Definitivamente, José Castro no recordará las de 2013 como las Navidades más divertidas de su vida. El miércoles 18 de diciembre, y aprovechando diez días de vacaciones que le quedaban por disfrutar, se recluyó en su caseta de pescadores de El Molinar reconvertida en chalé adosado a darle a la tecla de su portátil. Había resuelto ya el qué, el cómo, el cuándo y el porqué pero ahora se enfrentaba a su mayor desafío en treinta y siete años de carrera: dar forma a un auto para la historia. El más difícil todavía sin embargo no era ese, sino no dejar el más mínimo agujero por el que se pudiera colar la defensa numantina de la infanta simbolizada en un gubernamental ménage à trois compuesto por tres actrices: la Fiscalía, la Agencia Tributaria y la Abogacía del Estado. Porque Miquel Roca y Jesús Silva, contar, lo que se dice contar, contaban más bien poco a estos efectos. El instructor del Caso Urdangarin se esforzó en no dejar la portería al albur de los que soñaban con meterle un gol que echase por tierra tantos años emulando al minero Alexei Stajanov. De una vida dedicada a impartir justicia. Tampoco se le escapaba que si surgía el más mínimo fallo los que saldrían al quite para sacarle la cara cabrían en un 600, entre otras razones porque no está afiliado a ninguna asociación. Hecho que por sí solo no explica esa independencia que constituye el marchamo principal del personaje pero que, indiscutiblemente, contribuye a entenderla.
El 17 de diciembre los periodistas que cubren tribunales en los juzgados de Palma asaltaron al magistrado que se guarecía de los rigores invernales con una bufanda y una pelliza de esas de tres o cuatro centímetros de grosor.
—¿Va a haber auto estas Navidades? —interpeló casi al unísono la docena de profesionales parapetados al final de la rampa por la que han desfilado desde Iñaki Urdangarin hasta la infanta, pasando por Diego Torres, Ana Tejeiro, Carlos García Revenga o, por poner dos paradigmas locales de la corrupción, Jaume Matas y la ahora presa y antes princesa Maria Antònia Munar.
—Perdónenme, entiendan que no puedo comentarles nada —aclaró gentilmente el que, para su desgracia, pasa por ser el juez más famoso de España.
—Señoría, se lo decimos porque nuestros jefes nos han dado instrucciones para que no nos movamos de aquí en toda la Navidad —le razonaron, a ver si soltaba prenda. Recordaban nítidamente cómo en la tarde de la Nochebuena de 2009, cuando los españoles preparaban el pavo, el besugo, el cava y los turrones, Castro se dedicaba a registrar el suntuoso piso de quinientos veinticinco metros cuadrados del expresidente balear Jaume Matas de la mano de… Pedro Horrach.
—Pues estén tranquilos porque hasta después de Reyes, como mínimo, no habrá novedades —fue el sucinto mensaje del hombre que soporta sobre sus hombros la instrucción más delicada que se recuerda. A buen entendedor, sobran palabras. Los presentes coligieron que la frase era «no habrá novedades sobre la infanta hasta después de Reyes».
—¿Seguro?
—Sí, tranquilos, disfruten de las fiestas con los suyos y no vengan por aquí porque perderán el tiempo. Feliz Navidad a todos —remató zanjando definitivamente el tema.
Los periodistas suspiraron aliviados. Ya se veían haciendo guardia en Nochebuena, en Navidad, en Nochevieja y hasta en Reyes. Que una cosa es estar al acecho de la noticia y otra bien distinta perder el tiempo, menos aún cuando toca estar con la familia.
La distintiva idiosincrasia obsesiva y perfeccionista de José Castro alcanzó su más genuina expresión aquellas fechas navideñas en las que la prototípica humedad mallorquina se te mete literalmente en los huesos. «En esto, como en cualquier otro orden de la vida, la mejor receta es pico y pala», comenta cuando le consultan cuál es su fórmula mágica para llevar casi cuatro décadas con un elevado índice de éxito. La gloria de un juez instructor es directamente proporcional al número de sentencias que ratifican sus imputaciones. Y en eso hay pocos que le ganen.
Fueron sesiones maratonianas. Auténticas palizas que superó con nota porque, a pesar de que su DNI indica que el 20 de diciembre —el mismo día que la infanta Elena— cumplió sesenta y ocho años, está orgánicamente mejor que muchos cuarentones, cincuentones y no digamos ya sesentones. Escribía, reescribía y volvía a reescribir lo ya escrito hasta encontrar, como diría un chef, el punto exacto de cocción. Había veces en las que pensaba que había rozado la excelencia, paraba, pensaba y sopesaba, le daba al «Supr» de la máquina y volvía a empezar de cero. Hasta catorce horas diarias se pasó sentado con la inanimada imagen de la pantalla de su ordenador como única compañía. La mujer con la que comparte su vida no estaba muy conforme pero sabía que aquella resolución podía tumbar o disparar la carrera inmaculada de Pepe, como ella, sus hijos y sus amigos le llaman cariñosamente.
