La música del cuarteto de cuerda reinaba en el salón de baile de Givons Grove y las voces de los invitados, sus risas, que burbujeaban como el champán en las copas, ascendían y descendían como la marea en un día cálido y sin viento, envolviendo a Jeremy sin importunarlo.
Hasta hacía unos minutos se había complacido en la certeza de resultar casi invisible en su frac, una prenda de segunda mano pero casi nueva y ajustada a su medida para la que había estado ahorrando mucho tiempo. Había permanecido de pie, observando a las parejas que bailaban, delante de un espejo de pared que aumentaba el tamaño de la sala, con sus paredes forradas de seda roja, grandes óleos y suntuosas molduras de estuco en blanco y oro.
Jeremy volvía a sentir una y otra vez que el coronel posaba los ojos en él. Le habría aliviado mezclarse entre las damas y los caballeros y perderse entre el gentío, pero habría sido una cobardía.
Así que esperó inmóvil al coronel Norbury cuando este acabó de conversar con lord Grantham y dos caballeros mayores y se aproximó hacia él.
—Señor.
—Señor Danvers —respondió el coronel—. Como sabe, suelo separar de forma tajante la vida profesional de la privada. Discúlpeme entonces si ahora me remito a la discusión que sostuvimos en la última clase. No como su profesor, sino como veterano que dirige la palabra a un soldado no carente de experiencia pero sí considerablemente más joven.
—Señor. —El rostro de Jeremy permanecía imperturbable.
—Considero una ventaja inestimable para usted el hecho de que, a diferencia de la gran mayoría de cadetes, no haya accedido a Sandhurst directamente desde el pupitre de la escuela, sino que ya haya prestado servicio en el ejército. Sin embargo, y justo a causa de tal experiencia, debería usted tomar conciencia de que su actitud, que de forma tan abierta exhibe no solo en mis clases, le causará problemas después de su etapa en Sandhurst.
—Soy consciente de ello, señor.
El coronel bajó la voz.
—Entonces, ¿por qué no se guarda sus opiniones para usted?
Una arruga apareció entre las cejas de Jeremy.
—Porque no veo ningún motivo para no defender mis convicciones abiertamente. Hasta ahora la estructura y la estrategia de nuestro ejército han tenido éxito porque en la guerra nos enfrentamos a enemigos adecuados. Pero no podemos dormirnos. Si un día nos encontramos con un enemigo que no se comporta en el combate como esperamos, tendremos un mal despertar.
El coronel estudió al joven cadete con atención antes de responder.
—Sabe usted, Danvers, es por esta razón que ustedes, los de la clase media, tienen tan mala fama entre los oficiales. Piensan que el ejército necesita sus fabulosas ideas. Sucede al revés: provocan inquietud entre las filas. Provocan que la tropa se desmoralice. Y esto, Danvers, es lo más peligroso que existe.
Jeremy adelantó la barbilla una pizca mientras reflexionaba. Sabía lo que el coronel quería que le dijera y en qué lugar quería situarlo. No obstante, ofrecer la menor resistencia nunca había sido su opción favorita.
—Sin duda no he luchado en ninguna guerra hasta el momento, menos aún en varias como usted, señor, y mis cuatro años de servicio como soldado raso en Irlanda en absoluto pueden compararse con su experiencia. Pese a todo ello, con todo mi respeto hacia usted, sigo convencido de que mis opiniones son correctas.
Un sentimiento de pesar se apoderó del coronel cuando, una vez más, confirmó que a Jeremy Danvers le sobraba la cantidad de perseverancia y energía que a su propio hijo le faltaba.
—Entre nosotros, señor Danvers: sus resultados en todas las asignaturas son impresionantes. Si conserva este nivel en los exámenes del próximo mes, tiene muchas posibilidades de colocarse entre los diez mejores alumnos de este curso. Siempre que no lo estropee con sus «opiniones» delante del tribunal examinador. Está formado por oficiales que se tomarán mucho más personalmente que yo esa clase de pareceres. —Como Jeremy guardó silencio, añadió—: Asumo que sabe usted que lograr su admisión en Sandhurst representó una ardua batalla.
