11

Un fuerte chaparrón a primeras horas de la mañana había limpiado la atmósfera del polvo estival y mientras el sol arrastraba los últimos jirones de nubes, su luz, cálida y de un dorado de matices plateados, hacía brillar con un verde intenso el follaje todavía húmedo y la hierba mojada, así como resplandecer la fachada de Sandhurst cual si fuera la más fina porcelana de huesos.

Una briosa marcha se inició en la explanada frontal del edificio, tronó, percutió y se llenó de alegría. Ninguno permaneció impasible entre los comandantes y sus ayudantes, que llevaban la pechera del uniforme cubierta de cruces y condecoraciones; ninguno entre los oficiales y tenientes, los profesores e instructores, cuyos uniformes azules recordaban al sol cuerpos de libélula. Los caballos de Sandhurst desfilaron con el pelaje cepillado y brillante, soportando sin inmutarse las órdenes impartidas a voz en grito y las salvas, los aplausos y las aclamaciones del público. Los elegantes vestidos de tarde en blanco y rosa, azul y amarillo pastel, algunos adquiridos por madres, abuelas, hermanas y admiradoras para la ocasión, evocaban un jardín en verano, así como los volantes, encajes y fruncidos, y los pliegues de tul y las cintas de los sombreros revoloteando alegres, y las sutiles sombrillas tenían algo de la delicadeza e ingravidez de las mariposas. Más sobrios se veían, por el contrario, los sombreros hongos y los de copa de padres, abuelos y hermanos, así como las camisas blancas almidonadas bajo las levitas. Y los uniformes verdes, rojos y grises de los regimientos pasados y actuales, sobre los cuales los distintivos y recuerdos de las distintas campañas relucían al menor movimiento, añadían el esplendor militar. Pero todas las miradas estaban dirigidas a los hijos, nietos y hermanos, flamantes caballeros cuyo gran día se festejaba tan ceremoniosamente. Los jóvenes habían abandonado el azul de los cadetes. Con su nuevo uniforme de gala, rojo escarlata con galones y botones dorados y ribetes negros, desfilaban perfectamente ordenados por la plaza, constituyendo una impresionante formación de milanos rojos.

—¡Qué desfachatez! Anda, vuelve a hacerlo —gimió Cecily, que tenía un aspecto irresistible con un vestido azul nomeolvides con estampado de zarcillos color crema, mientras Becky se apretujaba en la primera fila y saludaba con un ramillete de flores campestres en una mano a los recién estrenados oficiales y con la otra enviaba besos a Stephen, que pasaba desfilando.

—Déjala en paz —protestó Grace—. ¡Es cosa de ella y Stevie, así que haz el favor de no meterte!

—Cecily. —La joven volvió la cabeza cuando Constance Norbury le puso la mano al hombro—. Por favor, no hables con tanto desprecio de Becky. No ha tenido la suerte de crecer en una casa como la tuya, con una madre y una institutriz que le enseñaran hasta los mínimos matices de la etiqueta.

Un leve rubor apareció en las mejillas de Cecily.

—Es cierto, lady Norbury. Disculpe. —Pero en cuanto volvió la vista al frente, murmuró insolente—. Pese a todo, encuentro que su conducta es francamente lamentable. —Lanzó a Grace una desafiante mirada de reojo.

Sin embargo, la atención de Grace estaba puesta en un punto lejano entre la multitud, más allá del sombrero de paja con cinta verde lima de Ada.

—Disculpadme un momento.

Cecily vio cómo se abría paso entre los familiares de los licenciados y al poco se detenía para saludar, y se puso de puntillas para averiguar a cuál de sus amigos y conocidos comunes había descubierto Grace. Pero la mujer de mediana edad en cuestión le resultó desconocida y, la verdad fuese dicha, bastante poca cosa, con los apagados tonos gris y marrón claro que llevaba de forma muy poco distinguida. Encogiéndose de hombros, Cecily dirigió de nuevo su atención al desfile y dejó vagar la mirada por los jóvenes, a cual más elegante ese día.

Grace permaneció indecisa, no muy segura de repente de si se había equivocado. El cabello rubio ceniza bajo el modesto sombrero, la tez clara, pese a estar bronceada por el sol, los rasgos faciales no tallados precisamente con dulzura, pero tampoco demasiado vulgares, no mostraban similitudes con los de Jeremy. Sin embargo, había algo que le recordaba a él, no en último lugar la forma en que esa mujer se protegía tras un muro invisible que la separaba de quienes la rodeaban y tras el cual, a juzgar por las apariencias, no se sentía bien, pero al menos sí razonablemente segura.

Grace inspiró hondo y dio los últimos pasos hacia ella.

—Perdone… ¿La señora Danvers?

Unos ojos grises se volvieron sobresaltados hacia ella y se oscurecieron al instante en una prudente actitud de reserva.

—Sí. ¿Qué desea?

Sus rasgos eran suaves, vivaces pese al velo de cansancio que los cubría; su rostro, agradable, todavía joven, aunque el tiempo y las preocupaciones habían labrado unas líneas alrededor de la boca y la nariz.

Sonriente y con gesto franco, Grace le tendió la mano.