No hubo concesión a la holganza ni con motivo de su natalicio ni en Nochebuena. Tras cumplir con la tradición con sus tres hijos y su novia y varios familiares más, se puso de nuevo manos a la obra para transformar en auto sus tesis sobre la justiciable más famosa de la historia de España: Cristina Federica de Borbón y Grecia. A la mañana siguiente tampoco varió sus hábitos. Vuelta al tajo y «pico y pala». Madrugó mucho, como en él es habitual. Al filo de las seis y media de la mañana ya estaba al pie del cañón para continuar aporreando las cincuenta teclas de su ordenador. El único parón que hizo el día de Navidad fue para almorzar con sus seres queridos. Mientras ellos parloteaban de cómo había ido el año, de sus cuitas, de sus aventuras y sus desventuras, de sus penas y de sus glorias, su cerebro cavilaba sobre los diversos escenarios penales de la cónyuge de Iñaki Urdangarin. Tanto el que la incriminaba en un blanqueo de capitales como el que le atribuía un delito fiscal. Fueron jornadas de silencio y secreto profesional en las que no daba pistas a nadie, ni siquiera a su almohada. Aunque los insiders del Caso Urdangarin daban por sentado que habría citación para la infanta, nadie las tenía todas consigo.
—Este Pepe es una tumba y, por tanto, imprevisible. Es muy gallego en esto: nunca sabes si sube o si baja. —Así lo retrata uno de sus cuates del alma que echando la vista atrás se queja implícitamente de tanto secretismo—: Yo me enteré de lo que había decidido el 7 de enero por la radio. Y mira que nos hubiera gustado saber antes que nadie lo que iba a pasar. Menudo morbazo nos daba el tema. Pero el tío no soltaba prenda, ¡qué pesado es con lo del secreto profesional! Cuando uno de nosotros decíamos que iba a imputar a Cristina, sonreía pícaramente; cuando otro daba por seguro que no lo haría nos descolocaba de nuevo porque también sonreía pícaramente. Jamás mordió el anzuelo.
José Castro aprovechó las preceptivas libranzas y una parte de la colección de días que tenía pendientes para pegar el estirón final. Entre el 18 y 28 de diciembre confeccionó un primer borrador que luego, compatibilizando juzgado y teletrabajo, fue perfilando entre la Nochevieja y el 3 de enero.
El aplomo y la finezza que exhibe José Castro no impidieron que durante todo el otoño y bien entrado el invierno tuviera la sensación de sentirse vigilado. Las cloacas habían hecho de las suyas en septiembre cuando aparecieron imágenes suyas departiendo en un bar a tiro de piedra de su domicilio con la letrada de la acusación popular, Virginia López-Negrete, embajadora de Manos Limpias en la causa. Se sugería que estaban liados y se insinuaba que eran unos borrachines. Valía todo con tal de desacreditarle. Los navajazos en las ruedas de su coche, los excrementos en el umbral de su casa y el sellado de las cerraduras completaron el festival de sicilianos avisos. Pincharon en hueso porque a sus sesenta y ocho años esto era un juego de niños al lado de las amenazas reales de las decenas de narcos, desde camellitos de poca monta hasta capos de tomo y lomo, que ha enviado a la sombra de la penitenciaría de la carretera de Sóller.
Él, perro viejo, un juez que se las sabe todas, era consciente de que el sistema quería aplastarle. Habían peinado su patrimonio por tierra, mar y aire y se habían afanado en intentar toparse con algún antecedente incómodo que de repente apareciera en la redacción de algún medio amigo como quien no quiere la cosa. Esfuerzo baldío: nada de nada. Cero debilidades. Estaba virgen. Él y alrededores, que también los auscultaron a conciencia, vástagos incluidos. Vamos, que le hicieron lo que se dice «un completo».
Castro tenía por costumbre moverse por Palma en coche los escasos días de lluvia o frío insoportable y en moto o en bicicleta siempre que la climatología fuera propicia. Y desde luego la bici era su inseparable compañera en esos veranos mallorquines en los que no llueve ni por casualidad. En Navidad quedó un par de veces o tres con su cuadrilla a tomar unas copas, a felicitarse las fiestas y a echar unas risas. Lo que cualquier hijo de vecino. Todos ellos quedaron estupefactos cuando les contó que había venido y pensaba regresar a casa andando. La estupefacción fue unánime porque de su domicilio al centro de Palma hay un trecho considerable.
—Estando metido en lo que estoy metido, prefiero ir caminando o en taxi cuando me tomo algo de alcohol. No vaya a ser que me hagan soplar, dé positivo y me caiga la del pulpo —les explicaba.
—Si no, ven en bici —le aconsejó un funcionario de los juzgados de Palma, viejo amigo desde que Castro aposentó sus reales en Mallorca allá por 1985 en una carrera que había levantado el telón como funcionario de prisiones, trabajo en el que hizo unos duros con los que sobrevivir mientras preparaba su acceso a la judicatura.
—Yo con media caña en el cuerpo no cojo ni un patinete —resumía de manera inmejorablemente gráfica sus prevenciones. A él nadie le va a contar que un ciclista también es sujeto pasivo de un control de alcoholemia. La Ley de Seguridad Vial establece para los «conductores [sic] de bicicletas» los mismos límites que para los de automóviles: «0,5 gramos por litro en sangre y 0,25 miligramos en aire expirado». Y con dos cañas, positivo al canto. Y con un positivo al canto lo matarían civilmente. Y con su muerte civil, el Caso Urdangarin dormiría el sueño de los justos o quedaría herido de muerte.
