Que Cristina de Borbón es un ADN listo, hiperactivo, perfeccionista y cumplidor en el trabajo es una verdad como un templo. Claro que el templo es tanto mayor si analizamos ese otro yo materialista que se esconde tras una mujer minimalista, exageradamente minimalista a veces, en la vestimenta y en esos signos externos que acaban siendo la ruina de todos aquellos poderosos que meten la mano donde no deben, que no es otro lugar que la caja ajena, pública o privada. Tras ese look cuidadamente casual tan de la zona alta de Barcelona no se esconde ese admirable milagro español llamado Zara, sino firmas como Etro, Armani, Burberry o Prada. El imperio surgido en 1913 de la mano de Mario Prada y disparado hasta la estratosfera por su nieta Miuccia Bianchi, la tan enigmática como atractiva y genial diseñadora, conforma el ideal estético de la hija del rey. Su armario es un museo ambulante de la marca milanesa: desde todo tipo de zapatos hasta una muy bien surtida colección de trajes, pasando por bolsos y demás complementos que no bajan de los 1000 euros la unidad.
Proverbialmente, Cristina cuidó las apariencias. La bendita culpa es de su madre. Doña Sofía conoce al dedillo lo que es la austeridad porque a su familia la desplumaron cuando la expulsaron de Grecia en 1967 tras una sucesión de errores cometidos por su hermano Tino, al que cabría aplicar la frase con la que don Juan se refería malévolamente al leal José María de Areilza: «Es muy seguro en sus errores». Constantino II fue rey solo tres años porque cometió el imperdonable error en el que jamás debe incurrir un rey constitucional, el de meterse en política o, para ser más exactos, el de meterse a político. Forzó la dimisión de Georgios Papandreu (de los Papandreu de toda la vida) y nombró y destituyó a cinco primeros ministros hasta que llegó el golpe de los coroneles y en lugar de decantarse del lado de la legalidad constitucional optó por ponerse en primera posición de saludo ante los sublevados. La traición es poco menos que delito de lesa humanidad desde la Grecia clásica. El eje argumental de Antígona, la gran obra de Sófocles, es precisamente ese: la deslealtad a la patria. En consecuencia, el pueblo heleno no perdonó jamás la felonía y Constantino tuvo que coger el petate a finales de 1967 e irse al exilio de la mano de su esposa, Ana María de Dinamarca. Perdieron todo lo que tenían en el país, un patrimonio valorado en euros constantes en unos 550 millones, según la demanda presentada con no demasiado éxito ante la Corte Europea de Derechos Humanos, el mismo tribunal que, como es público y notorio, puso a sesenta multiasesinos etarras en la calle al derogar la Doctrina Parot. Los Glücksburg salvaron, obviamente, esos dineros turbios que toda la familia real que se precie suele guardar a buen recaudo en paraísos fiscales por si un día vienen mal dadas y hay que salir corriendo. Pero las joyas de la corona, el palacio de Tatoi la primera, se las incautaron.
En consecuencia, doña Sofía educó a sus hijos en la cultura de la austeridad, relativa teniendo en cuenta que estamos hablando de royals, pero austeridad al fin y al cabo. Doña Cristina no es mesurada en materia crematística sino todo lo contrario. Mejor dicho, lo era hasta que cayó rendida a los encantos del cachitas rubio que jugaba con el 7 a la espalda en el mejor equipo del mundo de balonmano de la época, el Barça.
La austeridad espartana, y nunca mejor dicho, que le inculcó durante sus primeros treinta y dos años doña Sofía empezó a pasar progresivamente a mejor vida a partir del enlace en la catedral de Barcelona el 4 de octubre de 1997. Austeridad material y austeridad en las formas con los desconocidos. Porque a pesar de su proverbial talante distante, es correcta en el trato pero no permite grandes confianzas, en esto tampoco es una Borbón, se solía comportar como una más de la pandi de amigos de Barcelona, urbe en la que ha pasado ya casi la mitad de sus cuarenta y ocho años. Un íntimo de la pareja Urdangarin-Borbón aún se parte de la risa rememorando cómo nuestra protagonista se tumbaba en la parte de atrás del coche para que los paparazzi no pudieran enterarse de las citas secretas de un noviazgo en cuyo secreto estaban no más de media docena de personas.