—Qué estupendo que haya venido. Soy Grace. Grace Norbury. —En el rostro de la señora Danvers no apareció ni un asomo de reconocimiento—. ¿La hermana de Stephen? —añadió Grace, e involuntariamente subió el tono al final de la frase, como si formulara una pregunta—. Él y Jeremy estaban en la misma compañía y se sentaban juntos en clase, y Jeremy ha pasado varios fines de semana con nosotros en casa… —Cuando el ceño de la madre de Jeremy se frunció en un gesto de interrogación, Grace entendió que, por lo visto, Jeremy no le había hablado de ella, y la atravesó una punzada de dolor.

—En efecto. —La señora Danvers estrechó vacilante la mano de Grace, adoptando una expresión tanto de curiosidad como de sorpresa. La sensación de embarazo entre ellas persistía, hasta que el rostro de la señora se iluminó por fin y sonrió, dándole un firme apretón—. Por favor, lo siento de verdad, ¡mi hijo nunca ha sido especialmente comunicativo! —En un abrir y cerrar de ojos había desaparecido su reserva y, en cambio, irradiaba una calidez que inundó a Grace de una sensación de alivio y al mismo tiempo de confianza.

Coincidió con ella sonriente.

—No, verdaderamente no lo es. La felicito en mi nombre y el de mis padres por el diploma de Jeremy. ¡Debe de estar muy orgullosa de él!

—¿Orgullosa? —musitó la señora Danvers como si quisiera saborear ese sonido y reflexionar acerca del significado de la palabra.

La calidez volvió a desaparecer tras una reserva reflexiva, mientras la dama buscaba a su hijo con la mirada hasta encontrarlo en medio de la formación, haciendo el saludo militar. La sonrisa de su rostro se encogió. Dibujaba la misma media sonrisa que solía mostrar Jeremy.

—Me alegro sinceramente por él de que haya conseguido lo que tanto ansiaba. Y cuenta con todo mi respeto por no haber desistido en el empeño —dijo en el mismo balbuceo lento y pesado que a veces también se escuchaba en Jeremy. Grace tenía la impresión de que entre los redobles de tambor, las ásperas voces masculinas y la música interpretada por la banda de instrumentos de viento flotaban en el aire estival muchas cosas nunca expresadas.

—¿Me permite que le presente a mi madre? —sugirió de forma espontánea—. Se alegrará de conocerla.

Vacilante, casi tímida, la señora Danvers miró hacia la dirección que Grace señalaba. Entre la muchedumbre de espectadores se divisaba Constance Norbury, que en ese momento sujetaba de la mano a una niña y ejecutaba con ella unos pasos de baile al compás de la música. Grace esperaba que la habilidad de su madre para que la gente desconocida o peculiar se sintiera a gusto en su presencia obrara también su efecto sobre la madre de Jeremy. No obstante, sintió una vez más la mirada de la señora Danvers posarse sobre ella, penetrante, casi escrutadora, y después percibió que algo en ella se ablandaba, se abría poco a poco.

—Naturalmente, será un placer, miss Norbury.

—¿Ya se lo ha pensado bien? —El abanico de lady Evelyn hacía zis zas mientras ella lo abría y cerraba impaciente al tiempo que, con las cejas enarcadas, paseaba su mirada por el gimnasio de Sandhurst, que esa tarde se había convertido en salón de baile—. No debería dejarse deslumbrar por riquezas y títulos, a fin de cuentas nadie sabe mejor que yo cuánto se puede uno arrepentir más tarde de ello.

Se habían desterrado a un almacén la barra fija, las paralelas, el potro y el caballo, y tampoco se veían las colchonetas, cuerdas, pelotas de piel, máscaras y floretes de la clase de esgrima. Eran muy pocos los objetos que recordaban que en esa sala, impelidos por órdenes impartidas a gritos, los jóvenes exigían lo máximo de sus cuerpos, hasta que los músculos les ardían y dolían, y el sudor les chorreaba con ejercicios casi acrobáticos. Una ligera alegría de vivir llenaba ese día la amplia estancia y resonaba al compás de la música. Lo que estaba tocando la banda militar, apretujada sobre una tarima, no era una marcha militar, sino preciados valses y cuadrillas, polcas y mazurcas. Tafetán y crepé de China, muselina y tul, plumas y guarniciones de piel brillaban en blanco y negro, relucían en turquesa, amarillo limón, verde manzana, rojo magenta, coral y azul real, emitiendo destellos rosa y marfil. Los vestidos de noche de las damas y los flamantes uniformes de los caballeros convertían el espartano gimnasio en un invernáculo de valiosos nardos, azucenas, orquídeas y rosas de té, mariposas tropicales y aves exóticas. Y pese a que las puertas de las ventanas de cuarterones estaban abiertas de par en par por encima de las cabezas de los invitados al baile, también el aire se había cargado de la húmeda pesadez de un invernadero impregnado del perfume de las damas, los efluvios de la piel acalorada y el cabello y la piel húmedos de sudor.

—Evelyn, por favor… —intervino lord Ashcombe con voz cansina. Se percibía lo mucho que le repugnaba todo ese trajín, cuán placentero le habría resultado retirarse de nuevo a la soledad de Ashcombe House, donde su actividad favorita consistía en pasear por el prado con la escopeta bajo el brazo en compañía de una jauría de sabuesos.