Las cuchipandas con sus amigos le permitían airearse y oxigenarse. Aunque tampoco mucho porque su coco seguía frente a su ordenador, construyendo mentalmente el auto más complicado de su vida y no por razones técnicas precisamente.
El primer viernes de enero puso punto y final a un escrito que por sus características, su profusión de datos y su extensión, doscientas veintisiete páginas, reunía más las características de un auto de apertura de juicio oral que de uno de imputación. El togado cordobés prefirió pecar por exceso que por defecto sabedor de que, como confesó torpemente la exportavoz del Consejo General del Poder Judicial Gabriela Bravo, «no todos los imputados son iguales». Que haya reos de primera y reos de segunda es lo habitual en democracias inmaduras y de baja calidad como la española. Lo más preocupante de todo no es eso sino que solo en las repúblicas bananeras el poder judicial lo admite públicamente.
Castro tenía presente que si despachaba el auto en medio folio, como es usual, lo pondrían a caer de un burro. Y que si lo motivaba hasta la extenuación le acusarían de tratar desigualmente a la hija del rey. ¿Cuál de las dos alternativas elegir? En caso de duda, la más sesuda. Por eso se afanó en justificar y probar cada uno de los dos delitos que consideraba justo imputar a la mujer del cerebro de un caso que se resume en 6 millones largos de euros públicos saqueados y otros 12 regalados por toda clase de empresas privadas.
En la medianoche del martes 7 de enero, pasada ya la efervescencia de la Navidad, los lectores de Orbyt podían leer en El Mundo un vaticinio: «Inminente imputación de la infanta». El martes fue uno de esos días que odia el españolito medio, que comprueba entre impotente y resacoso cuán poco dura lo bueno. La redacción del diario madrileño estaba en guardia por si las moscas. La cuenta atrás había comenzado. El tictac no duró mucho. Poco más de media hora. No llegó a los tres cuartos. Entre la apertura del Juzgado de Instrucción 3 y el bombazo informativo, que adelantó elmundo.es, transcurrieron 37 minutos. A las 9.37 la edición electrónica dirigida por Fernando Baeta ofrecía a sus 2,5 millones de lectores la primicia más esperada: «Castro imputa a la infanta por blanqueo y delito fiscal».
Fue un martes no apto para cardiacos ni para remolones. A la noticia principal le sucedió una retahíla de informaciones secundarias y a todas ellas una catarata de reacciones que osciló entre un Alberto Fabra que, erigido en obligado portavoz del PP porque intervenía en el Foro Nueva Economía, señaló que «no es algo deseable para nadie», hasta el «era un paso lógico» del partido de moda, Ciudadanos, o el «imputada no significa condenada» de CiU, coalición a la que pertenece Miquel Roca. Rubalcaba, que no olvidaba el feo de hacía dos años, se limitó a tirar de manual de corrección política con un aséptico «respeto total a las decisiones judiciales».
El ucleseño Félix Sanz Roldán, un tipo íntegro cuya presencia en la casa de los espías es garantía de que no habrá desmanes al estilo de los del tardofelipismo, no olvidará en los días de su vida aquella mañana en el Monte de El Pardo. Se había trasladado a palacio para el despacho semanal con un don Juan Carlos que confía en él más que en ningún otro servidor del Estado. Una cita hecha costumbre en la que ilustra al monarca e intercambian confidencias. Una reunión en la cumbre que permite al primero de los españoles estar al cabo de la calle de las amenazas que se ciernen sobre nuestra nación, conocer al detalle cómo va la lucha antiterrorista y preparar sus mil y un viajes oficiales al extranjero. Radiografiar al presidente, el primer ministro o el dictadorzuelo que le recibirá al inicio de la alfombra roja que se extiende a los pies del A-310 de la Fuerza Aérea, las posibilidades de negocio para España en los confines de la bola terráquea y los intríngulis de esas grandes desconocidas que son las naciones de África, Asia y Medio Oriente.
De repente, al filo de las diez de la mañana, la conversación entre el monarca y el artillero que llegó a jefe del Estado Mayor de la Defensa (Jemad) y ahora dirige a los dos mil doscientos espías españoles se interrumpió brusca pero educadamente. El móvil de don Juan Carlos sonaba, sonaba, sonaba y sonaba. Tanto sonaba que al ver quién era, lo cogió.
—¿Qué tal hija, ha habido novedades? —demandó el rey, que aguardaba ansioso el desenlace.
Doña Cristina le comunicó la noticia que nunca habría querido tener que comunicarle. El rostro de don Juan Carlos pasó en milésimas de segundo de su jovialidad tradicional a una tristeza infinita. Como si le cogiera de nuevas. Y es que aunque uno sepa lo que va a acontecer, no nos engañemos, esta era la crónica de una imputación anunciada, no expresa sus sentimientos más auténticos hasta que acontece. El ser humano se aferra sistemáticamente a la esperanza de que lo peor no va a terminar convirtiéndose en una realidad.
—Hija mía, tienes todo mi apoyo —enfatizó don Juan Carlos a la infanta con un sentimiento que le salía del alma. Esta vez no hablaba como jefe del Estado sino como padre y eso para él son palabras mayores.
