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El gorjeo de los pájaros llenaba el aire, endulzado por las hojas y la hierba caldeadas por el sol y perfumado por las hierbas aromáticas de los huertecillos. A esa hora, mediodía, era realmente posible oler los colores del jardín, el tono azafrán de la caléndula, el azul cobalto de la espuela de caballero, el suave malva del flox y el rojo escarlata de los tulipanes tardíos. De la lejanía llegó el sonido metálico de una bocina que anunciaba el paso de una silla de posta tirada por cuatro caballos rumbo a Brighton, cuyo recorrido pasaba por detrás de Shamley Green.

La finca, a unos ocho kilómetros al suroeste de Guildford, abarcaba unas cuatrocientas yugadas; una propiedad más bien modesta pero con una larga historia. Cuando Guillermo el Conquistador pisó suelo inglés, Shamele, como se llamaba entonces, ya formaba parte de los terrenos del monasterio benedictino de Chertsey Abbey y, tras la disolución de todos los monasterios ingleses, Enrique VIII se lo entregó como obsequio a uno de sus cortesanos… o más bien a su esposa, en todas partes conocida y famosa como «la bella Ana».

La tierra de Shamley Green era una tierra buena, rica. Unos prados suculentos alimentaban vacas y ovejas, y en los campos crecían el trigo, la avena y la cebada, así como acelgas y coles, y más tarde patatas y nabos, mientras que en los espesos bosques se hallaba la preciada madera de roble. Desde hacía ciento treinta años era tierra de los Norbury, desde que el bisabuelo del coronel, un capitán de barco que había labrado su fortuna al servicio de la Compañía de las Indias Orientales, la había adquirido.

El trino de carboneros y petirrojos en la copa de los árboles encontró eco en las voces de las cuatro mujeres y en los sonidos cristalinos y hogareños de la porcelana, la plata y el cristal distribuidos sobre el mantel de la mesa del jardín. Por encima de su plato, Ada miraba una y otra vez la casa en la que había nacido y crecido. Tanto por fuera como por dentro, todo seguía igual a como lo recordaba y tal como había dispuesto su construcción el hijo de aquel capitán Norbury más de cien años atrás.

La fachada de ladrillo rojo resaltaba en la lejanía sobre el verde intenso del césped y el follaje oscuro de los robles. Un contraste que todavía intensificaban más los marcos blancos de las ventanas con cuarterones y el friso también blanco que recorría el tejado de ripias gris coronado por numerosas chimeneas. La casa se había planificado según el principio de la funcionalidad. Detrás del edificio principal de tres pisos con el portal de entrada, unas construcciones más modestas rodeaban el alargado patio interior, el cual ofrecía el camino más corto para acceder a todas las habitaciones de la casa.

Pese a su masculina sobriedad y elegante ligereza, por dentro la casa estaba bastante sobrecargada. El verde, el blanco y un rojo mate eran los colores preponderantes, a los que se añadían maderas de las más diversas clases, y los techos, las cenefas de las paredes, las barandillas y columnas estaban adornados con anclas, delfines y peces, conchas y tritones, ninfas e imágenes de Neptuno procedentes de leyendas de los siete mares.

La habitación de Ada, con empapelado rosa y un ramo de flores silvestres en la mesilla de noche, junto a un paquete de sus caramelos preferidos en señal de bienvenida, tampoco había experimentado ningún cambio. Se sintió extraña allí con su ropa parisina y el traje de viaje, que de inmediato cambió por uno de sus viejos vestidos de verano. Se soltó el cabello liso, castaño y con reflejos rojizos, que con tanto esmero se había recogido en lo alto por la mañana, y tan solo se sujetó detrás de la cabeza algunos mechones para que no le cayeran en la cara. Todo igual que antes.

—¿Más pastel, Becky? —Constance Norbury señaló el tentador pastel de setas ablandadas en caldo, trituradas y mezcladas con costilla y riñones picados de cordero y aromatizado con cebolla y menta, el plato favorito de Ada cuando era niña y que Bertha, la cocinera, había preparado para dar la bienvenida a la menor de la familia.

Los ojos castaños jaspeados de verde de Becky se apartaron reticentes de los restos de la bandeja.

