Fue una larga noche, tanto para los invitados que regresaban antes del alba a sus vecinas propiedades, como para los que permanecían en Givons Grove y se desplomaron en sus camas poco antes del amanecer. Por la mañana, las venas parecían rellenas de plomo, pero un té fuerte, huevos con tocino, tostadas con mantequilla y miel y gachas de avena dulces levantaron los ánimos de todos, y así, mientras padres y tíos permanecían a la mesa del desayuno, sus hijos e hijas y los amigos de estos salieron al aire libre para pasar el domingo paseando por el jardín o montando a caballo.
Stephen, con la tez cenicienta y los ojos enrojecidos y rodeados de sombra, renunció al desayuno. La mirada gélida que su padre le lanzó por encima de la mesa prometía una desagradable conversación a solas esa noche. Con un libro, se retiró al jardín, donde se tendió en una de las hamacas de madera de teca y en algún momento se adormeció con el parloteo de Becky sobre todo lo que Henry Aldersley le había dicho, cuántas veces la había invitado a bailar y cómo la había mirado al hacerlo.
Decepcionada por no haber cumplido su objetivo de poner celoso a Stephen, Becky encontró una compañera de penas en Helen Dunmore, quien, a su vez, alimentaba la esperanza de que Simon Digby-Jones la echara de menos si se quedaba de morros en Givons Grove.
—¿Estuviste tú también en Florencia? —Con los párpados caídos, Ada miró con el rabillo a Simon.
—Sí, el verano pasado —contestó él. El caballo castrado gris, tomado del establo de Givons Grove, trotaba tranquilamente junto a la mansa yegua que habían asignado a Ada, que, vestida con un traje de montar marrón, siempre se sentía un poco insegura a la hora de cabalgar. Gladdy, a quien agotaban más que antes los trechos largos a la carrera, se mostraba agradecida por el ritmo comedido de los dos jinetes y avanzaba alegre y trazando zigzags en la hierba con el morro.
—¡Ah, yo también! —exclamó Ada encantada—. ¿Cuándo el verano pasado?
—En julio.
—Yo en agosto…
—Lástima —susurró Simon sugestivamente.
Ada se ruborizó y sus dedos enguantados sujetaron con más fuerza las riendas.
—¿Te gustó la galería de los Uffizi? —preguntó tímidamente.
—Mucho —contestó él, y le tocó el turno de ruborizarse. Por nada del mundo habría confesado a Ada dónde había pasado realmente el tiempo en Florencia, desde luego no contemplando a los antiguos maestros. Y antes de que la joven pudiera seguir interrogándole, cambió de ciudad—: ¿Estuviste también en Nápoles?
—Sí, pero solo un par de días. Y en Roma… ¿Visitaste Roma?
Cecily puso los ojos en blanco y dejó que su yegua blanca se adelantara. Royston la siguió a lomos del alazán que por lo general se reservaba a lord Grantham.
—Estuviste ahí o allá, sí, yo también; viste esto o aquello, sí, yo también —los imitó—. ¡Dios mío! ¿También nosotros hablamos durante horas de temas tan insípidos para conocernos mejor?
—No —respondió serenamente Royston—. El segundo día que pasé en Givons Grove ya me trataste de esnob autoritario y malcriado. Y lo que escuché de tus labios el resto de las vacaciones de verano no difirió mucho.
—Con toda la razón —replicó Cecily en tono triunfal. Con su traje de montar azul oscuro, y el sombrero adornado con una pluma blanca, tenía el aire de un húsar femenino—. ¡Cuando fuimos a pasear por el bosque me arrojaste un puñado de bardanas a la cabeza! Tardé horas en quitármelas y acabé con el pelo terriblemente enredado.
La boca de Royston, que con su marcada hendidura central tenía por naturaleza un rasgo burlón, se curvó divertida.
—Fue mi forma de darte a entender lo guapa que te encontraba.
—Encantador, ¡de verdad! —Cecily pareció un gato bufando antes de dar un zarpazo.
—¿Pues qué esperabas? —Royston arqueó las cejas—. ¿Que a los catorce años me plantara bajo tu balcón para recitarte versos que ensalzaran tu belleza y encanto?
—¡Por ejemplo!
—¡Te habrías reído de él! —intervino con una sonrisa irónica Tommy.
—Sí, lo habría hecho —reconoció Cecily, alzando majestuosamente su naricita—. Pero ¡aun así me habría gustado!
Royston se fingió al borde de la desesperación.
—Len, ¿no tendrás por casualidad otra hermana que nos hayas mantenido oculta hasta ahora? ¿Una que se parezca a Sis pero que sea más amable conmigo?