—¡No, Nathaniel! —objetó ella sin mirar a su marido. Su atención se hallaba absorta en una pareja de jóvenes que, justo en ese momento, pasaba delante de ella al compás de un vals, y sus mohínes delataban que a sus ojos ninguno de ellos obtenía la mínima aprobación—. ¡Luego vendrán las quejas! Y sé por experiencia que luego me toca a mí aplacar los ánimos. ¡Como si yo no tuviera otras preocupaciones! —Alta y sumamente delgada, de rasgos faciales definidos y aristocráticos, lady Evelyn parecía un caballo de carreras sensible y nervioso, sobre todo cuando algo la alteraba. Sus ojos gris piedra se dirigieron a su primogénito—. Lady Cecily tiene estilo y clase y por eso me parece incomprensible que haya podido elegirte precisamente a ti. —Zis zas.

—Gracias, madre —contestó escuetamente Royston—, por estas esclarecedoras razones. De todos modos, me habría bastado con la bendición que os he pedido a ti y a padre.

—¿Para qué? —Zis zas—. Dentro de tres meses serás mayor de edad y podrás hacer y deshacer a tu antojo. Como si no lo hubieras hecho siempre… Por el amor de Dios, ¿has mirado alguna vez con atención el suelo? —El abanico cerrado se dirigió hacia las tablas que, aunque recién pulidas, presentaban rascaduras a causa del uso, luego señaló el techo, donde las anillas y el trapecio estaban escondidos más mal que bien, detrás de los decorados de la fiesta—. ¡A mí me acosan serias dudas acerca del estado de nuestro imperio si para una ocasión como esta una institución como Sandhurst no puede permitirse nada mejor que este tipo de lugares roñosos! ¡Por no hablar de esas deplorables guirnaldas de papel!

Con un suspiro mudo, padre e hijo se miraron.

Con cierta torpeza, el conde apoyó la mano en el hombro de Royston y le dio un apretón.

—En cualquier caso, tenéis mi aprobación y mi bendición.

—Bien, si no está prometida, miss Norbury, entonces está usted libre, y yo puedo seguir albergando esperanzas —concluyó el honorable Roderick Ashcombe con su particular lógica, mientras sus ojos gris claro, todavía algo infantiles, se quedaban abnegadamente fijos en el rostro de Grace.

Esta rio.

—No estoy prometida, pero de hecho sí estoy comprometida, señor Ashcombe.

—¡Imposible, miss Norbury! —Puso cara de indignado mientras se esforzaba penosamente por no perder el compás de la música—. Qué clase de caballero puede ser ese que no pide de inmediato la mano de una dama como usted…

—No desesperes, Grace, aquí está tu salvador —se inmiscuyó Royston, cogiendo a la joven por el codo.

—¡Eeeeh! —protestó Roderick—. Tú ya tienes a tu dama… ¡No necesitas una segunda!

—Espera a crecer un poco, hermanito —gruñó Royston con severo paternalismo—. Puede que entonces no elijas precisamente a una dama que te queda demasiado grande. —Le dio a Roderick un puñetazo juguetón en el hombro y se llevó a Grace.

Con expresión sombría en el rostro mortecino, Roderick siguió con la mirada a su hermano y a Grace, suspiró y abrió bien los ojos en busca de un objetivo más ajustado a sus todavía torpes artes de seducción.

—Quiero pedirte un favor —susurró Royston en un rincón de la sala—. Sé buena y avisa a los demás para reunirse fuera, delante de la puerta. Sis y yo tenemos algo que comunicaros; Len ya lo sabe.

Grace apretó la mano del joven. El corazón le latía deprisa y le brillaban los ojos.

—¿Es que os habéis…? —empezó, pero Royston se llevó el índice a los labios y le lanzó una mirada de complicidad antes de abrirse camino entre la muchedumbre, dirigirse al comandante y, tras entrechocar respetuosamente los talones y hacer un breve saludo marcial, ponerse a hablar con él.

Grace se deslizó como pez en el agua por el improvisado salón de baile en busca del resto de los amigos.

—¿Y tú? ¿Qué opinas? —Con los brazos en jarras, Becky estaba plantada delante de Stephen. Cuando él la miró inquisitivo, volvió la cabeza a un lado y otro—. ¿No te has dado cuenta de mi nuevo peinado?

Observó inseguro el cabello recogido hacia arriba y adornado con prendedores que, para él, presentaba el mismo aspecto que siempre en tales ocasiones. El mismo que el de todas las damas esa noche. Sin embargo, Stephen había aprendido de sus dos hermanas que para un tipo de pregunta así solo cabía una respuesta.

—Sí… Es bonito —respondió por tanto, dócilmente.

Becky resplandeció de alegría, pero de inmediato su cara expresó una duda.

—¿Te gusta más así… o como lo llevo normalmente?

El rostro de Stephen reflejó desamparo. Un desamparo que le asaltaba cada vez con más frecuencia en presencia de Becky. Probablemente él era el último en haberse percatado de que, entre su último curso en Cheltenham y su ingreso en la academia, la muchacha había dejado de ver en él únicamente al hermano de su mejor amiga. Al principio le había parecido inverosímil el amor con que Becky lo colmaba, y luego se había sentido tan perplejo como desorientado. Hasta que el miedo diario y descarnado de fracasar en Sandhurst y no satisfacer las expectativas de su padre le llegó hasta la médula y apartó todo lo demás. Era ahora, cuando el delirio encontraba sosiego, pues había incluso superado tales expectativas, ahora que la idea de servir en un regimiento le asustaba menos con cada día que pasaba desde que sabía que Jeremy, Leonard, Simon y Royston estarían a su lado, era ahora que Becky reaparecía en su campo visual.