El disgusto de doña Sofía fue superlativo. La reina ha sido y es una madraza, el pilar de una familia, que como todas las royals, son pura inestabilidad porque se habla de ellas mañana, tarde y noche en hogares, bares, cafeterías, restaurantes, peluquerías, cenáculos, tertulias televisivas y radiofónicas, en los diarios de papel, en los electrónicos, en Facebook, en Twitter, en definitiva en todas partes, a todas horas y de todas las maneras. Son la comidilla. No pueden dar un paso sin que a la media hora lo sepa todo Madrid y a la hora toda España. Un infierno al que solo sobrevives si te han preparado para él desde la cuna.
El catedrático de Derecho Penal Jesús Silva fue el primero en saltar al ruedo aquella gris mañana de enero anunciando un recurso. Con befa a Castro incluida.
—Estamos preparando el recurso aunque tampoco descartamos no recurrir. Si tantas ganas tiene el juez de oír las explicaciones de la infanta y con eso se va a realizar como persona, pues a lo mejor vamos.
No se puede ser más displicente de lo que fue aquel 7-E un Jesús Silva que empezaba a correr el peligro de que el gigantesco prestigio acumulado durante años de eficaz trabajo se le fuera por la boca. De belenestebanear su figura, hasta entonces prestigiada y prestigiosa como pocas en el proceloso mundo del Derecho Penal.
Miquel Roca no tardó en desmentirle al dar prácticamente como hecho cierto que no habría recurso. Desde la Fiscalía General le alertaron de las consecuencias letales que tendría un recurso porque en esta ocasión «la Audiencia tenía firmemente decidido ratificar». Si le habían indicado a Castro el camino a seguir y él no se había apartado un milímetro de la hoja de ruta, ¿cómo tumbar su auto de imputación?
El mentís de Roca a Silva delataba, además, las tensísimas relaciones que mantenían desde hacía un año cuando el bufete Roca Junyent y el despacho Molins-Silva anunciaron su boda. Un enlace matrimonial rato y no demasiado consumado porque un año después cada uno va por su lado pese a compartir edificio en la calle Aribau. Ni una referencia al otro en la página del uno y ni una referencia al uno en la web del otro. Ni juntos ni revueltos. Se juntan en asuntos puntuales pero cada uno continúa manteniendo su marca. El bufete Molins-Silva fue creado hace dos décadas por Pablo Molins, uno de los herederos del imperio cementero, hermano del exportavoz convergente en el Congreso Joaquim Molins y primo de Laureano Molins López-Rodó, el sobrino del ministro tecnócrata franquista que operó al rey del nódulo en el pulmón en 2010.
Las actuaciones públicas de Silva desquiciaban al más comedido Miquel Roca, un hombre acostumbrado a medir sus palabras desde sus tiempos de portavoz de la Minoría Catalana en el Congreso. El punto de no retorno se consumó el 10 de enero cuando el que pasa por ser uno de los cinco mejores penalistas de España se sacó de la manga la teoría penal del amor.
—Doña Cristina ha actuado por fe en el matrimonio y por amor. Cuando una persona está enamorada de otra, confía. La infanta ha confiado y seguirá confiando en su marido contra viento y marea. —Así se explayó ante los cerca de veinte informadores congregados a las puertas de su despacho que no daban crédito. Segundos después, una nueva perla que no desmerecía las anteriores:
—La infanta está extrañada y dolida.
Silva empleaba una forma verbal, «estar dolido», más apropiada para una ofensa que para un acto penal, frente al cual uno puede indignarse pero no estar dolido. Esto no era una riña de vecinas, ni un rifirrafe de dos enamorados porque uno ha engañado al otro. Lo que realmente sacó de quicio a su socio Miquel Roca fue el hecho de que contraargumentase el auto del juez con la Doctrina del Amor, que venía a sumarse a la Doctrina Borbón tanto en materia penal como fiscal. No le cabía en la cabeza cómo se puede ridiculizar un asunto tan serio. Máxime cuando el amor no es una atenuante ni una eximente penal. Se le antojaba un suicidio procesal que a Silva le diera por provocar a un instructor que, al fin y al cabo, tenía en sus manos la potestad de acabar sentando en el banquillo a su clienta. El hermanísimo Manuel Silva, socio del despacho Roca Junyent, hacía las veces de hombre bueno poniendo paz entre el encargado de la estrategia mediática y de opinión pública y el cerebro penal. Manuel Silva es un alma polifacética: fue diputado de Unió en el Congreso, sacó las oposiciones de abogado del Estado en tiempo récord y actualmente es consejero de Estado. Un hombre de leyes, «un crack» en palabras de sus compañeros de un despacho poblado por mentes de primera y en el que los mediocres sobran.
La tensa calma de treinta días que se presuponía iba a presidir el ínterin entre la imputación y el 8-F saltó por los aires. Y nuevamente por culpa de Pedro Horrach, que hizo público otro escrito preventivo en el que, además de reclamar la comparecencia de los inspectores de hacienda que culparon y luego exoneraron a la infanta y su esposo, se lió la manta a la cabeza y puso literalmente a caldo a Pepe, su antaño compañero en mil y una batallas. El fiscal anticorrupción balear no defraudó al respetable. No esperó ni al segundo folio para acusar a su ya examigo José Castro de imputar a doña Cristina de Borbón basándose en una «teoría conspiratoria». «El magistrado se apoya en ella para justificar la existencia de indicios delictivos que avalen la citación de la infanta», añadió.