Ella se fue dejando llevar por el mal camino. Abducida o libérrimamente, lo cierto es que, poco a poco, paso a paso, jubiló las enseñanzas griegas para ponerse completamente en manos de un ser desaprensivo cuya única obsesión era aplicar la máxima vital que compartía con Diego Torres: «Ganar pasta y cuanta más, mejor». El notario Carlos Masiá recuerda la que se montó en su notaría de la calle Balmes.
—La infanta se plantó y dijo que no, que no firmaba, que 6 millones de euros era mucho dinero, que no podían comprar esa casa. Era lo más parecido a un funeral —rememora casi una década después este fedatario público, que pasa por ser uno de los más reputados y serios de la Ciudad Condal.
—Que no, Iñaki, que no firmo, que es muchísimo dinero —se lamentaba la infanta, víctima del natural miedo escénico que te debe de invadir cuando estás a punto de embarcarte sin posibilidad de vuelta atrás en una vivienda que te saldrá por no menos de 20 000 euros mensuales de hipoteca. Cantidad en la que no se incluyen los 2 millones largos que costaron las obras de rehabilitación y el amueblamiento de una mansión cuya superficie es de mil metros cuadrados, doscientos cincuenta más de los declarados en el Registro de la Propiedad de Barcelona.
Doña Cristina se presentó en el pequeño pero elegante despacho de Carlos Masiá con ojeras y síntomas inequívocos de haber discutido con su marido.
—¿De dónde vamos a sacar el dinero de la hipoteca? —volvía a cuestionar en voz alta, tensando la situación por momentos.
El vendedor, Mario Herrera, cruzaba los dedos. Aquella mañana rezó más que en toda su vida. Ni en el más optimista de sus sueños podía haber imaginado una venta a ese precio, mil millones de pesetas de las de toda la vida. Un dineral suficiente como para retirarte y pasar el resto de tus días practicando la dolce vita. Cosa que no ocurrió, por cierto, con Mario Herrera, que falleció en 2009 medio arruinado y frito a embargos.
Finalmente, la infanta dio su brazo a torcer, su muñeca derecha más bien, para suscribir las escrituras, en las que quedó registrada su prototípica firma: una gran C seguida de las siete letras restantes de su nombre. Ni Borbón, ni Grecia, ni demás retahíla de apellidos o títulos. Solo «Cristina» en una caligrafía legible pero mejorable.
Aquello fue el principio del fin de la segunda hija de los reyes de España. El pecado original. El fruto prohibido. Y poco a poco la serpiente les fue indicando el camino de salida del Jardín del Edén. El Instituto Nóos y Aizoon hicieron las veces de serpiente y los billetes de 500 desempeñaron el rol de manzana. La tentación era muy grande y no pudieron evitar sucumbir a ella. Su gran golpe fue desviar con facturas falsas a su sociedad limitada familiar 747 000 euros públicos captados irregularmente por Nóos. Sin embargo, el fiscal anticorrupción había cifrado inicialmente el trasvase de fondos en un millón de euros. Sea como fuere, 748 000 euros o un millón, el cordobés José Castro ya tenía penalmente atrapado al matrimonio con este desmán que tantas huellas había dejado.
