con sus padres.

—Mmm —gruñó el coronel, nada convencido, removiendo su taza.

—Echa un vistazo alrededor… El jardín está lleno de gente, no tendrían ni el tiempo ni la posibilidad de hacer una tontería; y además Grace está pendiente de ella. Ada y Simon no volverán a verse en dos meses, y eso es una eternidad a los diecisiete o dieciocho años. —Levantó la taza—. Es posible que te estés preocupando en vano pues para entonces ya habrá cesado el interés que se profesan.

—En cualquier caso, respiraré tranquilo cuando sepa que los separan unos cuantos kilómetros. —Tomó un sorbo de té—. Cuantos más, mejor.

—En rigor, todo esto todavía pertenece a Surrey. —La mano tendida de Grace abarcó un lado del paseo de encinas perennes que se extendía al otro lado del murete de ladrillos de Estreham—. Surrey… la cresta sur, el condado meridional del Támesis. Otrora, Estreham formó parte de las tierras de la abadía de Chertsey, al igual que Shamley. —El aire era pesado y húmedo, y tras los árboles amenazaba un cielo gris plomizo, anunciando que se aproximaba tormenta.

—¿Habías estado aquí alguna vez? —Jeremy se quitó la chaqueta, la sujetó bajo el brazo y se arremangó la camisa. Salvo ellos y Simon y Ada, que los seguían en silencio cogidos de la mano, no había un alma que paseara por el angosto sendero que discurría tras el arco del portal.

Grace asintió.

—Una no, dos veces. Cuando lady Evelyn celebró aquí una reunión durante la temporada. Pero entonces solo vi una pequeña parte de la casa y una parcela de jardín.

Jeremy se colgó la chaqueta encima del hombro.

—Llama la atención lo arraigada que estás aquí, en Surrey.

Grace sonrió divertida.

—¿Y tú no en Lincolnshire?

Los labios del joven se contrajeron y movió la cabeza negativamente.

—No. Soy consciente de dónde procedo y en qué medida eso me ha marcado, pero nada más.

Ella asintió comprensiva y arrancó un tallo amarillento por el sol del borde del camino.

Jeremy observó el modo en que caminaba a su lado, con su vestido de verano blanco y verde, bonito pero sencillo, y sin sombrero ni sombrilla, con toda naturalidad, como si no le importara que el sol tostara su piel y aumentara el número de pecas de su nariz. Grace era muy distinta de todas las chicas y mujeres que había conocido, marcada por ser hija de un baronet y un oficial, había crecido en el campo sin tener nada de provinciana, y estaba arraigada al mundo pequeño y previsible donde se había hecho mayor.

—¿Puedes imaginarte viviendo en otro país?

Se encogió de hombros.

—No lo sé. Supongo que dependería de dónde y por qué… y con quién. —Al punto se percató de lo significativo del final de la frase y volvió la vista hacia Jeremy: un brillo en los ojos de este reveló que él también lo había entendido del mismo modo.

Grace hizo un gesto tímido y tragó saliva, casi confundida. Se tambaleó hacia un lado y luego hacia Jeremy de nuevo y, sin quererlo, rozó con el hombro el brazo de él.

—Tampoco he visto tanto mundo —se apresuró a añadir—. Salvo Surrey, Londres y los alrededores de Portsmouth. Ah, y cuando tenía trece años estuve en Italia con mi madre y Ada… ¿Todavía te acuerdas, Ads? —Miró hacia atrás y se detuvo—. ¡Ads! —La otra pareja había desaparecido como por ensalmo—. ¿Ada? ¿Simon? ¡Ads! —Grace se puso de puntillas y miró en todas direcciones—. Tengo que ir a buscarla —dijo ansiosa, y se recogió la falda para correr en su busca.

—¡Tranquila! —Jeremy la cogió del brazo con firmeza, casi toscamente—. Simon se comportará de forma impecable.

—Tal vez… pero si mi padre se entera de que van los dos solos por ahí, les echará un rapapolvo de cuidado.

Jeremy apretó más el brazo de la joven.

—Tú no eres responsable de Ada, Grace. Ni tampoco de la paz de vuestra casa. Tu hermana ya es lo suficiente mayorcita para saber comportarse. Además… —su voz se apagó, enronqueciendo más que de costumbre— además, también nosotros estamos solos.

El modo en que resonaron sus palabras evocaba la frialdad de un bosque denso y el perfume azul de un mar de campánulas. Grace tuvo la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies.

