9

Las llamas de las antorchas y el brillo de los farolillos en los robles transformaban el jardín nocturno de Shamley Green en un lugar encantado, fuera del tiempo. Con cada paso que daba, las voces y risas de los invitados se iban fundiendo en un suave zumbido, como un soplo de viento que se deslizara entre las hojas, mientras las melodías de la orquesta cíngara parecían cada vez más nostálgicas a medida que Ada se alejaba. También en su interior vibraba algo llevado por los sonidos delicados del violín. Era un revoloteo en el pecho, un suave tirón en el estómago, algo entre el deseo y la melancolía. Un sentimiento que provocaba inquietud y al mismo tiempo paz interior; una sensación que se acrecentó cuando Simon se aproximó a ella. Los dedos de Ada se deslizaron por las ramas de rosal, altas y en plena floración, como si de los sedosos pétalos pudiesen arrancarse notas iguales a las del piano que había en la habitación de música de la casa.

—¿De verdad estuviste tú también en un college? ¿Como Grace?

Los dedos de la muchacha perseveraron en una rosa exuberante. Tal vez bastaría con un sencillo «no» para evitar ese escollo, y sin embargo esa pequeña e inofensiva mentira no acudía a sus labios. Pero ¿cómo iba a ser fiel a la verdad si tan interesada estaba en causarle una buena impresión a Simon? De repente ella desvió el rostro.

—¿He… he dicho algo incorrecto?

Sin mirarlo, Ada sacudió la cabeza. Su mano se cerró con delicadeza alrededor de la flor, disfrutó del roce sutil de los suaves pétalos en forma de lengua que notaba fríos porque ella ardía de turbación.

—Ada… ¡por favor, di algo!

La consternada voz rompió la cinta de hierro que durante tantos meses había ceñido el pecho de Ada. Inspiró hondo.

—Estuve en Bedford, igual que Grace. Pero solo dos meses. —«Luego me perdí lastimeramente en las huellas demasiado grandes que ella me había dejado allí»—. Yo… yo me había inscrito para estudiar francés, inglés e historia, como ella. Pero cuando llegué allí… simplemente no pude. Daba igual lo mucho que me esforzase, lo aplicada que estudiase, en cuanto me preguntaban era incapaz de emitir palabra alguna y los trabajos escritos me producían un miedo tan atroz que no podía redactar una frase con sentido. —Se le quebró la voz, casi ahogándose en el recuerdo de tal humillación—. Poco después de comenzar el segundo trimestre me enviaron de vuelta a casa.

Simon calló un momento.

—¿De ahí el viaje? —preguntó con cautela.

Ella asintió.

—Una sugerencia de mi tutora en Bedford. Para ganar distancia. Para adquirir más valor, sola con miss Sidgwick en el extranjero. Yo también pensaba que me había ayudado, pero… —El profundo suspiro amenazaba con convertirse en un sollozo—. Desde que he regresado a casa, ya no estoy tan segura.

—¿Tan malo es entonces —inquirió él suavemente— haber fallado una vez? ¿No ser valiente?

—¡Tú no lo entiendes! —protestó ella con más vehemencia de la que pretendía—. ¡Tú no tienes una hermana como Grace que ha vuelto del college con notas brillantes porque todo le sale bien y todos la admiran! ¡No tienes un hermano como Stephen, que fue uno de los mejores de Cheltenham! ¡Yo no soy más que la pequeña, dulce y torpe tontita de la familia! —Se detuvo jadeante; el rostro le ardía de vergüenza por haber confiado todo eso a Simon y de espanto por haberlo tratado de ese modo.

Él se limitó a contemplarla. El deseo de estrecharla en sus brazos y besarla era tan fuerte que le dolía. Con un último destello de fuerza de voluntad, escondió las manos a la espalda, las entrelazó y se dio por satisfecho con una sonrisa torcida.