Tal como estaba, delante de él, con ese vestido verde jade que se ceñía a sus redondas caderas y dejaba a la vista su exuberante escote, no carecía, con esa actitud terrena y saludable, de encantos. Le gustaba Becky porque era buena persona, divertida, vivaracha y nunca se ofendía. Pero ¿era eso suficiente para llamarlo amor? Las peleas chispeantes entre Royston y Cecily, el vínculo natural de Leonard y Grace, el vínculo que crepitaba inmóvil y contenido entre Grace y Jeremy, la fuerza casi magnética que cada vez atraía con más intensidad a Simon y Ada. Nada de ello se asemejaba a lo que él sentía por Becky. Incapaz de calificar sus sentimientos hacia ella, tampoco podía decidirse a rechazarla o ceder a sus ruegos.

—Los dos te quedan muy bien. ¡De verdad!

Suspiró aliviado para sus adentros al ver que Grace se acercaba a ellos, y cogiéndolo a él por el brazo y a Becky por la cintura, los arrastraba consigo.

—En un par de minutos nos encontramos todos fuera —les susurró—. ¡Hay novedades importantes!

Becky abrió los ojos de par en par.

—Vaya. ¿Qué ocurre?

Ada habría preferido que la tierra se la tragara cuando Simon la condujo a través de la sala para presentarle a sus padres. Sabía, sin embargo, que el baile de clausura ofrecía la mejor oportunidad para tal encuentro; es decir, no era un acontecimiento informal, pero tampoco uno que se realzara con excesiva ceremonia.

—Madre… padre. —Simon se acercó a sus padres acompañado de Ada, la barbilla firmemente levantada, el iris de sus ojos casi transparente de alegría anticipada—. ¿Puedo presentaros a miss Ada Norbury? Ada, mi madre, lady Alford. —Con un rostro demasiado irregular para llamarlo bonito, la segunda señora Alford, con su tez clara como la porcelana y su cabello cobrizo, era, pese a todo, una mujer fuera de lo corriente, todavía de apariencia juvenil. Simon debía agradecerle a ella sus ojos soñadores y la boca llena y ancha—. Y mi padre, lord Alford. —A finales de la cincuentena y a ojos vista bastante mayor que su esposa, pero casi media cabeza más bajo, el barón tenía algo de arraigado e inquebrantable, casi como los viejos robles que rodeaban Shamley Green. Al comparar a padre e hijo, asomaba la sospecha de que los rasgos del joven, demasiado marcados, en el futuro evolucionarían hacia el aspecto distinguido de lord Alford.

Ada se debatía entre el impulso de huir y el deseo de conocer a ambos y causarles una buena impresión. El brazo de Simon, sobre el que descansaban sus dedos enguantados, le dio el soporte necesario en el momento en que fue a hacer una reverencia.

—Buenas noches, señora Alford, señor Alford.

El afecto con que lady Alford le habló, la miró y le estrechó la mano le recordaron las tenues olas del Mediterráneo: con la misma suavidad y constancia con que estas se deslizaban por la playa y se llevaban la arena, percibió Ada que se desprendía de su timidez en presencia de la madre de Simon.

—Tuvimos el placer de conocer a sus padres y hermanos este otoño… Maxwell, te acuerdas de los Norbury, ¿verdad?

—Por supuesto —contestó el barón. Su voz era profunda y cordial, y cada una de sus palabras derramaba un agradable encanto—. Sir William y lady Norbury son unas personas envidiables por haber sido agraciados con dos hijas tan encantadoras.

Ada se puso roja como la grana, pero no tuvo tiempo de perseverar en su turbación.

—Estuvo usted bastante tiempo en el extranjero, ¿no es así? —se interesó lady Alford.

—Sí, en el continente. Algo más de un año. —La mano derecha de Ada, que se había contraído bajo el guante de seda, se relajó un poco.

—Simon también estuvo en Italia el verano pasado, como seguramente le habrá contado. Y nosotros. —Lady Alford lanzó a su esposo una mirada algo melancólica—. Pero de eso hace ya mucho tiempo, casi tres años. Desde entonces ha habido siempre en nuestra familia algo que celebrar, un compromiso matrimonial, una boda o un bautizo, así que carecemos de tiempo. Esperamos poder recuperarlo pronto. —Acarició con el dorso de la mano la manga del esmoquin de su esposo en un gesto de ternura que conmovió a Ada—. ¿Le ha gustado el sur de Europa? —Bajo la mirada franca y atenta de la madre de Simon, carente de impertinencia o superficialidad, Ada iba perdiendo su apocamiento.

—¡Mucho! Aunque lo encontré todo maravilloso, lo que recuerdo con más cariño es el tiempo que pasé en París.

La sonrisa de lady Alford se ensanchó.

—Tal como lo dice, parece casi añoranza… ¿Sabe?, cuando oigo o leo que París es la ciudad del amor, lo primero que acude a mi mente no son los recién enamorados o las parejas en su luna de miel. Pienso en el amor que se siente irremisiblemente por la ciudad y que permite que el corazón palpite ligero, libre y alegre.

La timidez que le quedaba a Ada se derritió como un resto de nieve al sol de marzo.

