En el patio de Shamley Green resonaban las risas y los gritos de alegría. Los jóvenes —las muchachas con vestidos de verano claros y ligeros y los chicos con pantalones de montar, botas y en mangas de camisa— discutían sobre dónde iba a sentarse cada uno en el carruaje abierto; a excepción de Cecily y Tommy, que habían llegado en sus caballos desde Givons Grove y cabalgarían junto al vehículo.
—¡Hasta la noche! —se despidió Grace de sus padres mientras subía al tílburi, al que también saltó Leonard. El robusto caballo tordo se puso en movimiento con un chasquido de la joven, seguido de cerca por Jack y Jill, de cuyas riendas tiraba Stephen. Al lado de este, en el pescante, iba sentada una Becky resplandeciente de alegría, y detrás Ada y Simon, Royston y Jeremy. Entre sus pies iba una excitada Gladdy, gimiendo y con el hocico trémulo levantado. El ruido de los cascos y el rechinar de las ruedas, las risas y las voces alborozadas, se alejaron por la vía de acceso y se extinguieron entre los campos y los robles del camino trasero de la casa.
—¿No les estaremos dando demasiada libertad? —Los ojos del coronel seguían mirando la esquina del muro por donde los dos carruajes habían desaparecido.
—¿Es que te has olvidado de nuestra primera salida? —Constance Norbury, que había despedido con la mano a sus hijos y los amigos de estos hasta perderlos de vista, se cogió del brazo de su marido, apoyó la mejilla en su hombro y levantó la vista hacia él—. Nosotros dos, paseando en un carruaje abierto por la orilla del Hooghly hasta la ciudad. Solo los dos… sin compañía.
—Era distinto —objetó él con sequedad. Solo el cambio del color de sus pupilas, de un azul gélido a un azul marino, delató el placer con que evocaba ese recuerdo.
Sus ojos, habían sido sus ojos lo primero que había llamado la atención de Constance en el hospital militar de Calcuta. Antes incluso de saber que él era un héroe condecorado por haber recorrido con su regimiento durante dieciséis meses casi cinco mil kilómetros a través de un territorio inhóspito y del desierto, saliendo victorioso de catorce encuentros con los rebeldes, el último de los cuales casi le había costado la vida, antes de saber todo eso Constance supo que en esos ojos brillaba una firme determinación, una voluntad de hierro; también un reflejo de los dolores que sufría, pero jamás la menor chispa de miedo, tal como ella había visto con tanta frecuencia en los ojos de los demás heridos. La curiosidad hacia aquel hombre se había convertido en afecto y luego, cuando él empezó a cortejarla, en amor.
Sonrió.
—No, no lo era. Mi padre se puso hecho una furia cuando se enteró.
—Solo el tiempo que tardé en pedirle con toda solemnidad tu mano. —Pasó el brazo alrededor de los hombros de su esposa y la atrajo hacia sí.
La mirada de ella se posó con serena alegría en los rasgos duros de él, luego le apoyó una mano en el pecho.
—No te preocupes. Pese a su excitación, todos son muy sensatos.
El coronel entornó los ojos.
—Grace y Stephen, sí. También Leonard y Cecily. Incluso Danvers. Pero Ashcombe y Digby-Jones… Este último no tiene más que serrín en la cabeza. —Dudó y luego se sinceró—. No me gusta cómo mira a Ada.
Constance rio suavemente y le dio un empujoncito.
—Los hombres sois todos iguales… ¿No puedes estar orgulloso de que nuestra hija pequeña tenga su primer admirador?
—Tu difunto señor padre no habría permitido que nos casáramos si hubiera sabido que yo tenía la fama que tiene Digby-Jones.
—¿Tan terrible es?
El coronel asintió circunspecto; bajo el bigote, las comisuras de los labios se curvaron hacia abajo.
