El jardín de Shamley Green yacía perezoso al sol de mediodía. Solo de vez en cuando se oía algún gorjeo poco entusiasta procedente de los árboles. Abejas y abejorros se demoraban remolones alrededor de las espléndidas flores rojas de la judía escarlata. Sobre el flox y la clavelina de colores fucsia y rosado se encontraban las mariposas limoneras, de delicado color amarillo, y las ortigueras, con su dibujo atigrado, que abrían y cerraban sus alas tranquilamente. Incluso los balidos de las ovejas en la lejanía tenían un deje somnoliento. Y leve, muy levemente llegaba el gorgoteo de Cranleigh Waters en su lecho.
Con un cuaderno de esbozos sobre las rodillas dobladas, un pie descalzo sobre la manta y el otro sobre la hierba, Ada intentaba dibujar un retrato de su hermana, que se hallaba tendida delante de ella. Grace estaba de lado, leyendo un libro, la cabeza apoyada en el codo y una expresión soñadora en el rostro. Solo movía despacio los dedos de una mano, mientras acariciaba el pelaje de Tabby, que se había acurrucado a su vera y respondía con un monótono ronroneo. Sin embargo, pese a que todo estaba bien —la modelo, la perspectiva, la atmósfera—, el dibujo no salía. Ante los ojos de Ada no cesaba de aparecer el rostro de Simon y sus dedos sentían hormiguear el deseo de trasladar al papel los rasgos marcados y los dulces ojos del joven. Sobre todo la boca, que la atraía tanto que en los últimos días, al mirarla, se había sorprendido más de una vez a sí misma sintiendo un tirón de anhelo en el estómago, antes de apartar la visa, roja de vergüenza, haciendo un gran esfuerzo.
Furtivamente, casi como si esos sentimientos le causaran mala conciencia, miró a sus padres, sentados a la mesa bajo un roble. La madre estaba escribiendo cartas y el padre leía el periódico pasando las páginas con un crujido apagado de hojas. Era evidente que ambos disfrutaban del apacible silencio del domingo, un silencio que se había vuelto escaso en Shamley Green. Desde que una semana larga después del acto de despedida de alumnos de Sandhurst, Stephen se hubiera instalado en su propia habitación, y Simon y Jeremy juntos en otra para invitados, la casa y el jardín bullían de vida. Ya por la mañana temprano acudían Leonard, Cecily y Royston con Tommy a remolque, y Becky se apuntaba siempre que podía. Cuando no hacían peligroso el entorno montando a caballo o en el tílburi, jugaban al tenis interpretando de forma muy laxa las reglas, o los chicos se disputaban con Gladdy un descosido balón de rugby animados por los gritos de las muchachas. Y pasaban la mitad de los días y las noches riendo y charlando en el jardín, con una limonada y los tentempiés con que la cocinera Bertha los malcriaba. Se contaban las travesuras que habían ideado de niños, elaboraban planes para el resto del verano y tiempos posteriores.
Ese día, Ada todavía encontraba más silencioso y abandonado el jardín. Como si de repente ya no le bastase con su familia, y casi se sentía culpable de pensar así.
Royston y Cecily se habían marchado a Devon con lord y lady Grantham para ver si encontraban entre las joyas de la familia Ashcombe alguna pieza que a Cecily le gustase como anillo de esponsales. Después tenían que ir a Londres a encargar el vestido para la fiesta de compromiso, y a Estreham House para planearlo y prepararlo todo para la inminente celebración. Y puesto que ese viaje a Devon ofrecía la oportunidad de que las familias que en breve iban a emparentarse se conocieran mejor, Leonard y Tommy también se habían marchado con ellos.
Ada reprimió un nostálgico suspiro y se centró de nuevo en su cuaderno de esbozos. Con la yema del meñique difuminó el carboncillo sobre el papel para hacer una sombra que aun así no le pareció satisfactoria. Frunció el ceño, inclinó un poco la cabeza y se mordió el labio mientras reflexionaba cómo captar mejor lo que veían sus ojos.
—He pensado que la semana que viene podríamos ir a Londres para ocuparnos de tu nuevo guardarropa —resonó la voz de su madre—. ¿Qué opinas, Ada?
El pulso se le aceleró, y el miedo la invadió. Todavía no había conseguido expresar su deseo de volver al college y pedir permiso a sus padres. «Mañana… mañana lo haré», se había prometido un día tras otro para volver a postergarlo.
—¿Ada?
Sin alzar la vista, arañó con la uña del pulgar el carboncillo que tenía en la mano.
—Me gustaría posponer algo más mi presentación en sociedad, mamá —contestó en voz baja.