—Muchas gracias, lady Norbury, pero si sigo así, el sábado no cabré en el vestido nuevo.

Ada tragó el último bocado, una mezcla perfecta de pastel de carne, puré de patatas y zanahoria.

—¿Qué ocurre el sábado?

—Los Hainsworth nos han invitado a pasar el fin de semana en Givons Grove. —Grace bebió un sorbo y volvió a depositar el vaso sobre la mesa—. Nada especial, solo amigos y vecinos.

—¿Puedo ir, mamá?

Ada resistió la mirada sorprendida de tres pares de ojos.

—Pero si antes nunca querías… —soltó Becky, lo que, con su voz inequívocamente alta e insinuante, sonó dulce y blando como un caramelo de nata.

—He cambiado de parecer —repuso Ada con una audacia inusual en ella. Los dedos de Grace, que se cerraron alrededor de los suyos, provocaron un aleteo feliz en su vientre. Al parecer, los meses en el extranjero habían obrado ese pequeño milagro que todos habían esperado. Los tiempos en que Ada se pegaba con miedo a las faldas de su madre y hermana y se escondía detrás de su padre y su hermano ya eran cosa del pasado.

—Claro que puedes ir —respondió Constance Norbury—. Lord y lady Grantham estarán encantados. —Posó tiernamente la mirada en su hija menor antes de coger la tetera.

Ada apartó los cubiertos, se reclinó con el estómago lleno y se quitó la servilleta del regazo, momento que había estado aguardando Gladdy. El cachorro que tiempo atrás habían bautizado con agua del Cranleigh con el nombre de Gladstone, el antiguo —y entretanto nuevo— primer ministro, se había convertido en un viejo setter que levantó entonces el hocico de la marca de saliva que había dejado en la rodilla de Ada y volvió a apoyar la cabeza más arriba. Nada más bajar Ada del carruaje, Gladdy había corrido hacia ella por la gravilla para describir círculos gimoteantes a su alrededor, y desde entonces no se había apartado ni un instante de su lado. Por el contrario, Tabby, el gato gris atigrado que yacía bajo el rododendro parpadeando y con las patas delanteras recogidas bajo su pechera blanca, ni se dignó mirar a la joven como castigo por haber estado tanto tiempo ausente.

—¿Cómo les va a Len y Sis? —Ada rascó la frente de Gladdy, deleitándose al ver al setter cerrar dichoso los ojos, los belfos colgando relajadamente.

—Bien. Como siempre. Len va por ahí rompiendo corazones y Sis tiene montones de galanes a sus pies —bromeó Grace con un tono cálido que delataba su afecto hacia los dos.

Ada sonrió.

—Pero a Tommy no lo reconocerás —advirtió Constance Norbury, removiendo el azúcar en el té—. Se ha convertido en un chico realmente mayor.

—Desde luego —convino Grace sonriendo—. ¡Casi un pequeño gentleman! Len está muy orgulloso de su hermano menor.

Al advertir la mirada de tácita connivencia que cruzaron Grace y su madre, Ada sintió una dolorosa punzada, puesto que creía haber superado el hecho de que ella no podía compararse con Grace, quien no solo era la mayor de los tres, sino también el vivo retrato de su madre. Era necesaria una segunda mirada, una tercera, para no confundir a Grace con la hermana menor de lady Norbury, tanto era el parecido entre madre e hija en la gesticulación y los gestos, en las finas facciones de su rostro oval, en la delicada línea de la nuca, la silueta delgada y alta y el cabello trigueño.

Había sido más fácil ser otra en el extranjero. La invadió el temor a que su yo, todavía frágil, perdiera su solidez con el regreso a casa. Que nunca fuera realmente a cambiar algo en su vida.

—Me gustaría ver a Stevie antes del fin de semana —murmuró mientras acariciaba el lomo de Gladdy, lo que él correspondió tamborileando solícito el césped con la cola. Para Ada, Grace siempre había sido más que una hermana: una amiga e incluso una aliada. Sin embargo, había una parte de Ada que solo Stephen comprendía de verdad.

—¿Qué hora es? —Grace balanceó el pie bajo la mesa.

