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Ese fin de semana que los cinco jóvenes pasaban en Givons Grove era el último que disfrutarían sin reglas ni ejercicios de instrucción. El resto de mayo y casi todo junio estarían marcados por los exámenes finales y se suspendían todas las salidas. El mundo de los cadetes se reducía al terreno de la academia, y entre dormitorios y aulas de clase, la sala de billar y la de lectura, se encontraban como monjes en el aislamiento de un monasterio.

¡Era tan injusto tener que estudiar los complejos niveles de salarios en el escalafón militar, mientras los días soleados se sucedían! Igual de injusto era tener que memorizar las características de la pólvora y ocuparse de vocablos y gramática en lengua alemana y francesa, mientras en el aire flotaba una fuerza impetuosa que no solo provocaba que en la naturaleza brotaran todas las plantas, sino también que un ansia de vivir casi incontenible y un anhelo desenfrenado de libertad corrieran vigorosos por las venas.

Por eso eran pocos los cadetes que permanecían enclaustrados en la habitación. Como sonámbulos, algunos deambulaban por las áreas no ocupadas, dando vueltas a los edificios, memorizando con ojos vidriosos los detalles de la construcción de pozos y los medios con que se determinaba la calidad del agua. Otros se sentaban en la tierra, apoyados en troncos de árbol y bien provistos de libros, y se grababan en la memoria sus contenidos palabra por palabra.

—¡Nunca conseguiré acordarme de esto!

Stephen arrojó el libro lejos de sí. Las páginas se agitaron en el aire y el volumen cayó pesada y sordamente en la hierba, deslavazados los cantos de las hojas. El joven apoyó los codos en las rodillas y ocultó el rostro entre las manos.

Jeremy se estiró para recoger el libro maltratado, aplanó las páginas que más habían sufrido, lo cerró y golpeó con él a Stephen en la espinilla.

—No pretendas vendernos que eres tonto. Dominas la materia, ahora lo único que tienes que conseguir es transmitirlo. Así que, ¡vuelta a empezar! —Como Stephen no se movió, Jeremy le golpeó más fuerte con el lomo del libro—. ¡Arriba!

Stephen respiró hondo y alzó la cabeza. Cogió el libro como un náufrago un tonel que flota sobre las olas.

—El cuadro es… es una formación… que… —El miedo se reflejaba en sus ojos, como si sintiera los del coronel en la nuca.

Jeremy chasqueó los dedos delante de la nariz de Stephen, que se estremeció. Aquel se señaló a sí mismo y dijo:

—Explícamelo a mí. Desembucha todo lo que sabes sobre el cuadro.

Como hipnotizado, Stephen lo miró mientras Jeremy recogía las piernas y apoyaba los antebrazos sobre las rodillas.

—El… el cuadro es una formación militar que… que se utiliza tanto en acciones ofensivas como defensivas y… y que puede ser tan flexible como rígida. Dispone de líneas de combate en sus cuatro lados, a veces también en tres, y está especialmente indicado cuando… primero, el enemigo es superior en cantidad, y segundo… cuando este no presenta ninguna formación reconocible. El cuadro constituye una posición de partida ideal cuando no está claro de qué lado va a producirse el ataque, y en su interior ofrece a los hombres un espacio protegido para recargar y para llevar armas de reserva. —Resopló aliviado. Una sonrisa de agradecimiento apareció en su semblante.

—¡Bravo! —lo felicitó Royston. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba y anotaba las palabras clave más importantes en un papel apoyado en su regazo sobre un libro—. Ruega que nuestro señor Danvers, con su opinión de experto, no te demuestre las limitaciones y deficiencias del cuadro… Si ocurre eso, no conseguirás reunir puntos adicionales. —Royston respondió con una mueca burlona a la mirada irónica de Jeremy.

—El cuadro es invencible —intervino Leonard, que se había tendido sobre la hierba y mordisqueaba una brizna como si estuviera en un picnic campestre.

—Solo mientras sea factible calcular la violencia del ataque —le contradijo Jeremy—. Si el asalto es muy fuerte, se corre el peligro de que el cuadro se deshaga y se produzca el caos.

Leonard rio.

—¡Ningún soldado del mundo es tan idiota como para arrojarse con los ojos abiertos sobre las bayonetas en ristre! ¿Qué ejército se atrevería a atacar de forma tan absurda?

—Ni idea —respondió Jeremy, encogiéndose de hombros.

—En serio. —Leonard se apoyó sobre el antebrazo doblado, se sacó la brizna de la boca y señaló con ella a Jeremy—. Mencióname un caso en todas las batallas que hemos estudiado en que esta formación no haya demostrado su eficacia. Uno, Jeremy, ¡solo uno!

Jeremy volvió a encogerse de hombros y dio un taconazo a un manojo de hierba.

—Que nunca haya sucedido no significa que no pueda suceder. Nadie sabe hoy contra quién tendrá que luchar mañana o pasado mañana. Y si se conocen los puntos débiles de las tácticas propias, se puede estar preparado para todo y disponer de alternativas eficaces.