A la infanta le correspondieron 373 500 de esos 747 000 euros. Y no porque se estableciera un caprichoso reparto sino porque es la titular del 50 por ciento del capital social de Aizoon, empresa que lleva por nombre el de una planta —bastante fea por cierto— perteneciente al género de las fanerógamas. Esta especie posee una característica que casa muy bien con el subconsciente de Urdangarin: el conjunto de los órganos de reproducción se presenta en forma de flor, vamos, que están a la vista. Las fechorías de la factoría Aizoon son interminables. Otra de las que más han dado que hablar es el fraude a Hacienda de 826 000 euros mediante la contratación de empleados fantasma. Una actuación que para el instructor convertía en penalmente responsable a la infanta, todo lo contrario que el fiscal anticorrupción, que limitaba el alcance a su marido.
Bien por abducción conyugal, bien por una decisión personal, bien porque de repente descubrió su verdadero yo, lo cierto es que doña Cristina se fue transformando en una fashion victim. Compras y compras y más compras. Parte imputadas a su elevado salario en La Caixa, unos 140 000 euros a mediados de los 2000 (actualmente está en los 240 000 euros brutos anuales); parte con cargo al contribuyente balear y valenciano, pues no en vano el 95 por ciento de los ingresos de Aizoon provenía de arcas públicas.
Las pruebas incontrovertibles contra la infanta empezaron a formar una montaña de papeles sobre la mesa de José Castro después de que la Audiencia Provincial abriera la puerta al blanqueo y al delito fiscal. El benéfico toro de la justicia había pasado de un corral pequeñito a otro cualitativamente tres o cuatro veces más grande. Si el dinero de Nóos era fruto del saqueo de administraciones públicas y el dinero de Aizoon se había desviado desde el instituto «sin ánimo de lucro», el dinero de la empresa familiar de los duques de Palma era dinero manchado. Y por tanto gastarlo constituía un delito de blanqueo de manual. Nuevo obstáculo en la hoja de ruta de la Operación Cortafuegos porque ella había dispuesto de esos fondos en la misma medida que su esposo. O más.
A los corifeos que proclamaban con tanta voluntad como desconocimiento de la materia que la infanta era «completamente inocente» se les demudó el rostro el penúltimo lunes de julio de 2013 con aquel titular de El Mundo que arrumbaba sus tesis: «La infanta participó en la gestión de Aizoon en 2007, el año del delito fiscal». O lo que es lo mismo, doña Cristina participó activamente en la gestión de su sociedad limitada en uno de los dos ejercicios vivos en los que el anticorrupción atribuye delito fiscal a su marido. Su autógrafo en otra compraventa ficticia de acciones de Mixta África, operación que en realidad escondía otro regalo a los duques de Palma por ser quienes eran. La Agencia Tributaria quedaba en ridículo porque meses antes había mantenido, en estricta aplicación de la Operación Cortafuegos, que la infanta «no participaba en la gestión de Aizoon». Más contradicciones que José Castro iba anotando en su cuaderno azul de cara a la imputación.
Había más. Mucho más porque, tal y como se relata en el capítulo 14, Mixta África y otras sociedades privadas les habían regalado en total un millón de euros. Dádivas camufladas bajo la prestación de «asesorías» que, como por arte de birlibirloque, habían convertido a Aizoon en la consultoría mejor pagada del planeta por encima de gigantes multinacionales. McKinsey, Bain, Boston Consulting, Deloitte, Accenture u Oliver Wyman no cobraban esas salvajadas ni de lejos. Con una sutil diferencia: ellos no vendían humo sino sesudos informes. Más madera para el cuaderno azul.
Antes de este rosario de comisiones habían aparecido trece propiedades a nombre de la ciudadana 14-Z pero no habían saltado las alarmas de ese Gran Hermano que era el ordenador Berta de Hacienda. Básicamente, porque la ciudadana De Borbón y Grecia era a los ojos del fisco un «agujero negro», el elenco de DNI inmunes e impunes desde el punto de vista fiscal, un reducido grupo de poderosos que está a salvo de una inspección, fundamentalmente porque el ordenador no salta si encuentra descuadres en sus declaraciones o en sus patrimonios.