Cecily bufó indignada.
—¡Culpa tuya! —replicó Leonard riendo—. No hacías más que rondar a su alrededor, ¡ahora tienes que cargar con ella y ver cómo te las apañas!
Y ambos hombres partieron a galope entre risas.
—¡Bellacos! —Con la fusta en alto, Cecily salió en persecución de ambos.
Una sonrisa ensanchó el rostro de Grace al escuchar las risas que se oían en el prado. Había estado esperando ese momento, y no solo para escapar de aquel paseo a caballo, para su gusto demasiado tranquilo.
—¡Seguid vosotros! —gritó desde atrás al resto, mientras daba media vuelta a su yegua alazana y la espoleaba—. ¡Quiero enseñarle una cosa a Jeremy! —Y se alejó a campo traviesa.
Leonard detuvo al castrado negro y se volvió. Con el ceño fruncido, miró inquisitivo a Jeremy, quien le respondió con un encogimiento de hombros, antes de ir en pos de Grace a lomos del bayo que Stephen le había dejado para la excursión.
El caballo de Leonard, nervioso, hacía escarceos sin moverse de sitio, como si percibiese el aturdimiento de su jinete. Levantó las orejas cuando resonó la voz de una mujer muy cerca.
—¡No! ¡Quita! ¡No me toques!… ¡Len, ayúdame! ¡Len!
Royston había colocado su caballo junto al de Cecily para deternerlos. Con un brazo alrededor de la cintura de la muchacha y cogiéndola del antebrazo con la otra mano pretendía sacarla de su silla para sentarla en la grupa de su propio caballo.
—¡Leeen! ¡Dile que se esté quieto! —Pese a que las botas de montar de la joven pataleaban en el aire, no ponía mucho énfasis en liberarse de Royston, y las risitas que surgían entre sus gritos de socorro revelaban que fingía. Cecily no precisaba de ninguna caballerosidad fraternal, solo de una mano que cogiera las riendas de su yegua, un animal caprichoso que ya agitaba de un lado a otro la cabeza. Exasperado, Leonard se volvió y cogió las riendas para que Cecily acabara sentada delante de Royston.
—¿Es esta una tradición entre vosotros, los de Devon? —protestó la muchacha cuando reemprendieron el paseo.
—En efecto —confirmó Royston con énfasis, y su voz de bajo sonó un tono más profunda, más agradable—. ¡Una vieja costumbre entre caballeros y nobles! Desde hace siglos, cualquier Ashcombe que se precie rapta a la mujer más bella que se encuentra, se la lleva a su castillo y la retiene allí para siempre. —Y para reforzar lo dicho, estrechó más a Cecily contra sí.
—¿También el conde actual? —bromeó ella. A Cecily le gustaba el conde, que era alto, fuerte y cuadrado como su hijo, aunque mucho más parco en palabras.
Royston soltó una risa seca.
—Mi querida madre suele fingir que su boda solo trajo disgustos y sinsabores a su vida, pero me temo que fue justo lo contrario. Asedió tanto el castillo de mi padre que al final a él no le quedó más remedio que capitular. Las cámaras del tesoro eran demasiado tentadoras como para que ella pensara en emprender la retirada.
Era un secreto a voces que el matrimonio de lord Ashcombe y lady Evelyn semejaba desde hacía tiempo un témpano de hielo. Algo que no sorprendía a nadie que conociera la afilada y a veces venenosa lengua de lady Evelyn, quien no solía dejar títere con cabeza, sobre todo cuando se trataba de su marido. No le perdonaba que no tuviera la misma alcurnia que ella, hija del marqués de Haringcourt, cuya línea genealógica era larguísima y llevaba incluso gotas de sangre real. Bastante mortificante era la humillación de no tener otra elección que casarse con alguien rico pero de un nivel inferior, o quedarse soltera y sin fortuna. Quien tenía el dudoso placer de encontrarse con lady Evelyn sacaba sus propias conclusiones del hecho de que las hermanas de Royston ya llevaran tiempo casadas —una en Berkshire y la otra en Yorkshire— y que el hermano menor se escondiera en el Balliol College de Oxford.
—Ya es sorprendente —se burló Royston— que no ponga ningún reparo en ti. Me refiero a que no tienes nada que ofrecerle que sea digno de ella. Salvo tu aspecto, quizá, que es bastante aceptable…
Cecily rio para sus adentros, le dio un codazo en las costillas, volvió la cabeza y le dirigió la mirada, una mirada a la que él respondió con pícara ternura.
