—De nuevo le agradezco que me permitan viajar con ustedes, lady Norbury, sir William —gorjeó Becky en el coche abierto del que tiraban Jack y otro vigoroso caballo llamado Jill, y que esa tarde de sábado circulaba por el camino vecinal hacia el noroeste, camino de Givons Grove, apenas a dieciséis kilómetros de distancia.
El coronel inclinó la cabeza brevemente, pero su esposa rodeó los hombros de la muchacha y repuso jubilosa:
—Es un placer. ¡Casi perteneces a la familia!
Un resplandor cubrió el rostro de Becky, quien, con las mejillas tersas y la barbilla altiva, lanzó una mirada triunfal a Stephen, que cabalgaba junto al vehículo. Mirada de la que él fingió hacer caso omiso mientras azuzaba alegremente a su bayo.
—El gran mérito de mamá ha consistido en convencer a tu padre de que te dejara marchar todo el fin de semana —señaló Grace desde su yegua alazana.
Becky asintió con expresión preocupada y dirigió una mirada agradecida a lady Norbury.
—Por una vez se apañará sin ti un domingo —intentó animarla esta.
—Ya lo sé —suspiró la joven—. Pero, por lo visto, es él quien no lo reconoce.
Tras la temprana muerte de su madre, Becky cargaba sobre sus hombros con toda la responsabilidad de administrar la parroquia, y puesto que la comunidad de la iglesia de la Santa Trinidad no era precisamente reducida, sino que se extendía casi hasta Cranleigh, ello significaba una pesada carga para la joven, pese a que ella, con su alegría innata, solo lo dejaba entrever en escasas ocasiones. Probablemente nadie lo entendía mejor que Constance Norbury. Tenía catorce años, casi la misma edad que Becky ahora, cuando su madre cayó gravemente enferma, y quince cuando murió, y ese año se dedicó no solo a cuidarla, sino que recayeron también sobre ella todas las tareas y obligaciones del mantenimiento de la casa de su padre, el general Seamus Finley Shaw-Stewart.
Constance Norbury sentía tanto cariño por la vivaracha hija del párroco que deseaba de todo corazón compensar lo que el destino no le había concedido a Becky, mientras tan generoso había sido en todos los aspectos con sus propias hijas. Puesto que el reverendo Peckham ataba corto a su hija en todo lo referente a la vanidad femenina, guardaban celosamente el secreto de que el nuevo vestido de tarde de color lavanda y también la nueva indumentaria de noche, cuidadosamente doblada en su maletita, eran regalo de Grace y su madre.
—Sé indulgente con el señor párroco —advirtió el coronel Norbury—. No siempre es fácil ser padre. Tal vez tire demasiado de las riendas. —Su voz se alzó un poco y sonó un tanto irritada—. Yo, por el contrario, me pregunto si no debería hacer lo mismo con mi primogénita, que con todo desparpajo se ha presentado con su hermana y su amiga en el college, causando no poco revuelo, sin que nadie la haya invitado.
Grace se volvió hacia él en su silla de montar y sonrió.
—Me temo que es demasiado tarde, papá. Y tal vez lo niegues, pero hemos visto cuánto te alegraste al vernos entrar a las tres por tu puerta. Sobre todo de poder abrazar a Ada un par de horas antes de lo previsto.
El coronel refunfuñó, pero en sus ojos refulgió una chispa de satisfacción. Si alguna debilidad tenía eran sus hijas. Aunque él no lo veía así, la caballerosidad y cierta indulgencia en el trato con el sexo femenino formaban parte de las virtudes de su posición como oficial y caballero, cuyos principios había seguido toda su vida.
Los ojos del coronel se posaron un instante en los de su esposa, que iba sentada frente a él en el vehículo. Pese a la doble mácula de ser de origen irlandés y, además, católica, Constance Isabel Shaw-Stewart, siendo joven, bonita e hija de un general de gran mérito, había sido una de las señoritas más solicitadas de Calcuta. Eran muchos los apuestos tenientes que habían revoloteado alrededor de ella como abejas en torno a un pote de miel. Las fracturas en los huesos y las profundas heridas que se demoraban en sanar, así como la perspectiva de no poder volver a caminar correctamente, no habían impedido al coronel cortejarla. Y al final ella había accedido a la petición de él, dieciséis años mayor que Constance. Se había convertido a la religión del marido, había asumido la dirección en solitario de Shamley Green y la crianza de los hijos y nunca se había quejado de las largas ausencias de su marido, a miles de kilómetros de distancia.
