2

—Tomemos como ejemplo la cabalgada de reconocimiento de lord Raglan en la batalla del río Alma.

El coronel sir William Lynton Norbury hizo una pausa significativa. Sus ojos, fríos, perspicaces y penetrantes, se pasearon por los veinte jóvenes de uniforme azul marino sentados por parejas en los bancos de los pupitres y que respondían con atención a su mirada.

También el uniforme del hombre era de paño azul oscuro, aunque una banda roja a lo largo de la costura del pantalón señalaba su condición de superior e instructor y unos distintivos en el cuello y las charreteras daban testimonio de su rango de coronel, mientras que los cadetes debían contentarse con botones de latón como único ornamento.

Alto y fibroso, casi enjuto, pese a haberse retirado del servicio activo largo tiempo atrás no había perdido el porte marcial que después de tantos años ya formaba parte de su naturaleza. No obstante, ya casi sexagenario, cada vez le costaba más mantenerlo. Los rasgos nítidos del rostro, como cincelados, se habían erosionado con el tiempo, lijados por los fuertes vientos del Hindu Kush, lavados por el monzón y esmerilados por la arena del desierto. El sol abrasador y la fiebre habían labrado líneas y surcos, y encanecido un cabello otrora castaño. Unas venillas reventadas bajo el mordisco del frío y la nieve le cubrían mejillas y nariz. Era un rostro esculpido por la fatiga y la guerra, por una vida transcurrida en la línea que separa matar y ser matado, pero también acuñada por el orgullo de haber servido a la Corona en cuerpo y alma; en suma, un rostro que mostraba a los cadetes su futuro y les ofrecía una idea de lo que les esperaba.

—¿Alguien quiere hacer un breve resumen?

Con el rabillo del ojo advirtió que en la primera fila se alzaba una mano, los dedos relajados y el codo descansando sobre la mesa, la actitud atenta pero aun así indolente, más segura de sí misma que ambiciosa. La misma mano que siempre se levantaba cuando había que responder a una pregunta.

Se fijó en un aspirante a oficial que había apoyado la barbilla angulosa sobre un puño y miraba a la lejanía con ojos vidriosos. El bostezo que el muchacho reprimió le recorrió como un calambre la mitad inferior de la cara mientras que, bajo el pupitre, una rodilla se balanceaba al compás de la rápida oscilación de la pluma que el joven sostenía entre los dedos.

—¡Cadete Digby-Jones!

La cabeza de cabello castaño claro cortado al uno se irguió bruscamente y Simon Digby-Jones se puso en pie de un brinco, como el muñeco de una caja sorpresa.

—¡Pido disculpas por estar distraído, señor! —Miró con los ojos abiertos de par en par al coronel. Eran grises como nubarrones e igual de cambiantes: todavía turbios de culpabilidad un momento antes, ya clareaban para convertirse casi en azulados, y la boca ancha y arqueada se elevó por una comisura—. No puedo evitarlo, señor… en cuanto oigo el nombre de Alma mis pensamientos vagan por lejanos paisajes.

Unas sordas risas de complicidad, procedentes de varios estudiantes, causaron regocijo a Simon Digby-Jones.

Los delgados labios del coronel registraron una fugaz contracción bajo el bigote plateado, pero enseguida volvieron a endurecerse.

—Pronto se les pasarán las ganas de reír, caballeros. Y a usted sobre todo, señor Digby-Jones.

El silencio volvió a reinar en el aula. Al coronel Norbury no le pasó inadvertida la mirada de connivencia que al sentarse intercambió Digby-Jones con los dos cadetes del banco contiguo.

—¡Cadete Ashcombe!

Royston Ashcombe, quien se había arrellanado en el pupitre con expresión aburrida, como si hubiera acabado ahí por equivocación, se enderezó y se irguió cuan alto era.

—Para obtener una mejor visión del campo de batalla, lord Raglan cruzó el río a caballo acompañado de su plana mayor —recitó en tono monocorde—. Se dirigió a la izquierda pasando junto a la línea de tiradores franceses al mando del mariscal de Saint Arnaud y a través de la línea de tiradores del general Ménshikov, que tenía enfrente. Una vez llegado a la cima de la montaña, consideró que esa era una espléndida posición de artillería y ordenó instalar cañones de nueve libras con los que forzó la retirada de los rusos. —El joven respondió a la escueta inclinación del coronel y se sentó de nuevo en el banco.

—Me gustaría conocer su opinión, caballeros, cómo valoran desde el punto de vista táctico esa decisión de lord Ranglan.

