14

Los días de ese verano se deslizaron entre sus dedos como las aguas del Cranleigh, igual de claras, espumosas y rápidas. Raudo como las guadañas de los campesinos que segaban los trigales, agosto avanzaba con la faz grabada de rastrojeras color latón y de gavillas de oro claro cuyo fuerte y seco aroma impregnaba el aire. Los colores, sobre todo el verde, ya no se veían vivaces, sino ligeramente desteñidos por el sol, cubiertos de una pátina; la luz, cargada de polvo y con el tono amarillento de la retama, había perdido nitidez y difuminaba los contornos. A agosto le faltaba la chispa de junio y la ligereza de julio, y todavía ignoraba la actividad impregnada de colores solares de septiembre. Su esencia estaba hecha de una saciada lentitud en la que peras y manzanas se coloreaban en las ramas y maduraban hasta adquirir su dulzura completa. Y aunque las sombras se alargaban, la noción del otoño quedaba todavía muy lejos; ese año había sido agraciado con un verano soleado y sin lluvias.

En Shamley Green, el tiempo parecía no transcurrir. Como si el verano fuera a durar eternamente. Pero tal vez se tratara simplemente de que allí nadie quería que pasara el verano ni aquellos días de convivencia, llenos de bromas, risas y alegría; aquellos días en los campos, los bosques y el jardín. Aquellos días en que Jeremy y Grace, como respondiendo a una señal, levantaban la vista de sus libros para mirarse, esbozaban una sonrisa y luego volvían a sumergirse en la lectura, y Leonard los observaba con atención. Aquellos días en que Ada y Simon solo vivían para atraerse el uno al otro y esconderse detrás del tronco de un roble, en un rincón oscuro de la casa o en la sombra de la pérgola del jardín por la noche. Solo vivían para esos besos secretos y palabras de amor susurradas, para esos fugaces y prohibidos momentos a los que creían tener derecho.

Pero poco a poco el padre tiempo, conforme a su naturaleza, se interesaba por los deseos de los jóvenes de Shamley Green. Coronado de hiedra y de barba poblada, con la guadaña en una mano y el reloj de arena en la otra, avanzaba impertérrito, restando hora tras hora, día tras día, hasta que llegó el último fin de semana de agosto.

La calina flotaba sobre el Támesis y allí donde su cinta azul acero formaba una estrecha curva, entre Kingston al sur y Richmond al norte, con vistas a una islita arbolada, se extendían los jardines de Estreham.

El aire brumoso, cargado del sol de finales del estío, inundaba la finca de una luz tenue, haciendo resplandecer como un topacio la estructura de ladrillo marrón umbrío y con detalles blancos sobre el verde terciopelo de césped. Con sus torres, chimeneas como agujas y los relieves sobre las arcadas, Estreham tenía algo de castillo, un residuo de un tiempo remoto, de la gloriosa época de los Tudor y los Estuardo.

Arrancado pocos días antes de su sueño centenario, cuando un sinfín de manos limpiaron el polvo y fregaron los suelos, cambiaron las ropas de cama y distribuyeron las flores dispuestas en cestos, ese fin de semana en Estreham House transcurrió como en un palomar. Los primeros invitados ya habían llegado la víspera, tíos y tías de Royston acompañados de primos y primas de Devon y Northumberland, algunos Hainsworth de Lincolnshire, Shropshire y Kent, así como las dos hermanas de lady Grantham procedentes de Lancashire y Durham. Ese día acudirían nuevas oleadas de amigos, parientes y conocidos que disponían de un pied-à-terre en Londres, donde pasarían la noche después de la fiesta de compromiso. Ese era el caso de los Basildon de Berkshire, con cuya familia estaba emparentada por matrimonio Lydia, la hermana de Royston, y los Osbourne de Yorkshire, vinculados a su otra hermana, Blanche. Y antes de que todos esos lores y ladies, que se reunían en el jardín con tazas de té y copas de champán acapararan totalmente a la joven pareja, Royston y Cecily se escaparon para dar una vuelta por la casa cargada de historia con sus amigos llegados de Surrey. Solo faltaba Tommy, que todavía no había descubierto cómo librarse, sin parecer maleducado, de las incesantes zalamerías de sus tías y las extasiadas exclamaciones de cariño al estilo de «¡Pero bueno, qué mayor se te ve!».

—Damas y caballeros, si sois tan amables de seguirme… —Royston hizo un gesto invitándolos a subir una escalera.