Como si adivinara los pensamientos de su esposo, Constance respondió a su mirada y sonrió. Su relación siempre había sido así, una especie de entendimiento mudo, una profunda confianza y ninguna pelea que enturbiara el ambiente. Todo discurría sin demasiadas palabras ni grandes gestos. ¡Bendito aquel a quien le tocaba en suerte una mujer así, que, además, le había agraciado con tres hijos sanos!
El orgullo del coronel era Grace, que en esos momentos iba segura y recta como una vela en la silla de montar, con una falda ancha y abierta, bajo la que se escondían unos pantalones ceñidos. La chaqueta entallada color chocolate del traje de montar recordaba a un uniforme y el sombrerito semejaba una gorra de cadete. Era la imagen perfecta de la futura esposa de un oficial, puesto para el cual había sido educada. Absolutamente igual que su madre, Grace también tenía su buen tacto para flexibilizar las reglas de modo que pudiera salirse con la suya sin violentar ninguna norma. El valor, calidez y energía de Constance se reflejaban en Grace. Había legado lo mejor de ella solo a esa hija, como si sus dones se hubieran agotado con ello y no hubiese quedado nada para Stephen y Ada.
Por muy orgulloso que el coronel se sintiese de Grace, igual de profundo era el cariño que experimentaba hacia la hija menor, tal vez porque se parecía a su abuela, la madre de él, fallecida antes del nacimiento de Ada, que por eso llevaba su nombre. Pero tal vez también porque la dulzura y timidez de esta reclamaban protección. No solo habría que tener en cuenta el rango y el origen de su futuro esposo, sino especialmente su carácter. Tendría que ser estable y digno de confianza, capaz de ejercer una buena influencia sobre Ada, quien era de naturaleza maleable.
Solo Stephen le daba motivos de preocupación, cuando no de enfado. Ni la etapa escolar en Cheltenham ni el año de formación en Sandhurst, que pronto tocaría a su fin, habían obrado en él el efecto deseado: desprenderse de una vez de una sensibilidad muy poco viril y militar, cuyo origen el coronel no lograba comprender. Tanto los Norbury como los Shaw-Stewart procedían de una larga tradición militar y naval, así como sus parientes Shipton, Blackwood, Townsend y Westbrooke. Todos los hombres Norbury solían ser muy resistentes. El coronel ponía ahora sus esperanzas en lo que viviría Stephen después de Sandhurst, en que el modo de ser de su hijo se vería fortalecido por la vida en el regimiento.
Mejor todavía, por la experiencia de una guerra.
Los dos caballos subieron la pendiente que partía del boscoso valle y trotaron por el paseo de olmos al final del cual se alzaba soberbia la mansión de Givons Grove. Un pequeño campanario grácil y adornado con banderines sobresalía por encima del aguilón y el tejado de pizarra gris. Unas alas laterales alargadas flanqueaban la fachada principal en amarillo prímula y blanco y daban a la explanada delantera el carácter de un airoso patio interior. Si bien esa casa de campo del conde de Grantham parecía modesta al lado de la mucho más imponente Hawthorne House, comparada con Shamley Green, Givons Grove se veía como un pastel de crema de mantequilla generosamente guarnecido junto a un pan normal y corriente.
El coche avanzó por la gravilla, a lo largo de los surtidores y las bolas de boj esmeradamente cuidadas, hasta el portal principal. Los lacayos ya aguardaban allí para recoger los caballos de Stephen y Grace, ayudar a los invitados a bajar de los carruajes y trasladar el equipaje al interior.
—¡Ya han llegado!
Un par de jóvenes rubios descendieron a saltos los escalones y se acercaron presurosos: Leonard, vestido informalmente con pantalón de traje y chaleco, la camisa arremangada dejando al descubierto los antebrazos tostados por el sol, y su hermana Cecily. Alrededor de estos correteaba una alegre jauría de spaniels y pointers, dando la bienvenida a los recién llegados con ladridos, gañidos y meneando la cola. Y también Gladdy, que había aceptado con tristeza a que la subieran al coche que el coronel, cediendo a los ruegos de Ada, había dispuesto que los llevara a todos, saltó del vehículo y, tras un breve olisqueo, se marchó contenta con la jauría.
Ada se quedó un instante sin respiración cuando bajó del coche. Cecily todavía estaba más bonita un año después. De su rostro en forma de corazón y bien proporcionado, de ojos azul cobalto y brillante cabello rubio plateado, irradiaba la misma luz que Leonard, pero más clara, como el resplandor de la luna. Por un momento, Ada se sintió desgraciada al pensar que tendría que pasar la tarde a la sombra de Grace y Cecily.
Una preocupación que se vio un tanto aliviada cuando Cecily, tras saludar formalmente a sir William y lady Norbury, rodeó con el brazo a Ada y la estrechó con determinación.