La desazón se extendió entre los cadetes, que se apresuraron a ocuparse de sus utensilios de escritorio: de repente no parecía haber nada más importante que rellenar los depósitos de las plumas y afilar los lápices.

El coronel Norbury era temido por sus preguntas capciosas, sobre todo relativas a batallas en las que él mismo había combatido. Había participado en esa contienda más de treinta años atrás, mucho antes de que esos jóvenes hubiesen nacido, cuando las tropas inglesas y francesas se hallaban mortalmente enfrentadas con los soldados del Imperio ruso en Crimea. En la batalla del río Alma, en la batalla de Inkerman, cuando el regimiento del coronel perdió más de la mitad de sus hombres. «No deben de haber quedado más de noventa y cinco, pero son de hierro», se decía luego de ese regimiento, y nadie en la Real Academia Militar había cuestionado tal afirmación.

De nuevo se alzó una mano en la primera fila, la misma de antes, y con una parsimonia casi amedrantadora el coronel avanzó marcando cada paso con el tacón. Solo un observador atento hubiese percibido que movía la pierna izquierda con más cautela: un vestigio de las graves heridas sufridas durante el alzamiento de la India, el cual había significado el final de su servicio activo. La cruz Victoria, la condecoración militar más elevada —por muchos codiciada pero solo otorgada a unos pocos por su gran valor ante el enemigo—, le había servido de consuelo y lo había convertido casi en una leyenda en Sandhurst.

Stephen bajó la cabeza cuando el coronel se acercó al pupitre. Clavó la mirada en los apuntes mientras con el pulgar sacaba y metía febril la caperuza de la pluma. Ñic ñac. Ñic ñac. Ñic ñac. Un sudor frío humedeció su espalda cuando el coronel se detuvo frente a él y sintió que sus ojos lo perforaban. «Pregunta a Jeremy —rogó en silencio—. ¡Ya has visto que se muere por responder! Pregúntale a él. ¡Por favor, perdóname por hoy!».

—¡Cadete Norbury!

Ya era bastante malo estar allí, en Sandhurst. Pero tener que asistir a la clase de mando de combate siendo el hijo del profesor era un infierno.

A Stephen le flaquearon las piernas al ponerse en pie. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para mirar al coronel a los ojos, tal como exigían el respeto y los buenos modales. Ni una pizca de bondad o dulzura se vislumbraba en esos ojos que en nada se parecían a los suyos. Stephen y sus hermanas tenían los ojos castaños de su madre, y también de ella había heredado el chico la boca delicada y los pómulos altos, mientras que en el resto era un auténtico hijo de su padre, hasta en el cabello color avellana, fino y suave como el plumón.

—¿Y bien?

—La acción de lord… lord Raglan fue un acto heroico, señor —contestó Stephen, repitiendo lo que su padre le había enseñado.

—¿Por qué motivo?

—Porque… —La voz del muchacho se apagó y ante la severa mirada del coronel toda idea se deshilachó y se descompuso en una pelusilla blanca hasta dejar su cabeza totalmente vacía.

El modo en que el profesor tomó aire por la nariz reveló que su paciencia se había agotado, pero también que lo absolvía indulgentemente. Con un profundo suspiro, Stephen se sentó. También con una sensación de tristeza.

—Puesto que es evidente que posee usted un deseo tan grande de explayarse, cadete Danvers —dijo el coronel Norbury, dirigiéndose al vecino de pupitre de Stephen, que seguía con la mano alzada—, estamos impacientes por escuchar qué tiene que decirnos.

—Gracias, señor. —Sin precipitarse, Jeremy Danvers adoptó su postura preferida: la espalda recta, la barbilla levantada y las manos cruzadas a la espalda.

—Según mi opinión, la expedición de reconocimiento de lord Reglan solo puede calificarse de negligente e imprudente.

En las filas posteriores se oyó un susurro de desaprobación y una ceja del coronel se arqueó.

—¿De veras? Y ¿qué le ha llevado a tal conclusión?

—Lord Raglan no solo asumió el riesgo de que lo mataran a él, sino que también puso en peligro a su plana mayor. El riesgo de que la unidad se quedara de golpe sin mando era considerable. Para volver a reunir las divisiones bajo un mando centralizado habría sido necesario dedicarle un tiempo muy valioso, circunstancia esta de la que el enemigo podría haber sacado ventaja. En el peor de los casos, la consecuencia habría sido la aplastante derrota de nuestras tropas.