Le siguieron Grace, de la que se había apropiado Cecily, y Leonard. Ada y Simon, conscientes de estar entre amigos, avanzaron cogidos con naturalidad de la mano, y Becky, boquiabierta y con los ojos de par en par, subió los escalones junto a Stephen; Jeremy iba a unos pasos de distancia.

—Antes esto estaba trabajado con pan de oro —explicó Royston, pasando la mano por la barandilla de madera color café. Unos ornamentos florales enmarcaban corceles y figuras de caballeros, cañones, escudos de armas y espadas suntuosamente tallados, y unos cestos frutales artísticamente confeccionados coronaban los pilares al final de cada descansillo—. Pero sufrió mucho con el paso de los siglos y, como mi padre encontraba sobrecargado el aspecto general, mandó quitar los restos que quedaban en lugar de renovarlos.

Pinturas de diversos estilos, muebles que abarcaban desde el período jacobino hasta el georgiano, esculturas y tapicerías, candelabros de plata, latón y bronce, revestimientos de damasco y seda, incluso de piel estampada y grabada… El hecho de que no hubiesen modificado la casa para modernizarla reflejaba la relación de los Ashcombe con esa residencia. El amor de Royston hacia esa casa, lo orgulloso que se sentía de su pasado no solo se reflejaban en su mirada cálida y en el modo en que se movía por las habitaciones, en cómo acariciaba la madera y la piedra; sus sentimientos hacia ese edificio también se plasmaban en el especial timbre de su voz.

—Es de Asprey —susurró Cecily a Grace, mirando deslumbrada el anillo de su mano izquierda, objeto de la admiración general. Una docena de pequeños diamantes derramaban destellos irisados cada vez que Cecily se movía y rodeaban un ópalo del tamaño de la uña de un pulgar que parecía hecho para su portadora: según la incidencia de la luz, las facetas jaspeadas brillaban con los colores de la futura vizcondesa Amory: con el frío dorado de sus cabellos, con el azul que competía con el fulgor de sus ojos y con el tono delicado de sus mejillas sonrosadas—. ¡Una rareza!

De la escalera pasaron a un pasillo, al parecer interminable, de suelo de madera con dibujos afiligranados. Royston avanzó de espaldas con los brazos extendidos, dirigiendo de ese modo la atención de los demás hacia los retratos en marcos dorados que se sucedían en las cálidas paredes revestidas de madera.

—Esta es la gran galería. —Su voz reverberaba en las paredes y el alto techo—. Aquí podéis ver una serie de antepasados míos, empezando por Edgard Charles Ashcombe, el primer conde, y su esposa Philippa Lydia, quien nos legó la sangre azul. De la cual, por cierto, a estas alturas no debería de quedar más que alguna gotita. La de Roddie y la mía, al menos, es de un rojo totalmente normal, como confirmamos cuando éramos muy jóvenes con ayuda de una navaja. —Tal observación provocó leves risas—. En este lugar de nuestra visita a la casa me habría gustado presentaros la gorguera manchada de sangre que se supone llevó Tomás Moro cuando fue ejecutado. O al menos los diamantes tallados como una granada del cofrecillo de María Estuardo. Pero lamentablemente —se encogió de hombros con un gesto de pesar—, lamentablemente me veo en la imposibilidad de hacerlo: ambos llevan siglos en paradero desconocido. Así pues, he de rogaros que os contentéis con esto… Voilà! Famoso por su magnificencia, ¡este es el dormitorio amarillo de Estreham House!

Un murmullo general se alzó cuando entraron en la gran cámara.

De las paredes forradas de seda vainilla colgaban tapices con bordados sumamente elaborados de escenas de navegación por el Támesis y de caza, de siembra y cosecha, y los colores de la especia se repetían en los motivos pastoriles y fiestas en los jardines pintados por Watteau y en el estampado de las alfombras. El techo de estuco era blanco; las molduras y pilastras a lo largo de las paredes, doradas; y alrededor de la chimenea, de un mármol de una blancura nívea, se veían unos rechonchos angelotes. El tapizado de las butacas evocaba el amarillo de las prímulas, y el satén de la enorme cama con dosel, la pieza estrella de la habitación, era del amarillo pálido de las nobles rosas de té.