—¡Oh, Ada, qué maravilla que estés de vuelta! ¡Sin ti esto no era lo mismo!… ¡Grace! ¡Qué alegría verte! —Las amigas se abrazaron risueñas. Cuando se separaron, el resplandor en el rostro de Cecily se atenuó en una leve sonrisa—. ¡Hola, Becky!
Becky estrechó la mano que Cecily le tendía, pero enseguida la soltó con una mueca de disgusto.
—Hola, Cecily.
—Sed bienvenidos —se oyó desde la puerta, e incluso quien no hubiera conocido a los Hainsworth habría sabido de inmediato, cuando aparecieron lord y lady Grantham, a quiénes debían Leonard y Cecily su buena presencia.
Lady Grantham, esbelta, grácil y apenas más alta que Ada, abrazó a la muchacha.
—¡Cuánto te hemos añorado en Givons Grove! ¡Y qué mayor te has hecho! —Si bien su cabello tendía a un rubio con matices rojizos, los ojos eran de un verde musgo y el paso de los años había marcado sus rasgos, era evidente que Cecily se parecía a su madre.
De igual modo, el aspecto de Leonard permitía deducir qué apariencia había tenido James Michael Hainsworth, el conde de Grantham, que ahora también mostraba un aire sencillo en mangas de camisa, a la edad de su hijo, mucho antes de que su cabello color arena empezara a blanquear por las sienes.
—Con su permiso, señor. —Leonard rodeó con un brazo a Stephen y con el otro atrajo a Grace—. Lady Norbury… ¿puedo raptarles a los cuatro hasta esta noche?
Un ruego que le fue gustosamente concedido, y en medio de un animado parloteo Leonard y Cecily condujeron a sus invitados al ala izquierda de la casa por un pasillo con techo alto de estuco blanco. Desde las paredes forradas de madera, antiguos retratos en pesados marcos dorados contemplaban cómodas y bargueños de valiosos herrajes y entalladuras, así como jarrones chinos blancos y azules y de delicados tonos pastel.
—¡Mirad a quién hemos traído! —exclamó Cecily alegremente, al cruzar la puerta que desde la alfombra roja de motivos persas daba a la terraza occidental.
Comparado con el tamaño de la casa, ese lugar, casi diminuto y con columnas de estilo griego forradas de madreselva que sostenían la cubierta, producía un efecto sumamente apacible. Desde allí se veía un paisaje similar a un parque, al final del cual, entre árboles y arbustos, se distinguía un trozo de muro de separación y un portalón; los setos arreglados y el cuidado bosquecillo que separaban esa zona de la finca de los espléndidos jardines posteriores producían una sensación de recogimiento.
Un muchacho desmañado de unos trece años, enormes ojos azules y cabello pajizo y desgreñado, que había permanecido torpemente sentado sobre la balaustrada mirando con admiración a los tres jóvenes que ahora estaban frente a él, bajó de un salto y corrió hacia los recién llegados con una sonrisa de oreja a oreja para saludarlos con una mezcla de cortesía recién aprendida y entusiasmo infantil. Era Tommy, que de hecho se había estirado tanto que ya superaba a Ada en más de un palmo.
—¡Los que están más cerca siempre son los que llegan más tarde! —bromeó Royston de buen humor.
Cecily se separó de Ada y Grace, con las que había llegado cogida del brazo, y se colocó con los brazos cruzados y severo delante de él.
—A diferencia de Stephen, tampoco tenías que dar ningún rodeo para ir a recoger a las damas que completan el grupo y conferirán un brillo especial a la velada.
Royston se quedó mirando divertido a la joven, que ni siquiera le llegaba al hombro.
—Respondona como siempre, distinguida lady Cecily. Pero no tengo ninguna posibilidad de contradecirla sin perjudicar o bien el encanto de las mencionadas damas o el suyo.
Cecily arqueó las finas cejas.
—Lo sé. ¡Tal vez admitáis de una vez que no podéis competir conmigo, querido lord Amory!
—Admitido —contestó Royston con calidez, al tiempo que sus ojos hundidos, que recordaban al ébano, la miraban con ternura. El viejo pícaro resurgió cuando dirigió la vista a Ada y le hizo señas de que se acercara—. ¡Ven, Ada! Antes de que tenga que seguir escuchando más insolencias de esta chica malcriada… —Se sobresaltó complacido cuando Cecily le propinó un golpe en las anchas espaldas—. Te presentaré… En realidad tendría que ocuparse el anfitrión de esa tarea. —Miró a Leonard, que estaba repartiendo entre sus amigos las copas de champán de una bandeja que un criado con librea sostenía servicialmente—. Pero ya ves, ¡una vez más prefiere el indigno espíritu festivo a la etiqueta social!