Sintió los ojos de sus padres y su hermana posados en ella. La atmósfera antes tan tranquila y agradable del jardín pareció cargarse de repente.
—Pero ¿por qué, cariño? —La voz de su madre sonó preocupada—. ¿Tienes miedo de las consecuencias que eso puede traerte? ¿Miedo de no ser lo suficiente madura? Ni en mayo, en Givons Grove, ni en el acto de final de estudios de Stephen tuvimos la impresión de que la gente te cohibiera. ¡Te has desenvuelto correctamente en ambas ocasiones!
—No, mamá, no se trata de eso.
Grace se había enderezado y estirado hacia Ada; le puso la mano en la pierna.
—¿Qué te pasa, Ads? —susurró a su hermana pequeña, que sacudió la cabeza en un gesto de rechazo.
—¿Qué sucede? —La inquietud de Constance Norbury se trocó en desconcierto.
Ada dejó el carboncillo sobre el cuaderno y se abrazó las piernas. En silencio contempló cómo Gladdy escogía con el hocico pegado al suelo cierta porción de hierba, se estiraba allí cuan larga era para restregarse la espalda soltando gruñidos de placer y se sacudía luego, antes de trotar hacia la sombra de un árbol y sentarse con un gañido.
—Ada… tu madre te ha preguntado algo —la exhortó el coronel con cierta indulgencia.
El miedo clavó sus garras en el corazón de Ada. «Hoy o nunca». Deseaba tanto que Simon estuviera a su lado que ese anhelo tiraba de ella casi físicamente. Y fue como si él le susurrase al oído: «Tú puedes, Ada. Lo sé».
Inspiró hondo, volvió la cabeza y miró a sus padres.
—Me gustaría regresar a Bedford en otoño.
El aire del jardín pareció cernerse sobre ella como antes de una tormenta.
Ada resistió con valentía la mirada azul centelleante que el coronel le lanzaba por encima del periódico.
—No la considero una buena idea —dijo antes de sumirse de nuevo en la lectura.
A Ada se le encogió el estómago y tragó saliva. Grace se deslizó hasta su lado y le pasó el brazo por el hombro infundiéndole ánimos.
—Pero ¡yo quiero ir!
El coronel bajó el periódico y miró a su hija menor, que siempre había sido tan dócil y obediente y nunca se había rebelado, cuyos ojos ahora brillaban con tanta determinación, y dio muestras de dudar entre la admiración y el enojo.
—¡Por favor, papá, dale permiso! —rogó Grace—. ¡Es importante para ella!
—Ya tiene diecisiete años, probablemente no pasaría nada porque esperase uno o dos años más a su presentación —reflexionó lady Norbury a media voz, mirando expectante a su marido.
Al ver que la expresión de su padre se ensombrecía, Ada perdió valor.
—Grace, por favor, déjanos a tu madre y a mí a solas con tu hermana.
—Pero papá…
—¡Grace! —La vibración en la voz del coronel indicaba que estaba a punto de perder la paciencia.
Grace dio un beso en la mejilla a su hermana, recogió sus libros y se levantó. Se encaminó a la casa con lentitud y se tendió a la sombra en una hamaca.
También Ada se puso en pie y sacó del bolsillo del vestido de verano un sobre arrugado, pues lo había llevado consigo desde el primer día de su regreso. Se acercó a la mesa a la cual estaban sus padres y lo puso encima, delante de su padre.
—Aquí tenéis, papá, mamá. Una carta de miss Sidgwick para vosotros. —Intranquila, observó a su padre abrir el sobre, desdoblar la hoja y empezar a leer—. Cree que tengo talento, pero que me equivoqué al elegir las asignaturas. Asignaturas que para mí… —Ada se detuvo cuando su padre, sin levantar la vista, alzó un dedo para pedirle que callara hasta que hubiese concluido de leer. Ada dirigió a su madre una mirada de agradecimiento cuando esta la tomó de la mano y la retuvo cuando el coronel le tendió la carta.
Tabby se repanchingó sobre la manta y empezó a hurgar con las garras en el tejido, mientras Gladdy miraba bizqueando hacia las tres personas a la mesa y arrugaba la frente en signo de interrogación.
—¿Has olvidado —señaló el coronel a su hija en voz baja, cuando Constance dejó de leer— en qué lamentable estado volviste a casa del college?
Sus palabras fueron como una puñalada en el corazón de Ada. ¿Cómo iba a olvidarlo? La vergüenza de haberse puesto en ridículo, la sensación de ser tan diminuta, insignificante y tonta como un gusano. Algo así queda grabado para siempre en la memoria.