Becky consultó el pequeño reloj de plata que llevaba al cuello, colgando de una larga cadenilla.

—Casi las tres menos cuarto.

Grace lanzó a su hermana una mirada pícara y audaz.

—Si nos damos prisa, todavía llegaremos al partido de rugby de Sandhurst.

—Gracias, Ben.

Grace subió con brío al coche, se sentó en los cojines de cuero y tomó las riendas que sostenía Ben. El cochero ayudó luego a subir a Ada y Becky al pequeño carruaje descubierto de dos ruedas. El tílburi, que formaba parte del modesto servicio de coches de los Norbury, era viejo, pero los cuidados de Ben lo mantenían impecable. Ligero y fácil de manejar, endiabladamente veloz gracias a sus dos grandes ruedas, solo estaba concebido para dos personas, así que las jóvenes se acomodaron entre risitas en el asiento hasta sentirse más o menos cómodas y, sobre todo, seguras.

Ben cerró el compartimento para el equipaje en la parte trasera del tílburi, donde las chicas habían dejado sus sombreros y bolsos de mano, y apareció de nuevo de detrás del vehículo.

—Los recogeré a usted y a sir William en Sandhurst esta noche en el coche grande, miss Ada.

Mientras que Stephen, al igual que el resto de cadetes, vivía en la residencia de la academia —aunque al menos podía pasar algunos fines de semana en casa gracias a su cercanía—, todas las mañanas Ben llevaba al coronel en coche a Sandhurst, a dos horas largas de distancia, y lo recogía por las noches.

—De acuerdo. Gracias, Ben. —Ada le dirigió una sonrisa excitada, impaciente de alegría anticipada.

El hombre acarició la grupa del vigoroso caballo negro que cabeceaba inquieto y retrocedió cuando Grace cogió las riendas y chasqueó la lengua.

—Buen viaje.

El vehículo se puso en marcha, crujió por la gravilla del patio interior y por la entrada que discurría junto a los establos hasta enfilar el camino de acceso delante de la casa.

—Agarraos, chicas —advirtió Grace. Afirmó los pies en el suelo y aflojó las riendas—. ¡Ea, Jack, ea! ¡Enséñanos lo que sabes!

El caballo echó a galopar por la amplia curva que discurría entre viejos robles y luego conducía al norte. Ada gritó asustada, temiendo que el vehículo fuera a volcar. Contuvo la respiración y se agarró con fuerza a Becky y al respaldo del asiento.

Solo cuando sintió la seguridad con que Grace enderezaba el coche en la senda, volvió a respirar. Aun así, percibió los fuertes latidos de su corazón mientras los bosques y los alfombrados prados pasaban volando a su lado y los castaños, con sus frutos rojos y blancos brotando de las cápsulas de espinas, se diluían en estrías de colores.

Con el rabillo del ojo, Ada veía cómo su hermana se mordía el labio inferior cuando debía concentrarse especialmente y luego volvía a reír despreocupada cuando podía dejar galopar a Jack un tramo recto, y cómo le brillaban entonces los ojos. Sintió una dolorosa punzada en lo profundo de su ser cuando se percató de cuánto quería a Grace. Pero ¿cómo no iba a quererla? Todo el mundo quería a Grace, a ella todo le venía dado, incluso el cariño de la gente.

—¿No tienes miedo? —gritó a su hermana, aunque ya imaginaba cuál sería la respuesta.

—¡Solo de ir demasiado despacio! —respondió Grace sonriendo, sin apartar la vista del camino.

El coche se aproximaba veloz a un cottage aislado. Un anciano con pantalón de tirantes y una gorra de visera estaba apoyado en el murete que rodeaba el jardín y oteaba ocioso el paisaje.

—¡Hola, señor Jenkins! —saludó Grace.

—¡Eeoooo! —exclamó Becky, al tiempo que lo saludaba con la mano.

El anterior arrendatario de los Norbury, que a esas alturas ya era demasiado débil para cultivar la tierra y la había dejado en manos de su hijo, levantó una mano temblorosa y encallecida por el trabajo y esbozó una mellada sonrisa de anciano.