—Me rindo —suspiró Simon. Durante largo rato había estado leyendo la misma página sin asimilar nada. Cerró el libro y lo dejó a su lado en el suelo. Cruzó los brazos detrás de la cabeza y se tendió boca arriba—. Decidme, ¿os habéis preguntado alguna vez dónde estaremos dentro de un año? ¿O de cinco?

—Me pregunto más bien quién será entonces la dama de tu corazón —se mofó Leonard.

Los ojos de Simon se mantuvieron fijos en el cielo azul claro sobre el que navegaban unas suaves islas de nubes y contestó soñador:

—Será la misma que hoy. Siempre la misma. Para el resto de mi vida. Solo ella.

Con las cejas enarcadas, Leonard lanzó una mirada significativa al grupo, que respondió con una suave risa.

—Sabéis —Royston dejó a un lado el libro y los apuntes, se reclinó hacia atrás sobre los codos y extendió las piernas—, en el fondo sois insoportables. Pero debo reconocer, mal que me pese, que os echaré realmente de menos, cretinos.

Un silencio turbado se extendió entre ellos. Royston había pronunciado lo que todos sabían: que sus días juntos estaban contados. De golpe, el frío de una despedida cercana recorrió el cálido aire de junio.

En el Ministerio de la Guerra en Londres no solo se corregirían y puntuarían sus exámenes finales. En cuanto tuviesen los resultados, se distribuiría a cada uno de los diplomados en los puestos vacantes de los oficiales. El que ocupara el primer puesto de la lista gracias a los puntos obtenidos sería destinado a un regimiento honorable y con buenas expectativas de promoción. Quienes ocuparan los puestos más bajos partirían de la nada, y quien suspendiera debería volver a casa avergonzado y con la cabeza gacha.

La posibilidad de que fueran destinados los cinco al mismo regimiento era remota, pese a los rumores de que la reciente reestructuración del ejército tendría como consecuencia una mayor necesidad de oficiales jóvenes. Un hecho ante el cual Jeremy, Stephen, Leonard, Royston y Simon querían cerrar los ojos mientras pudiesen.

—Ya nos pondremos sentimentales cuando hayamos aprobado —dijo Jeremy rompiendo el silencio. Volvió a coger el libro de texto y lo abrió—. Ahora sigue con la combinación de caballería, artillería e infantería…

El tiempo transcurrió demasiado deprisa, los últimos días para aprender lo máximo posible para el examen y las últimas noches entre el sueño pesado del agotamiento y la vigilia de la inquietud. Y así llegó la mañana en que los cadetes se dirigieron a las aulas donde rendirían la prueba. Repartidos en compañías, tomaron los asientos que les asignaron. Sus pertrechos consistían en el material de escritorio, un manual del ejército que podían consultar, hojas numeradas y, finalmente, las páginas con las preguntas. Y a las diez en punto se lanzaron al combate bajo la severa mirada de instructores y oficiales que cuidaban de que nadie hiciera trampa o copiase de su vecino, nadie hablara ni abandonara la sala hasta que, a la una en punto, recogieran los papeles. De diez a una y de dos a cinco: silencio. Solo el rumor de las plumas rozando el papel, los lápices deslizándose por el borde de las reglas, las gomas frotadas con ahínco para borrar. Tosecillas aisladas, suspiros profundos, chasquidos de dedos. Y al fondo, el tictac de los relojes que restaban horas a su destino, para algunos con una lentitud tormentosa, para otros alarmantemente deprisa.

El abrupto vocerío sacudió como una explosión las solemnes paredes de la academia cuando los cadetes salieron a los pasillos, ansiosos por comparar sus respuestas con las de los demás. Unos pocos permanecieron callados, separados de los otros por un horror paralizante y el pánico a suspender también en el próximo examen. El resto del día y la mitad de la noche, Sandhurst semejaba una colmena llena de zumbidos antes de que a la mañana siguiente, a las diez en punto, de nuevo reinara el silencio.

Y luego, de repente, todo había acabado. Se recogieron los últimos papeles, se ordenaron según los números de los cadetes y, al igual que había sucedido con todas las pilas anteriores, fueron llevadas a la habitación del segundo al mando, donde se verificaron, se empaquetaron y se enviaron sellados a Londres.

La alegría desbordante que se manifestó a continuación y los suspiros de alivio se compensaron con la sensación de agotamiento, y de forma paulatina fue filtrándose en las mentes cansadas y como vaciadas la conciencia de que ese curso, que había comenzado con solicitudes cuidadosamente redactadas, con el esfuerzo por pasar el examen de admisión y la alegría de haber sido aceptado, estaba llegando a su término. La suerte estaba echada. Ahora solo había que esperar a ver quién obtenía la puntuación más elevada y bajo la bandera de qué regimiento la vida iba a empezar en serio. Fueron días que, pese a las prácticas militares, parecían de repente vacíos sin las clases teóricas; días en que la pluma del segundo al mando firmaba con sorprendente facilidad los permisos de salida.

Estaban a mediados del verano y la luz parecía recién pulida, la hierba crecida brillaba como cristal y las flores de los alerces formaban piñas. Días largos y despreocupados y noches cortas en las que el resplandor de las hogueras de San Juan llenaba la oscuridad.

Y fue en uno de esos días cuando Grace Norbury cumplió veintiún años.