Jeremy asintió.
—Sí, señor, lo sé.
Pese a sus condiciones físicas, los méritos de su padre en Crimea y las recomendaciones de dos superiores del 64.º regimiento de infantería de Staffordshire, y pese a la elevada puntuación obtenida en la prueba de ingreso en álgebra, historia, geografía y una lengua extranjera, se habían puesto fuertes objeciones en lo concerniente a su origen, por debajo del rango mínimo exigido. A fin de cuentas, cada año había más de seis mil hijos de las mejores familias del imperio que solicitaban una de las escasas ciento cincuenta plazas de que disponía Sandhurst. Hijos de generales y otros altos oficiales; hijos cuyos padres eran marqueses, condes o barones. Hijos que debían seguir la tradición militar de sus padres y abuelos para continuar siendo la elite del imperio. Hijos, sobre todo, que habían disfrutado de una formación previa en Winchester, Harrow y Eton, y no en la escuela para pobres del Christ’s Hospital de Lincoln.
—¿Ignora usted tal vez que yo fui uno de los que intervino a favor de su admisión?
Un brillo de sorpresa refulgió en los ojos oscuros de Jeremy.
—Pues sí, señor Danvers, así fue. Estaba convencido de que merecía usted una oportunidad. Una decisión que mantengo todavía hoy. —El coronel inspiró hondo—. Podría apelar ahora a su sentido del honor y señalarle que me hará quedar en una mala posición si fracasa usted. Pero eso no me interesa. Me interesa usted. Prescindiendo de sus osadas opiniones, le considero un aspirante a oficial muy prometedor, y la idea de que su carrera concluya antes incluso de haber realmente empezado me duele.
Hizo una breve pausa y Jeremy creyó ver la insinuación de una sonrisa en el rostro del coronel.
—Sería una pena. Nuestro país necesita hombres como usted.
Y sin mediar más palabra, el coronel Norbury se alejó.
Jeremy bajó la vista a la copa. El corazón le latía con fuerza, orgulloso. Se distrajo cuando una risa alegre llegó a sus oídos. Demasiado confiada, demasiado seductora. Levantó la vista.
Con la cabeza echada atrás, Grace reía la observación de un caballero de cabello cobrizo, algún primo de Leonard y Cecily, que disfrutaba de su agudo ingenio. La mirada de la joven se cruzó con la de Jeremy y la risa se apagó hasta convertirse en una sonrisa muda.
Al principio pareció vacilar, pero se disculpó tocando fugazmente el brazo de su acompañante con la mano enfundada en un largo guante de seda y se dirigió hacia Jeremy. La luz del salón, quebrada por los incontables cristales de la araña, incidía en los pendientes con forma de lágrima y en los bordados de hebras doradas y cobrizas del vestido sin mangas, orlado en el escote cuadrado. El reflejo luminoso resaltaba el estampado oriental en verde jade, malaquita y marrón coñac, y rodeaba la figura de Grace de una aureola brillante. También era posible que el mismo Jeremy fuera el causante de que su percepción le engañara con esa alucinación.
Durante unos segundos permanecieron en silencio uno frente al otro, hasta que Grace susurró:
—Hoy todavía no has bailado conmigo.
Él contrajo los labios levemente.
—En tu carnet de baile no debe de quedar ningún sitio libre.
—Al contario, está vacío —respondió ella con serenidad.
Jeremy chasqueó la lengua.
—Miente usted sin rubor, miss Norbury.
La ceja izquierda de Grace se arqueó y los ojos le destellaron de regocijo.
—Y usted falta al respeto, señor Danvers, acusando a una dama de mentirosa. —Se puso seria de repente y se aproximó como de puntillas—. Bien pensado, nunca te he visto bailar.