Una casualidad que también se había producido en las Islas Baleares, donde el Instituto Nóos había pagado ocho impuestos de transmisiones patrimoniales por la compra de idéntico número de inmuebles. El Govern balear empleó el mismo término que la Agencia Tributaria para quitarse el muerto de encima: «Ha sido un error». Más bien, veintiún errores porque a la infanta y su esposo se le imputaron veintiún inmuebles que en teoría no eran suyos. Un asunto del que terminaron saliendo airosos pese que no olía ni huele muy bien que digamos. Tanto el juez Castro como los investigadores estaban y están con la mosca tras la oreja y no se tragan la tesis del «error», menos aún cuando es un error multiplicado por veintiuno. O quizá se trató lisa y llanamente de una clamorosa chapuza.
Y entre petición y petición judicial saltó otro escándalo, que en este caso afectaba al rey. Una de las «bombas atómicas» electrónicas facilitadas por Diego Torres a su señoría revelaba que el monarca había transferido 1 202 024 euros a su hija para la compra del palacete de Elisenda de Pinós. Entrega de dinero que Iñaki Urdangarin, cónyuge de la beneficiaria, había consignado en un correo electrónico como «donación». El 8 de febrero de 2014 la agraciada aseguró en sede judicial que había devuelto a su padre 150 000 de los más de 1 200 000 euros «prestados». Valía todo: una versión y la contraria. Daba igual porque el posible delito de Cristina de Borbón había prescrito. Y a José Castro no le quedó otra que borrar este apartado de ese cuaderno azul en el que iba recogiendo todos los hechos que apuntalaban la posible culpabilidad de la ciudadana 14-Z.
José Castro recibía informes, pruebas y contrapruebas en un toma y daca procesal en el que la policía, la Agencia Tributaria y otros organismos controlados por el Estado se hacían los remolones a la hora de cumplimentar sus demandas. Los palos se acumulaban en las ruedas del coche de la justicia. Las facturas falsas por valor 69 990 euros que dio por buenas Hacienda el 14 de noviembre de 2013 para salvar de un delito fiscal a la infanta provocaron un enfado monumental en el instructor, porque cinco meses antes el ministerio las había rechazado.
La trampa era tan burda que el instructor no se la tragó. Y en consecuencia fue construyendo poco a poco en su cabeza el edificio argumental con el que sostener la imputación. Tal era el número de agujeros por el que salían las filtraciones que la causa se asemejaba a un queso gruyer. Radio macuto empezó a dar como inevitable la imputación de la hija del rey por los dos delitos prefijados por la Audiencia, fiscal y blanqueo, cuando octubre cedía el testigo a noviembre.
Todos se quitaron las caretas el 15 de noviembre. España se fue a comer tras conocer que el fiscal anticorrupción Pedro Horrach había presentado un escrito preventivo en el que, sin esperar a los últimos informes de Hacienda y de la policía, sin que se lo hubiera requerido el magistrado, pedía que no se imputase a la infanta. E iniciaba su parrafada insinuando que José Castro es un olvidadizo o tiene lagunas en su cabeza. «La memoria es frágil», enfatizaba en una evidente carga de profundidad, «es un momento propicio para hacer memoria […]. No bastan meras sospechas o conjeturas para imputar a una persona», proseguía Horrach pese a tener interiorizado lo contrario, que precisamente una sospecha es el mínimo minimorum que sirve para llamar a declarar a un justiciable. «En el presente caso», añadía, «no hay un solo elemento que vincule a doña Cristina de Borbón con actos delictivos, propios o ajenos. Las actividades presuntamente ilícitas son solo imputables a don Ignacio [sic] Urdangarin». Lo que venía a decir, en un aviso a un navegante de nombre José Castro, es que una eventual llamada en calidad de imputada constituiría un acto de flagrante prevaricación. Lo nunca visto: un fiscal entregando el recurso antes de que el juez haya dado traslado a las partes o haya redactado su auto.