—Es diferente —susurró—. En nuestro caso, me refiero.

—¿Tan segura estás? —Su mano descendió por el brazo de la muchacha, le cogió la mano, la levantó, y los dos contemplaron como ambas palmas se encaraban y los dedos se entrelazaban.

La chaqueta resbaló al suelo. Jeremy rodeó la cintura de Grace con el brazo y la atrajo. Ella se estremeció cuando la boca del joven recorrió su sien, su mejilla y la comisura de los labios hasta llegar a estos, que eran mucho más suaves de lo que él imaginaba y olían a briznas de hierba húmeda y sabían a tréboles.

Ada y Simon pasearon por la parte meridional del jardín, a la que por su forma peculiar denominaban «naturaleza virgen», aunque se encontraban setos esmeradamente recortados de boj y de tejo alrededor de hileras de carpes más pequeños formando un laberinto con cuatro glorietas de madera lacada de blanco.

Ada se detuvo tan súbitamente que Simon casi tropezó con ella, y boqueó sorprendido cuando ella se dio media vuelta, lo agarró de las solapas de la chaqueta y le besó apasionadamente.

—Estás loca —jadeó sonriente y aún perplejo—. ¡Si alguien nos ve…!

—Nadie puede vernos aquí —susurró ella junto a su mejilla. Él comprobó con un rápido vistazo que las copas de las hayas colocadas al tresbolillo impedían toda visión desde la casa. Entonces respondió al beso de Ada hasta que ella lo separó de un empujón y él se tambaleó.

—¡Ada! —la llamó cuando ella echó a correr sonriéndole por encima del hombro, y con un hormigueo feliz en el estómago corrió en pos de la muchacha.

Aquel juego de correr y pillar según las normas de Ada lo condujo por los jardines de Estreham. Al invernáculo y junto a los granados en flor, a través de los huertos de especias y bajo un arco de rosales trepadores rojo fuego y blancos. Ada era quien señalaba la ruta y cambiaba de rumbo como los conejos ante el cazador, y una y otra vez se detenía de repente, arrojaba los brazos al cuello de Simon y le cubría la cara de besos, de modo que él se mareaba antes de que ella saliera de nuevo corriendo y él la siguiera. Por una estrecha franja de césped y por bosquecillos de árboles de fronda hasta la casita de ladrillo bajo el tejado de ripia gris. Tosiendo, Ada se apoyó contra la puerta de entrada, la empujó con el hombro, abrió y esperó a que Simon estuviera a unos pasos de distancia para colarse dentro y cerrar la puerta a sus espaldas.

Simon se detuvo desconcertado. Luego la llamó.

—¿Ada? —Abrió la puerta y entró. A ambos lados de la reducida estancia había puertas que daban a pequeños dormitorios llenos a rebosar de armarios cubiertos de telarañas y sillones y butacas tapados, con cajas y bolsas amontonadas. Olía a moho, polvo, madera vieja, papel seco y telas amarillentas, a tiempo y eternidad—. ¿Ada?

—¡Arriba!

Simon miró la estrecha escalera que se perdía en la oscuridad. Dudó un par de segundos. Luego pisó el primer escalón.

El cielo se cernió sobre los árboles con negros nubarrones. No se oía ningún sonido. Ningún insecto zumbaba alrededor y también las aves habían enmudecido. Un trueno vibró en la lejanía, se hinchó en una cascada retumbante y se fue apagando con un traqueteo cuyo eco reverberó unos segundos más.

—Tenemos que volver —susurró Jeremy en los labios de Grace.

Los párpados de ella temblaron y se abrieron, aunque a su pesar, y asintió.

Él la liberó de su abrazo y se inclinó para recoger la chaqueta, sacudirla distraídamente y echársela al hombro. Sin mediar palabra tendió la mano hacia ella, que la aceptó. Luego solo se oyeron sus pasos, haciendo crepitar el suelo seco y la gravilla. Y un fugaz crujido en lo alto cuando una ráfaga de viento pasaba veloz entre el follaje.

—¿Me escribirás desde Chichester?

De nuevo resonó un trueno, más fuerte esta vez y con más eco. El silencio que siguió fue igual de plúmbeo.

—¿Jeremy?

Un rayo refulgió entre las nubes.

Ambos se detuvieron. Él miró sus manos entrelazadas y aumentó la presión de sus dedos.