Ada no superó del todo el miedo durante ese viaje loco a campo traviesa. Pero una vez que hubieron cruzado ruidosamente Weybridge y pasado junto a la silueta de Guildford, se impuso la alegría. Había olvidado lo que era atravesar los prados a toda velocidad junto a Grace, cara al sol, el viento en la cara y haciéndole ondear el cabello.

Las semanas de preocupación del año anterior y su viaje por el continente, durante el cual, bajo la comprensiva supervisión de miss Sidgwick, había seguido las huellas de poetas y pensadores, de pintores y escultores, le habían hecho olvidar lo maravilloso que era ser tan libre y despreocupada. Ser tan joven.

Grace solo aminoró la velocidad cuando se apartaron del camino vecinal que las había conducido por las localidades de Frimley y Camberley. Las sombras alargadas y frescas de la tarde se posaban sobre sus rostros encendidos y los cascos de Jack resonaban con su trote vigoroso a través de ese sereno verdor. Surgió una casita al borde del camino y, pese a que un guarda de uniforme y armado les lanzó una mirada de desaprobación, saludó marcialmente y las dejó pasar sin impedimento.

Mientras que el bosque proseguía a su izquierda, al otro lado finalizaba de forma abrupta ante una extensa superficie de agua. En el lago, una mitad del cual correspondía a Surrey y la otra a Berkshire, un grupo de cadetes en mangas de camisa con dos instructores remaba en una balsa compuesta de toneles y tablones unidos con cuerdas. Otro grupo de aspirantes a oficial estaba construyendo un puente provisional de vigas y tablas.

El tílburi pasó junto a un laberinto de zanjas y terraplenes donde los cadetes se ejercitaban en construir trincheras. Algunos detuvieron sus palas y estiraron el cuello; uno de ellos incluso silbó admirativamente, ganándose un pescozón de su instructor. El cadete se retiró la gorra, que con el cachete se le había caído sobre la frente, y sonrió a las risueñas muchachas.

Mayestático y soberbio, frente a ellas se erigía la Real Academia Militar, un edificio alargado de dos pisos y con dos alas, crema y blanco, engalanado con la bandera del imperio. Grace dirigió el tílburi a través de la explanada pavimentada y se detuvo delante del pórtico. Entre las columnas estriadas apareció un suboficial que corrió escaleras abajo, entrechocó los talones delante del coche e hizo un conciso saludo.

—Buenos días, señoras. —Les tendió la mano derecha enfundada en un guante blanco para ayudarlas a bajar—. Miss Peckham. Miss Ada, me alegro de que haya regresado. Miss Norbury.

—Gracias, teniente Mellow —contestó Grace una vez que hubo descendido del tílburi, y le cedió las riendas—. ¿Puedo confiarle a Jack?

—Por supuesto, miss Norbury. Haré que se ocupen del caballo y el coche en el establo.

—Se lo agradezco. —Grace le obsequió con una sonrisa franca, carente de toda coquetería, pero Ada tuvo la impresión de que aun así el teniente Mellow de buen grado habría interpretado esa sonrisa como una invitación al cortejo.

Grace abrió el compartimento del equipaje y sacó los sombreros y bolsos. Mientras se encasquetaba el sombrero de paja y lo sujetaba con alfileres, vio que Becky intentaba atrapar su reflejo en los diminutos focos del tílburi, se recogía un mechón castaño dorado y se humedecía la punta de un dedo con la lengua para peinarse las cejas. Grace rio.

—Ven, ¡ya estás suficientemente guapa! —Tiró del codo a su amiga, que refunfuñó, y tendió la otra mano hacia Ada. Las tres cruzaron a buen paso la explanada en dirección al campo de rugby.

Ya de lejos se oía el estrépito. Un grupo de jóvenes ataviados con pantalones rojos, ceñidos y largos hasta un palmo por debajo de la rodilla, manchadas camisetas a rayas rojas y blancas y calcetines a juego lanzaba gritos por el césped pisoteado en torno al balón de cuero en forma de huevo.

—¡Aquí! —gritaba Leonard. Tres cadetes de su compañía que llevaban la banda azul en el brazo, distintivo del equipo contrario en ese partido de entrenamiento, no dejaban de acosarlo, así que se desprendió de la pelota.