—Lo que tal vez se deba a que no me dedico a cosas para las que no poseo el menor talento.
Grace se mordió el labio inferior y sus mejillas ardieron por aquel desaire que le sentó como una bofetada. Con los párpados entornados, se tragó el orgullo y volvió a levantar la vista hacia Jeremy.
—¿Y si simplemente te pido que bailemos este baile?
Estuvo a punto de decir que no, porque sin duda se arrepentiría del sí, ya que cuanto más se aproximaba a Grace, mayor era su avidez de más, siempre más. Una avidez que lo convertía en un ser indefenso pues ignoraba cómo aplacarla. Sin embargo, su mano depositó la copa sobre una consola arrimada a la pared y ofreció el brazo a Grace. A continuación miró las puntas de los zapatos de tacón color coñac que asomaban por debajo del dobladillo de la falda.
—Lo siento por esos zapatos tan bonitos.
Grace sonrió.
—Todo tiene su precio…
Luego ambos callaron, pues ninguna palabra habría podido expresar la sensación de estar tan cerca, de rozarse en ese baile cauteloso que seguía su propio ritmo, que ambos marcaban de forma espontánea.
Un pedacito de eternidad que, sin embargo, transcurrió demasiado rápido.
—¿Me permites? —Leonard reclamó con una sonrisa el derecho de bailar con ella la siguiente melodía.
Por una fracción de segundo Jeremy consideró no permitírselo, pero precisamente a él no se le perdonaría que infringiera el protocolo. No mientras se encontrara en tierra de nadie, entre civiles y oficiales, entre su origen y el sitio que le permitían como cadete en Sandhurst con tanta benevolencia como rabia contenida, y con el que estaba comprometido en todo lo que decía o hacía.
No tenía opción.
—Por supuesto.
Lady Grantham contemplaba pensativa a las parejas que bailaban en el centro del salón. Su abanico se abría y se cerraba mientras buscaba con la mirada. Cuando vio que su esposo se disculpaba con lady Norbury por robarle la compañía de su hermana lady Chesterton para ese baile, no dudó ni un segundo.
—Un vestido precioso el de Grace —dijo al acercarse a lady Norbury con el crujido de fondo de su vestido de seda verde abeto y negro.
—Se alegrará de oírlo —contestó alegre su interlocutora—. A mí también me gusta, pero lo encuentro demasiado oscuro para su edad y una pizca demasiado mundano. Grace, por el contrario, opina que ya es mayor para llevar colores claros en las veladas nocturnas. —Sonrió—. Naturalmente, ha ganado ella.
—Sí —convino lady Grantham pensativa—, Grace tiene carácter. Es una persona especial. —Calló unos segundos y luego prosiguió—: Tal vez no sea este el momento adecuado para hablar de ello, pero… si Leonard pidiera la mano de Grace, ¿podría contar con su aprobación?
El dedo de Constance recorrió el pie de la copa.
—¿Ha expresado en algún momento que tal es su deseo?
Lady Grantham esbozó una sonrisa serena, algo melancólica.
—Leonard hace mucho que está enamorado de Grace. Ya de pequeño decía que un día se casaría con ella. Durante muchos años lo consideré una niñería, convencida de que antes o después se enamoraría de otra. En los meses anteriores a que Grace volviera del college, cuando Leonard todavía se encontraba en el extranjero, cada día esperaba recibir una carta con la noticia de que había conocido a su futura esposa. Aunque… —inspiró una profunda bocanada de aire— aunque en mi fuero interno siempre anhelé que Grace fuera nuestra nuera. —Con el abanico cerrado, señaló la pista de baile—. Están hechos el uno para el otro.
Constance miró a Grace, que garbosa, sonriente y ágil evolucionaba por la pista con Leonard. Verdaderamente, ambos parecían hechos del mismo material, una mezcla de luz solar y prados floridos de Surrey. Como si el paisaje al que los dos se hallaban enraizados hiciera que sus almas se mecieran en perfecta armonía.