Leonard se limitó a reír y Royston susurró conspirador al oído de Ada:
—Qué otra cosa cabría esperar de los descendientes de una familia que apenas lleva cien años elevada al rango de la nobleza.
Ada soltó una risita. Los Ashcombe podían remontar su árbol genealógico sin interrupciones hasta el Devon del siglo XII, y debían el título de conde de Ashcombe, que Royston heredaría en el futuro, al hecho de que uno de sus antepasados contrajese matrimonio a mediados del XVII con una hija natural del rey Carlos II. El noble linaje de Royston Nigel Henry Edward Ashcombe, vizconde Amory, ofrecía materia suficiente para bromas a las que él mismo se entregaba burlón.
—Te he oído —protestó Cecily detrás de ellos—. ¡Considérate tachado de mi carnet de baile!
Ada se volvió con Royston hacia Cecily.
—No lo conseguirás, ma belle dame sans mercie —replicó el joven con inesperada dulzura, y cuando Ada sorprendió el brillo feliz en los ojos de Cecily, sonrió para sus adentros.
—Pues bien —empezó solemnemente Royston, echando con teatralidad un brazo sobre los hombros de Simon—. ¿Me permitís presentaros?: Ada Isabel Norbury, el polluelo del por todos apreciado y querido clan Norbury, quien tras un largo periplo por el ancho mundo vuelve a estar entre nosotros. Y este enano no es otro que Simon George Alasdair Digby-Jones, el polluelo de lord y lady Alford de Bellingham Court en Somerset.
Ada ya lo había visto nada más entrar en la terraza, con sus rasgos casi pasmosamente marcados después de que la imagen, que ella había conservado y cuidado en su memoria desde el martes, se estuviera deshaciendo velozmente. Un rostro que, con la nariz rotunda y las líneas marcadas, habría encajado mejor con una gorra de visera y una chaqueta zurcida que con el sencillo pero noble torzal que vestía. Un rostro que uno habría esperado ver en una callejuela de Whitechapel antes que en su círculo de amistades. Todavía más excitante encontró Ada la vulnerabilidad de sus ojos grises, que la miraban con fijeza.
Simon hizo ademán de avanzar hacia ella, pero Royston lo detuvo, mirándolo sorprendido.
—Quieto… ¿Quizá no debería presentaros? No solo porque a los labios de nuestro señor Digby-Jones a veces acuden expresiones que sonrojarían a una damisela decente y porque es además un perfecto bravucón… Sino porque encima, según se oye decir (¡Tommy, tápate las orejas o tu madre se enfadará conmigo!), ¡nuestro buen Simon tampoco consigue mantener las manos quietas cuando a su lado se encuentra el bello sexo!
Cualquier otro día, Simon habría recogido el guante y se lo habría devuelto a Royston con una respuesta adecuada. Ese día, sin embargo, se limitó a enrojecer ante las risas de los demás, y también Ada se ruborizó.
—Hola, Ada —dijo Simon en voz baja tras dar un paso hacia ella y tenderle la mano derecha.
Ada se derritió cuando sintió cómo la mano del chico temblaba y con cuánta delicadeza se cerraba en torno a la suya.
—Hola —susurró.
Se desprendió de mal grado cuando Royston tiró un poco de ella hacia un joven de cabello oscuro que, con expresión huraña, se apoyaba en una de las columnas cubiertas de madreselva. En ese rostro, bajo un cabello espeso y oscuro como la tierra mojada, no había nada delicado o dulce. Parecía duro y frío, como de barro, y tan fiable como reservado. Un rostro viril comparado con los demás, que apenas empezaban a ser hombres.
—Y este, queridísima Ada, este es el simple y conmovedor Jeremy Denver. Nuestra oveja negra.
Jeremy debió de percatarse de la expresión inquisitiva de Ada, pues se retiró de la columna y dijo:
—Royston se refiere a que yo, a diferencia de los demás de Sandhurst, procedo de la tan injuriada clase media. —Su declaración fue neutra, carente de amargura, pero Ada se sintió incómoda hasta que los rasgos de Jeremy se relajaron y casi adoptaron un aspecto cordial—. Me alegro de conocerte por fin. —El apretón de su mano fue agradablemente firme, pero corto, y de inmediato él volvió a apoyarse contra la columna—. Hola, Grace.
—Entonces, damas y caballeros… —intervino Leonard cuando ya todos estaban provistos de champán y se volvieron hacia él. Alzó su copa y sonrió con picardía—. ¡Por la larga noche que nos espera!