—Estas últimas semanas he meditado mucho, Grace. No lograba entender por qué el ministerio ha cubierto cinco puestos de oficiales con alumnos recién titulados como nosotros. No me lo podía explicar, ni la nueva fusión de los regimientos tras la reforma. Así que he pensado que tenía que haber una razón de peso para que las filas de los regimientos se incrementasen. —Entre sus cejas aparecieron unas pequeña arrugas y su boca se tensó—. Por el momento todo parece tranquilo, pero es evidente que el ministerio planea que el Royal Sussex entre pronto en acción.

A Grace se le formó un nudo en la garganta y le costó hablar.

—¿Tienes idea de dónde puede ser?

Los ojos de él se apartaron de la chica y se perdieron en la distancia.

—Tal vez algún lugar de África. Una nueva crisis tras la guerra contra los zulúes y los bóeres. Egipto, probablemente.

«Egipto». Arena, pirámides y el Nilo. Faraones y felahin. Y la esfinge. Grace rebuscó en su memoria, intentando recordar lo que había leído hacía poco en diarios y revistas. Un país corrupto y en bancarrota, fuertemente endeudado con las potencias europeas y por ello a merced de su influencia. Un país dividido entre el Imperio otomano y el jedive como títere en el gobierno, desgarrado entre Gran Bretaña y Francia, entre egipcios, circasianos, turcos y albaneses, entre la antigüedad y la modernidad, entre la pobreza y la abundancia. Y un país que se diría tan alejado de la vida de Surrey como la Luna.

—El Royal Sussex mantiene relaciones con las guarniciones de Malta y Chipre. Es posible que no me quede largo tiempo en Chichester. Espero que así sea. Si estalla la guerra, quiero participar en ella, Grace. Podría ser mi oportunidad para ganar méritos y conseguir tal vez un ascenso. —Sus ojos brillaban febriles—. Una oportunidad para nosotros, Grace.

El corazón de Ada palpitaba y apretó todavía más la espalda contra la pared contigua a la puerta. Prefería no imaginar que había realmente fantasmas vagando por la casa. Solo de pensarlo se le erizaba el vello de la nuca. Pero la idea no le daba miedo. En realidad, nada le daba miedo mientras supiera que Simon estaba a su lado. Y ahora lo estaba, lo delataba el crujido de las tablas del suelo delante de la puerta.

—¿Ada?

En cualquier caso, le provocaba miedo el valor con que se había levantado al amanecer, mientras Grace dormía profundamente en la ancha cama con dosel, y había salido a hurtadillas de la habitación de invitados para explorar la antigua casa del jardinero.

—Ada, ¿dónde estás?

La muchacha miró la espaciosa cama, sobre la que había sábanas y mantas dobladas y almohadas apiladas, y su estómago se contrajo.

—¡Estoy aquí, Simon!

Cuando el joven entró y la buscó con la mirada, ella se separó de la pared y fue hacia él. Ya mientras caminaba se desprendió de los zapatos y se quitó la última horquilla que le quedaba en el pelo, que con su paso presuroso se derramó sobre la espalda. Evitó la mano de Simon extendida y se colocó a los pies de la cama. Esquivó sobre todo su mirada, en ese momento no podía mirarlo.

Con los párpados bajos se desabrochó el botón superior del vestido, uno de los pocos que podía ponerse y quitarse sin ayuda.

—Qué haces… —La pregunta se le atascó a Simon en la garganta, de repente reseca y áspera como papel de lija. Incapaz de moverse, el joven miró cómo se despojaba del vestido y lo dejaba resbalar al suelo. Cómo iba abriendo uno tras otro los corchetes del corsé, cómo arrojaba a un lado la prenda reforzada y luego surgía de la ligera combinación.

El frío y el calor recorrieron a Simon al mismo tiempo y sus dedos sudorosos estrujaron la chaqueta que llevaba en la mano, pues se la había quitado mientras subía. «No, Ada, por favor…».

Cubierta tan solo con sus prendas íntimas, ella se sentó en el borde de la cama y se bajó una media, luego la otra. Se estrechó para sacarse por la cabeza la blusita entallada, alzó un momento las caderas y se sacó los calzones largos y con volantes. Con un montón de ropa a sus pies se quedó allí sentada, ligeramente inclinada hacia delante, las rodillas juntas, el cabello como espesas hebras de seda encima de los hombros y el pecho. Al final, alzó la vista, ladeando un poco la cabeza y con las mejillas sonrojadas.

—Ahora… tú.