—Tal como creo que es mi hijo —añadió lady Grantham en voz baja—, a Grace estaría dispuesto a traerle la luna.
El padre de Constance, el general, le había enseñado que el origen, posición y fortuna no contaban ni la mitad que el carácter, y ella siempre se había atenido a ese principio. De todos modos, habría sido demasiado ingenuo, cuando no hipócrita, no tomar en consideración que Leonard Hainsworth era uno de los mejores partidos de Surrey. Givons Grove era el triple de grande que Shamley Green, y si Grace daba su consentimiento no solo se convertiría en una lady Hawthorne, sino que en un futuro lejano, cuando Leonard sucediera a su padre como conde de Grantham, también sería una condesa de Grantham en Hawthorne House, en Lincolnshire. ¿Y qué corazón de madre, qué deber paternal no desearía para su hija un futuro tan seguro y a salvo de preocupaciones?
No obstante, la idea de perder a Grace en un tiempo no muy lejano la entristecía. Le parecía que era ayer cuando, algo más joven de lo que era Grace en la actualidad, en la noche más corta del año, el solsticio estival, daba a luz en Shamley Green a esa niña que desde que empezó a respirar era fuerte y desbordante de vida. Pero si debía confiar su hija a un hombre —y un día tendría que hacerlo—, entonces ninguno le sería más grato que Leonard. Constance casi lo conocía tanto y tan bien como a sus propios hijos, y no alimentaba la menor duda de que a su lado Grace sería dichosa.
—Grace pronto será mayor de edad y no necesitará nuestra aprobación —respondió—. Por supuesto, no puedo hablar por sir William, pero no creo que ponga ninguna objeción. Y yo misma no logro imaginar ningún hombre mejor para Grace. De todos modos, es ella quien tiene la última palabra.
Aun así, cuando observó el modo confiado y cómplice en que los dos bailaban, le pareció totalmente imposible que la última palabra de Grace fuera un no.
—¿Tendrás luego un momento para mí? —le susurró Leonard—. Quiero enseñarte una cosa.
—Me recoges después de este baile, ¿de acuerdo? —respondió Grace en voz baja cuando él la cedió a Henry Aldersley, de la finca contigua de Headley Park, a quien había prometido la polca.
—No lo dudes. —Le guiñó un ojo y con una mueca que daba a entender indolencia se retiró de la pista para esperar entre los que se hallaban en pie alrededor esperando a que concluyera el baile.
Stephen se hallaba sentado al pie de la gran escalera de piedra de la fachada posterior de la casa, en un rincón a la sombra de un enorme grifo de piedra que descansaba sobre su pata delantera. Solo un pálido rayo solar de la esquina de la ventana llegaba hasta ahí, solo un débil eco de la música. Ante él se extendía el famoso jardín de Givons Grove, un laberinto de bojes recortados en torno a rosales nobles, arriates de flores distribuidos de forma geométrica y singulares arbustos rodeados de un muro de ladrillo que los protegía de los animales del bosque colindante. Esa noche, el jardín estaba iluminado por un sinnúmero de farolillos japoneses colgados en el emparrado de los rosales trepadores, y el tenue murmullo de los invitados que salían a dar un breve paseo se veía apagado por el crujido de sus pasos sobre la gravilla, a veces mezclado con las risitas de una o más muchachas.
Por detrás se le acercaban unos pasos lentos.
Stephen ya se disponía a aplastar su cigarrillo cuando oyó la voz de Jeremy.
—¿Qué haces aquí?
—Eres tú —suspiró aliviado cuando el recién llegado se sentó a su lado sosteniendo una copa—. Había creído que era mi viejo. Si me descubre fumando le da un ataque.
—Por poco no te veo.
—Esto —repuso Stephen— es lo que da sentido a este lugar. —Su voz tenía un matiz vago y junto a la chaqueta del frac arrugada que yacía a sus pies asomaba el cuello de una botella.