—Por supuesto, me habría complacido ofrecer a uno de vosotros que durmiera aquí —anunció Royston, una vez hubo pasado el primer momento de admiración—, en vez de alojaros en las espartanas habitaciones para invitados. —Royston esbozó una sonrisa irónica ante las expresiones burlonas—. Pero ¡temí que acabara disgustándoos! A fin de cuentas, no a todo el mundo le gusta que en mitad de la noche le arranque del sueño un fantasma malhumorado.

Ada lo miró titubeante.

—No irás a decirnos que en vuestra casa hay un fantasma travieso, ¿verdad?

—¿Uno? —Royston arqueó las cejas—. Querida Ads… ¿acaso los Ashcombe damos la impresión de no poder permitirnos más que un único fantasma? Además de la mencionada dama de negro, tenemos otra vestida de blanco que en las noches de luna llena pasea a su perro por el jardín… literalmente sin cabeza. Y allí a lo lejos… —Lo siguieron hasta la ventana, desde donde señaló el linde de un bosquecillo de castaños y nogales, más allá del césped concurrido por los invitados—. Las dos chimeneas que sobresalen por encima de los árboles… Es la antigua casa del jardinero, escenario de una trágica historia de amor que acabó ¡con un asesinato y un suicidio!

—¿Dónde? —Ada se puso de puntillas para ver—. ¡No veo nada!

—Simon, con tu permiso… —Royston se colocó detrás de Ada, la cogió por la cintura y la levantó como si no pesara más que un plumón, mientras ella chillaba, agitaba los pies y se apoyaba en los brazos del joven—. ¿Lo ves ahora? ¿Un tejado gris?

—Sí —respondió Ada ahogándose de risa—. ¡Sí, ahora lo veo!

—De noche vagan por ahí unos duendes horribles, espantosos, ¡buuu! —le susurró Royston con voz sepulcral. Ada soltó una risita y él volvió a depositarla en el suelo—. Por esta razón esa casa lleva años utilizándose solo como trastero… ¡Sigamos, damas y caballeros! Debo demostraros que Sis se casa en condiciones aceptables…

Los pasos y voces de los demás fueron extinguiéndose detrás de Ada, que seguía mirando por la ventana y se mordía el labio inferior, pensativa.

—Ada.

Se dio media vuelta y su rostro se iluminó. Simon la tomó de la mano y la apartó de la ventana; al abrigo de una de las cortinas de seda bourette amarilla, los dos se besaron hasta quedar sin respiración y luego corrieron cogidos de la mano a reunirse con los demás.

Fue una noche calurosa en Estreham House. Tras la regia cena y los festivos discursos en honor a los novios, los invitados se congregaron en el salón de baile. A lo largo del día, el aire húmedo del río había ido calentándose y bajo la seda azul celeste no soplaba ni una ráfaga de brisa. Hasta el río parecía haber dejado de fluir.

Sin embargo, eso no enturbió el desbordante humor festivo de los invitados más jóvenes, que, engalanados con sus mejores prendas, evolucionaban al compás de las melodías que interpretaba la orquesta como cristales cambiantes de un calidoscopio.

—A decir verdad, no sé qué le ve —criticaba Helen Dunmore, abanicándose el rostro encendido—. Pensaba que tenía mejor gusto.

—¿De quién hablas? —El honorable Roderick Ashcombe miró alrededor.

—Allí. —El abanico japonés de miss Dunmore, decorado con ramas de cerezo en flor pintadas, señaló—. Simon Digby-Jones.

El joven miró hacia Simon y Ada, esta con un vestido de seda rosa pálido. A juzgar por su expresión melancólica, para ella suponía un tormento no poder bailar esa noche.

—Se mire como se mire, me resulta imposible entender qué encuentran todos en esas chicas Norbury… —siguió criticando miss Dunmore—. ¡Qué pueblerinas! En los círculos de Londres nadie bebería los vientos por ellas.

La mirada de Roderick se detuvo en Grace, que volvía a su puesto desde la pista de baile acompañada por Henry, el cuñado del joven. Acalorada de los rápidos pasos y los giros de la danza, desprendía tal fulgor que incluso apagaba los brillantes bordados de su vestido de noche.

—¡Oh! —soltó Roderick maravillado, y se volvió embarazado al instante bajo la reprobadora mirada de Helen Dunmore, que le dio a entender que lo consideraba un traidor.

—Me temo que estoy demasiado viejo para este tipo de diversiones. —Henry Basildon, conde de Basildon, puso una mueca burlona que, pese a su cabello entrecano y la severa barba inglesa, confirió a su rostro enrojecido un aire de niño travieso.

Grace rio.