—¡Exactamente así lo sentí yo! —exclamó dichosa—. ¡Ya solo esa luz te cautiva! Ablanda todas las formas y da a los colores un matiz más suave. ¡No es extraño que la ciudad siempre haya sido objeto de inspiración para los artistas! París invita al alma a soñar, ¡casi diría que le da alas! —No se percató de lo segura que parecía cuando subrayaba sus palabras con enérgicos gestos: la pasión que desprendían sus ojos y el modo en que la mirada de lady Alford se dulcificaba.

De París llegaron a Roma, que a ambas les parecía una ciudad pletórica de energía vital y músculo fuerte sobre la pálida osamenta de la antigüedad, y se desplazaron de la pintura a la música, pasando por la arquitectura.

La mirada de Ada cayó sobre Grace, a quien una hilera de parejas de bailarines le impedía el paso hasta su hermana y los Digby-Jones. Mediante gestos y movimientos de los labios indicó a Ada que saliera con Simon. Ada respondió con un asentimiento, vacilante, casi enojada por abandonar la compañía de lady Alford aunque fuera por breve tiempo.

—Si estuviera en Londres durante la temporada de invierno —sugirió lady Alford—, ¿le gustaría acompañarnos a la ópera? ¡Nos resultaría muy grato acogerla en nuestro palco!

Ada miró a Simon. Alcanzado por el reflejo de satisfacción que irradiaba lord Alford por el hecho de que su revoltoso benjamín pareciera dispuesto a sentar la cabeza, se diría que Simon era un palmo más alto, y con la sonrisa que esbozaba en ese momento semejaba crecer todavía un poco más. Por un instante, Ada pensó que tenía que pedir permiso a sus padres para ello, pero esa idea se alejó llevada por una enorme sensación de felicidad.

—Gracias, lady Alford, ¡me encantará!

Cuando Grace salió al exterior, la recibió la suave noche de julio con un ingrávido frescor que casi le produjo frío en los hombros y brazos calientes. Bajo las suelas de los zapatos crujía el suelo, de nuevo reseco, y susurraba suavemente la hierba cortada. Un único grillo osó cantar su titubeante canción, que vibró en la oscuridad, para enseguida volver a callar, como si escuchara al mismo tiempo las voces de las sombras recortadas contra el resplandor del gimnasio: padres que en la íntima media luz expresaban a sus hijos su aprobación o les daban consejos para el futuro; hijas que ponderaban los méritos de determinado joven a sus madres, o muchachas que reflexionaban en silencio en torno al entusiasmo exteriorizado por su madre acerca de cierto oficial como futuro esposo. Amigos que al dejar la academia se enfrentaban a una despedida por tiempo indeterminado y se juraban una vez más permanecer eternamente unidos. Parejas de enamorados que se cuchicheaban palabras de amor, se prometían mutuamente el cielo y juraban esperarse, y que, en cuanto creían que nadie los miraba, se besaban arrebatados. Para salvaguardar la decencia siendo tolerantes con la juventud, el enamoramiento y el espíritu festivo, unos oficiales patrullaban a intervalos regulares por el terreno. En ese momento, dos de ellos descubrieron a pocos pasos de distancia un puñado de jóvenes oficiales que se habían instalado en el campo de críquet con unos vasos en la mano.

«Bulla toda la noche… —elevaban alegremente unas voces roncas y desafinadas— y es queeee…, ¡Cham-pan-pan-Charlie, así me llaman a mí! ¡Cham-pan-pan-Charlie, así me llaman! Armo bulla toda la noche…».

Uno de los oficiales recién horneados había descubierto a Grace y se acercó a ella de rodillas por el césped mientras con los brazos dramáticamente abiertos gritaba:

—¡Bulla toda la noche! ¡Cham-pan-pan-Charlie, sí, así me llamaaan!

Grace rio cuando pasó a su lado. Con un breve saludo marcial, los dos oficiales de vigilancia la saludaron.

—Buenas noches, miss Norbury, ¿todo en orden?

—Buenas noches, teniente Mellow, teniente Smith. Sí, gracias, todo en orden.

Grace parecía caminar sin meta, como si errara ociosa. Sin embargo, no era ese el caso. Como la aguja de una brújula que señala imperturbable el norte, ella dirigía sus pasos hacia el campo de polo. Hacia una silueta solitaria, apenas reconocible que, más que ver, ella percibía.

—Hola —dijo Grace en voz baja cuando llegó a su lado.

Jeremy volvió la cabeza, tan tranquilamente, tan poco sorprendido como si solo la hubiera estado esperando a ella.

—Hola, Grace.

Permanecieron unos minutos callados, uno junto al otro, entre el canto del grillo y los cuchicheos de los paseantes nocturnos. La movida música del gimnasio rompía contra ellos y los jóvenes oficiales achispados seguían cantando las alegrías del champán y la conducta disoluta.

Hasta que Grace no soportó más el silencio.

—No te gustan demasiado estas veladas, ¿verdad?

Jeremy bebió un sorbo.

—No, la verdad es que no.

—Tu madre tampoco se siente aquí especialmente bien… Al menos esa impresión me ha causado.

Grace parecía preocupada, casi como si lo considerase una penuria propia, y así lo entendió Jeremy.

—A nosotros estas fiestas nos resultan ajenas. De todos modos, solo ha venido por mí.