El coronel Norbury se quedó mirando al cadete, como si indagara qué se cocía tras aquellos ojos oscuros como el ébano. El rostro de Jeremy, de marcadas cejas, permaneció impasible. A lo sumo la boca, delgada y plana como un tajo, permitía deducir cierta tensión.

—Entonces —dijo el coronel pausadamente—, me interesaría conocer su parecer acerca del general Gough, quien, el segundo día de la batalla de Ferozeshah, partió a caballo antes que los demás con su capote blanco para atraer la atención y desviar el fuego enemigo de sus soldados.

Por unos segundos, un silencio sepulcral reinó en la habitación.

—No me corresponde a mí emitir un juicio sobre la persona del general Gough, señor —respondió sin vacilar demasiado Danvers. Su voz profunda, como enronquecida, sonó serena y segura—. A fin de cuentas, yo no participé en ella… a diferencia de usted, señor. Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente táctico, también esa fue una maniobra innecesaria, en extremo imprudente. Sí, resultó eficaz, pero no influyó demasiado en el desenlace del combate.

Los ojos del coronel se estrecharon, parecían de acero.

—¿Le estoy entendiendo bien, señor Danvers? ¿Está usted presentando la osada tesis de que todos sucumbimos al error cuando admiramos tanto a lord Raglan como al general Gough por su heroicidad?

—Plebeyo descastado —se oyó sisear en la última fila.

Ni un parpadeo dejó adivinar si Jeremy Danvers escuchó esas palabras. El coronel, sin embargo, encontró un blanco en el que descargar su cólera.

—¡Usted, Highmore, cierre la boca! A no ser que yo le pida que la abra o que aporte algo inteligente.

—A sus órdenes, señor —farfulló Freddie Highmore, y se escondió tras las espaldas del estudiante que se sentaba delante de él.

Como un ave de rapiña que no suelta su presa, el coronel Norbury se volvió de nuevo hacia Jeremy Danvers.

—¿Le he entendido bien, señor Danvers?

El coronel y el cadete se miraron a los ojos midiendo en silencio sus fuerzas.

—No, señor. Mis afirmaciones solo se referían a que tanto lord Raglan como el general Gough corrieron un gran riesgo y que por esa razón desatendieron su responsabilidad sobre las tropas que se hallaban a sus órdenes. El objetivo de toda guerra es vencer al enemigo con el menor número de bajas propias.

—Pero ambos salieron airosos de la empresa, ¿no es así? —La voz del coronel, quebradiza por el efecto del calor y el frío, reseca tras décadas de impartir órdenes, se suavizó inesperadamente.

—Tuvieron suerte.

Un murmullo se extendió por toda el aula.

—Irrespetuoso e insolente… —susurró alguien.

—¡Quién se ha creído que es! —se escandalizó otro.

Con un gesto conciso, el coronel Norbury acalló esas muestras de desaprobación.

—Señor Danvers, le aconsejo que se plantee la cuestión de qué habría sido de nuestro ejército sin hombres como lord Raglan o el general Gough. Hombres que participaron decisivamente en la consolidación de nuestro imperio y lo convirtieron en lo que es actualmente.

Eran palabras que ponían punto final al debate, pero el cadete Danvers prosiguió imperturbable:

—No pretendo poner en tela de juicio su mérito, señor. No obstante, al final es el conjunto de las tropas lo que determina la derrota o la victoria. Un combate exitoso, una batalla ganada, nunca se remite al comportamiento de un único hombre, sino al de muchos.

No cabía descartar que Jeremy Danvers estuviera pensando en su padre al pronunciar tales palabras; al menos eso sospechó el coronel Norbury, aunque la expresión impenetrable y la voz tranquila y firme del cadete no daban pie a suponerlo así. La valentía del soldado Matthew Danvers, que tiempo atrás había regresado de Crimea como inválido de guerra, había sido el elemento decisivo para que, pese a todas las dificultades, Jeremy Danvers hubiese sido admitido en la academia: una antigua y nunca prescrita deuda del ejército saldada en el hijo que nació después.

—¿Sí, cadete Hainsworth?

Todos los ojos se volvieron hacia el joven que había alzado la mano.