Freddie Highmore saltó para alcanzarla, pero Jeremy se dio un fuerte impulso y atrapó el cuero en el aire, antes de que Highmore lo hiciera, y salió disparado. Freddie lo persiguió y con el botín de piel y cordones, alto hasta el tobillo, logró propinarle una patada en la espinilla. Jeremy tropezó y maldijo por lo bajo, pero se rehízo y siguió corriendo.

—¡Pásala! —lo urgió Stephen, bloqueando con los brazos abiertos a un contrincante mientras Royston hacía tropezar diestramente a otro.

—¡Muerde el polvo, rata de alcantarilla! —espetó un Freddie furibundo, y dejó caer todo su peso sobre la espalda de Jeremy.

Jeremy se desplomó, pero durante la caída logró lanzar el balón. Este surcó el aire por encima de Royston y dos contrincantes y fue a parar a los brazos de Simon, quien de inmediato echó a correr.

Ágil como una comadreja, avanzó hasta que un rival le dio una patada en la corva y lo hizo tropezar. Con los brazos extendidos, Simon cayó cuan largo era, resbaló sobre el estómago por el césped y al final se detuvo… con la pelota unos siete centímetros dentro de la portería contraria.

El profesor de deporte se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido estridente.

—¡Se acabó, caballeros! ¡Gana el rojo por dos a uno!

Gritos de júbilo resonaron en una mitad de la compañía, mientras los perdedores ponían caras largas y pateaban iracundos el suelo.

Simon se puso boca arriba jadeando; Royston, Leonard, Jeremy y Stephen se lanzaron sobre él, le dieron palmadas en la espalda, se abrazaron y profirieron gritos de júbilo.

—¡Chicos! —gritó Leonard—. ¡Mirad!

Cuatro pares de ojos siguieron la dirección que señalaba el índice extendido hacia el borde del campo de juego, donde tres muchachas estaban de pie, daban brincos de contento y agitaban las manos con vehemencia.

—¡Ooooh! —exclamó Simon alzando la barbilla y todavía respirando con dificultad—. Tres nobles doncellas llegadas de lejanas tierras para festejar nuestra victoria de caballeros.

—¡Mentecato! —Sonriendo, Leonard le dio una palmada en la espalda y Simon, poniendo teatralmente los ojos en blanco, se dejó caer de nuevo boca arriba.

—¡No es posible! —Sorprendido, Stephen abrió los ojos de par en par, su rostro se demudó y se levantó de un brinco—. ¿Habéis visto quién está ahí? —dijo a los demás por encima del hombro, y salió corriendo.

Royston y Jeremy ayudaron a ponerse en pie al quejumbroso Simon y Leonard recogió del suelo el huevo de cuero, que Simon le arrebató en la pantomima de una pelea.

Riendo y empujándose unos a otros cruzaron el campo en diagonal siguiendo a Stephen. Los cuatro jóvenes estaban a solo unos pasos de distancia, cuando Simon se detuvo en seco. Apenas se percató del modo en que Stephen abrazaba a Grace y saludaba con torpeza a Becky, quien, con la cabeza ladeada, levantaba la vista hacia él resplandeciente y agitando juguetona el bolso de un lado a otro delante de la falda. Simon había centrado toda su atención en la muchacha que antes se había adelantado para lanzar los brazos al cuello de Stephen, quien la había hecho girar en el aire, provocando que su sombrerito saliera volando y aterrizara en la hierba.

—Oye. —Simon tiró a Royston de la manga. Este había ido a la escuela de Cheltenham con Stephen y Leonard, y conocía a los dos jóvenes desde hacía más tiempo que Jeremy y él, quienes el otoño pasado se habían unido a los tres en Sandhurst—. ¿Sabes quién es la chica que está con Grace y Becky?

—Es Ada.

«¿La hermana pequeña de Stevie?». Simon enmudeció; por una vez, pareció quedarse sin su deslenguada insolencia.