—No, papá. No lo he olvidado —respondió con un hilo de voz, conteniendo las lágrimas que le escocían tras los párpados.
—Ninguno de nosotros —se señaló a sí mismo y a su esposa— quiere volver a pasar por la experiencia de verte tan mal.
—Yo tampoco, papá, créeme. —La esperanza creció en Ada, que suavizó su voz—. Pero a pesar de todo quiero intentarlo una vez más. Por favor, dadme otra oportunidad. Sé que esta vez lo haré mejor.
El coronel se atusó la barba pensativo y señaló la carta.
—Miss Sidgwick dice que te gustaría estudiar música y arte. —Ada asintió y las cejas de su padre se arquearon—. ¿Quieres marcharte a Bedford para eso? No lo entiendo. Pintar y tocar también puedes hacerlo aquí, en Shamley. Si quieres más clases podemos contratar un profesor particular.
Era una oferta más que generosa, y Ada lo sabía, pero no era lo que quería.
—Quiero tener una licenciatura. Yo… yo quiero ser profesora después. —Se encogió cuando unos ojos azules como el hielo la miraron.
—¿He oído mal?
Agitó la cabeza con expresión compungida.
—No, papá, quiero ser profesora como miss Sidg…
Ada y su madre se sobresaltaron cuando la mano del militar golpeó la mesa haciendo tintinear el servicio de té.
—¡Esto es demasiado! ¡Ninguna Norbury ha caído tan bajo como para tener que trabajar! ¡Y desde luego no como profesora!
Tabby huyó con la cola levantada y sus patas de terciopelo y Gladdy se marchó a paso lento, la cabeza gacha y expresión afligida, en dirección a la casa.
—Pero mamá administró sola Shamley cuando tú…
—¿Es que ese Digby-Jones te ha metido estas bobadas en la cabeza?
Ada miró a su padre asustada, y notó como la sangre afluía a su rostro.
—N-no —balbuceó—. Se me ocurrió a mí sola, mientras estuve fuera.
—Si hubiera sabido que ibas a venir con esas ideas absurdas, tan inaceptables, nunca…
Cuando las voces del coronel y Ada fueron aumentando de volumen e intensidad, Grace se puso en pie de un brinco. La suave voz de Constance casi desapareció totalmente, al igual que fracasaron sus esfuerzos por mediar entre padre e hija. Grace ya estaba sopesando si serviría de ayuda a Ada que ella desobedeciese la orden de su padre y se entrometiera, pero entonces Ada se separó de su madre y corrió con los ojos anegados en lágrimas hacia la casa.
Grace salió a su encuentro y abrazó a su hermana, estrechándola contra sí.
—¡No me deja, Gracie! —sollozó Ada sobre su hombro—. ¡No quiere oír más de este asunto!
Grace miró el roble junto al que su padre se había levantado de la silla y daba salida con palabras y gestos a su enojo. No parecía probable que su cólera fuera a disiparse enseguida, aunque Constance intentaba apaciguarlo cogiéndole de la mano, lo que él rechazaba una y otra vez. Grace sintió un nudo en el estómago. No era fácil sacar de quicio al coronel; incluso en las nada desapasionadas discusiones sobre el futuro de Stephen nunca había perdido los papeles. Y jamás se había producido en Shamley Green una pelea tan fuerte entre el coronel y Ada, a quien él siempre había protegido como a la niña de sus ojos, a lo que ella correspondía con tierna devoción. Grace sospechó que la presencia de Simon Digby-Jones en Shamley Green había desempeñado un papel especial en ese conflicto.
—Ponte los zapatos y coge el sombrero —murmuró a su hermana—. Vamos al río.
Describiendo un amplio rodeo, pasaron junto a la casa, el robledal vecino y la laguna medio cubierta de cañas y juncos, y luego atravesaron los prados y los campos de cereal ya maduro, de los que ascendían alondras en vuelo oblicuo que desgranaban su feliz trino sobre la tierra. Ada se iba secando las lágrimas que no cesaban de resbalar por sus mejillas mientras se desahogaba con su hermana. Le contó la pelea con su padre y sus deseos de futuro. Y también le habló de miss Sidgwick, quien con su vida independiente —«¡tiene su propio dinero y casa propia!»— llena de música y arte y viajes y muchachas jóvenes deseosas de aprender, cuyos primeros pasos ella dirigía con prudencia para que alcanzaran una vida propia, había impresionado tanto a Ada que quería emularla.
Grace la escuchaba con atención, rozaba con los dedos las hierbas altas mientras caminaba, arrancaba espigas del borde del camino y extraía los granos de un pálido dorado.