—La lista de sus pecados es realmente larga. Conducta irrespetuosa ante oficiales, peleas, negligencias diversas, embriaguez… no se ha olvidado de nada. Ha estado dos veces arrestado y en primavera le fue por los pelos que no le expulsaran. Por no mencionar sus «conquistas» en el pueblo…
Constance reflexionó antes de responder cautelosamente:
—Ahora que se ha desfogado quizá no esté tan agitado. Y Simon no es mal chico… ¿Has visto sus ojos? En el fondo es muy sentimental.
El coronel resopló.
—¡Otra razón más por la que no le conviene a Ada!
—¡Cielos, William! —exclamó ella riendo—. ¡Ni Ada ni Simon están pensando ahora en casarse! Son demasiado jóvenes.
—Peor aún —vaticinó sombríamente el militar.
Ella le alisó delicadamente la solapa de la chaqueta.
—Te acuerdas de lo que le prometiste a Stephen, ¿no? Si está entre los veinte primeros…
—Danvers y Digby-Jones podrán pasar el resto del verano aquí, con nosotros, sí. Y pienso mantener mi palabra.
«Como siempre has hecho y siempre harás», pensó Constance, llena de orgullo y amor por ese hombre cuya vida compartía. Ni un solo momento en todos esos años había abrigado la esperanza de descubrir en él una pizca de dulzura. Los hombres como William Lynton Norbury no tenían corazón tierno, pero con la edad, sin embargo, se volvían más suaves, como el padre de ella, el general. El amor que William le daba era una pasión abrasadora que a veces incluso le quitaba la respiración, y sabía que quería a sus hijos con la misma intensidad… aunque con frecuencia lo escondía tras una coraza de seca corrección, de férrea disciplina y orgulloso respeto de la tradición.
—Estoy preocupada por Stephen —susurró ella—. ¿Te has percatado de lo abatido que parece últimamente?
—No me extraña —respondió el coronel—, ¡si Becky Peckham está todo el día detrás de él!
—¡No digas eso! —Constance le dio un golpecito juguetón en el hombro y él sonrió divertido—. Becky es un encanto de chica, y tú mismo lo has dicho. Con su forma pragmática de actuar sería la señora adecuada para Shamley… En serio, William, Stephen no es feliz, lo veo. Lo percibo.
El coronel calló unos segundos.
—Un par de años en un regimiento, al servicio del imperio. Un par de años, Connie… ¿es realmente pedir mucho? Después que haga lo que le apetezca. Cambiarse a un puesto civil o empezar a ocuparse de Shamley. —Como ella guardó silencio, prosiguió—. Lo soportará. A fin de cuentas es un Norbury. Y medio Shaw-Stewart.
Ella lo besó dulcemente en la mejilla.
—Tal vez deberías decírselo, William. Exactamente así, como acabas de decírmelo a mí.
El coronel miró a su mujer a los ojos.
—Estábamos de acuerdo en eso: primero Cheltenham, luego Sandhurst —señaló con sequedad.
—Lo sé. —Las cejas claras se juntaron en una expresión casi dolorosa cuando añadió—: Hoy pienso que fue un error.
Llegaron hasta detrás de Abinger Common por caminos vecinales que transcurrían entre ondulantes alfombras de avena, trigo y cebada. Las risas de los jóvenes resonaban por encima de los setos de avellanos y endrinos y de las guirnaldas de alfalfa púrpura, y, al igual que las danzarinas mariposas de los cardos y la mariposa blanca de la col, sus gritos de júbilo aleteaban por las extensiones violetas de malvas. Se detuvieron en el linde del bosque y desplegaron los manteles de cuadros rojos sobre la hierba, envueltos por un aroma especiado de habas blancas en flor e impregnado del olor amargo de la colza. Como si no hubieran comido nada durante días, se abalanzaron sobre los bocadillos de queso blanco de Guildford, de rodajas de pepinillo y berro, sobre los pequeños pasteles rellenos de paté de salmón o jamón, y sobre la tarta de chocolate. Y el zumbido de las abejas y abejorros entre las margaritas y los botones de oro era como un eco ahogado de las voces de los jóvenes, mientras que las voces más agudas y claras de las muchachas se superponían como una sucesión de trinos de pájaro.