Con su tez clara parecía una sirena lanzada a tierra firme. Nada en ella se veía perverso o depravado. Toda ella era inocencia, como si se tratara de un juego de niños, aunque en realidad era la tentación personificada y toda una mujer.

«No, Ada, no debemos…». La chaqueta resbaló de sus dedos y los pies de Simon se movieron como por propia iniciativa. «¡Guarda la decencia, Simon!». En los cuatro pasos que lo separaban de la cama la imagen del coronel le atormentó. «No puedo… no debo…». El coronel Norbury se ocuparía de que lo echaran del regimiento antes de que entrara en servicio y de que nunca más encontrara un puesto en ningún lugar. «Será mi ruina». Veía imágenes de pesadilla: el padre de Ada acribillándolo a balazos, castrándolo de un mandoble de sable… «Pero, Dios mío, Ada, te deseo tanto…».

De pronto dejó de pensar y se hincó de rodillas ante Ada.

Con cautela, como si temiera que ella fuera a desvanecerse en el aire al primer roce o apartarlo de un manotazo, puso las manos en los muslos de Ada y como no ocurrió nada, como ella permaneció quieta, apoyó la cara sobre ellos. Un suave aroma se desprendía de ella, como de lirios en plena floración, y Simon separó aquelllas piernas con la cabeza, tumbó las caderas de la muchacha, delgadas pero suavemente redondeadas, y se abrió paso hacia la fuente de aquel aroma embriagador. Ada soltó un gritito que sonó como una risa reprimida cuando él colocó el rostro contra el oscuro vello del monte de Venus y suspiró complacido, inspirando la fragancia de la joven. Hacia arriba, hacia arriba, por encima de su vientre plano, hacia sus pequeños pechos, los pezones tiernos como capullos de rosa. Los dedos de Ada se hundieron en el cabello de Simon y la columna de este se estremeció cuando ella le acarició la nuca y tiró de su camisa hasta quitársela, mientras él de algún modo lograba quitarse zapatos y calcetines.

Se sonrieron, y Ada, tendida boca arriba, se deslizó hacia el centro de la cama mientras Simon se desprendía torpemente de pantalones y calzoncillos y la seguía a cuatro patas.

Luego, para Simon solo existió Ada. Piel suave y pelo suave, extremidades finas y exquisitas, y femeninas redondeces a merced de sus manos, su boca, su lengua. Todo lo que tocaba y paladeaba, lo que olía y respiraba era Ada, nada más que Ada. Los dedos de ella, todavía ingenuos, aunque tal vez por eso más curiosos, tanteaban y acariciaban y mostraban el camino a su boca ansiosa. Todo el cuerpo de Simon estaba tenso hasta el desgarro, y por sus venas circulaba deseo en estado puro. Quería esperar, esperar algo que había olvidado, quizás algo que debería haber preguntado o dicho o que Ada habría debido tener en cuenta, pero no podía. Con tanta lentitud y delicadeza como le fue posible se colocó entre sus muslos y la penetró hasta encontrar resistencia. Se detuvo, vaciló un instante y luego no tuvo otro remedio que abandonarse a la fuerza de absorción que procedía de aquella íntima cavidad.

Ada emitió un gemido cuando Simon desgarró algo en su interior. Le hizo daño, mucho más de lo que había creído; ardía, ardía como el fuego. Los pulmones se volvieron a llenar entrecortadamente de aire mientras ese ardor fundía lo más íntimo en ella, lo más secreto. El dolor no desapareció, pero lo olvidó con cada oleada de calor que Simon arrojaba a su cuerpo con cada embestida. De repente, su piel parecía más fina, con todos los nervios al ras, casi atormentadoramente sensibilizados, y luego dejó de sentir dónde terminaba Ada y dónde empezaba Simon. Ignoraba si las contracciones que percibía en las profundidades de su ser eran de él o de ella y de quién era esa exhalación que al principio se aceleraba y luego concluía en un prolongado sonido gutural. Y entonces se sumergió en la dicha que la recorría como una miel espesa y alcanzaba lo más recóndito de su ser.

Las primeras gotas de lluvia golpearon como peniques el suelo y lo estamparon de improntas oscuras. El aire olía a polvo recién lavado y hierba húmeda, sulfuroso como cerillas consumidas, encendido una y otra vez por los deslumbrantes relámpagos y estremecido por los truenos.