—Si quieres —dijo al final—, hablaré con papá para que cambie de parecer.
Ada se detuvo. Apretó los puños, se mordió el labio inferior y reflexionó.
—Gracias, Grace, pero… —Respiró hondo y un temblor recorrió su delgada figura—. Creo que tengo que hacerlo yo misma… aunque en este momento no sepa cómo. —Una fugaz sonrisa cruzó su rostro y a continuación arrugó la frente, pensativa—. Hace tiempo que quiero preguntarte algo, Grace. ¿Nunca has sentido ganas de hacer más cosas en tu vida que casarte un día?
Grace miró sorprendida a su hermana pequeña.
—No. ¿Por qué?
Entonces fue Ada quien la miró atónita.
—¿Nunca has sentido el imperioso deseo de dejar atrás todo esto —señaló con un amplio gesto el prado lleno de flores multicolores como el arcoíris, el bosque y la maleza que flanqueaba el río— y emprender una vida distinta?
Grace bajó la vista al largo tallo que giraba entre los dedos.
—¿Te refieres a llevar una vida distinta de la de mamá?
—¡Sí! Después de acabar en Bedford, podrías haber hecho fácilmente el examen de ingreso a la universidad.
Desde hacía tres años era posible, al menos teóricamente, que las jóvenes graduadas en Bedford prosiguieran sus estudios en el college y luego aprobaran los exámenes de licenciatura y profesorado en la Universidad de Londres. Una oferta que al principio no aprovechó ninguna muchacha ni mujer joven, pero algunas ya empezaban a decidirse. Grace había barajado la idea, pero al final se había conformado con pasar una bonita temporada en Bedford. Le gustaba aprender y tenía facilidad, y había disfrutado de la vida en común con alumnas, profesoras y tutoras. No obstante, era consciente de que como mujer no se llegaba demasiado lejos por ese camino, todavía no. Y, sobre todo, no en el círculo al que pertenecían los Norbury.
—Te cedo el paso gustosamente, hermanita —contestó Grace bromeando y haciendo cosquillas a Ada en el cuello con un manojo de hierbas para que riera—. Pero ¡más vale que te des prisa con tu vida de docente! ¡Acabará en cuanto Simon pida tu mano!
Ambas rieron brevemente. Ninguna de las pocas profesoras y tutoras de Bedford estaba casada, y en cuanto alguna pensaba en aceptar una petición matrimonial, renunciaba a su puesto. Ejercer una profesión y ser esposa y madre se consideraban dos cosas incompatibles y, según una ley social no escrita, lo último siempre era preferible.
En el rostro de Ada, donde cada pensamiento y cada emoción se reflejaban como las nubes en un lago apacible, se dibujó el dilema que Simon le provocaba.
—Una vida como la de mamá, Ads —susurró Grace—, justo como la de mamá es lo que deseo yo. Un esposo al que amar y que me ame. —«Jeremy»—. Un casa llena de libros. Un jardín, incluso tal vez una pequeña finca. E hijos, muchos hijos. —«Los hijos de Jeremy». Alzó un hombro, un gesto que aparentaba desconcierto y por eso casi resultaba incongruente en ella—. No puedo tenerlo todo. Y si tengo que optar, entonces opto por esto.
Las hermanas se quedaron mirando, quizá por primera vez conscientes de lo que las distinguía. Grace, que podía ser impetuosa, indómita y valiente y que nada más anhelaba en la vida que aquello para lo cual estaba destinada. Y la dócil y apocada Ada, que había regresado llena de impresiones e ideas nuevas del extranjero y ahora miraba con otros ojos su pequeño mundo.
—Ven —dijo Grace, cogiendo a su hermana de la mano—, nos sentaremos con los pies en el agua. Como hacíamos antes.
El angosto sendero que tantas veces habían recorrido en los días de su infancia apenas se distinguía ya, pero ambas conservaban en su memoria el trayecto. Con las faldas recogidas hasta la rodilla, avanzaron con dificultad por el campo hacia los bosques de alisos y sauces que protegían y cuidaban el reino del martín pescador —el rey de todos los pescadores alados— y del carricero común, el de las zancudas garzas y las libélulas. En silencio, como si se encontraran en un lugar sagrado, se deslizaron entre la consuelda mayor con sus flores púrpura y los juncos, entre los troncos apiñados, y se agacharon bajo las ramas que pendían sobre sus cabezas.
Grace, que iba delante, se detuvo de repente, medio inclinada bajo una rama baja.
—Alguien se nos ha adelantado —susurró por encima del hombro.