Horrach consideró normal «imputar gastos personales ajenos a la actividad mercantil como costes de explotación». Y se equivocó de medio a medio. Que el hecho de que una práctica sea habitual no la convierte automáticamente en legal. Por esa regla de tres sobrepasar los límites de velocidad en las autopistas, conducir bebido, trapichear con drogas, no pagar el IVA tras la prestación de un servicio o colarse en el metro serían conductas acordes con la ley. Ni mucho menos. Al encargado de la defensa de la legalidad le resultaba «inocuo o irrelevante» a efectos penales que un ciudadano cargue gastos personales a una sociedad mercantil.
Horrach dio el do de pecho a continuación admitiendo que los tres justificantes empleados por la Agencia Tributaria para salvar a la infanta del delito fiscal eran ful. «Las tres facturas de Intuit objeto de debate», filosofó, «al igual que otros cientos de facturas, son y siguen siendo consideradas por la Agencia Estatal de Administración Tributaria como simuladas». No se detenía en explicar por qué esas tres sí se admitían como deducibles y el resto, cientos y cientos, no.
Como si fuera una sucesión de apariciones perfectamente guionizada y controlada, el siguiente en salir a la palestra fue el presidente del Gobierno. Mariano Rajoy concedió una entrevista a la directora de los Servicios Informativos de Antena 3, Gloria Lomana. Fue un cara a cara digno del mejor de los talk shows estadounidenses que recordó a las más brillantes noches del mítico Larry King. Lo debió de hacer muy bien Gloria Lomana porque la criticaron tanto desde Moncloa como desde la derecha aznarista más acerba con el marianismo, y también desde el centro izquierda y la izquierda. Cuando tocó pasar revista al asunto de moda, el presidente ejecutó el mandamiento número uno de la Operación Cortafuegos, ese que dice que Cristina de Borbón y Grecia es inocente porque sí.
—Estoy convencido de la inocencia de la infanta y le irá bien —sentenció el autor de la segunda mayor mayoría absoluta de la joven democracia española.
A la mañana siguiente le acusaron de «injerencia» en la labor de un juez, de quebrar el sagrado principio de la separación de poderes.
El periodo entreguerras no fue pacífico ni modélico. El sábado 25 se acercaron a Palma los tres inspectores de hacienda en cumplimiento de un requerimiento redundante del fiscal por cuanto se trataba de ratificar lo que ya habían dictaminado por escrito. Una pérdida de tiempo como otra cualquiera porque no era previsible que se desdijeran de sus últimos argumentos, que por cierto casaban malamente con los anteriores de junio. El más independentista que nacionalista Iu Pijoan, Teresa Subias y la joven aunque sobradamente preparada Dolors Pardo hicieron el paseíllo minutos después de haberse jactado en presencia de varios testigos de su sapiencia fiscal en contraposición con la teórica ignorancia del juez.
—Nos vamos a comer a Castro, este no sabe ni lo que es el IRPF —corearon Subias y Pardo exhibiendo una maléfica sonrisa profidén.
La altanería no exenta de frivolidad de las dos inspectoras era tal que adquirieron por Internet varios boletos del siguiente premio de la lotería. Hasta ahí todo dentro de lo normal. Lo que no es tan normal es que el número encargado fuera el 69 990, que coincide número por número con el importe global de las tres facturas falsas que dieron por buenas para blanquear el más que presunto delito fiscal de Iñaki Urdangarin y su cónyuge en la empresa familiar Aizoon.
Desde el 25 de enero hasta el 8 de febrero sí que cesaron las hostilidades. Todo lo más se veía en televisión a los paparazzi y demás camarógrafos inmortalizando las entradas y salidas del matrimonio Urdangarin del ático de seis habitaciones y seiscientos metros cuadrados que habitan en la parte alta de Ginebra, encima justo del Muro de los Reformadores. Un español que estuvo interesado en la vivienda relata por qué la descartó: «Me pedían 15 000 euros de renta mensual y, lógicamente, se me iba de presupuesto».
El Caso Urdangarin experimentó, no obstante, un periodo valle entre el sábado 25 en el que las inspectoras Subias y Pardo no lograron su objetivo de comerse con patatas a Castro, y el 8 de febrero. Todos temían alguna maniobra para retrasar la citación, emponzoñar el terreno de juego o abortar el discurrir procesal, pero no pasó de ser una falsa alarma. El gran debate nacional aquellos días era cien veces más banal. Si la infanta debía hacer el paseíllo como todo hijo de vecino o no. Y al final fue que no. La policía de Palma y el juez decano, Francisco Espinosa, se mostraron solícitos a la hora de defender los recurrentes motivos de seguridad para ahorrar veinte metros de caminata a la convocada.