—No he notado nada, lord Basildon.

—Tal vez sea un cumplido, pero resulta de todos modos un bálsamo para mi alma —repuso él con humor, inclinándose ante Grace, quien respondió insinuando una reverencia.

—¿No estarás pensando en descansar? —Lydia, la hermana de Royston, con treinta años cumplidos, quince menos que el conde, tomó del brazo a su esposo, que en ese momento se secaba furtivamente con el pañuelo el sudor de la frente.

Si bien las hermanas mayores de Royston habían heredado los ojos grises, la piel de alabastro y los rasgos clásicos de su madre, también poseían, además del cabello castaño de los Ashcombe, su calidez y humor, lo que hacía de ellas, como de Royston, unos agradables interlocutores.

—¡Pobre de mí! —gimió lord Basildon, aunque sin dar muestras de sentirse desdichado al volver a la pista con su esposa.

Grace se volvió a medias cuando alguien la cogió del brazo.

—¡Sálvame, Grace… o al menos cúbreme! —le susurró Leonard, poniendo los ojos en blanco.

—¿De quién? —Su mirada siguió a la del muchacho y fue a parar en dos jovencitas, apenas mayores que Ada, que contemplaban a Leonard con unos enormes ojos azul pálido.

Grace se mordió el labio para no echarse a reír.

—Te daré gustosamente escolta —musitó ella—. Siempre que no me saques a bailar. —El vestido color coñac y verde, con adornos de hilos metálicos, el mismo que había llevado por vez primera en Givons Grove en mayo, se le pegaba desagradablemente a la espalda.

—¿Prefieres tomar un poco de aire fresco?

Grace asintió y él la condujo por el lado de las dos muchachas que, decepcionadas, pusieron cara larga. Se abrieron camino entre los invitados hacia las puertas de hojas batientes abiertas y cogieron dos copas de champán de la bandeja de un sirviente con librea.

Apenas habían cruzado el umbral de la terraza cuando Grace no pudo más.

—¿Quiénes eran, por favor?

—¿Ellas? —Leonard bebió un buen trago y señaló con la copa hacia sus espaldas—. Eran Myrtle y Myra, ¡las primas incurablemente excéntricas de Royston! —Grace depositó la copa sobre la balaustrada de la terraza, encima de la cual se sentó antes de volver a coger la copa con una mano y el abanico con la otra—. Ve acostumbrándote a que pronto formarán parte de tu parentela.

—Imaginártelo seguro que te divierte. —Leonard sonrió irónico y se colocó frente a ella.

—Mmm —susurró Grace, y puso una exagerada mueca de estar cavilando—. Pues sí —asintió—. ¡Me divierte!

Su risa al unísono se fue apagando sin que ninguno de los dos volviera a tomar la palabra. Entre ellos se erigió un silencio peculiar y embarazoso. Grace bebía a sorbitos, balanceando las piernas y mirando el jardín poblado por las siluetas de las parejas que paseaban.

Al final, no aguantó más, tenía que aliviar su corazón.

—Len… Todo marcha bien entre nosotros, ¿verdad?

Él la miró por encima de la copa, bebió un trago y apartó la vista.

—Pues claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que… —Inspiró hondo y agitó el champán en la copa—. Estas últimas semanas tenía la sensación de que me evitabas.

El joven esbozó una sonrisa irónica.

—Tú también estabas ocupada en otros asuntos.

Las mejillas de Grace se sofocaron todavía más. Habría sido una bobada pensar que a Leonard le había pasado inadvertido lo que unía a Jeremy y ella, precisamente a Leonard, que la conocía mejor que nadie. Y pese a todo, le resultaba desagradable que él la comprendiese tan bien. Leonard era todo lo opuesto a Jeremy, pero era el mejor amigo de Grace, como un hermano, un segundo y masculino yo. No quería tener que escoger entre él y Jeremy.

—Nuestra amistad significa mucho para mí, Len —susurró sin levantar la vista.

—Para mí también, Grace. Y por mi parte, siempre permanecerá igual.

—Por la mía también. —Alzó el rostro para mirarlo y sonrió, pero él no la correspondió.

En lugar de ello frunció el ceño y, con una gravedad inusual, dijo:

—Grace, no quiero entrometerme, pero… —Pareció reflexionar de nuevo sobre lo que iba a decir—. ¿Hasta qué punto conoces realmente a Jeremy? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

Ella se estremeció. Leonard acababa de poner el dedo en la llaga. Había estado pensando con frecuencia en la señora Danvers y en el hecho de que Jeremy nunca le había hablado de ella. «Hay cosas que ignoras de mí, Grace».