Stephen arrojó la colilla sobre la gravilla, dejó la copa al lado, abrió con dedos inseguros un estuche de plata y se lo tendió a Jeremy.
—¿Quieres uno?
Le dio fuego y se encendió otro.
Fumaron en silencio, solo se oía el inhalar y exhalar el humo.
—¿Dónde has dejado a Becky? —La última vez que Jeremy había visto a Stephen en el salón de baile había accedido a los ruegos de Becky dejándose arrastrar a la pista.
—No lo sé. Ni me importa.
—¿Me he perdido algo? Hasta ahora la aguantabas sin problema.
—No. Bueno… ¡sí! Me gusta Becky. Pero a veces es tan… tan… —La lumbre roja dio vueltas por el aire mientras buscaba la palabra adecuada con gesto inquieto—. Tan excesiva…
Jeremy soltó una risa breve y seca.
—Pues sí, sí que lo es.
Stephen exhaló el humo con fuerza, apoyó el codo en la rodilla y se quedó mirando el cigarrillo.
—Explícame mejor qué sucede entre tú y Grace.
Jeremy agitó su copa de whisky y bebió un trago y luego otro.
—No sé a qué te refieres.
—¡Anda! —Stephen resopló—. ¡Quizá sea un fracaso, pero no un imbécil!
Mientras Jeremy callaba y se hacía poco a poco a la idea de confiar a Stephen su secreto, unos pasos apresurados en la terraza desviaron su atención y las cabezas de ambos jóvenes se inclinaron buscando la protección de la escalera.
Leonard ya había llegado al tercer escalón pero Grace se detuvo.
—¿En el jardín? —preguntó.
Él se volvió hacia ella y rio.
—¿Por qué no? —Tendió la mano a la joven—. ¿O no confías en mí?
Grace le cogió la mano y los dos saltaron escalera abajo. Sus pasos sobre la gravilla y sus risas se alejaron deprisa, aunque con dolorosa lentitud para Jeremy.
—Ahí está todo lo que tienes que saber sobre Grace y sobre mí. —Jeremy se bebió de un trago el resto del whisky, pero conservó un regusto amargo en la lengua.
Tras arrojar la colilla, Stephen cogió la botella y sirvió a su compañero después de haberse servido a sí mismo.
—Pues sí —suspiró—. El siempre perfecto, brillante y por todos querido Len, que lo sabe todo y lo tiene todo. —El tono era duro.
—Pensaba que erais viejos amigos.
—Y lo somos. Solo que encuentro asqueroso que siempre me lo pongan de luminoso ejemplo. No soy como él.
—Y quién lo es —musitó Jeremy.
Ambos brindaron.
—¿Son los exámenes lo que te preocupa? —preguntó en voz baja pasados unos minutos.
—Los exámenes. —La cabeza de Stephen asintió pensativa—. Sandhurst. Toda esta maldita mierda militar.
Jeremy se frotó reflexivo la barbilla con el dorso de la mano.
—¿Y si te limitas a suspender? Entonces acabarías con tu tormento.
—¿Y luego? ¿Crees que mi padre me dejaría ir a la universidad? ¡Nunca, jamás! Ahí estaré, sin una sólida formación y sin un céntimo en el bolsillo. ¡E igual el viejo me deshereda y luego me quedo sin Shamley! No, Jeremy, no, con este asunto no acabaré tan deprisa. —Estaba a punto de echarse a llorar.
—¿Adónde me llevas?
—Enseguida lo verás.
—¡No veo nada en absoluto, Len, aquí está terriblemente oscuro! —Grace casi se atragantaba de risa.
—Solo un poco más.
Leonard la había conducido a lo largo de la parte estrecha del muro del jardín y luego por el césped, más allá de donde alcanzaba el resplandor procedente de la casa y de los farolillos que, ahí donde se hallaban, aparecían como manchas centelleantes. La llevó a través de una brecha en la maleza y le soltó la mano, se dio media vuelta y siguió avanzando de espaldas.
