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Resoplando pesadamente bajo una columna de humo, el tren de la London & Southwestern Railway se internaba en una soleada mañana de mayo rumbo al sur procedente de la estación londinense de Waterloo: una oruga de piel espesa que devoraba su camino trazado a través de prados y campos.

Ada sonreía al ver que un linde de bosque, un pueblo o un solitario cottage todavía conservaban el mismo aspecto que ella recordaba, y sus ojos oscuros se abrían de par en par cuando descubrían algo novedoso. No se habían producido grandes cambios; el tiempo parecía haberse detenido en Surrey. Suaves pinceladas de un paisaje eternamente apacible, eternamente contemplativo, se diría que de ensueño. Cuando el tren se detuvo en Weybridge, el corazón de Ada se aceleró, y se ensanchó cuando las ruedas de hierro rechinaron al cruzar el puente sobre el río Wey.

Cambiante como la seda de moiré, la cinta verdeceladón del Wey discurría a través de Surrey y desembocaba, pasado Weybridge, en el Támesis, que conducía sus aguas por Londres para vertirse finalmente en el mar. Pero antes de que el Wey pasara por la somnolienta y pequeña ciudad de Guildford en su ruta hacia el norte, junto a Shalford recogía un riachuelo que los niños de la familia Norbury creían que les pertenecía solo a ellos. Durante los mediodías tranquilos y las todavía más tranquilas noches se oía en el jardín el placentero gorgoteo de Cranleigh Waters, un riachuelo tan angosto y pequeño que en los prados elevados casi desaparecía en la espesura, bajo los sauces y fresnos. Y siempre, apenas hacía una pizca de calor, los pequeños iban corriendo a construir diques de barro, ramas y hierba, a navegar barquitos o chapotear entre gritos y exclamaciones. Incluso cuando ya eran demasiado mayores para eso.

La melancolía se apoderó de la vibrante alegría anticipada de Ada, la misma melancolía que en todos esos meses nunca se había extinguido, sino tan solo aligerado. La sentía desde que se había embarcado en aquella aventura apasionante que había provocado una dolorosa separación y que, al final, no había sido más que una huida.

Cerró los dedos en torno a su recia y estrecha falda, para abrirlos al instante y alisar cuidadosamente la prenda, casi con devoción. Llevaba una chaqueta entallada hasta la cadera del mismo e intenso tono burdeos, y un sombrerito a juego. Un modelo de París, «¡a prueba de bombas, mademoiselle!», según le habían asegurado en el salón de modas de la Rue de la Paix. Un traje concebido para una joven moderna, liberal y segura de sí misma.

—Disculpe, ¿se dirige usted también a Portsmouth?

Ada se sobresaltó y el rubor le subió a las mejillas. Con los párpados entornados miró con timidez a la anciana dama vestida de luto que también ocupaba el compartimento, con quien no había intercambiado más palabras que un breve saludo de cortesía al subir al tren.

—Solo hasta Guildford —respondió en voz baja, consiguiendo esbozar una leve sonrisa.

—Vaya. —El libro, cuya lectura había absorbido el interés de la señora hasta ese momento, se cerró sin más—. ¡Pues no es lo que parece! En el andén me llamó la atención su voluminoso equipaje y pensé: pero ¡cómo dejan sola a esta pobre criatura para tan largo viaje!

—Son apenas tres cuartos de hora, no vale la pena que me recojan en Londres —dijo Ada, sugiriendo que aquello era obvio, aunque se sentía orgullosa de realizar sola ese breve trayecto—. Acabo de llegar de un recorrido por el continente —añadió, ya más osada—. He estado fuera más de un año y justo ayer desembarcamos en Dover.

La anciana dejó el libro a un lado y enlazó las manos sobre el regazo.

—¿Un viaje de estudios? ¡Qué estupendo! ¿Visitó también Italia?

Ada asintió.

—Y Francia y Alemania. Incluso Grecia.