Jeremy y Grace corrieron a través del portalón y las franjas de césped flanqueadas de setos y el alto muro de cerramiento, y se cobijaron sin aliento bajo el tejado de una glorieta. Grace sentía bullir en su interior una risa que, sin embargo, no quería salir, y cuando se secó el rostro mojado supo que en él se mezclaban la lluvia y las lágrimas. Entre los carpes brotaban exclamaciones, «¡Vaya por Dios!» y «¡Madre mía!», sobre otros gritos más discretos y el suave tintineo de fondo: los invitados se habían visto sorprendidos por la tormenta y el personal doméstico se apresuraba a recoger lo más importante para ponerlo a cubierto.

El vestido se le pegaba al cuerpo y Grace se estremeció, aunque la tormenta no había refrescado realmente el aire. Se abrazó el cuerpo.

—Toma. —Jeremy le echó su chaqueta por los hombros.

Su cabello mojado parecía más negro y le colgaba sobre la frente, la camisa se adhería al torso, casi transparentándolo. Grace se arrebujó en la prenda que olía al joven y un poco a virutas frescas y a cera de abejas.

—Gracias.

Ambos contemplaron en silencio la lluvia, mientras el rayo y el trueno libraban un vigoroso combate.

Jeremy agarró las solapas de su chaqueta y la atrajo hacia sí de modo que ambas caras quedaron apenas a un palmo de distancia, y ella tuvo que mirarlo a los ojos.

—Grace, escúchame. Puede que sea lo más insensato que haya hecho nunca, pero no sé hacerlo de otro modo. No estoy en situación de mantener como es debido a una esposa y una familia, y no sé si llegará el caso ni cuándo. —El corazón de la muchacha se desbocó y la voz de él enronqueció—. En realidad no tengo ningún derecho a estar aquí contigo. Pero haré todo lo posible para presentarme ante tu padre y pedirle formalmente tu mano. Entretanto… entretanto solo puedo pedirte que me esperes. Y preguntarte si me prometes ser algún día mi esposa.

«¿Hasta qué punto conoces realmente a Jeremy? —resonó en la mente de Grace—. Lo suficiente, Len. Lo suficiente».

Un intenso sentimiento de felicidad la invadió y le anegó los ojos de lágrimas. Tuvo que tragar saliva varias veces antes de lograr contestar.

—Sí, Jeremy. Te lo prometo con toda mi alma. Aunque tenga que pasar mucho tiempo.

La lluvia tamborileaba en el tejado de la casa del jardinero y repiqueteaba entre las vigas de madera ennegrecidas por el tiempo y cubiertas de polvo. De vez en cuando la habitación se iluminaba con los fogonazos azulados del relámpago, replicados casi de forma placentera por el protestón trueno. La tormenta remitía poco a poco.

A Simon le repugnaba extender una manta vieja y con olor a hojarasca podrida sobre Ada, pero no tenía nada más y su amada estaba muerta de frío. Al menos temblaba y le castañeteaban los dientes. Cuidadosamente, desplegó la raída tela, la puso sobre el delgado cuerpo de la muchacha y le apoyó la cabeza sobre su brazo.

—¿Mejor así?

Ella asintió con los párpados cerrados y se estrechó más contra él, que la contempló admirado y agradecido y recorrió con los dedos el contorno de su rostro, como si tuviera que confirmar que era realmente ella. Resultaba fascinante no haber experimentado únicamente la satisfacción embriagadora del deseo físico, sino sentir también el alma conmovida de un modo profundo. Como acariciada por un ángel.

Ada reconoció que debería sentirse culpable o terriblemente avergonzada, mas no sintió nada similar. Ni siquiera la humedad entre las piernas, su sangre y el semen de Simon le resultaban desagradables. Notó excitada la pulsión de su vientre, esa extraña y deliciosa mezcla de ardor y agradable calidez, así como un vacío nunca antes experimentado y paradójicamente saciado. Y cuando apoyó la mejilla sobre el pecho de Simon y sintió más que oyó el latido de su corazón, pensó que nunca en su vida había sido tan feliz.

Pestañeó y alzó la vista. Sacó un brazo de debajo de la manta y cogió la mano de Simon, depositó un beso en ella y jugó con sus dedos, siguió las líneas de la palma y al final juntó ambas manos.

—Ahora pertenecemos el uno al otro —susurró.

Simon parpadeó para retener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.

—Así es, Ada. —La estrechó más fuerte entre sus brazos y apoyó sus labios en la mejilla de la joven—. Nada ni nadie podrá separarnos jamás.