Royston había pasado siete veranos en Givons Grove, siete veranos de salidas a caballo, comidas campestres y paseos en carruaje. El muchacho robusto y con tendencia a engordar se había convertido en un caballero cuya actitud y conducta habían madurado, y en cuyos rasgos faciales, bajo un cabello peinado hacia atrás del color de un whisky añejo, todavía quedaba un resquicio de la suavidad de la juventud. A su vez, la muchacha que siempre había tenido el aspecto de un ángel, aunque podía llegar a ser endiabladamente arisca, se había transformado en una joven dama que sabía exactamente lo que quería. Y mientras crecía el número de admiradores que revoloteaban alrededor de Cecily Hainsworth y que indulgentemente eran tomados en consideración para ser eliminados poco después, Royston contemplaba el panorama desde la distancia y reflexionaba acerca de ello con la bonachona ironía que le caracterizaba. Como si siempre, ya desde aquel primer verano, hubiera sabido que la elección de Cecily recaería únicamente en él, permanecía al lado de ella con paciencia inquebrantable.
Cecily sintió una oleada de orgullo. Se ufanaba de que Royston se hubiera decidido como Leonard a asistir a Sandhurst en lugar de prepararse para su futuro papel de conde en las propiedades familiares; a experimentar primero la camaradería y la aventura que ofrecía la vida militar en lugar de establecerse de inmediato. Igual que su padre, el conde de Grantham, y el hermano de este; igual que el padre de estos y su hermano. Como tantos hombres que habían llevado el nombre de Hainsworth, terratenientes, caballeros y oficiales, una digna línea a lo largo de los siglos, que antecedía incluso al primero a quien se concedió el título de conde.
—¿Sabes, Roy…? —susurró Cecily dulcemente—. Te considero realmente un esnob redomado.
—¡Ah! —exclamó él, indiferente—. Solo queda saber si es eso lo que encuentras tan irresistible en mí o si, en cambio, disfrutas más de que sea precisamente ese esnob quien hinque la rodilla ante ti y coma de tu mano.
Cecily sonrió y, pasando los brazos por debajo de los de él, se estrechó contra su amplio pecho.
—Lo sabía —refunfuñó él cariñosamente.
Cuando ella apretó su frente contra el cuello de él, el corazón de Royston, en realidad tardo y difícil de encender, se inflamó y se ablandó.
Y cada paso del alazán del futuro conde de Grantham era como un paso más en una vida compartida, mientras los llevaba a través del prado hacia las estribaciones de la loma caliza a cuyo pie todavía alternaba el brezo sin flor con los zarzales jaspeados, de capullos imperceptibles y descoloridos, que en algún momento del verano estarían cargados de oscuros arándanos, dulces y húmedos como un primer beso.
Entretanto, mientras Simon y Ada todavía buscaban puntos en común y Tommy sondeaba los límites del salto y la velocidad que tenían el cuerpo de caballo y el suyo propio, todavía tan joven, Leonard conducía la yegua de su hermana junto a su caballo negro, los ojos vueltos hacia la linde del bosque donde Jeremy y Grace habían desaparecido.
Los cascos de los dos caballos golpeteaban la tierra, un sonido que embriagaba a Grace. Sentía la tentación de cerrar los ojos y abandonarse a esa veloz cabalgada. Habría sido una locura, pues precisaba de toda su fuerza y atención para sostenerse en la silla de amazona. Y aun así… aun así la tentación no cesaba de acuciarla. De susurrarle que debía abandonarse a la ilusión de que podría seguir cabalgando siempre como en ese momento, Jeremy a lomos de un caballo al lado, ella sintiendo en su propia piel todos los movimientos de él, el doble golpeteo de los cascos como un eco de su corazón, la agitada respiración de los animales acorde con la de ellos, y la sensación de que nunca más tendría que detenerse.
Entre los primeros avellanos refrenó la yegua y se dirigió a los castaños y robles en el linde del bosque, entre cuyos troncos las luminosas flores del acebo relucían sobre un follaje brillante y oscuro. Desmontó allí y guio el caballo por la hierba alta hasta un árbol donde lo ató.
Jeremy la imitó, pero mientras ella evitaba mirarlo, él la observaba detenidamente. Cómo se quitaba los guantes, cómo desprendía los alfileres que habían aguantado el sombrero, cómo se lo quitaba, le daba la vuelta y lo usaba como bolsa para echar dentro todo descuidadamente. Cómo daba unos cariñosos golpecitos al cuello del caballo y con el dorso de la mano se apartaba unos mechones de la frente, cómo finalmente se introducía en el sendero casi cubierto de hierbas y helechos que conducía al interior del bosque.