«¡Que viene, que viene, mira, es esa furgoneta! ¡Ahí dentro va!», fue la comidilla de los poco más de cien manifestantes aposentados en las proximidades de los juzgados con un batallón de pancartas. No era una furgoneta sino lo que técnicamente se denomina un monovolumen Ford CMax nuevecito, matrícula 0318HRJ. Los Urdangarin-Borbón han optado por razones de estética por conducirse o que les conduzcan en automóviles de gama baja o media. Todos recuerdan cómo a la vuelta de Washington un día salieron del palacete en el Volkswagen Golf de casi veinte años que la infanta había reservado para el servicio. Más de uno se acordó de lo que hacía Romanones, que viajaba en tren a su circunscripción en primera pero al llegar se cambiaba a turista para salir por una de las puertas de la clase popular.
El monovolumen no la dejó al inicio de la rampa como a Iñaki Urdangarin. Frenó a apenas siete metros de la puerta. La duquesa de Palma sonrió, saludó de perfil a uno de los agentes que custodiaban la entrada y enfiló la puerta, donde Jesús Silva la recibió reverencialmente ejecutando un plongeon de matrícula de honor. La escena se asemejaba más a la inauguración de un polideportivo municipal, con ella haciendo de lo que es, infanta de España, y su abogado defensor en el papel de alcalde. Los expertos en imagen y relaciones públicas y la prensa crítica reprobaron esa sonrisa más propia de un acto institucional que de una comparecencia penal.
Los abogados de las defensas, los de la acusación popular y los funcionarios de Instrucción 3 estaban ya encerrados en la sala de vistas tras haber tenido que someterse a cacheos y registros de los enseres personales más propios del servicio secreto estadounidense que protege a Barack Obama que de una hija del rey que, además, no es la heredera. Los agentes de Zarzuela y expertos de la policía venidos expresamente de Madrid peinaron electrónicamente la sala con minuciosidad e hicieron lo propio con las cerca de cincuenta personas autorizadas a estar en la vista. Se fisgonearon los bolsos y las carteras, tanto el fondo como los laterales, las gafas, los relojes y los zapatos y se recorrió el cuerpo de cada uno de los presentes con detectores de metales. A las mujeres que portaban tampones se les llegó a abrir el envoltorio de plástico para comprobar si contenían algún dispositivo electrónico capaz de inmortalizar una declaración que el juez instructor había declarado secreta.
La vista se inició con algo más que puntualidad británica, dos minutos antes de la hora prevista. A las 9.58 José Castro pronunció el «buenos días» de rigor antes de dar por iniciada la toma de declaración. En el minuto 2 del partido se vio claramente cuál era la estrategia de los entrenadores de la infanta. «No se meta en líos, señora, evite caer en contradicciones. Y en caso de duda recurra al “no me acuerdo”, “no lo sé” o “no me consta”», fueron las indicaciones que le hizo el maestro Silva y que ella siguió a pies juntillas como persona disciplinada que es. Tenía mucho que perder y nada que ganar si entraba en el fondo. Por eso actuó como una olvidadiza y se hizo pasar por un alma cándida, confiada e ingenua.
Sus casi seis horas y media de careo se resumen en una colección de 559 evasivas: 412 «no sé», 82 «no lo recuerdo», 58 «lo desconozco» y 7 «no me consta». El inconveniente de esta estrategia amarrategui es que la infanta pudo incurrir en lo que el Tribunal Supremo dio en llamar «ignorancia deliberada», una doctrina aplicada a los casos de blanqueo. «Quien se pone en situación de ignorancia deliberada, sin querer saber aquello que puede y debe saberse, y sin embargo se beneficia de la situación, está asumiendo y aceptando todas las consecuencias del ilícito negocio en el que voluntariamente participa», advierte una sentencia del alto tribunal, tal y como le recordó el diario El País al juez Castro.
Claro que cuando se mojó lo que hizo fue echar el muerto a un Iñaki Urdangarin al que civil y penalmente se da por desahuciado. «Él», subrayó Cristina de Borbón poco después de echar mano a uno de los ocho botellines de agua mineral que se bebió, «crea Aizoon para canalizar sus ingresos profesionales y, a partir de ahí, yo no he tenido más que ver, lo ha llevado él y yo no he intervenido en nada». Cuando José Castro le consultó por qué abonaba con la visa de Aizoon parkings, autopistas y demás servicios automovilísticos, la respuesta fue de traca: «Puede ser que haya sido por equivocación, puede ser que fuera conduciendo y la persona de al lado me diera la tarjeta y yo pagase sin saber con qué tarjeta lo hacía».
Entre medias, el instructor decretó un receso para comer. A la protagonista se le reservó un despacho anexo para almorzar. Solo podía entrar ella, al igual que al cuarto de baño que se le dispuso. La preocupante desmemoria de doña Cristina volvió a hacer acto de aparición minutos después cuando manifestó que «no recordaba» haber firmado las actas de Aizoon. «Si una persona de confianza me trae algo a la firma, lo firmo», reconoció. Parecía como si la empresa con nombre de planta fanerógama nunca hubiera existido o fuera una invención de la calenturienta mente de José Castro. O la infanta padece un problema serio de memoria o se acogió a su derecho a mentir también en el pasaje en el que se le demandaron explicaciones sobre las clases de salsa y merengue a domicilio que, naturalmente, se pagaron con cargo a Aizoon, que es lo mismo que decir con cargo a Nóos, que es lo mismo que decir con cargo al contribuyente balear y valenciano. «No lo recuerdo, igual bailamos salsa y merengue, pero no recibí ninguna clase», apostilló entre los cuchicheos y alguna que otra carcajada contenida de los presentes. Reacción similar a la que se desencadenó cuando aseveró que «nunca» había tenido control «sobre cuentas ni nada que ver con Aizoon». Olvidó que ella posee el 50 por ciento de esta sociedad limitada familiar desde el día de su constitución, que firma las cuentas anuales y que, por cierto, en estos momentos es la presidenta.