—Es cierto. Yo soy el bravucón impertinente, el tunante de quien nadie espera nada. Incluida mi familia. —Bajó la cabeza y pasó el pie por el césped como si quisiera aplanarlo—. Charles, mi hermano mayor, lo heredará todo y mis otros dos hermanos han estudiado derecho. Rupert es juez y a Hugo incluso lo han nombrado procurador del rey. —Se encogió de hombros—. Yo solo he dado para estudiar en Sandhurt y puedo darme por satisfecho si he conseguido pasar los exámenes aceptablemente.

Las manos de Ada se cerraron en un puño para contener el impulso de acariciar el cabello de Simon y estrecharse contra él para consolarlo.

—Me gustaría volver al college —susurró ella; en medio de la noche se le hacía más fácil volcar en palabras la imagen de su vida tal como se la había formado al sol meridional y madurado bajo la protección de miss Sidgwick. Esa imagen que había llevado consigo a casa en la cartera de piel que estaba en su maleta con todos los dibujos de ruinas y pueblos mediterráneos, con los esbozos de museos y castillos—. Me gustaría intentarlo otra vez… ver si lo consigo. Estudiaría arte y música. Me… —Esbozó una sonrisa—. Me gustaría dar clases. De dibujo y pintura, quizá también de música y canto. Incluso… —Sonrojada, se encogió de hombros y sintió un asomo de culpabilidad por estar contándole precisamente a Simon algo que, salvo a miss Sidgwick, no había revelado a nadie, ni siquiera a Grace—. Incluso si ahora no puedo imaginarme cómo pararme delante de los alumnos.

—¿Qué te lo impide?

La sonrisa de Ada se entristeció levemente.

—No será nada fácil convencer a mi padre de que me dé otra oportunidad. —Su mirada se paseó por la casa, donde las ventanas del piso inferior estaban hogareñamente encendidas. Como si los muros poseyeran un recuerdo, creyó oír allí un débil eco: de las órdenes de su padre y la réplica furiosa, rebelde, a veces entre lágrimas, de Stephen; del segundo año, después de que el coronel hubiera regresado de la India, convertido casi en un extraño para sus hijos, cuando enviaron a un Stephen de diez años de edad a la sección moderna y orientada a las ciencias militares de la escuela, en lugar de a la clásica que preparaba a los alumnos para una carrera universitaria; de la primavera anterior, cuando Ada se disponía a escapar de la humillación sufrida en Bedford Collage y marcharse al extranjero, y cuando Stephen, con su título y con la recomendación de su profesor en la mano, suplicó que al menos le dejaran cursar la carrera de ingeniero en vez de hacer la tan odiada formación de oficial, hasta que sus fuerzas para rebelarse se agotaron y se resignó.

A la media luz del resplandor de los farolillos, Simon contempló el rostro de Ada. Lo acuciaba el deseo de cogerla simplemente por la cintura, subirla a la grupa de su caballo y marcharse de ahí con ella. A cualquier sitio. A un lugar donde el anhelo no existiese, donde él pudiera depositar a los pies de Ada la realización de todos sus sueños. Pero solo tenía dieciocho años: demasiado mayor para no recelar de que hubiera tal lugar y demasiado joven para abandonar la esperanza de que lo hubiese.

—Lo conseguirás, Ada —fue lo único que dijo—. Lo sé.

Grace se encaminaba al borde del jardín hacia la pérgola, cuya cúpula sostenida por columnas rozaba la copa de los árboles del bosquecillo adyacente. Un capricho de su bisabuelo construido para su esposa, un rincón retirado donde permanecer en el jardín al resguardo de la lluvia y a la sombra en los días calurosos. Un lugar silencioso y solitario, que a última hora de esa tarde parecía todavía muy alejado de la viveza de la fiesta en el jardín.

—Ah, estás aquí —le dijo a Becky, que se hallaba sentada en el último peldaño, con un plato sobre las rodillas y una selección de trozos de pastel, y se sentó junto a ella—. ¿Por qué te has escondido aquí?