Esa mañana había estado inusualmente callada y seria, y mientras él la seguía por aquel sendero apenas trillado, observó lo angulosos que parecían sus hombros bajo la chaqueta ceñida, si bien la noche anterior mostraban una femenina redondez, cubiertos por la tela insinuante y el ribete de plumas, la energía con que avanzaba con las botas altas, como si anduviese por el monte bajo.
El miedo le atenazó las entrañas cuando de pronto comprendió por qué ella había desmontado allí: ese lugar y esa situación estaban hechos para dar, prudentemente a solas, una mala noticia, antes de que los demás se enterasen. Entonces recordó la noche pasada, las risas de Leonard y ella, cómo se alejaban por el jardín hacia la oscuridad, que ofrecía un refugio amoroso y un marco adecuado para un encuentro significativo. Así pues, pensó que ella le diría: «Leonard me ha pedido en matrimonio. Le he dicho que sí. Me he decidido por él, Jeremy».
No quería oírlo. No quería mirarla cuando ella se dispusiera a partirle el corazón. Sin embargo, justo cuando iba a desandar el camino, cuando la huida le pareció la salvación, una oportunidad de salir mal parado pero no del todo destrozado, la espesura se abrió ante sus ojos.
Un claro en el corazón del bosque, de un intenso azul ultramar. Miles y miles de campánulas tejían una espesa alfombra, absorbían los sentidos en colores puros y un aroma delicado, desvaneciéndose en los extremos como un polvillo celeste que envolvía los troncos de los robles, algunos de ellos como islas en aquella inmensidad azul; los demás, guardianes mudos de ese lugar secreto.
Era un rincón mágico salido de un sueño, de un cuento o una antigua leyenda. Cabía esperar que surgiera de entre los árboles un unicornio de reflejos plateados, o que en algún sitio escondido un dragón yaciera en un letargo milenario. Solo alguien de corazón frío o cruel sería capaz de atraer a alguien hasta allí para desgarrarle el alma. Pero que Grace no era fría ni cruel, Jeremy estaba seguro.
Sin volverse hacia él, sin pronunciar palabra, ella penetró en el azul, como si vadease agua, y cuando el haz de luz que caía entre las hendiduras del follaje la alcanzó, rodeó a Grace con un halo luminoso, confiriendo a sus cabellos un resplandor casi blanco. La joven se puso de rodillas y pareció hundirse en aquel mar de flores. Alarmado, Jeremy corrió hacia ella.
Con los ojos cerrados, la muchacha yacía boca arriba, inmóvil como una princesa encantada. Nada en el modo en que estaba tendida tenía algo de coqueto, de provocador, y sin embargo Jeremy adoptó una actitud cautelosa. Conocía las artimañas femeninas, sabía muy bien cómo las mujeres se valían de ellas, simplemente por pasar el rato, con un oficial que llevaba tiempo casado o comprometido, o cómo seducían por vanidad a un joven soldado hasta que este caía en sus redes y estallaba el escándalo, por el que luego le hacían responsable. Pese a que Jeremy había aprendido con esfuerzo, lección tras lección, que con Grace era distinto, todavía le resultaba difícil asimilar que ella no estuviese jugando con él.
Lentamente, se agachó a su lado y se tendió con precaución, reacio a entregarse tan desprotegido y confiado a ese mar, ahí abajo más verde que azul. Apoyado en el codo y con la cabeza apoyada en el puño, contempló a Grace.
Se había desabrochado la chaqueta y bajo los pliegues de la blusa su pecho subía y bajaba, rápido al principio, más lento después, cuando calmó la respiración. Al igual que se serenó el fuerte latido de una vena en el cuello y se suavizó su expresión.
«Grace». Un nombre como una oración: Gracia.
Su mirada se paseó por la curva de sus mejillas, siguió la línea de la barbilla y se detuvo en la boca. Había pensado con frecuencia qué se sentiría al tocarla. ¿Sería como acariciar el terciopelo o la seda? ¿Como los amentos a comienzos de la primavera o como las jóvenes hojas verde claro de un árbol pocas semanas después? ¿Y qué sucedería si él se consumiese en ella, si lo experimentase y nunca más pudiese apartarse de ella?
Arrancó una campánula y deslizó el cáliz azul por la mejilla de la muchacha. Los párpados de esta temblaron, la nariz, en la que brillaban un par de pecas delicadas como el polen, se arrugó. Sus labios dibujaron una sonrisa, y rio cuando los pétalos le dieron unos toquecitos en la comisura de la boca. Jeremy amaba aquella risa, que hacía que todo en ella resplandeciese.