Grace se detuvo cuando vio ante sí el resplandor blanco. Un grupo de viejos y nudosos manzanos se encontraba en plena floración y reflejaba la luz de las estrellas, al igual que el seto de lilas blancas en flor que había detrás y que difundía un aroma embriagador. Leonard la había llevado a un mundo mágico y fascinante que la dejaba sin habla.
Leonard no lograba apartar la mirada, no se cansaba de ver cómo la luz de la noche se derramaba sobre ella, que parecía un hada, como si no perteneciera del todo a este mundo. Sin embargo, seguía siendo la misma Grace, aquella con la que había bromeado y reído casi toda su vida. De quien sabía que tenía una cicatriz diminuta en la rodilla derecha porque él había estado allí cuando siendo una niña de siete años se había golpeado contra una piedra en un sendero. A la que más de una vez, jugando en los prados floridos, había sacado el aguijón de una abeja, humedecido la herida con la saliva de ella y soplado para refrescarla. Con la que había vagado por los campos, tanto en verano como en invierno, año tras año. Años en los que habían crecido y madurado como los granos de trigo en la espiga.
Al pie de un árbol se inclinó y recogió un objeto.
—Dame la mano.
Ella se acercó y él depositó en la palma extendida un pequeño ramillete de margaritas: los tallos atados y todavía húmedos del agua en la que habían estado.
—¿Te acuerdas? —preguntó en voz baja.
—Claro que me acuerdo —murmuró ella con una sonrisa feliz y despreocupada.
Una tarde en Givons Grove, en mayo, mucho tiempo atrás. «¡Ven, Grace, tengo algo para ti!». Dos niños corrían descalzos por la hierba. Delante, un niño de cabello rubio y rizado; detrás, una niña con la melena trigueña recogida. Manzanos en flor, zumbido de abejorros, fragancia de lilas blancas. Un manojo de margaritas, el extremo de los tallos remojados y viscosos. «¡Las he recogido para ti!». Y mientras la pequeña Grace se regocijaba con las flores, el niño le cogió las mejillas entre las manos y pegó su boca a la de ella, una boca con sabor a manzana y bizcocho.
—Yo tenía seis años y tú cinco —murmuró él.
Grace asintió inundada por los recuerdos.
—Ya no somos pequeños. —La voz del joven era profunda, profunda y tierna.
—Lo sé —susurró ella, alzando la vista.
Leonard estaba muy cerca de ella y sonreía, y Grace comprendió.
«No, por favor, Len. Por favor». Quería sacudir la cabeza en señal de rechazo, pero estaba como paralizada. Un año antes todavía habría permitido que sucediese. Habría sido para ella un momento de dicha perfecta. Porque había creído lo que todo el mundo creía en Shamley Green y Givons Grove y sus alrededores: que ella y Leonard estaban hechos el uno para el otro. «No, Len —pensó—. No quiero hacerte daño».
No quería a Leonard, a quien estimaba tanto como a Stephen, y ahora estaban precisamente allí, en ese mismo prado, donde eran como ramas brotadas de la misma raíz y crecidas bajo el mismo sol y la misma lluvia. Pero no lo suficiente. Ahora ella amaba a Jeremy. No había ocurrido desde el principio, no ya aquel sábado de noviembre, cuando Stephen lo invitó a pasar el fin de semana fuera de Sandhurst. Había necesitado tiempo, todo un inverno y una primavera hasta sentirlo. Hasta que la vaga sospecha de lo que le estaba sucediendo se convirtiera en certeza.
«No, por favor, Len».
—Más vale que te vayas a dormir. —Jeremy recogió del suelo la chaqueta del frac, dejó las copas y la botella vacías, y levantó a Stephen—. Piensa en que mañana te encontrarás fatal.
Stephen gruñó algo incomprensible, mientras Jeremy se pasaba por el cuello una de las manos inertes de su amigo y le ayudaba a subir un escalón tras otro.