No solo se distinguía del grueso de aspirantes a oficial vestidos con el uniforme azul de Sandhurst por su aspecto: un ondulado cabello meloso que pese al corte militar se ensortijaba en la nuca, y unos ojos tan azules como el cielo estival de Surrey. Sus rasgos no eran perfectos, pues tenía la nariz demasiado marcada; la barbilla, en la que se apreciaba un hoyuelo como la impronta de un dedo, demasiado dura; y los ojos, que caían ligeramente hacia las sienes, quizá demasiado pequeños. Sin embargo, era imposible sustraerse a su singular atractivo: irradiaba una suerte de luz que conquistaba a los demás, algo brillante, despejado, ligero. Sobre todo cuando sonreía o reía, lo que hacía con frecuencia, y Leonard James Hainsworth, barón de Hawthorne e hijo del conde de Grantham, tenía desde luego todos los motivos para ello, siempre los había tenido.

—Señor. —Inclinó la cabeza ante al profesor, antes de dirigirse a Danvers, que se había vuelto a medias hacia él—. En general, comparto tu opinión, Jeremy. Pero… cuando seas oficial, ¿cómo pretendes incitar a tus hombres a que den lo mejor de sí mismos? ¿A que lleguen hasta el límite? —Paseó la mirada por cada uno de los cadetes presentes, los observó con una sonrisa que acentuaba las arruguitas de las comisuras de sus labios y que resultaba tan cautivadora como maliciosa. Una sonrisa de atractivo irresistible, que contagiaba de forma espontánea y que provocó murmullos de aprobación—. ¡Solo lo conseguirás si tú mismo te conviertes en un modelo y, en caso de emergencia, te lo juegas todo a una carta! Si el oficial demuestra su heroísmo, todos sus hombres lo imitarán.

«Perezoso pero con talento, un líder nato», era la opinión unánime de Sandhurst acerca de Leonard Hainsworth. Esto último menos como consecuencia de su origen y posición —casi todos los que ahí se encontraban procedían de familias de un buen nivel y hasta nobles, con sus correspondientes propiedades y fortunas— que por su apariencia y carácter, que le conferían la imagen del oficial ideal. El coronel Norbury se sentía orgulloso de tener un cadete como él en su clase.

—Un aspecto importante, señor Hainsworth.

Esperó a que ambos alumnos se hubieran sentado obedeciendo a una señal y que la atención se dirigiese de nuevo hacia su persona.

—Lo que no deben perder de vista en ninguna circunstancia es que no solo serán oficiales, sino sobre todo caballeros. Ambos conceptos son inseparables. No solo serán los soldados que defiendan y conserven la paz de nuestra nación. Un día formarán parte de la elite de este imperio. —El coronel se detuvo para subrayar la importancia de sus palabras y el resplandor de los ojos de los cadetes confirmó que sus pupilos se hallaban donde él quería que estuviesen—. No solo tendrán el derecho de dirigir a sus hombres, sino también la obligación. Ellos volverán la vista hacia ustedes y esperarán que les digan qué han de hacer. Tendrán que conseguir que avancen bajo el fuego enemigo sin vacilar y que atraviesen un infierno. Y únicamente lo harán si están convencidos de que ustedes también lo harían. Sin titubeos, sin miedo. En la guerra, caballeros —su mirada se posó en un cadete tras otro—, en la guerra nunca hay nada realmente seguro. Solo podrán confiar en lo que ha demostrado su eficacia en el pasado. Y esto constituye, junto con las estrategias que están aprendiendo conmigo, las virtudes indiscutibles tanto de nuestra vocación como de nuestra condición social.

Hizo otra breve pausa, y cuando prosiguió su alocución puso énfasis en cada palabra, dejando que cada sílaba vibrara con gravedad:

—Valor. Audacia. Firmeza. Tenacidad. Honor.

El eco de su voz quedó flotando unos segundos en el aula, que olía a tiza, madera gastada y lana húmeda.

Como una entrada perfectamente estudiada, el estridente toque de corneta resonó en la estancia, señalando el final de la clase. Acompañados por el ruido de las suelas y el sonido de la recia sarga de los pantalones y chaquetas, los cadetes se pusieron en pie y saludaron con porte marcial.

—Veinte páginas sobre este tema para la próxima semana. Que tengan un buen día, caballeros.

Los cadetes suspiraron aliviados y en medio del alboroto que se produjo a continuación recogieron plumas, cuadernos y libros y se calaron las gorras de plato. Ya habían superado la primera mitad de ese día, un martes cuyo transcurso no se diferenciaba al de los otros días. Toque de diana a las seis y media, la primera clase media hora más tarde, luego un breve desayuno y la revisión rutinaria del médico militar, toque de la mañana, clase de equitación y tres horas seguidas de teoría hasta la comida. Más horas de clase y ejercicios físicos ocupaban el resto de la jornada hasta la cena, a las ocho. El sábado era el único día en que tenían la tarde libre.