La cita a la que tanto se había resistido se finiquitó cuando el ocaso empezaba a hacer acto de presencia en las Islas Baleares, el punto del territorio español en el que antes amanece y atardece. Doña Cristina tenía buena cara y sus letrados se mostraron aparentemente satisfechos. Mejor dicho, muy satisfechos. Llevó la voz cantante un Miquel Roca que se ufanó de que la declaración de su patrocinada había servido «para demostrar su inocencia» y para «confirmar que todos somos iguales ante la ley».
Esa misma noche, mientras la infanta cenaba en Zarzuela con su madre tras haber reportado a su padre, se levantó otra polvareda. Esta vez a cuento de la exclusiva fotografía que reproducía El Mundo en portada: la de la infanta sentada ante Castro en un pasaje de aquel 8 de febrero en los juzgados de la capital balear. La única imagen que dentro de un año, de diez o de cien quedará de la primera vez que un miembro de la familia real se tiene que sentar en un banquillo en calidad de imputado a responder las preguntas de un juez. La polémica ascendió diez o doce peldaños en intensidad a la mañana siguiente cuando elmundo.es reprodujo un vídeo de cinco minutos con el interrogatorio a Su Alteza Real. El instructor, José Castro, se cogió un rebote monumental, abrió diligencias de investigación y luego se abstuvo por razones obvias.
A la mañana siguiente los medios que más se han esforzado en tapar o silenciar los presuntos delitos de Urdangarin y compañía, negándolos hasta la saciedad incluso cuando eran palmarios, apuntaron sin pruebas a dos letrados —un hombre y una mujer— de la defensa del hombre que teóricamente ayudó a Iñaki Urdangarin a evadir fondos a Suiza: Robert Cockx. Un diario electrónico llegó al punto de publicar la foto de la abogada, que al igual que su colega pertenece al despacho de Javier Saavedra, en cuya nutrida nómina de clientes figuran la duquesa de Alba, su marido, Alfonso Díez, Rocío Carrasco, su esposo, Fidel Albiac, y el político Jorge Verstrynge, entre otros.
Los medios que pasaban por alto las corruptelas de la trama Nóos y de Aizoon hicieron casus belli de esta grabación subrepticia. La Dirección de la Policía echaba espuma por la boca.
—El dispositivo ha costado 300 000 euros, hemos traído a doscientos agentes, más que manifestantes, y ¡encima este ridículo! Esto no puede quedar así. ¡Queremos cabezas! —fue la consigna transmitida desde Madrid a la comisaría de Palma.
Querían cabezas y hubo cabezas. A los medios de cámara les faltó tiempo para solazarse apuntando como si fuera poco menos que un terrorista a Francisco Carvajal. Urdangarin y la infanta eran inocentes existiendo todo lujo de pruebas contra ellos y este letrado culpable, culpabilísimo, pese a que no había ni habrá un solo elemento incontrovertible contra él… porque nada tuvo que ver con una grabación que fuentes policiales creen que se hizo desde un elemento fijo colocado en las jornadas previas. Eso era lo de menos. Los periodistas urdangarinianos se comportaban como Émile Zola, pero al revés, y ya tenían su Alfred Dreyfus. Lo de menos era que fuera mentira, el caso era tener un culpable, desviar la atención cual cortina de humo sobre el Caso Urdangarin en general y sobre el regate que alguien o álguienes le habían hecho al aparentemente infalible dispositivo de seguridad muy en particular. La campaña recordaba a la que ciento veinte años antes había montado La Libre Parole y Le Temps en un intento de borrar del mapa al oficial judío del ejército francés. Seguro que en los días de infierno que le hicieron pasar, Francisco Carvajal recordó la frase que los dreyfusards repetían sin cesar convencidos de que al final la historia absolvería a su capitán:
—La verdad está en camino y nadie la detendrá.
Tiene bemoles que el único detenido hasta el momento por el Caso Urdangarin haya sido precisamente el letrado malagueño Carvajal, al que la policía arrestó el 26 de febrero aprovechando que había sido citado por el juez que instruye el caso abierto por la histórica grabación. Fue poner un pie en Palma y ser llevado a comisaría por las bravas. Y tiene narices que encima el chivo expiatorio que se buscó la Dirección General de la Policía para justificar su monumental gatillazo sea un inocente. A lo que no dieron tanta cancha, cosas veredes, a lo mejor no interesaba, fue a un dato ciertamente llamativo: que el consejero delegado de Wouzee, el Youtube español, es Marcial Cuquerella, hermano de Julita, la asistente personal de Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón, la que dio las pertinentes instrucciones para ingresar una comisión de 375 000 euros en una cuenta del duque en Suiza. Julita es, como ellos se encargan de resaltar, «la única persona» de la que se fían «al cien por cien». Esta bondadosa madrileña de cuarenta y tres años aprendió y aprehendió lo que es la lealtad inquebrantable en casa, de la mano de su padre, el vicealmirante Vicente Cuquerella.
