Ada no conciliaba el sueño. Miraba la oscuridad y únicamente veía a Simon desnudo en Cranleigh Waters, de pie, semejante a una divinidad griega surgida de las aguas. Se le escapaba la risa cada vez que recordaba su cara cuando las había descubierto entre la maleza, una risa que expresaba asimismo el propio bochorno de la joven. Esa comicidad se extinguía con los sofocos que la recorrían. Esa tarde, la corporeidad de Simon la había penetrado como una tormenta atronadora ante la que se sentía indefensa. Con los dedos hundidos en la sábana, presionaba el rostro ardiente contra las almohadas para refrescarlo en el liso tejido.
Pero era en vano. El canto de los grillos delante de la ventana y el obstinado croar de sapos y ranas en el lago tras el robledal, por lo general un fondo sonoro adormecedor, atizaban todavía más su inquietud. Y una sensación de vacío en el estómago se añadió al insomnio.
Un silencio inusual había cargado la atmósfera de la cena pese a que Constance Norbury había intentado, con comprensiva afabilidad, aflojar la tirantez entre el coronel, tozudo en su gélido mutismo, y su hija menor. También la madre había acabado callando con expresión abatida. Una Grace meditabunda y ensimismada pinchaba ausente el rosbif y la ensalada, y Simon, habitualmente tan locuaz, estaba con las mejillas encendidas y sin levantar la vista del plato. Stephen tenía que hacer esfuerzos por reprimir la risa, y la misma Ada mantenía los párpados bajos, y el nudo que sentía en el cuello y el hormigueo en el estómago le impedían tragar más de dos bocados seguidos. Solo Jeremy mostró su habitual impasibilidad, pero no parecía incómodo porque los comensales no conversaran. Cuando se levantaron de la mesa, se percibió un alivio general y, en contra de lo habitual, cada uno se retiró con un libro, el periódico, una labor manual o con sus pensamientos a un rincón de la casa.
Ada había recurrido al piano de la sala de música como escapatoria, pero salvo algunos acordes sueltos tocados con desgana y unos fragmentos de canciones interpretados con descuido, sus dedos no habían logrado gran cosa. Como si la música que había en su interior hubiese apagado todas las melodías aprendidas hasta entonces, una música que no se dejaba traducir en notas y acordes.
Suspirando, se volvió hacia el otro lado y se acomodó la almohada bajo la cabeza. Pero la imagen de Simon, su cara, su cuerpo perlado por el agua del Cranleigh, la siguió persiguiendo y el ardor que sentía se concentró en su seno como un latido dulce y doloroso imposible de apaciguar.
Durante su estancia en Italia y Grecia, al principio le había resultado un tanto desagradable la pétrea anatomía, precisa y serena, de las estatuas de la Antigüedad, que plasmaba con todo detalle los desnudos, así como en los frescos y pinturas; luego le pareció fascinante, y las explicaciones de miss Sidgwick avivaron su curiosidad. Al comienzo le costó expresar que le gustaría saber más sobre los asuntos físicos y sexuales entre hombres y mujeres. Sin embargo, el modo natural y desenvuelto con que miss Sidgwick hablaba de esas cosas pronto la liberó de su timidez y le permitió informarse sin andarse con melindres. Gracias al conocimiento de estas cuestiones, Ada se había sentido mayor, más madura, también porque la vida en el sur rebosaba pasión y sensualidad. No obstante, era ahora, con Simon, cuando Ada comprendía el verdadero significado de lo aprendido.
Abrazó una almohada y la estrechó contra sí. Sus pensamientos se centraron en Grace. El modo en que esa tarde había mirado a Jeremy en el río… menos curiosa que anhelante. «¿Gracie y Jeremy?». Estuvo dándole vueltas un buen rato a cómo le había pasado por alto el interés de su hermana por el amigo de Stephen. ¿Sabría también Grace algo de estos asuntos? «¡Tengo que hablar de todo esto con ella o reventaré!», se dijo. Se levantó decidida, se puso las zapatillas y una bata ligera sobre el camisón.