—Lástima que este año vayamos a perdernos la cacería cuando en septiembre empecemos el servicio en el regimiento —señaló Leonard, y con el vaso vacío hizo un gesto impaciente a Royston, quien con una mueca le pidió que esperase mientras bregaba con un sacacorchos y la botella de vino blanco que había metido a escondidas en la academia y vuelto a sacar de la misma forma—. Y lamento —añadió Leonard con una sonrisa irónica— que vaya a perderme cómo Grace erra el tiro.
—¡Ja! —exclamó ella guiñando los ojos—. ¡Tú sigue soñando, Len! —Se inclinó hacia delante y rescató de entre los restos de la comida una fresa que dejó caer sobre el mantel.
—¿Sabes manejar armas de fuego?
Ella miró a Jeremy y asintió con la boca llena.
—Grace no solo monta como una endiablada amazona —intervino Royston—, como ya nos ha demostrado en numerosas ocasiones, sino que más de un cadete podría tomar ejemplo de su puntería. Lo que tampoco nos resulta sorprendente cuando los ejercicios de tiro son voluntarios y no una asignatura obligatoria, como sería razonable. —Resopló cuando el corcho por fin se deslizó fuera de la botella rechinando y con un satisfecho «plop»—. ¡Daaamas y caballeeeros! —anunció con voz resonante y con un gesto aparatoso—. ¡Les presentamos aquí y ahora un fenómeno nuuuunca visto! ¡Graaace Nooor-buuu-ryy, la reina amazona de Surrey!
Entre las sonoras carcajadas que estallaron, Grace extendió la mano para coger otra fresa y amenazó con arrojársela.
—Oh, oh —exclamó Royston, amonestándola con el sacacorchos levantado—. Con la comida no se juega, querida señoritinga.
Grace rio y la fresa desapareció en su boca.
—La que me enseñó a montar fue mi madre —le contó a Jeremy mientras comía. Como los demás, tendió a Royston su vaso, antes lleno de inocente limonada—. Y ella lo aprendió de mi abuelo. Creía que en la peligrosa Bengala la hija de un general debía estar preparada para cualquier eventualidad.
—Pues es casi una pena que no hayas salido chico. —El rostro acongojado de Royston mientras se servía el último se contrajo más al comprobar el poco vino que le había quedado. Suspirando, se tendió sobre el mantel y reposó la cabeza sobre el regazo de Cecily.
—Eso habría estado bien —terció Leonard divertido—, pero ¡qué pérdida para el mundo masculino! —Con la punta de la bota empujó a Cecily en la cadera y ella se volvió hacia él con el semblante encendido—. ¿No querías darle algo a Grace?
—Vaya por Dios —murmuró Cecily, palmeándose teatralmente la frente. Dio el vaso a Royston y rebuscó en el bolso—. ¡Casi lo había olvidado!
Grace echó la cabeza atrás y rio ante lo que se había convertido en el divertido ritual de todos los veranos. Al final Cecily sacó una caja alargada, atada con cinta de regalo, que tendió a su amiga.
—¡Con los mejores deseos de la familia Hainsworth!
—Gracias —respondió Grace dichosa, al tiempo que alargaba la mano para recoger el obsequio.
Leonard se le adelantó, lo cogió y se puso en pie de un brinco, la mirada traviesa y el rostro jubiloso. Gladdy, que había hundido el morro entre las patas, apartó la vista de las exquisiteces que estaba contemplando y levantó alerta la cabeza.
Grace permaneció indecisa en su sitio, en parte porque se sentía demasiado mayor para jugar a eso, en parte porque algo en ella se oponía. Desde la noche en Givons Grove se sentía cautiva en presencia de Leonard, presentía en sus miradas, en cada observación de él, lo que aquella noche había quedado sin decir.
Sin embargo, venció su curiosidad; con los ojos brillantes se levantó con presteza. Gladdy, ladrando encantada, se puso a su lado y corrió tras Leonard. Este se detenía una y otra vez y se volvía sonriente hacia la joven, agitaba provocador el paquete y seguía corriendo por el prado entre gritos medio burlones medio inicitadores, en dirección a los campos de colza que relucían a lo lejos como cintas que una mano celestial hubiera cortado al sol y depositado en la tierra.