Horrach se explayaba a fondo en la tesis que han repetido hasta el aburrimiento tanto él como Eduardo Torres-Dulce y Antonio Salinas: la del dominio del acto. Esto es, que por mucho que uno comparta una sociedad, nunca puede ser penalmente responsable si no ha participado conscientemente en la gestión. Una revolución jurídica ad hoc que, como la figura de la desimputación, provocará un alud de recursos en los próximos años en virtud de la Doctrina Borbón. Una interpretación de la que no se pudieron beneficiar ni Isabel Pantoja ni Antònia Martorell, la mujer de Bartomeu Vicens, antiguo preboste de Unió Mallorquina, en situaciones procesales muy similares. Por poner dos ejemplos conocidos, porque haberlos, haylos a centenares. Las comparaciones son odiosas, sí, pero algunas resultan escandalosas.
El escrito preventivo de Horrach era la confirmación por persona interpuesta de un sistema al borde de un ataque de nervios. En diciembre Torres-Dulce aseveraba por séptima vez, y antes siquiera de que los periodistas le hubieran preguntado, que «no hay motivos para imputar a la infanta». Gallardón se prodigó menos. Fue mucho más cauto. Se mojó tan solo en una entrevista al diario La Razón. Y lo hizo tirando de politesse: «Nadie en este país recibe trato de favor en ningún procedimiento. Si tal cosa ocurriera, el Ministerio Fiscal lo corregiría». Parecido tratado de las buenas maneras debió de poner en práctica José Castro cuando los periodistas le interrogaron acerca del paso adelante dado por Horrach.
—¿Qué le parece, señor juez? —le cuestionaron.
—El escrito del fiscal, como todos los del fiscal, es muy cualificado y será objeto de valoración cuando llegue el momento —opinó a la carrera.
Como no las debía de tener todas consigo y como quiera que Castro ya no le informaba de nada, el fiscal anticorrupción forzó la máquina para dejar patente que él estaba por la inocencia de la hija del rey. El 17 de diciembre registró en Instrucción 3 su segundo escrito preventivo en menos de un mes. Ahora arrancaba con una bofetada a su otrora amigo. Venía a insinuar en un tono irónicamente didáctico que el magistrado obraba con mala fe o por desconocimiento: «Es un principio básico del Derecho Penal que no se puede imputar ni castigar a nadie por lo que es, sino por lo que ha hecho». El representante del Ministerio Fiscal no reparaba en el hecho de que en España sucede secularmente lo contrario: que los poderosos suelen librarse de la acción de la justicia precisamente por lo que son o quiénes son. Este favoritismo con esa casta de treinta intocables no es noticia; lo contrario sí lo sería y de las que hacen historia. A Horrach esta obviedad no le debía de cuadrar porque insistía varios párrafos más abajo: «En un Estado de Derecho, ante circunstancias idénticas, la respuesta judicial debe ser idéntica». Lo decía porque, en su opinión, las pesquisas sobre las empresas y las cuentas de la infanta y su marido no se había extendido a la pareja Tejeiro-Torres.
Donde se mofó directamente de José Castro fue a la hora de analizar los gastos realizados por Aizoon, que se nutría al 95 por ciento de fondos públicos desviados de Nóos. «La cuantía y el color de los globos de las fiestas de aniversario [los por otra parte carísimos cumpleaños de sus hijos que sufragaba con cargo a su empresa familiar] no ha añadido elementos penalmente relevantes a la causa», puntualizaba.
El rey, mientras tanto, tuvo que ponerse las pilas y ejercer de improvisado psicólogo de una hija abocada inevitablemente a hacer el mal llamado «paseíllo» —este término tiene connotaciones taurinas pero también guerracivilistas— en los juzgados de Palma. Era una carrera contrarreloj para Horrach, Salinas, Torres-Dulce y Gallardón en su intento de frenar a un Castro que había certificado ya en demasiadas ocasiones que no se casaba con nadie y que no atendía a «razones de Estado».