En el pasillo en penumbra, se detuvo cuando el estómago vacío se le contrajo tanto que casi sintió náuseas. La habitación de su hermana, unida a la suya por un baño que ambas utilizaban, se hallaba a pocos pasos de distancia. La delgada línea de luz que se filtraba bajo la puerta indicaba que todavía estaba despierta y que, una vez más, se pasaría media noche leyendo. Con su envidiable apetito, seguro que no rehusaría un tentempié de medianoche. Así que Ada tomó el sentido contrario, bajó la escalera y recorrió ágilmente el largo pasillo de la planta baja en cuyo extremo se encontraba el reino de Bertha: la espaciosa cocina y la bien provista despensa.
Simon cerró la verja del jardín lo más sigilosamente que pudo. Echando un vistazo a la fachada y ya en el jardín, se aseguró de que se encontraba realmente en el lado correcto de la casa. Entonces, antes de irse a la cama, encendió el cigarrillo que le había cogido a Stephen.
«La habitación de mis padres mira al oeste —le había dicho Stephen—. Así que no fumes ahí; tampoco cerca de la puerta de entrada, y ni se te ocurra en el patio. ¡Mi viejo lo olerá seguro, incluso dormido, y montará en cólera!». La grave conversación a solas con el coronel Norbury, esa tarde, le había bastado; no necesitaba en absoluto mantener otra conversación con él.
Simon dio una calada y disfrutó del escozor en la garganta y el pecho, contuvo una tos y exhaló el humo. Anduvo un par de pasos y se tendió en una tumbona.
No había intuido nada bueno cuando el coronel apareció de repente en la puerta de la biblioteca, donde Simon se había repantigado en un sillón, con un libro sobre el regazo que ni siquiera había abierto; solo había permanecido allí sentado escuchando los sonidos del piano, unas habitaciones más allá, expresando fragmentariamente su desgarro, la agitación interna que él mismo sentía.
—Me gustaría hablar un momento con usted, señor Digby-Jones. En mi estudio.
Simon tuvo que tragar saliva al recordar cómo se había cerrado la puerta a sus espaldas, los pasos del coronel a través de la habitación, el modo en que se sentó en su silla de piel y lo taladró con la mirada. El coronel había ido al grano.
—Me desagrada la atención que dedica a mi hija, señor Digby-Jones.
Los balbuceantes intentos de Simon para asegurar que lo movían intenciones serias, se perdieron sin ser escuchados, fueron borrados por un gesto brusco de la mano del coronel.
—Solo la promesa que he hecho a mi hijo, así como el deseo de que en mi casa reine la paz, me impiden echarle de aquí. Pero si llega a mis oídos o si soy testigo de que tiene un trato indecoroso o indigno con mi hija, no le echaré de aquí de una patada, sino que me ocuparé de que sus futuros superiores en Chichester estén al corriente de lo sucedido.
La mano de Simon temblaba cuando se volvió a llevar a la boca el cigarrillo ya casi del todo consumido.
—¿Me ha entendido, Digby-Jones?
—Sí, señor —susurró ahora Simon en una abatida imitación de la forma entrecortada y amedrentada con que había contestado al coronel pocas horas antes.
La colilla del cigarrillo murió en la tierra húmeda de la maceta de flores que había junto a la tumbona. Se atusó el cabello, apoyó los codos en las rodillas, descansó la barbilla en la mano y se sumió en tristes pensamientos.
—¿Miau? —oyó a unos pasos de distancia. Tabby se sentó a su lado y lo miró con sus insondables ojos amarillos.
—¿Qué tal, gatito? —contestó Simon cansino—. ¿Has cazado muchos ratones?
—Miau. —El felino parpadeó un par de veces y abrió los ojos de nuevo mientras se envolvía las patas delanteras con la cola, cuyo extremo agitó varias veces. A continuación se levantó y se acercó más a Simon, magnánimo y ufano, para restregarse ronroneando contra sus piernas.