Las semanas posdeclaración no contribuyeron precisamente a calmar los ánimos en la Casa Real ni en la ginebrina Rue des Granges. El silencio sepulcral de José Castro les escamaba. Y para su desgracia despreciaban una cuestión que de puro evidente pasaba desapercibida: la justiciable De Borbón y Grecia no había disipado una sola de las dudas que manifestó el juez en su auto ni desmentido una sola de las convicciones que expresó en aquellos doscientos veintisiete folios. A corto plazo, los «no me acuerdo» y «no me consta» eran muy rentables pero a largo podían resultar ruinosos. Si se había decidido por sobrevolar las mil sesenta y tres cuestiones que le formuló el magistrado, las fichas de la partida de ajedrez estaban en el mismo lugar que antes. Cada vez cobraba más fuerza la tesis de acabar abriendo juicio oral a Cristina de Borbón por colaboración en el delito fiscal de su marido, sin descartar alguna sorpresa de última hora en forma de prueba incontrovertible.
Y entre tanto, el 6 de marzo se produjo el primer reencuentro público en años entre la duquesa de Palma y los príncipes de Asturias. A Iñaki se le anticipó que era persona non grata, vamos que no era bienvenido. Fue en Tatoi, el Palacio Real de Psykhikó, donde se celebró una ceremonia ortodoxa al cumplirse el cincuenta aniversario del fallecimiento de Pablo I, monarca de los griegos y padre de doña Sofía. Don Felipe y doña Letizia se situaron en el extremo opuesto a su hermana durante la foto de familia. El príncipe intercambió tres o cuatro cumplidos pero su mujer ni uno. La futura reina de España no olvidaba las descalificaciones que Urdangarin profirió contra ella con el silencio anuente de doña Cristina hacía seis o siete años en el restaurante Flanigan del mallorquín Puerto Portals. Insultos que escuchó buena parte de los comensales de ese monumento al buen comer y mejor beber, quizá el más completo de Mallorca, creado por Miguel Arias en 1986. Insultos que a alguno de los presentes le faltó tiempo para contarlo. O los e-mails que el gracioso sin gracia duque de Palma envió a doña Cristina aludiendo a los «orgasmos» de las presentadoras de televisión. En el apartado correspondiente a la cónyuge del heredero figuraba una inscripción: «Orgasmo real». Estos correos electrónicos venían acompañados de otros en los que se comparaba a Jaime de Marichalar con el inspector Gadget y de uno tanto más hiriente en el que Ana Botella sujetaba a un bebé al que se le había photoshopeado la cara de Aznar acompañada de un elocuente «no a la clonación».
Lo que sí se ha restituido es la relación padre-hija. El monarca ha pasado de la indignación desaforada al cariño contenido. La vuelta a la normalidad o seminormalidad ha comportado, además, la ayuda económica del padre a la hija. Iñaki no trabaja, tiene parte de su patrimonio embargado y Ginebra es una ciudad no cara, sino lo siguiente. La contribución del rey al sostenimiento de su hija y sus cuatro nietos se resume en ayudas directas y en las gestiones realizadas ante su amigo el Aga Khan para que la contratase en su fundación, donde percibe 300 000 euros anuales, cantidad a la que hay que sumar sus 200 000 de nómina en La Caixa. La entente cordiale ha llegado a tal punto que en Zarzuela ya ni se plantean el divorcio. Aunque en este caso por razones maquiavélicamente opuestas: la Casa Real prefiere tener dentro a Iñaki Urdangarin porque temen que fuera de su perímetro se transforme en un elemento descontrolado modelo David Rocasolano y acabe poniendo patas arriba la institución con los datos sensibles que obran en su poder.
Lo que no ha desaparecido, ni mucho menos, es el miedo escénico atroz a una nueva remesa de «bombas atómicas» de Diego Torres. El socio infiel, por si acaso, y en el enésimo intento de chantaje a las instituciones, ha dejado caer quiénes son los protagonistas y de qué va la nueva remesa de correos electrónicos que pretende arrojar indiscriminadamente sobre La Zarzuela: «Uno que me envió Iñaki con fotos en las que la reina no sale muy bien parada, otros en los que la infanta tontea con un regatista y unos cuantos en los que, para variar, Iñaki y Cristina ponen a parir a Letizia». Verdad o mentira, media verdad y media mentira, eso es lo de menos. Lo de más es que el tembleque es generalizado en el entorno real, fundamentalmente porque el menorquín ha dado sobradas muestras de su enorme capacidad para infligir daño con su pérfido goteo.
Ajena o no a estos nubarrones, doña Cristina continúa el día a día resignada a su suerte. Tiene tan claro que José Castro la sentará en el banquillo como que la Audiencia Provincial acudirá nuevamente a su rescate. Y entre elucubración y elucubración transmite a su inner circle el monotema que ronda su cabeza desde hace meses: «Jamás volveremos a vivir en España».
Que los españoles somos unos desagradecidos y no nos merecemos lo que hacen por nosotros.