Una muchacha tropezó al cruzar el umbral de la puerta de la terraza y casi se dio contra ellos: Ada, los ojos abiertos como platos, manchitas rojas en las mejillas, por lo habitual blancas como la cal.
—¿Habéis visto a Grace? —chilló—. ¡No la encuentro en ningún sitio y la he buscado por todos lados!
Jeremy señaló con la cabeza hacia el jardín.
—Se ha ido por allí con Len.
Ada asintió temblorosa y siguió bajando los escalones con la falda recogida.
—¿Grace? ¿Grace? —Cuanto más se alejaba de casa, más estridentes sonaban sus gritos—. ¡Gracie! ¡Gracie!
Stephen volvió la cabeza embotada y la miró con el ceño fruncido.
—¡Pero si era mi hermana! —se asombró con lengua pastosa y un gesto impreciso de la mano—. ¡No «ella»! ¡La otra!
—¿Grace? ¡Gra-cieeeee!
Grace se dio media vuelta. Leonard la cogió de la mano, las margaritas cayeron al suelo y ambos se marcharon entre los arbustos hacia el jardín.
En la esquina del muro de ladrillo estaba Ada, como un espectro, iluminada por el claro de luna, ataviada con una etérea seda rosa pálido, los brazos cubiertos por guantes largos propios de la ocasión, rectos y pegados al cuerpo y los puños apretados.
—¡Gracie! —Salió de su estupor y corrió hacia su hermana. La abrazó con todas sus fuerzas.
—¡Ads! ¡Ads, cariño! ¿Qué te pasa?
—¡No sé qué he de hacer! Estaba siempre ahí y luego… y luego…
Grace le acarició el rostro encendido, mientras sus pensamientos se apiñaban en su cabeza.
—Tranquilízate, Ads. Cuéntame despacio y por orden qué ha pasado.
Ada inhaló una profunda bocanada de aire, una vez, dos veces.
—Estaba a mi lado sin decir palabra. Y… y yo tampoco sabía qué decir. Y de repente me preguntó si quería bailar con él…
—¿Y entonces? —Grace puso una mueca—. ¿De quién estás hablando?
—De Si… Simon —tartamudeó Ada—. ¡No sabía qué responderle! ¡No quería preguntárselo a mamá y a ti no te veía por ningún lado!
Grace hizo un esfuerzo para no echarse a reír. Su hermana pequeña, con su precioso vestido de noche parisino, a la que habían enviado al extranjero para que superase su extrema timidez, perdía los nervios porque un joven quería sacarla a bailar. Echó un vistazo a Leonard, quien se había vuelto a medias y reprimía la risa con el puño delante de la boca.
—¿Y por eso vas gritando por el jardín?
Ada hizo pucheros y el labio inferior comenzó a temblarle peligrosamente.
—Es que todavía no puedo bailar en público. No antes de mi presentación… ¿O no es así? —Miró insegura a Grace. La presentación oficial de Ada en sociedad se había proyectado para otoño, un acontecimiento importante que precisaba una esmerada preparación.
—Bueno, no, no puedes. —Grace no tuvo que pensarlo mucho—. Pero como esta es una fiesta en un círculo privado, nadie pondrá objeciones.
—Ah —repuso Ada, aliviada. Y al punto empezó a ser consciente, demasiado tarde, de cómo se había comportado, y se tapó el rostro con las manos—. Oh, no. ¿Y cómo voy a entrar allí ahora? ¡He hecho el ridículo más espantoso!
Grace le apartó las manos de la cara, le sujetó el mentón y secó las primeras lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.
—No hay para tanto. Ahora mismo volvemos y nos ocupamos de que bailes con Simon, ¿de acuerdo?
De la mano de Grace y acompañada por Leonard, Ada volvió a subir la escalera.