—Siempre fue una chica muy tímida que se ponía como un tomate cuando le hablabas y corría a esconderse —contó Royston divertido, mientras seguía avanzando. Se volvió a medias para añadir—: Parece que por fin ha madurado.

Los ojos de Simon eran incapaces de apartarse de ella, la más pequeña del grupo, en el que en esos momentos, con la llegada de Royston y Leonard, se prodigaban alegres saludos. Más bajita incluso que el mismo Simon, era esbelta como una sílfide y su aspecto resultaba casi infantil, con un rostro redondo y una graciosa nariz respingona. Una jovencita todavía, a juzgar por cómo sostenía el sombrero con una mano y con la otra se apartaba de la boca unos cabellos sueltos. Una boca, que en su redonda plenitud prometía que pronto cruzaría el umbral para convertirse en mujer, como un capullo henchido a punto de abrirse en flor. Una boca que, al sonreír, mostraba la audaz y pequeña rendija entre los incisivos que a Simon le resultaba tan familiar en Stephen y que, en el caso de esa muchacha, hacía que le temblaran las piernas.

La sonrisa de Ada se desvaneció cuando sus ojos se encontraron con los de Simon. Unos ojos grandes y oscuros, brillantes como cerezas negras, que miraron sorprendidos, casi inquisitivos, se apartaron tímidamente y luego, llenos de curiosidad, volvieron a posarse en los del joven.

El muchacho sostenía el balón como un pasmado, incapaz de moverse o de dirigir la palabra a Ada. Él, siempre tan locuaz, que se metía en el bolsillo al bello sexo con sus bromas y presencia de espíritu.

También Jeremy, que había seguido la mirada de Simon, se topó con unos ojos castaños, más suaves que los de Ada aunque también particularmente oscuros en alguien de cabello y tez tan claros. Grace esbozó una sonrisa y cautamente, casi titubeante, levantó la mano para saludar. Jeremy también levantó la suya, un gesto casi furtivo en un momento que le pertenecía solo a ellos.

Se disipó, sin embargo, cuando Leonard sacó una pequeña pluma del pliegue de la manga de Grace, donde había quedado atrapada durante el viaje.

—¡Venga, piensa un deseo! —pidió mientras sostenía con la punta de los dedos la pluma ante la cara de la joven.

—¡Sí, vamos, un deseo! —corearon en torno a Grace.

Obedientemente, ella cerró los párpados y sopló con fuerza hacia la mano de Leonard. La pluma salió volando.

Jeremy miró de reojo a Simon.

—¿Vienes?

Una solicitud, más que una pregunta, que Simon no atendió. Con gesto indiferente, Jeremy se encaminó hacia los vestuarios sin volverse ni una vez.

El silbido estridente con que el profesor de deporte urgía a los cadetes rezagados separó al grupito que se había formado en torno a Grace y Ada. Leonard y Royston flanquearon a Grace, mientras que Becky se apropió de Stephen para cubrir juntos un trecho del camino antes de que los jóvenes se dirigieran al gimnasio y las muchachas prosiguieran hacia el edificio de la academia.

Solo Ada se quedó rezagada. Como si alguien hubiera cosido plomos al dobladillo de la falda, avanzaba lentamente y, aun consciente de que era impropio, no dejaba de volverse hacia el cadete que, todavía inmóvil, la miraba de modo no menos impropio.

Una serie de silbidos resonaron apremiantes.

—¡Dense prisa, caballeros Norbury, Ashcombe y Hainsworth! ¡Hala, hala, hala!

Stephen obedeció apretando el paso ante las miradas divertidas de Leonard y Royston, que trotaban tras él. Becky lo siguió como una sombra, como si diera por supuesto que lo acompañaría hasta el vestuario.

—¿Tiene para mucho, Digby-Jones? ¿O necesita una invitación especial?

Cuando Simon por fin se puso en movimiento, Ada también aceleró el paso y se precipitó hacia su hermana.

—¡Grace! ¡Espera, Grace!

Jadeante, se colgó del brazo de su hermana.

—Grace, ¿quién es? —le susurró—. Ese cadete que no ha parado de mirarnos.

Grace sonrió.

—Es Simon. Simon Digby-Jones. También estará el fin de semana en Givons Grove.

«Simon».