Más como acto reflejo que como rechazo, la muchacha agitó la mano en el aire y, mientras la flor caía al suelo, Jeremy le cogió la muñeca con tanto cuidado como si fuera una mariposa revoloteando. Grace abrió los ojos.
Él aflojó la presión y vio cómo la mano de ella se deslizaba en la suya, hasta que su pulgar quedó en la palma femenina como un pistilo rodeado de dedos-pétalos.
—Ayer el coronel me soltó un sermón —susurró él.
Grace sonrió.
—Muy propio de él.
—También pronunció palabras de elogio.
La mirada de ella se abstrajo.
—Eso es bueno.
Jeremy cerró los ojos y se llevó los dedos de ella a los labios, aspiró el perfume de su piel, perfume a prado florido tras las primeras lluvias del verano.
Él había nacido en Lincolnshire, el extenso condado al este de Midland, una tierra serena de terrenos pantanosos, campos infinitos y bosques oscuros. Una tierra pesada y desidiosa cuyo reloj avanzaba más lentamente todavía que el de Surrey. Su hogar eran tres habitaciones y una cocina en una calle lateral de Lincoln, cerca de la catedral, y un abrazo de su madre. Pero ese no era el verdadero lugar al que él pertenecía, nunca lo había sido. Pertenecía a Grace. Se alegraba de poder sentir así, casi orgulloso de haber osado traspasar los límites de su lugar natal. Era una verdad irrefutable que Grace le había enseñado con cada mirada, cada gesto, cada palabra.
Grace apartó con dulzura la mano y la llevó a la mejilla del joven. Cecily había dicho una vez que Jeremy ponía innecesariamente difícil a sus congéneres quererlo, o al menos entenderlo, porque se atrincheraba tras la rígida máscara de su rostro. Pero no era verdad; no cuando se observaba con atención. El rostro de Jeremy era como un libro abierto escrito con una letra diminuta y complicada que Grace había aprendido a deletrear y luego a leer.
Los pequeños pliegues que aparecían entre sus cejas cuando pensaba o algo lo sorprendía. Los músculos bajo la comisura del labio, que se tensaban ligeramente cuando se enfadaba, y el modo en que arrugaba la frente cuando montaba en cólera. Los labios que nunca se curvaban hacia arriba, por lo que siempre mostraba media sonrisa. Incluso cuando hablaba, la mitad superior de su boca permanecía extrañamente ajena, como si en toda circunstancia Jeremy se negase a renunciar al dominio de sus rasgos.
Solo el labio inferior mudaba de forma, bajando las comisuras poco antes de bromear, aparentando ser más carnoso cuando contaba algo a un conocido que le caía bien, sobresaliendo cuando se sentía cómodo y de buen humor. Y a veces, como en esa ocasión, su boca alcanzaba una plenitud inesperada: parecía mullida, casi sensual, a punto de abandonar su resistencia.
La mano de Grace se deslizó por sus sienes hasta el cabello oscuro, y pudo comprobar con satisfacción que tenía el tacto que ella siempre le había atribuido cuando veía cómo él se lo retiraba con la mano y el pelo volvía en mechones lacios a su lugar, como un espeso pelaje.
En todos los años en que ella había sido consciente de su propia identidad, como niña, luego como colegiala y al final como la joven que era ahora, nunca se había sentido incompleta. Una conclusión errónea, como sabía a esas alturas. Jeremy era su otra mitad, solo junto a él estaba completa y era mucho más que «yo, Grace». Y eso requería que hundiera más los dedos en el cabello del muchacho, que lo atrajera hacia ella.
—¡Jeremy! ¡Grace!
—¿Grace?
—¡Grace! ¡Jeremy!
Un coro inarmónico de voces familiares, masculinas y femeninas, procedentes del bosque, arrancó a Jeremy de su ensimismamiento y abrió los ojos. Lamentándolo, aunque sin sentirse avergonzada, ella retiró la mano.
—¿Tanto hemos estado aquí? —susurró.
El labio inferior del muchacho compuso una mueca divertida.
—Por lo visto, demasiado.
Se puso en pie sin prisa y tendió la mano para ayudar a Grace a levantarse. Un momento de incertidumbre, de preguntas sin formular; hasta que Grace entrelazó con fuerza sus dedos en los de él y sonrió. Una sonrisa que Jeremy le devolvió de forma tan franca que algo en la muchacha se derritió.
Cogidos de la mano, volvieron a sus caballos y por fin se unieron decorosamente al círculo de sus amigos. Como si nada hubiese ocurrido.
Como si realmente Grace solo hubiese mostrado a Jeremy las campánulas del bosque de Givons Grove.