—¿Ya se ha marchado? —preguntó Grace asombrada.

El joven asintió.

—Acabo de llevarla a la pensión del pueblo. Por la mañana temprano coge el primer tren. —La copa que sostenía destelló mientras la agitaba—. Gracias por presentarle a lady Norbury. Y por haberos ocupado las dos de ella.

Grace sonrió dulcemente.

—Era lo natural.

—No, Grace, no lo era, y tú también lo sabes. —Adelantó la barbilla—. Lo encuentro un gesto bonito por tu parte.

Grace bajó la cabeza, no quería que él se diera cuenta de lo mucho que la alegraba su observación. Mordiéndose el labio inferior, trazó líneas en la hierba con la punta del zapato, hasta que volvió a levantar la cabeza tras respirar hondo.

—No parece demasiado contenta con la profesión que has elegido.

La copa del joven se detuvo a medio camino de la boca.

—¿Te lo ha contado ella?

—Ha empleado otras palabras, pero se notaba que lo siente así.

Jeremy concentró toda su atención en la copa inmóvil y emitió un sonido, entre resoplido y risa.

—¿Cómo consigues —murmuró— que la gente enseguida se sincere contigo?

—Herencia de mi madre, supongo —respondió sin pensar—. Tampoco es del todo cierto: casi todos lo hacen. A excepción de…

—De mí. Lo sé. —Jeremy parecía divertido, pero se puso serio al añadir—: No, no está contenta con la decisión. Habría deseado que eligiera otro camino en la vida. —Hizo una breve pausa—. Sin embargo, ahorró todo lo que pudo para que yo estudiara en Sandhurst. Es algo que le agradezco mucho.

Pese a que no tenía aspecto de estar achispado, había algo en él que a Grace siempre le parecía duro y que esa noche, sin embargo, parecía haberse ablandado, incluso diluido. Y emanaba de ahí una atracción tan inmensa que Grace se acercó a él sin querer. Ansiaba deslizar el brazo bajo el del joven, apoyar la cabeza en su hombro, pero no se atrevía. No en ese lugar tan engañoso que les hacía creer que estaban solos cuando en realidad en cualquier momento podía pasar alguien por allí.

—¿Por qué censura tu madre la carrera militar? —preguntó en su lugar—. A fin de cuentas, también tu padre sirvió en el ejército.

—Hazme caso, Grace, la vida con mi padre fue mucho menos esplendorosa que aquí. —Y señaló el gimnasio iluminado a sus espaldas. Cambió el peso de pierna, inspiró hondo y miró la oscuridad reinante entre ellos y entre los árboles, cuyos follajes la luz de las estrellas cubría de un brillo plateado—. Mi madre —dijo al final pausadamente— ha tenido que experimentar lo que la guerra llega a hacer con un ser humano. Mi padre… —Parecía costarle esfuerzo respirar—. El hombre con el que se casó antes de la guerra se quedó en Crimea. El que volvió fue otro. Para mí probablemente resultó más fácil, nunca lo conocí de otro modo. —Se pasó un dedo por encima de los labios—. Que a su único hijo pueda sucederle lo mismo que al padre no es una idea agradable.

—Y aun así te has decidido por esto —señaló ella con cautela.

Jeremy soltó una risa contenida, breve y áspera.

—Sí, a pesar de todo me he decidido por esto. ¿Qué otra cosa habría podido hacer después de la escuela? ¿Preguntar a mi tío si necesitaba un par de manos más en la granja? ¿O ayudar a mi otro tío en la tienda de comestibles? Para eso no habría necesitado quemarme las cejas todos esos años en Christ’s Hospital. Y para la universidad no habría servido, no soy un estudioso nato como Stephen. —Su voz, poco antes todavía enérgica y penetrada de cáustica amargura, se hizo más dulce y vehemente, y Grace percibió sus ojos apasionados—. No soy tonto, Grace, pero tampoco tengo talento especial para nada. A pesar de ello, aspiro a mejorar. Y creo, no, estoy seguro, de que en el ejército será posible. Y sé que lo conseguiré.

«Sí que lo conseguirás. Yo creo en ti». Cualquier contestación que se le ocurría le pareció demasiado banal, huera, quizá resultaría fútil o se escucharía con condescendencia. En vez de hablar, colocó la mano sobre el pecho de Jeremy y esperó que él entendiese. Bajo sus dedos el tórax de él ascendía y descendía al compás de su respiración y ella casi creyó notar los latidos de su corazón. Se estremeció cuando él la cogió por la nuca y con dos dedos le acarició el nacimiento del cabello. Grace descansó la frente sobre la clavícula de él y se le escapó un suspiro de felicidad.

—A esto lo llamo yo ser listo. —Una voz se abrió paso entre ellos como el ácido.

Jeremy y Grace levantaron la vista. En la penumbra se dibujó el contorno de una parejita y Freddie Highmore, a toda vista ebrio, prosiguió:

—Se lleva el diploma sin haber tenido que quemarse los pelos del culo…

—Por favor, Freddie… ¡que hay damas! —dijo entre risitas la chica que llevaba colgada al brazo.

—¡Y ahora se lanza sobre la hija del coronel para seguir haciendo carrera más deprisa!

Los dedos de Grace se separaron de Jeremy, aunque de mala gana, pero pensó que era lo más apropiado. Jeremy, no obstante, cerró su mano alrededor de la de ella y la retuvo contra su pecho.