—¡Dámelo, Len!
Riendo, Grace trataba de recuperar su regalo. Agarraba fugazmente a Leonard por la manga y trataba de ponerle la zancadilla, pero Leonard siempre era una pizca más rápido y más fuerte. Hasta que él le cogió la mano, la atrajo hacia sí y le tendió el paquete.
—¡Feliz cumpleaños, Grace!
—Oh… ¡Len! —se le escapó a la joven cuando desató el lazo y abrió la caja.
—¿No te gusta? —Pareció decepcionado.
—Es precioso —musitó ella, y deslizó el dedo meñique por el brazalete. Cada eslabón, engastado en oro oscuro, se componía de una piedra que brillaba con los matices de una puesta de sol y llevaba grabada una diosa griega en relieve—. Pero ¡es demasiado valioso!
—Pues es perfecto para ti —protestó él en un susurro—. Mi madre, Sis y yo lo hemos elegido entre las joyas de la familia. —Lo sacó de la caja y lo deslizó por el brazo de la joven.
La piedra y el metal producían una sensación sorprendentemente cálida en la piel, casi como si tuvieran vida, y un agradable escalofrío recorrió a Grace.
—Len —empezó, intentando dar con las palabras adecuadas—. Hace poco, en el fin de semana en Givons Grove… cuando los dos estuvimos en el jardín… —Sin levantar la vista, se detuvo y un ligero rubor tiñó sus mejillas cuando él cerró la alhaja en torno a la muñeca.
—¿Lo ves?… ¡Está hecho para ti!
—Len…
Haciéndose visera con la mano, él retrocedió un paso y la miró compungido bajo esa pantalla protectora.
—Con franqueza, esperaba que lo hubieses olvidado.
Leonard respiró hondo y dejó caer la mano.
—Ha debido de escapárseme algo. Tal vez porque esa noche tenías un aspecto deslumbrante.
Grace asintió y se mordió el labio inferior mientras contemplaba el brazalete.
—No te lo tomas a mal, ¿verdad? Seguimos siendo amigos, ¿no, Grace? —Leonard la miraba con una expresión de súplica y esperanza.
El profundo cariño que sentía por él, cultivado durante tantos años, ascendió en ella como una marea viva.
—Claro, Len. ¡Los mejores!
—¿Para siempre? —Una expresión risueña apareció en el rostro del joven, quitando gravedad a la pregunta.
Grace rio como liberada de una pesada carga.
—¡Sí, para siempre!
La sonrisa de Leonard se ensanchó y tomó a Grace de la mano. Corrieron juntos de vuelta y al llegar se dejaron caer sin aliento entre sus compañeros. Al instante, Becky y Ada rodearon a Grace y admiraron la joya.
—¡Gracias, Tommy! —Grace revolvió el cabello rebelde del joven, tras lo cual él enrojeció y recibió de buen grado los topetazos de Gladdy en busca de caricias. Su rostro resplandecía como si ese regalo hubiese sido idea suya.
—¡Gracias, Sis! —Grace abrazó a su amiga.
—Sabía que te gustaría —ronroneó Cecily satisfecha.
Stephen empujó a Jeremy por la espalda, y como este no reaccionó, insistió. Omitiendo el movimiento de rechazo que su amigo hizo con la cabeza, exclamó:
—¡Grace! ¡Jeremy también tiene algo para ti!
Ante las miradas expectantes que todos le dirigieron, Jeremy desplegó lentamente, casi de mala gana, la chaqueta, sacó del bolsillo interior un paquetito marrón y se lo tendió a la muchacha sin pronunciar palabra.
Grace se puso de rodillas, abrió el papel con cuidado. Contenía un libro: la cubierta, en piel turquesa claro, estaba arañada y en algunos puntos desgarrada; las flores en tono pastel que la ilustraban, gastadas y desteñidas; el dorado acuñado en el lomo, saltado en parte. Luego lo hojeó y sus ojos se fijaron en algo. La sangre se le agolpó en las mejillas.