Leonard y Royston se abrieron paso entre los demás cadetes.

—Perdona si antes te he contradicho.

Con una sonrisa desarmante, Leonard se sentó sobre la mesa, una pierna apoyada en el suelo y la otra balanceándose relajada en el canto. Dejó su cartera descuidadamente repleta sobre el muslo y apoyó encima los brazos cruzados.

Jeremy no levantó la vista y siguió ordenando prolijamente la regla, la pluma y el lápiz en los compartimentos previstos para ello de su gastada cartera de piel.

—No vale la pena hablar de ello. Me siento capacitado y abierto para aceptar otras opiniones.

Leonard rio y dirigió un gesto medio de disculpa medio comprensivo a Stephen, quien contestó encogiéndose de hombros. No le preocupaba ese tipo de alusiones a la forma de pensar y el método didáctico del coronel, y tampoco sentía el deseo de defender a su padre.

—El fin de semana vienes con nosotros a Givons Grove, ¿verdad, Jeremy? —Simon avanzó relajadamente desde su pupitre, balanceando la cartera por el asa. Al lado de Royston, uno de los más altos de la compañía, Simon, que apenas alcanzaba el mínimo exigido de metro sesenta para ingresar en Sandhurst, parecía incluso más bajo, flaco y menor de dieciocho años.

—Sí, eso mismo quería… —empezó Leonard, pero se interrumpió al oír retazos de frases de un grupito que se aproximaba en ese momento por el pasillo central. La alegría se borró de su rostro y frunció sus cejas doradas. Tendió la pierna hacia delante, obstruyendo el paso de los cadetes—. ¡Eh, Highmore! ¡Repite en voz alta y sin miedo lo que acabas de cuchichear por lo bajo como un cobarde! ¿O no tienes valor suficiente?

Los ojos pálidos de Freddie Highmore evitaron la mirada provocadora de Leonard, pasaron por Royston y Simon, que lo miraron burlón uno y belicoso el otro, y por Stephen, que se había vuelto hacia él, para clavarse en la nuca de Jeremy. Bajo la piel pecosa tensó la mandíbula.

—¡Que si no tengo…! ¡No me importa que todos sepan lo que pienso! Es una vergüenza que se permita el ingreso de chusma como Danvers y luego…

—No, no, no —le interrumpió Leonard, moviendo el dedo índice, y señalando luego a Jeremy—. A mí no tienes que decírmelo. Díselo a él, y a la cara… Si es que tanto honor, audacia y educación tienes… —añadió burlón y con una sonrisa casi encantadora.

—Déjalo correr, Len —intervino Jeremy. Y con un movimiento enérgico ajustó la hebilla de la cartera.

Leonard y Freddie cruzaron miradas desafiantes antes de que el primero se encogiera de hombros y bajara la pierna para dejar paso a los cadetes que acompañaban a Highmore.

—Ya sabes que Sis y yo contamos contigo para el fin de semana —le recordó a Jeremy.

Este siguió con el dedo la costura del cuero y permaneció en silencio.

—¡Va, ven! —Leonard le dio un golpecito en el hombro—. ¡No será nada formal! —Cuando Jeremy lo miró con una mueca burlona en los labios, rio y levantó las manos—. ¡Está bien, al menos en su mayor parte no será formal! Te prestaré encantado un frac para la noche.

—No cambiarás un fin de semana con nuestra ilustre sociedad… —protestó Royston

—Y nuestras muchachas —se relamió Simon.

—¡Y nuestras ladies —apuntó Royston arqueando las cejas— por un fin de semana en este aburrido agujero! —Apuntó a Jeremy con un dedo amenazador—. No intentes excusarte diciendo que tienes que estudiar. ¡Podrías pasar el examen ahora mismo con los ojos cerrados! A diferencia de nosotros, pobres desgraciados, que tendremos que quemarnos los ojos hasta el final.

—Becky también está invitada… ¿verdad, Stephen?

Un ligero rubor coloreó las mejillas de Stephen cuando Leonard pronunció esta observación con tono de complicidad.

—Así conocerías de una vez a Ada —se apresuró a señalar para desviar la atención—. Hoy mismo regresa a casa.

Jeremy calló, uno, dos segundos. Una risa espontánea acudió a su mente. Unos ojos castaños. El olor de la hierba húmeda, de la alfalfa y las prímulas. Se levantó y cogió la cartera.

—Ya veremos.