Becky comía a dos carrillos de forma muy poco femenina y no contestó, conteniendo unos tenues gemidos.

Grace miró intranquila su perfil.

—¿Has llorado? —Como asintió, Grace la rodeó con el brazo y la estrechó contra sí—. ¿Qué ha pasado?

—Cecily —masculló Becky en cuanto hubo tragado—. La muy mema. —Furiosa, clavó el tenedor en el pastel de chocolate—. Según ella, tendría que dejar de perseguir a Stevie de ese modo. Dice que es grosero y lamentable. ¡Me tacha de «grosera»! ¡Será boba y presumida! —El tenedor separó del pastel un trozo que al punto desapareció en la boca de Becky.

Grace apoyó la barbilla en el hombro de su amiga.

—Ya sabes cómo es… A veces se muestra demasiado arrogante. No te lo tomes a mal.

—¡Algo tengo que hacer —Becky pinchó más pastel de chocolate— para que se dé cuenta de una vez! ¡Yo simplemente sé —un trozo de pastel de cumpleaños también sufrió el pinchazo del tenedor, que rompió la gruesa capa de azúcar escarchado— que soy la persona indicada para él!

Ahí, en ese lugar, se habían dicho al oído tantos secretos… Al principio pequeños secretos que entonces les parecían sumamente trascendentes: «Van a regalarme un vestido rosa para mi cumpleaños, he levantado la tapa de la caja cuando mamá salió un momento de la habitación para ocuparse de Stevie»; «Ayer vi a mi hermano mayor David dando un beso en la puerta a Sally Lockheart». Secretos que se iban agrandando en la medida que sus extremidades se estiraban, y sus cuerpos y rostros abandonaban su apariencia infantil: «Sé de dónde vienen los niños pequeños; me dijo Lucy Hammersmith que es parecido a las vacas y los caballos»; «A lo mejor nuestro padre vuelve para siempre a casa». Hasta secretos demasiado agobiantes para conservarlos uno mismo: «No puedo pensar en nada más, Gracie: sueño día y noche con Stevie»; «A mí no se me va Jeremy de la cabeza».

—Ahora que eres mayor de edad, ¿de verdad vais a escaparos Jeremy y tú?

Grace miró a su amiga atónita, casi se sintió un poco miserable por no haber pensado en ello y tuvo que echarse a reír.

—No cabe duda de que para la carrera del futuro suboficial Jeremy Danvers será muy favorable que se escape con la hija del coronel Norbury.

—Es cierto. —Becky pareció decepcionada. Con expresión pensativa, se ocupó de un trozo de pastel de nueces—. Pero, Grace… ¿eres consciente de que estas circunstancias pueden prolongarse durante años hasta que Jeremy no solo haya ascendido lo suficiente para manteneros a los dos, sino para que tu padre lo acepte?

Grace se abrazó las piernas.

—Sí, soy consciente.

Becky lamió el tenedor y señaló con él hacia el jardín, donde las siluetas de dos hombres se alejaban sosegadamente del resto de los invitados.

—Mira, ahí están nuestros corazones.

—¿Vienes? —Grace le tendió la mano, pero Becky la rechazó.

—Ve tú tranquilamente. —Levantó el plato—. Pasaré el resto de la velada en perfecta compañía: bizcocho y nueces, mazapán y chocolate.

Grace rio y la besó cariñosamente en la mejilla.

—Te quiero, Becky.

Por un instante, Becky dejó descansar su mejilla en la de Grace.

—Yo también te quiero, cumpleañera.

—Ya estoy contando los días. Esta espera me pone enfermo —decía Stephen.

—Has aprobado, eso seguro.

Stephen se encogió de hombros. Estaba a punto de responder cuando vio a Grace. Levantó las manos y arqueó las cejas.

—¡Ya me voy!

—Stevie… —Grace lo agarró por la manga de la camisa, vacilando entre el deseo de que se quedara y el deseo de estar a solas con Jeremy.