—¿Qué es? —Cecily alargó el cuello. Grace no contestó—. Enséñamelo. —Se estiró impaciente y le arrebató el libro. Inspiró con fuerza cuando descifró el título.
—¿Qué libro es? —La curiosidad de Becky era mayor que el magnetismo que obraba en ella la cercanía de Stephen, mayor incluso que su aversión hacia Cecily.
—Les fleurs du mal —respondió esta, a tal punto impresionada que ella misma olvidó la enemistad con Becky y le mostró el libro con cara de sorpresa—. De Baudelaire. ¡Uf, Grace, no se lo enseñes a tus padres! —Con la punta de los dedos pasó las páginas amarillentas y con olor a moho, leyendo por encima los versos. Poemas tan sensuales y eróticos como enfermizos, tan rotundos como poéticos, de aquellos pocos que se habían incluido en las primeras ediciones, pero que en Francia, casi veinticinco años después, seguían considerándose tan indecentes e inmorales que los habían prohibido—. ¿No crees que es un regalo muy poco indicado, Jeremy?
Él calló, y Grace sintió su mirada sobre el rostro ardiente. Tendió la mano hacia el libro.
—Devuélvemelo, Sis.
—Di, ¿te gusta una cosa así?
—Sí, me gusta una cosa así —contestó Grace, irritada—. ¡Devuélvemelo!
—Un momento. —Cecily miraba fascinada la página de portadilla—. «Para Grace, de Jeremy. Verano de 1881 —empezó a leer en voz alta y con las cejas enarcadas, y apartó la mano de Royston cuando este quiso arrebatarle el volumen—. Sin luz no hay sombra…».
—¡Ya basta, Sis! —En la voz de Leonard había una severa advertencia.
—«Sin sombra no hay luz». —Con el ceño fruncido se volvió hacia Jeremy—. Por favor, ¿qué significa esto?
—¡A ti no te importa! —Grace le arrebató el poemario de un tirón y lo apretó contra su pecho, como si así pudiera salvaguardarlo de la curiosidad del grupo. O como si quisiera tenerlo lo más cerca posible del corazón—. Gracias —susurró. Jeremy asintió.
El silencio se extendió sobre el grupo, poco antes tan locuaz, mientras entre sus miembros chisporroteaban pensamientos y preguntas sin pronunciar. Intercambiaron miradas significativas, que se deslizaron por Grace y Jeremy, quienes evitaban mirarse el uno al otro.
Fue Royston quien rompió ese silencio.
—Pues bueno —suspiró mientras buscaba algo a sus espaldas—, el banal regalo que Simon y yo hemos elegido para ti no puede competir con un obsequio tan escandaloso y excitante como ese. —Trató de atrapar la mirada de su amigo, pero Simon solo tenía ojos para Ada.
Grace rio y cogió el paquetito de Royston, que contenía un par de caros guantes de montar.
—Muchas gracias a los dos, ¡son preciosos!
—No tanto —objetó Royston, levantando su copa como para un brindis—. ¡No hay hoy en el mundo cosa más bella que vos, querida doncella! —improvisó un pareado. Hubo una carcajada general cuando Cecily le propinó una colleja—. Ah, sí, también hay algo para ti —dijo burlón y, antes de llevarse más castigo, atrapó la mano de Cecily, le dio un beso y ya no la soltó.
Sosegada, Cecily se recostó en el hombro de Royston.
—¡Cuéntanos, Grace! ¿Qué más te han regalado?
Aliviada por poder referirse a asuntos intrascendentes, Grace les habló de la pluma de vidrio tornasolado que Stephen le había regalado y de los pendientes de su abuela que le habían dado sus padres y que llevaría esa noche. Luego describió con entusiasmo el ribete de encaje afiligranado que Becky, muy diestra en esas tareas, le había hecho a ganchillo, y el abanico pintado que Ada le había llevado de París. Y sus ojos no cesaban de cruzarse con los de Jeremy.
«Sin luz no hay sombra. Sin sombra no hay luz».