—¿Hay algo que, según tu opinión, yo debería saber?

Leonard se aproximó un poco más y la miró a los ojos.

—Deberías saber que siempre estaré a tu lado cuando me necesites. No importa lo que ocurra.

Grace se sintió incómoda y echó sin querer la cabeza atrás.

—¡No has contestado a mi pregunta!

El joven rio.

—¡Bah, no hay ningún problema con Jeremy! ¡Perdona si me comporto como un hermano mayor sobreprotector! Debe de ser porque pronto veré a mi hermanita casada. —Dejó la copa sobre la balaustrada y le tendió las dos manos—. Ven, ya basta de descansar, vamos a bailar. ¡La noche todavía es joven!

Grace lo imitó con su copa, cerró el abanico y lo dejó colgando de la cinta que llevaba en torno a la muñeca, pero permaneció sobre la balaustrada, con las manos bajo los muslos y la cabeza inclinada en actitud pensativa.

—Grace. —Leonard le tomó el rostro con las manos—. Gracie. No quiero provocar ninguna pelea entre tú y Jeremy. Es mi amigo. Los dos sois amigos míos. Quiero… —Su voz se hizo más tenue, casi tierna—. Solo quiero que seas feliz.

Grace lo miró con firmeza a los ojos, con la misma firmeza con que respondió:

—Lo soy, Len.

Sus voces y sus pasos se alejaron sobre las baldosas y no tardaron en ser ahogados por la música que salía del salón de baile. Por debajo de la terraza, dos siluetas hasta entonces inmóviles se agitaron.

—Parece que estemos condenados a ser escuchas involuntarios —suspiró Stephen, sacando una pitillera.

—Así lo parece —convino Jeremy.

—Debería invitarnos a la reflexión —musitó Stephen, con el cigarrillo entre los labios. Primero dio fuego a Jeremy y luego encendió su pitillo.

Jeremy dio una calada y exhaló el humo.

—No falla cuando uno ronda por rincones oscuros como nosotros. —Se quitó con la uña del pulgar una hebra de tabaco del labio inferior—. De todos modos, deberías decidirte de una vez acerca de si quieres o no a Becky, en lugar de dar un paso hacia ella y luego dos hacia atrás.

—Ojalá fuera tan sencillo —musitó Stephen; dobló una pierna y apoyó el pie en la pared de la terraza. Sus tímidas tentativas de aproximarse un poco a Becky en busca de claridad acerca de lo que realmente sentía por ella eran contestadas con tal efusividad que en su presencia él se asfixiaba. Sin embargo, en cuanto estaba solo un rato, echaba de menos el alegre parloteo, la risa bulliciosa y la viva mirada de Becky.

Stephen echó la cabeza atrás.

—¿Siempre has sabido lo que quieres?

Jeremy no respondió enseguida.

—Sí. Siempre. —Exhaló el humo con fuerza—. No siempre de inmediato, eso no. Pero sí al poco tiempo.

Stephen clavó la mirada en su amigo.

—¿También respecto a Grace?

—Sí, también respecto a Grace. —Hubo un deje cauto, casi frágil, en la voz de Jeremy, y Stephen percibió como si de una manera nueva su compañero estuviera en paz consigo mismo.

Fumaron en silencio y salieron a la gravilla.

—Jeremy —empezó Stephen con las manos en los bolsillos del pantalón—. No me interpretes mal… pero ¿tiene Len razón? ¿Hay algo que Grace debería saber de ti?

Jeremy se encogió de hombros bajo la chaqueta del frac.

—Sin duda algo habrá… Pero para tu tranquilidad: tengo la conciencia limpia respecto a Grace. ¿Te basta como respuesta?

En el fondo, Stephen no conocía demasiado a Jeremy, no tanto como a Royston o Leonard. Sin embargo, tenía la impresión de que entre ambos había un vínculo especial. Bien mirado, Jeremy le gustaba más como cuñado que Leonard.

—Sí, me basta —respondió.

—¿Me confiarías mañana un par de horas a Grace? ¿A solas?

—Claro —respondió Stephen sin dudarlo. Aunque añadió—: ¿Qué te propones?

Jeremy respiró hondo y miró hacia la noche.

—Nada deshonesto, te lo aseguro. —Y agregó en voz más baja—: Lo único correcto. Espero.