El joven dio a su hermana un beso en la oreja y le susurró:

—No pasa nada. —Con un guiño de complicidad, se marchó, en una mano la copa y la otra metida en el bolsillo del pantalón. Grace siguió con la mirada cómo se abría paso entre los invitados con esos pasos lentos, largos y algo desgarbados tan típicos en él. Parecía confuso, como perdido, como si no supiese cuál era su lugar, y Grace sintió pena.

—Tu hermano no encaja en el mundo militar.

—No —susurró Grace, y miró a Jeremy suplicante—. No pienses demasiado mal del coronel. No es un mal padre. Solo…

—Solo que antes que nada es oficial. Lo sé. En el fondo todos lo son sin importar su rango. Primero soldado, luego padre. El mío era igual.

—¿Era?

—Murió hace pocos años. —Su voz sonó más ronca que de costumbre.

A Grace le ardían las mejillas.

—No lo sabía. Disculpa, yo… —Le puso la mano en el brazo y él retrocedió ante el contacto.

Bebió un sorbo sin mirarla.

—Tampoco tengo que pregonarlo a los cuatro vientos. Basta con que esté en mi expediente y con que te lo haya explicado ahora. —Su tono era brusco y siguió siéndolo—. Hay cosas que ignoras de mí, Grace.

—¿Es por mi culpa? —Pretendía ser una pregunta divertida, pero sonó confidencial, casi abatida.

Jeremy apretó los labios.

—No. El único responsable soy yo.

«Sin luz no hay sombra. Sin sombra no hay luz».

—Quería darte las gracias de nuevo por el libro —dijo en voz baja.

Su barbilla se adelantó un poco y su boca se ensanchó.

—¡Un regalo muy poco indicado!

Grace sonrió.

—A mí no me parece poco indicado. Al contrario.

Sus miradas se encontraron.

Jeremy le cogió la mano y se la llevó a los labios, y ella percibió su aliento a través del guante de seda. Esta vez él no cerró los ojos, y no por primera vez Grace sintió como si él viera algo en ella que nadie más veía.

—¿Cuánto tiempo vas a soportarlo? —Cecily se acercó a Leonard y señaló con la barbilla hacia las siluetas de Jeremy y Grace, que se dibujaban inmóviles, recortados en la luz crepuscular—. Se interpone entre vosotros y tú te contentas con quedarte mirando.

Leonard contempló la copa de champán que sostenía en la mano.

—¿Sabes?, incluso puedo entenderla. Jeremy es distinto. Distinto de todos nosotros y de aquello que Grace ha conocido hasta ahora. Curiosa como es, eso debe producirle una emoción enorme.

Cecily calló un instante y luego dijo con cautela, casi con dulzura para ser ella:

—Vas a perderla si no te andas con cuidado.

Una sonrisa apareció en el semblante del joven.

—Uno no puede perder lo que forma parte de él. Y Grace es parte de mí. Siempre lo ha sido y siempre lo será.

Los dedos de su hermana acariciaron suavemente su brazo.

—Pero no crees que aun así deberías…

—No, Sis. —Dos palabras como astillas de cristal—. En septiembre partiremos hacia nuestros futuros regimientos, pero mientras Jeremy está condenado a permanecer de servicio durante años en sabe Dios qué lugares remotos, yo estaré de nuevo aquí en tres o cuatro años. Junto a Grace. —La dureza de su voz se suavizó—. En cuanto pase el delirio de este verano se olvidará de él. La paciencia nunca ha sido uno de sus fuertes.

Cecily rodeó con los brazos a su hermano y alzó la vista hacia él. Los ojos de Leonard se dirigían a Jeremy y Grace, que volvían a estar en movimiento; inmersos en una conversación, sin tocarse, tan cerca el uno del otro como permitía la decencia.

—Me pertenece a mí, Sis. Y se acordará. Lo sé.