—Tú sí tienes suerte —susurró Simon, y se inclinó hacia delante para acariciarlo—. A ti nadie te dice cómo has de comportarte. Nadie te pone una pistola en el pecho. —Lo levantó con cuidado y se lo puso en el regazo, donde el minino se ovilló sin dejar de ronronear—. Sería más inteligente marcharme de Shamley Green un día de estos. Pero como al principio no tendremos vacaciones en Chichester, no podré ver a Ada en mucho tiempo, y eso no lo soportaré. Pero si me quedo, tarde o temprano el coronel encontrará una razón para echarme, y entonces no solo no volveré a ver a Ada, sino que además tendré problemas en el regimiento. ¡Estoy en apuros, Tabby!
Ada aminoró el paso por el corredor cuando oyó una voz en el jardín. Demasiado tenue para distinguir lo que decía, pero lo suficiente fuerte para reconocer que era la de Simon. El corazón le dio un vuelco y al punto se olvidó del hambre. Miró hacia fuera por la puerta de vidrio y se enterneció al ver a Simon con Tabby sobre el regazo, acariciándolo y hablándole en voz baja.
—Hola, Simon —susurró.
La cabeza del joven se alzó de golpe.
—Ada. —Parecía sobresaltado, casi asustado, y se inclinó más hacia Tabby.
Ada permaneció inmóvil un momento y luego dio un paso hacia él.
—¿Puedo sentarme contigo?
«Sí. No. Mejor no».
—¡Pues claro! —Se movió deprisa hacia un lado y se apretó al respaldo de la hamaca.
Ada se sentó junto a él.
—¿No te ha traído ningún ratón? Hannah se lleva un susto de muerte siempre que encuentra los restos de uno al barrer debajo de un canapé o un armario. —Tendió la mano y rascó a Tabby entre las orejas. Una oleada de calor recorrió a Simon cuando el brazo de Ada le rozó la mano y las rodillas de ambos se tocaron.
—Mmmm —gimió de forma absurda.
No se atrevía a mirarla; no mientras llevara ese fino camisón y esa bata ligera que cuando se había acercado a él, al plateado resplandor nocturno, había dejado entrever la silueta de su cuerpo. Y también percibía el perfume de Ada, una mezcla de batista recién almidonada y jabón de flores, con la nota especiada de su piel y su cabello, peinado en una gruesa trenza, que le ofuscaba el entendimiento.
Le ardían las orejas, y, sin querer, hundió más los dedos en el pelaje de Tabby. El gato saltó maullando al suelo, no sin antes haberle arañado el muslo a través del pantalón. El chico reprimió un grito de dolor. «¡Gato del demonio!».
—¿Simon?
—¿Sí? —Sus manos, que habían estado entretenidas deslizándose por el suave pelaje del gato, no tenían de repente nada que hacer, y como no sabía dónde ponerlas, las sujetó entre las rodillas.
—Por favor, disculpa que hoy por la tarde nos hayamos reído tanto Grace y yo. No teníamos mala intención.
Las mejillas de Simon se encendieron al recordar ese momento en el río, y aún más cuando ella apoyó la mano en su brazo.
—No pasa nada. Seguro que ofrecíamos un espectáculo grotesco —respondió con una mueca.
—No, qué va. —Ada se acercó un poco más a él.
A Simon le costaba respirar. Aquello era un tormento, habría preferido levantarse de un salto, pero permanecía como paralizado al borde de la hamaca.
—Era… —añadió ella, pensativa, casi soñadora y con un hilo de voz— era bonito.
Consciente de hacer lo que no debía, él la miró. Al claro de luna, los ojos y los labios de Ada, llenos, voluptuosos y entreabiertos, brillaban húmedos. Y para su horror, Simon sintió que el último y lastimero resto de fuerza de voluntad que le quedaba se esfumaba. «Oh, maldita sea, maldita sea…».