—Espera un momento. —En el extenso cuadrado luminoso que caía de las ventanas y las puertas del salón, Grace observó el semblante de su hermana y le secó las lágrimas con los pulgares. Con una horquilla brillante volvió a prenderle un mechón de cabello que se le había soltado encima de la oreja—. ¿Te gusta Simon? —le susurró.
Ada la miró desconcertada. A Ada le gustaba el pastel de cordero y caramelo, Chopin y Bach, los días nublados y el aroma a naranja recién mondada. ¿Cómo podía Grace preguntarle si le «gustaba» Simon?
—No sé —respondió con un hilillo de voz. Y añadió—: Apenas lo conozco.
Con expresión abatida, Simon esperaba al borde de la pista de baile.
—Yo, por mi parte, ¡no concebiría pasar todo el verano en Londres! —parloteaba junto a él Helen Dunmore, la ahijada de lady Grantham—. ¡En verano hay que salir al campo, o mejor todavía, a la playa! —Y añadió esperanzada—: Imagino que en julio Somerset debe de ser maravilloso… —Como Simon no reaccionaba, ella insistió—: ¿Qué tal es en verano?
Pasaron unos segundos antes de que Simon cayera en la cuenta de que le estaba hablando.
—Eh… agradable. Es agradable. Muy agradable. —Y volvió a sumirse en sus sombrías reflexiones.
En el rostro blanco como el marfil y pecoso de Helen Dunmore, el mismo que semanas antes Simon había encontrado tan encantador como para robarle un beso tras un seto de alheña, asomó el despecho.
—Normalmente vamos a Kent —perseveró la joven—. Tal vez Somerset supondría una bonita alternativa…
El corazón de Simon se estremeció al ver que Ada regresaba con Grace.
—¿No lo crees así, Simon? —Helen Dunmore parecía profundamente ofendida—. ¿Simon?
Como empujado por una mano invisible, Simon avanzó hacia Ada, pero se detuvo cuando Leonard le dirigió una señal y Grace señaló con la cabeza hacia sus padres, indicándole que había faltado un pelo para que Simon cometiera un desliz en sociedad.
Se volvió en redondo y con cada paso que daba iba recuperando su acostumbrada firmeza.
—¡Disculpe, señor! —Entrechocó los talones y se inclinó—. Lady Norbury. Desearía preguntarles si me permiten bailar con miss Ada.
Para los Norbury no había ningún impedimento y, con su autorización, Simon se precipitó hacia la joven y se inclinó ante ella con los ojos brillantes.
—¿Me permite… me permite que la invite a bailar, Ada?
Ella solo fue capaz de asentir, y en la mirada que lanzó a su hermana por encima del hombro cuando Simon la conducía a la pista había toda la felicidad del mundo.
—Gracias. —Grace cogió la copa de champán que Leonard le tendía.
Aunque este aparentaba que no había sucedido nada, como si nunca hubiera existido ese momento bajo los manzanos de brillo espectral, algo había cambiado entre ellos. Como si se hubiera perdido para siempre la confianza alegre y despreocupada de la infancia. Grace estaba tristemente segura de ello.
Buscaba vanamente entre los invitados un rostro determinado: uno duro e imperturbable, accesible solo en raras ocasiones. El rostro de Jeremy.
—Quién habría dicho —comentó Leonard entre dos tragos— que precisamente Simon sería alcanzado por la flecha de Cupido.
Grace asintió pensativa. Era evidente lo que le sucedía a Simon, aunque también a Ada, tan ensimismados bailaban, tan absortos el uno en el otro.
Al coronel Norbury tampoco le pasó inadvertido, y su mirada glacial se entretuvo en Simon Digby-Jones. Incluso si Simon lograra convencerlo de que sus intenciones eran respetables, su situación no cambiaría: un chico de dieciocho años y el menor de los cuatro hijos del barón Alford, sin perspectivas de heredar y muy, muy lejos de ser un hombre hecho y derecho capaz de hacerse cargo de una esposa e hijos.