—Cada uno tiene lo que se merece, Highmore.

Highmore dirigió hacia él la mano que aguantaba la copa y lo señaló con el dedo índice.

—¡A su debido tiempo, a ti también te llegará lo que te mereces! ¡Ya me encargaré yo de ello, no te preocupes!

—Fred-dieee —maulló la chica, tirándole del brazo—. ¿No podemos volver a entrar? ¡Quiero bailar!

El muchacho se dejó arrastrar por ella a su pesar. Siguió señalando de forma amenazadora a Jeremy con el dedo, hasta que sus vacilantes piernas tropezaron y se volvió hacia el frente.

Grace y Jeremy permanecieron inmóviles y en silencio, la mano de ella todavía en la de él, ambos indiferentes a la amenaza de Highmore. Como si lo que los unía pudiera blindarlos y protegerlos de todo mal. Ambos esperaron a que el desasosiego suscitado por Highmore se apagase, cual motas de polvo que lentamente caen al suelo tras haber sido arremolinadas por una ráfaga de viento.

—Espero que no creas ahora que por eso… —murmuró Jeremy con voz ronca.

—No —contestó ella en voz baja, sin mirarlo—. Desde luego que no.

Sintió bajo su mano que algo en él se tensaba y una sacudida recorría su cuerpo.

—Los dos provenimos de mundos distintos, Grace. —Fueron palabras que recordaban a una valla de madera, igual de secas e impenetrables.

El corazón de la joven se aceleró; pese a ello se tomó su tiempo para escoger con cuidado su respuesta.

—Lo importante no es de dónde uno procede, sino adónde va.

Jeremy intentó responder lo que le vino a los labios, pero al final replicó:

—¿Lo crees realmente así?

Una sonrisa, entre burlona y tierna, asomaba a su boca cuando ella alzó el rostro hacia él.

—¿Tan poco me conoces que tienes que preguntármelo?

Él no respondió. Lo que sostuvieron fue un diálogo mudo con sus respiraciones que se volvieron más profundas y largas. Al igual que los dedos de Grace se hundieron en la pechera del uniforme y luego se deslizaron suavemente y que los pulgares de Jeremy acariciaron los dorsos de las manos de ella. Así como la mejilla de Grace se amoldó al calor que emitía el rostro de él, que tan cerca se encontraba, y él aspiró la fragancia de su cabello.

«Ahora no. Ahora no».

Jeremy inspiró hondo e irguió la cabeza.

—Querías convencerme de algo así como de que bailara contigo, ¿no?

Las siluetas de sus amigos se destacaban oscuras en la luz suave y cremosa que despedían las ventanas y puertas y envolvía como en una aureola el edificio de dos aguas bajo sus torrecillas. Aguardaban apretujados, hablando en voz baja como en la reunión de una alianza secreta en la cual Jeremy y Grace se inmiscuían como conspirando. Discretamente pero sin pasar desapercibidos, como demostró el gesto hacia ellos de Royston.

—Ahora estamos todos… —De la mano de Cecily, que sonriente alzaba la vista hacia él, Royston tomó la palabra y carraspeó antes de empezar con una voz profunda y grave—. Para mí sois más que amigos. —Paseó la mirada sobre cada uno de ellos—. Sois las personas que más próximas a mí estáis en este mundo. No puedo ni quiero imaginarme una vida sin vosotros, y os prometo, aquí y ahora, que siempre os seré leal, como vosotros lo habéis sido conmigo en el pasado. —Se le quebró la voz y enmudeció unos segundos. Cuando Cecily frotó la mejilla contra su brazo, Royston siguió con mayor firmeza—. Para nosotros, los chicos, este verano empieza un nuevo capítulo de nuestra vida. A partir de hoy somos oficiales de su majestad la reina, y a partir de septiembre estaremos listos para defender la paz y el honor del imperio. Vosotros, mis amigos —volvió a pasear la mirada por el grupo—, tenéis que ser los primeros en enteraros de que ayer solicité una entrevista con lord Grantham. —Cuando oyó los murmullos alrededor, una sonrisa feliz y vivaz apareció en su rostro y miró con ternura a Cecily—. Esta tarde, después del desfile, me he llevado a esta criatura encantadora a un rinconcito retirado y le he pedido que sea mi esposa. Y curiosamente ha dicho que sí.

Estallaron gritos alborozados.

—¡Muchas, muchísimas felicidades a los dos!

—¡Felicidades!

—¡Bueno, por fin, ya era hora!

—¡Felicidades, viejo amigo!

—¡Oh, Sis, me alegro tanto por vosotros!

Ada y Grace corrieron a abrazar a Cecily, mientras Becky prefirió estrecharle la mano, y las tres chicas abrazaron a Royston, al igual que los jóvenes estrecharon fraternalmente a Cecily y palmearon al novio en la espalda.

—Pensábamos en agosto —dijo una Cecily radiante de alegría.

—Espero lograr convencer a mis padres de que nos dejen para ello Estreham House —completó Royston.

—¡Ay, sí! —exclamó Cecily—. ¡Adoro esa casa! —Antes de añadir algo más, aguzó el oído. En el gimnasio, detrás de ellos, la música había cesado y el recinto parecía colmado de murmullos expectantes—. ¡Vamos, tenemos que entrar! —Cogió a Royston de la mano y lo arrastró tras ella. Él no pudo más que hacer una señal al resto para que los siguieran.