Un destello de lo que había visto y vivido iluminó el rostro de la joven: el viaje en barco remontando el Rin y el castillo de Heidelberg, cuya piedra rojiza se inflamaba al atardecer; el cautivador paisaje del lago Lemán y la elegante decadencia de los palazzi de Venecia. Las torres y cúpulas de Florencia, las fuentes y las antiguas ruinas de Roma, donde había depositado una rosa en la tumba de Keats, y la Acrópolis de Atenas. Y París, sobre todo París, con sus encantadores cafés, los caballetes de los pintores y los puestecillos de libros junto al Sena, el suntuoso Louvre y la catedral de Notre Dame, de una belleza sobrecogedora.

—¡Qué maravilla! —suspiró la anciana—. No hay nada que ensanche más las miras que viajar, nada que enriquezca tanto al alma. ¡Sin duda será su alimento espiritual durante años!

Ada sonrió, esta vez con mayor franqueza.

—Apenas si puedo esperar a ver a mis padres y hermanos para contárselo todo.

Su interlocutora asintió reflexiva, las arrugas junto al rabillo del ojo marcadas con afectuosa benevolencia.

—Seguro que rebosa usted de todas las impresiones, de las grandes y pequeñas vivencias experimentadas durante su viaje. ¡Ay, y su familia estará feliz de verla sana y salva, de poder estrecharla entre sus brazos y tenerla de nuevo en su seno!

Una sombra cruzó el rostro de Ada y los dedos se movieron inquietos. Un deseo había germinado en ella lejos de su hogar, bajo los cipreses y los olivos, durante las largas conversaciones con miss Sidgwick. Un propósito con el que tarde o temprano tendría que enfrentarse a sus padres. Ni ese día ni el siguiente, pero pronto. Antes de que acabara el verano.

—¡Guild-fooooord! ¡Próxima parada Guild-foooord!

El aviso del revisor, que recorría el pasillo, y la apreciable reducción de la velocidad del tren eximieron a Ada de la necesidad de contestar. Se puso presurosa los guantes y cogió su bolsita.

—Bajo aquí. Le deseo un buen viaje.

—Gracias. ¡Yo también le deseo un feliz retorno a casa!

Rechinaron los frenos, se produjo una sacudida y el tren se detuvo entre resoplidos y bufidos. La puerta se abrió, desplegaron los peldaños y Ada descendió apoyándose en la mano del solícito revisor.

El vapor y el humo velaron el andén techado y envolvieron en una espesa niebla a quienes, delante del tosco edificio de ladrillo, esperaban viajar a Portsmouth o dar la bienvenida a los pasajeros llegados de Londres. Entre el vapor que se deshacía lentamente, los mozos descargaban las maletas y bolsas con destino a Guildford e introducían los equipajes que emprendían viaje.

—¡Ya la veo! ¡Ads! ¡Estamos aquí! ¡Aquí! ¡Ads!

Ada se volvió al oír el familiar y cariñoso apelativo, nunca del todo abandonado. Sonriente y ligera como un rayo de sol que se abre paso entre la niebla matutina, Grace avanzaba hacia ella, recogiéndose la falda del florido vestido azul con una mano y sujetándose el pequeño sombrero de paja que le cubría el cabello rubio con la otra.

—¡Gracie! —Un grito similar a un sollozo.

Las hermanas se abrazaron fuertemente, como si no quisieran separarse nunca más.

—Bienvenida a casa, cariño. —La voz de su madre la envolvió, suave y tierna como una caricia.

—¡Mamá! —Ada se estrechó contra ella como si no tuviera diecisiete años, sino solo diez, y aspiró aquel aroma a lavanda y verbena que, desde que tenía conciencia, era sinónimo de refugio. Sus ojos se llenaron de unas lágrimas que los risueños y alegres hoyuelos de Becky hicieron desaparecer.

Y Ben, el viejo y bonachón Ben, esbozó una sonrisa satisfecha en su rostro apergaminado y redondo, tocándose la gorra de tweed antes de inclinarse sobre las maletas etiquetadas como «Ada Norbury - Shamley Green - Surrey - Inglaterra».

El corazón de Ada estaba henchido de felicidad.

«He vuelto a casa».