Ada cerró los ojos cuando Simon le cogió el rostro entre las manos y pegó sus labios a los de ella. Él dudó y se detuvo, como si necesitara estar seguro de que no hacía nada contra la voluntad de ella, y a continuación volvió a besarla. Ada sentía un cosquilleo en el vientre y un temblor le recorrió el cuerpo cuando la boca de él acarició la suya y con la punta de la lengua le buscó delicadamente la suya. Las manos de ella palparon lo que sus ojos habían visto por la tarde, el pecho firme de Simon y las estrechas caderas, que temblaron al sentir el roce de ella.
—Ada… Ay, Ada —murmuró él junto a sus mejillas, medio riendo medio gimiendo, y ella reclamó un nuevo beso.
Por muy tranquilo que estuviera Shamley Green esa noche, suavemente rodeado por los plácidos sonidos de la oscuridad estival y protegido por los robledales, no todos los ocupantes de la casa encontraban acomodo en los brazos de Morfeo.
Era la sangre joven que habitaba la casa la que no encontraba sosiego, agitada por el sol diurno, la vida y el amor, alterada por una avidez indefinida, una aguda ansia y la fragancia de la noche estival. Mientras Ada y Simon disfrutaban de los besos y la dicha de haberse encontrado, Stephen, con el ejemplar del Manfred de Lord Byron abierto sobre el pecho, reflexionaba en su habitación en torno a sí mismo y a lo que para él significaba la vida. En si había una diferencia entre sus propias expectativas y lo que los demás, su padre en especial, esperaban de él, y el raudal de pensamientos, de «si» y «peros», de «deberías» y «tendrías» que lo arrastró amenazó con hundirlo. Cuando emergió sofocado de ese torbellino en busca de aire, Becky, con su feminidad terrena, se le apareció como la mano salvadora en medio del temporal. Sin embargo, no encontró en ella un soporte firme.
Casi cumplidos los diecinueve años y todavía sin conocer los besos, Stephen únicamente había experimentado la excitación del cuerpo, el alivio manual y la pegajosa vergüenza posterior. Las redondeces de Becky, su boca risueña y su atractiva voz lo tentaban constantemente, pero le asustaba más la idea de perderse en la exuberancia de Becky, de descomponerse poco a poco, y de nuevo la resaca de dudas lo arrastró a las profundidades. Encontraba escapatoria imaginando que pasaba los días y la mitad de las noches a la luz de la lámpara de una biblioteca, en una atmósfera silenciosa, de madera pulida, piel y papel impreso, intentando ahondar en la fascinación de la poesía y la magia de la novela. Solo de ese modo encontraba consuelo noche tras noche.
Entretanto, su hermana mayor se había acurrucado de lado en la cama con el viejo librito de Baudelaire. Recorría tiernamente los zarcillos de flores de la portada, los rasguños y grietas como si la piel todavía conservara algo de Jeremy, un indicio de su tacto antes de haberle dado el ejemplar. Grace solo precisaba cerrar brevemente los ojos para verlo tal como estaba en Cranleigh Waters. Erguido, la mano en el cabello húmedo, mirándola. Sin vergüenza, casi provocador, como si disfrutara de que ella lo viera así.
Apretó la mano abierta contra la cubierta del libro y los latidos en la yema de sus pulgares se convirtieron en una intensa palpitación. «Jeremy —susurró para sí—. Jeremy».
En el mismo piso, pero al otro lado del patio interior, Jeremy estaba tendido boca arriba mirando el techo, contento de disfrutar de la habitación de invitados para sí solo en ausencia de Simon. Le perseguían los ojos de Grace asomando entre el follaje. Había faltado muy poco para que él se dirigiera a ella, la sacara de la maleza y la condujera al agua para satisfacer el deseo que había visto brillar en los ojos de ella y que tanto se parecía al suyo. Cada vez le resultaba más difícil mantenerse contenido en su presencia, tras tantos días juntos bajo el mismo techo, en que pese a compartir la mesa no compartían la cama, horas que parecían no tener fin. Jeremy no tenía suficiente, no tras esos días, y era esa noche de verano cuando constataba qué fuerte era su voluntad y qué grande su valor.