Los amigos solo encontraron lugar donde apretujarse en un rinconcito junto a la puerta, mientras Cecily y Royston se abrían camino sonrientes entre la bulliciosa muchedumbre en dirección a la tarima, donde en ese momento estaba subiendo el general Frederick Dobson Middleton. Este oficial, portador de prestigiosas condecoraciones por sus servicios en las guerras contra los indígenas de Nueva Zelanda y por haber sofocado el levantamiento de la India, había estudiado en la academia que ahora dirigía como comandante.

Rechoncho y de barba blanca, con una mano sujetando una copa y la otra colocada a la espalda, deslizó sus finos ojos por los invitados, la plantilla de la academia y los jóvenes oficiales. En cuanto hubo confirmado que todos le prestaban atención, habló.

—¡Damas y caballeros! Nos hemos reunido hoy aquí para celebrar a unos hombres que han demostrado constituir un selecto grupo entre los mejores. Ingresar en Sandhurst es un honor, pero aún mayor es el honor de pasar por esta institución con éxito. Hoy despedimos a estos hombres, que marchan hacia su futuro, el cual sin duda les deparará honores más relevantes. Pues es un honor dedicar la vida al servicio de su majestad la reina Victoria y al mantenimiento y gloria de nuestro imperio. —Hizo una pausa breve y significativa—. Y además esta noche, damas y caballeros, tengo el grato honor de anunciar un asunto de muy distinta índole… —Miró de reojo a Cecily y Royston, que estaban delante de la tarima y observaban de forma alterna al comandante y luego se miraban devotamente el uno al otro—. A saber, el enlace matrimonial de por vida de un oficial de su majestad. Damas y caballeros, les ruego que alcen su copa a la salud de lady Cecily Hainsworth, que está dispuesta a hacer el sacrificio. ¡Por la promesa de matrimonio de lady Cecily y lord Amory!

Estallaron vítores y aplausos y los deseos de felicidad llovieron sobre Cecily y Royston, sobre los Hainsworth, a todas luces jubilosos, y los más reservados Ashcombe.

A un lado de tan feliz alboroto, Ada se mordía el labio para no prorrumpir en lágrimas de emoción. Se sobresaltó cuando una mano buscó la suya. Incrédula, miró con ojos llorosos a Simon, cuyo semblante mostraba una sonrisa tímida y, mientras las primeras lágrimas de alegría resbalaban por las mejillas de Ada, sus dedos se entrelazaron con los de Simon y ambos rostros resplandecieron. Ansiosa y expectante, Becky se comía con los ojos a Stephen, quien miraba indiferente al frente. Hasta que el joven de repente se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

—¿Me concedes el siguiente baile?

—¡Damas y caballeros —retumbó una voz en la sala—, por favor, distribúyanse para el cotillón!

Los invitados al baile se separaron y dividieron como el mar Rojo. Abuelos, padres, madres, abuelas, los oficiales de la academia y sus esposas se retiraron al borde de la sala, mientras que los oficiales recién salidos del horno cogían de la mano a sus damas o hermanas.

En medio de la sala, los jóvenes con sus uniformes rojos tomaron posición formando un cuadrado, mirando a los ojos de sus damas, que se alineaban alrededor de ellos en un cuadrado mayor. A la señal del director, la banda atacó una melodía lenta y sugerente dedicada a Royston y Cecily, los únicos que tenían derecho a bailar en el centro de los dos cuadrados. Y lo aprovecharon ampliamente: Royston estrechó a Cecily más fuerte de lo que se consideraba decente y se atrevió incluso a darle algún que otro beso en la sien, mientras ella apoyaba de vez en cuando la frente o la mejilla en su hombro. Y nadie lo vio con malos ojos.

Una dicha exuberante y que abarcaba al mundo entero invadía a Grace, pura e inalterable, válida para esa noche, ese verano, toda la vida. Su corazón rebosaba cuando su mirada pasaba de Royston y Cecily a Becky, que estaba frente a Stephen en el cuadrado y flotaba en el séptimo cielo. A Simon, que no bailaba pero se había quedado junto a Ada, abismados el uno en el otro con una callada felicidad en los ojos. Luego a Leonard, que había sacado a bailar a la compañera de baile de Simon, que este había abandonado y le guiñaba el ojo, lo que complacía a la elegante muchacha morena.

Grace volvió la vista a Jeremy, quien mantuvo los ojos fijos en ella. En sus pupilas brillaba un ligero y consciente sentimiento de plenitud. A esas alturas, conocía a Jeremy vestido de paisano informalmente, con frac, para jugar al rugby y con uniforme de cadete. Pero nada le sentaba tan bien como el uniforme de gala, de gran parecido con el de oficial, que acentuaba sus tonos oscuros y vigorosos y hacía más nítidos sus rasgos marcados.

La banda cambió a un compás más rápido, una melodía vivaz, y Grace y Jeremy se acercaron el uno al otro con las demás parejas. Como el resto de los caballeros, Jeremy se inclinó y, como todas las damas, Grace respondió con una reverencia.

—A partir de mañana —dijo él cuando la atrajo para la primera figura del cotillón.

Grace sonrió.

—Sí, a partir de mañana.