Don Juan Carlos levantó el castigo y otorgó el estatus de «hija pródiga» a doña Cristina al ver la que se le venía encima. La hija del rey se entrevistó en Zarzuela con su padre en varias ocasiones. El objetivo del monarca era preparar a la duquesa de Palma ante una imputación que en palacio nadie terminaba de creerse pero que en ambientes judiciales se daba por hecha.
—Quiero informar al señor que la imputación es muy probable —había advertido Ruiz-Gallardón al rey en otoño.
La ira real que sucedió a la primera imputación había tornado en tristeza e impotencia en este segundo asalto que todos intuían que iba a acabar con una victoria a los puntos de Castro sobre Horrach. En cualquier caso, sopesaban en la Casa Real, mejor que vaya como imputada que como testigo. La primera condición procesal da derecho a mentir al justiciable, mientras que en la segunda cualquier desliz puede acabar con una condena por falso testimonio. Del mal, el menos.
César Alierta, que era ya por derecho propio el empresario de cámara de don Juan Carlos, empezó a ejercer de paño de lágrimas de la mujer de su antiguo empleado. Y eso que este trabajador tan poco cualificado como bien pagado le había provocado más dolores de cabeza que los 250 000 restantes juntos. La Cristina de Borbón que se encontró el presidente de Telefónica ya no era la Cristina de Borbón de antaño. La que sostenía sin ruborizarse y con indignación impostada que lo que estaban «padeciendo» era «una fatalidad».
—Es una conspiración contra la corona, nosotros no hemos cometido ningún delito, no hemos hecho nada malo —afirmaba una y otra vez ella cada vez que tenía ocasión. Era, o al menos eso pensaba ella, la mejor manera de defenderse de un mundo mundial que estaba contra ellos.
Los esfuerzos del aragonés que manda en Telefónica desde hace catorce años aliviaron el dolor de una mujer resignada a su suerte, que había aparcado su conspiranoia. Pero la gran asignatura pendiente de Cristina Federica de Borbón y Grecia era el cara a cara con su padre, que le había retirado la palabra por propiciar el mayor escándalo de la corona en toda su historia reciente. Excepción hecha de las visitas a los hospitales madrileños en los que le operaron de las caderas, no se habían visto en dos años. Poco o nada quedaba de la complicidad de antaño, pero un padre es un padre y don Juan Carlos acudió al rescate de la hija de en medio.
Y la cita en La Zarzuela llegó. La hija no lloró pero cerca anduvo. Su padre le dio una palmada cariñosa en el hombro y le sorprendió apelando a la infanta a no convertir en un drama una coyuntura que podía tener solución.
—Esto, hija, te lo tienes que tomar con normalidad —fue la recomendación.
—Ya, pero nosotros no hemos hecho nada, no hemos cometido ningún delito —afirmaba la protagonista resucitando por unos momentos la torpe e irreal teoría conspiranoica.
El Jefe escuchó, escuchó y escuchó. Derrochó con su hija esos raudales de empatía que tan buenos resultados le han proporcionado con el pueblo español, hasta que en un momento dado clavó su mirada en los ojos de doña Cristina y sintetizó en una frase su intento de relativizar las cosas haciéndole ver que no merecía la pena preocuparse por algo que podía y debía tener arreglo.
—Hay miles de españoles que son imputados y no pasa nada. Buena parte de ellos no acaban sentados en el banquillo —resumió el primero de los españoles con un tono didáctico, desconocido en una persona que suele desarmar emocional e intelectualmente al prójimo con un arma seguramente más poderosa, el borboneo.
Don Juan Carlos estaba relativamente tranquilo. Su pronóstico, que era la suma de los pronósticos de la Fiscalía General del Estado, el gobierno y el CNI, era agridulce.
—Cristina tendrá que hacer el paseíllo pero no se sentará en el banquillo.
Palabra de rey.