Ada también oía voces y risas medio sofocadas por el murmullo y el chapoteo del agua. Su rostro compuso una expresión de disgusto. En ese lugar el Cranleigh era más ancho y profundo, un rincón escondido que para Ada estaba unido a los recuerdos de los veranos de su infancia y lo reivindicaba solo para sí misma y su hermana, no quería compartirlo con nadie más. Airada, se quedó quieta, mientras Grace se internaba unos pasos más en la maleza, hasta que la llamó agitando la mano y con una sonrisa divertida, casi traviesa.
—Mira esto —susurró Grace, reprimiendo la risa y tirando de su hermana entre las ramas.
Ada se puso de puntillas y oteó entre el follaje. Entonces emitió un sonido ahogado y se tapó la boca con la mano.
En el talud de enfrente, a la sombra de los altos arbustos, Stephen estaba en cuclillas, con las mangas y perneras arremangadas y los pies descalzos, y se encogía bajo las salpicaduras de agua que le lanzaban desde el río.
—¡Ven, no seas tan remilgado! ¡Si fue idea tuya! —lo animaba Jeremy con el agua hasta la rodilla.
—¡Cobarde! ¡Cobarde! —repetía Simon mientras le lanzaba agua.
Y al igual que Jeremy, Simon estaba completamente desnudo; los pantalones, camisas, medias y zapatos de ambos formaban un desordenado montón junto a Stephen.
Ada dejó caer las manos y se quedó mirando boquiabierta, los ojos de par en par, olvidándose casi de respirar.
Simon, sin ropa, no parecía bajito y flaco. Unos hombros anchos destacaban sobre el torso, recorrido transversalmente por marcados músculos, rematado en unas caderas estrechas. Cuando se inclinaba hacia delante, los tendones y fibras musculares se tensaban bajo su piel clara, y cuando se enderezaba y se remojaba el rostro con las manos, su cuerpo finamente esculpido semejaba al del David de Miguel Ángel que Ada había estudiado detalladamente en Florencia. Y cuando su mirada reparó en el sexo, en medio de un triángulo de espeso vello oscuro, su vientre tembló y una corriente de calor le recorrió las venas.
Grace no podía apartar los ojos de Jeremy, quien, desnudo, parecía esculpido en arcilla, los músculos de su vigoroso cuerpo bien visibles. A diferencia de la piel bronceada de su rostro y su cuello, las manos y los brazos, el resto del cuerpo se veía pálido, como barro secado al sol. De ahí que todavía se acentuara más la oscuridad del vello pectoral, que se espesaba en los primeros arcos costales y luego descendía en una delgada línea hasta el oscuro valle del sexo. Grace recorrió con la mirada la curva de la espina dorsal, bajando hacia los perfectos semicírculos de sus nalgas, planas y duras como castañas a finales de otoño. Cuando se enderezó para echarse un puñado de agua sobre la cabeza y apartarse el cabello mojado hacia atrás, un rayo de sol produjo un destello cobrizo en los finos pelillos de su brazo, de modo que, por un segundo, Jeremy pareció un fauno. Grace sintió de golpe como si la envoltura de su cuerpo fuera demasiado estrecha, como si se desprendiera de sus límites y su interior se extendiera, amplia, muy ampliamente, para disolverse en el verde de la vegetación y el agua del río, el azul del cielo y la luz del sol, y en Jeremy.
Los ojos de Ada habían seguido la mirada de su hermana y paseado varias veces entre Grace y Jeremy. Sorprendida al principio, luego sonrió para sus adentros e intentó acuclillarse sobre los talones, pero el suelo húmedo cedió y Ada tuvo que dar unos pasos tambaleantes hacia atrás, pisando una rama que se partió con un crujido.
Todo movimiento se detuvo. Los tres jóvenes miraron hacia el bosque y descubrieron a las dos muchachas que, asustadas, les devolvieron la mirada petrificadas. Solo el Cranleigh Waters prosiguió imperturbable con su gorgoteante curso.
Los ojos de Simon se abrieron como platos y un brillante rubor le subió por el cuello.
—¡Oh, Dios mío! —se le escapó, rompiendo así el encantamiento.
Stephen estalló en una estridente carcajada y en la otra orilla del riachuelo sus hermanas desaparecieron zigzagueando entre los árboles y matorrales. Corrieron y saltaron por el prado como jóvenes potrillos, se desternillaron de risa, desbordantes de alegría y felicidad, tocadas por una sensualidad que las confundía y les infundía en igual medida unas ganas locas de vivir, hasta que les dolieron los costados y se quedaron sin resuello, ya olvidadas las penas de ese día.